Aguas fuertes - 11

Total number of words is 4390
Total number of unique words is 1425
37.7 of words are in the 2000 most common words
51.4 of words are in the 5000 most common words
57.6 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
murmuró confusamente un «muchas gracias», y se apresuró a cerrar la
puerta, dejándome con el discurso en el cuerpo.
Salgo a la calle un poco disgustado, como cualquier otro orador en el
mismo caso, y sigo mi camino, no sin volver repetidas veces la cabeza
hacia el balcón. A los treinta o cuarenta pasos observo que está la niña
asomada, y me paro y la envío una sonrisa y un saludo ceremonioso. Esta
vez contesta, aunque ligeramente, pero se apresura a retirarse. ¡Cuidado
que era linda aquella niña! Al llegar al extremo de la calle sentí la
necesidad imperiosa de verla otra vez, y di la vuelta, no sin percibir
cierta vergüenza en el fondo del corazón, pues ni mi edad, ni mi estado,
me autorizaban semejantes informalidades; mucho menos tratándose de tal
criaturita. Ya no estaba en el balcón.
Pues yo no me voy sin verla, me dije, y pian pianito, comencé a pasear
la calle sin perder de vista la casa, con la misma frescura que un
cadete de Estado Mayor. Después de todo, aquí nadie me conoce--me iba
repitiendo a cada instante, a fin de comunicarme alientos para seguir
paseando.--Además, yo no tengo nada que hacer ahora; y lo mismo da vagar
por un lado que por otro.
Justamente, al cruzar tercera o cuarta vez por delante del balcón
apareció en él la gentil chiquita, que al verme hizo un movimiento de
sorpresa, acompañado de una mueca encantadora, se echó a reír y se
ocultó de nuevo.
¡Pero, qué necios somos los hombres y qué inocentes cuando se trata de
estos asuntos! ¿Querrá V. creer que entonces no sospeché siquiera que la
niña había estado presenciando, sin perder uno sólo, todos mis
movimientos?
Satisfecho ya el capricho, dejé la calle de las Infantas, y me fui a
casa de un amigo. Mas al día siguiente, fuese casualidad o
premeditación, aunque es muy probable lo último, acerté a pasar por el
mismo sitio a la misma hora. Mi gentil agresor, que estaba de bruces
sobre la barandilla del balcón, se puso encarnado hasta las orejas así
que pudo distinguirme, y se retiró antes de que pasase por delante de la
casa. Como V. puede suponer, esto lejos de hacerme desistir, me animó a
quedarme petrificado en la esquina de la primer boca-calle, en
contemplación estática. No pasaron cuatro minutos sin que viese asomar
una naricita nacarada, que se retiró al momento velozmente, volvió a
asomarse a los dos minutos y volvió a retirarse, asomose al minuto otra
vez y se retiró de nuevo. Cuando se cansó de tales maniobras, se asomó
por entero y me miró fijamente por un buen rato, cual si tratase de
demostrar que no me tenía miedo alguno. Entonces se generalizó por
entrambas partes un fuego graneado de miradas, acompañado por lo que a
mí respecta de una multitud de sonrisas, saludos y otros proyectiles
mortíferos, que debieron causar notables estragos en el enemigo. Éste a
la media hora oyó sin duda en la sala el toque de «alto el fuego», y se
retiró cerrando el balcón. No necesitaré decirle, que por más que me
sintiese avergonzado de aquella aventura, seguí dando vueltas a la misma
hora por la calle, y que el tiroteo era cada vez más intenso y animado.
A los tres o cuatro días me decidí a arrancar una hoja de la cartera y a
escribir estas palabras: _Me gusta V. muchísimo_. Envolví dos cuartos en
la hoja, y aprovechando la ocasión de no pasar nadie, después de hacerle
seña de que se retirase, la arrojé al balcón. Al día siguiente, cuando
pasé por allí, vi caer una bolita de papel que me apresuré a recoger y
desdoblar. Decía así, en una letra inglesa, crecida, hecha con mucho
cuidado y el papel rayado para no torcer: _Tan bien ustez me gusta a mí
no crea que juego con muñecas era de mi ermanita_.
Aunque sonreí al leer el billete amoroso, no dejó de causarme sensación
dulce y amable, que muy pronto hizo sitio a otra melancólica, al
recordar que me estaban prohibidas para siempre tales aventuras. Aquel
día mi chiquita no salió al balcón, sin duda avergonzada de su
condescendencia; pero al siguiente la hallé dispuesta y aparejada al
combate de miradas, señas y sonrisas, que ya no escasearon por ambas
partes. Una hora o más duraba todas las tardes este juego, hasta que se
oía llamar y se retiraba apresuradamente. La pregunté por señas si salía
de paseo, y me contestó que sí: y en efecto, un día aguardé en la calle
hasta las cuatro y la vi salir en compañía de una señora, que debía de
ser su mamá, y de dos hermanitos. Seguíles al Retiro, aunque a
respetable distancia, porque me hubiera causado mucha vergüenza el que
la mamá se enterase: la chiquilla, con menos prudencia, volvía a cada
instante la cabeza y me dirigía sonrisas, que me tenían en continuo
sobresalto. Al fin volvimos a casa en paz. A todo esto, yo no sabía cómo
se llamaba, y a fin de averiguarlo escribí la pregunta en otra hoja de
la cartera: _¿Cómo se llama V.?_ La chica contestó en la misma letra
inglesa y crecida, con el papel rayado: _Me llamo Teresa no crea ustez
por Dios que juego con muñecas_.
Diez o doce días se transcurrieron de esta suerte. Teresa me parecía
cada día más linda, y lo era en efecto, porque según he averiguado en
el curso de mi vida, no hay pintura, raso ni brocado que hermosee tanto
a la mujer como el amor. La pregunté repetidas veces si podía hablar con
ella, y siempre me contestó que era de todo punto imposible: si la mamá
llegaba a saber algo ¡adiós balcón! Empecé a sospechar que me iba
enamorando y esto me traía inquieto. No podía pensar en aquella niña sin
sentir profunda melancolía como si personificase mi juventud, mis
ensueños de oro, todas mis ilusiones, que para siempre estaban separados
de mí por barrera infranqueable. Al mismo tiempo me acosaban los
remordimientos. ¡Cuál sería el dolor de mi pobre mujer si llegase a
averiguar que su marido andaba por la corte enamorando chiquillas! Un
día recibí carta suya, participándome que tenía a mi hijo menor un poco
indispuesto, y rogándome que procurase arreglar los negocios y volviese
pronto a casa. La noticia me produjo el disgusto que V. puede suponer;
porque siempre he delirado por mis hijos: y como si aquello fuese
castigo providencial o por lo menos advertencia saludable, después de
grave y prolongada meditación, en que me eché en cara sin piedad, mi
conducta infame y ridícula, canté sin rebozo el yo pecador y resolví
obedecer a mi esposa inmediatamente. Para llevar a cabo este propósito,
lo primero que se me ocurrió fue no acordarme más de Teresa, ni pasar
siquiera por su calle, aunque fuese camino obligado: después, abreviar
cuanto pudiese los asuntos. Según mis cálculos quedaría libre a los
cinco o seis días.
Ya no seguí, pues, la calle de las Infantas como acostumbraba después de
almorzar, ni aun para ir a la de Valverde, donde vivían unos amigos. Por
la noche, después de comer, como no había peligro de ver a Teresa, la
cruzaba velozmente y sin echar una mirada a la casa.
Pasaron cuatro días; ya no me acordaba de aquella niña, o si me acordaba
era de un modo vago, como la memoria de los días risueños de la
juventud. Tenía casi ultimados mis negocios y andaba preocupado con la
elección del día para marcharme. Será cosa, a más tardar, del viernes o
el sábado, me dije después de comer, encendiendo un cigarro y echándome
a la calle. El ministro se había negado a rebajar la cuota del
Ayuntamiento, lo cual me tenía muy disgustado. Pensando en lo que había
de decir a mis colegas cuando me viese entre ellos, y en el modo mejor
de explicarles la causa del fracaso, crucé la plaza del Rey y entré en
la calle de las Infantas. La noche era espléndida y bastante templada;
llevaba abierto el gabán y caminaba lentamente gozando con voluptuosidad
de la temperatura, del cigarro y de la seguridad de ver pronto a mi
familia. Al pasar por delante de la casa de la niña me detuve y la
contemplé un instante casi con indiferencia. Y seguí adelante
murmurando: «¡Qué chiquilla tan mona! ¡Lástima será que se la lleve un
tunante!» Después me puse a reflexionar en lo fácil que me hubiera sido
jugar una mala pasada al alcalde y alzarme con el cargo; pero no;
hubiera sido una felonía. Por más que fuese un poco díscolo y soberbio,
al fin era amigo: tiempo me quedaba para ser alcalde. Pero cuando más
embebido andaba en mis pensamientos y planes políticos, y cuando ya
estaba próximo a doblar la esquina de la calle, he aquí que siento un
brazo que se apoya en el mío y una voz que me dice:
--¿Va V. muy lejos?
--¡Teresa!
Los dos quedamos mudos por algunos instantes; yo contemplándola
estupefacto; ella con la cabeza baja y sin abandonar mi brazo.
--¿Pero dónde va V. a estas horas?
--Me voy con V.--contestó alzando la cabeza y sonriendo como si dijese
la cosa más natural mundo.
--¿A dónde?
--¡Qué se yo! Donde V. quiera.
A un mismo tiempo sentí escalofríos de placer y de miedo.
--¿Ha huido V. de su casa?
--¡Qué había de huir!... solamente se la he jugado a Manuel, del modo
más gracioso!... Verá V. cómo se ríe... Me empeñé hoy en ir a la
tertulia de unas primas, que viven en la calle de Fuencarral, y papá
mandó a Manuel que me acompañase. Llegamos hasta el portal y allí le
dije: márchate, que ya no haces falta; y me hice como que subía la
escalera, pero en seguida di la vuelta sin llamar y me vine detrás de él
hasta casa... ¡Cuando le vi entrar me dio una risa, que por poco me oye!
La chiquilla se reía aún, con tanta gana y tan francamente, que me
obligó a hacer lo mismo.
--¿Y V. por qué ha hecho eso?--le pregunté con la falta de delicadeza,
mejor dicho, con la brutalidad de que solemos estar tan bien provistos
los caballeros.
--Por nada--repuso desprendiéndose de mi brazo repentinamente y echando
a correr.
La seguí y la alcancé pronto.
--¡Qué polvorilla es V.!--le dije echándolo a broma--¡Vaya un modo de
despedirse!... Perdón si la he ofendido...
La niña, sin decir nada, volvió a tomar mi brazo. Caminamos un buen
pedazo en silencio. Yo iba pensando ansiosamente en lo que iba a decir y
en lo que iba a hacer, sobre todo en lo que iba a hacer. Al fin, Teresa
lo rompió, preguntándome resueltamente:
--¿No me dijo V. por carta que me quería?
--¡Pues ya lo creo que la quiero a V.!
--¿Entonces, por qué ha dejado de venir a verme y de pasar por la calle
de día?
--Porque temía que su mamá...
--Sí, sí, porque los hombres son todos muy ingratos y cuanto más se les
quiere es peor... ¿Piensa V. que yo no lo sé?... Me ha tenido V. al
balcón todas estas tardes esperándole; ¡pero que si quieres!... Por la
noche detrás de los cristales, le veía pasar, muy serio, muy serio, sin
mirar siquiera hacia mi casa... Yo decía, ¿estará enfadado conmigo? ¿Por
qué se habrá enfadado? ¿Será porque he cerrado el balcón a las tres
menos cuarto? En fin, todo me volvía cavilar, cavilar, sin sacar nada en
limpio... Entonces dije: voy a darle un susto esta noche...
--Ha sido un susto muy agradable.
--Si no llega V. a pararse delante de mi casa y a quedarse mirando a los
balcones, no salgo del portal... pero aquello me decidió.
Momento de pausa, en el cual me acudió a la mente un tropel de
pensamientos que todavía me avergüenzan. Teresa volvió a mirarme
fijamente.
--¿Está V. contento?
--¡Vaya!
--¿Va V. a gusto conmigo?
--Mejor que con nadie en el mundo.
--¿No le estorbo?
--Al contrario, siento un placer como usted no puede figurarse.
--¿No tiene V. nada que hacer ahora?
--Absolutamente nada.
--Entonces vamos a pasear: cuando llegue la hora, V. me lleva a casa y
mamá se figura que me trajo el criado de las primas... Pero si le
estorbo o no le gusta pasear conmigo, dígamelo V... me voy en seguida...
Yo le contesté apretándole el brazo y tirándole suavemente por la mano
para encajárselo bien en el mío. Teresa continuó hablando con graciosa
volubilidad.
--Parece mentira que seamos tan amigos ¿no es verdad? Yo pensé cuando le
dejé caer la muñeca encima que le había matado... ¡Qué miedo tuve! ¡Si
V. viera!... Vamos a ver ¿por qué en lugar de enfadarse se sonrió V.
conmigo?
--¡Toma! porque me gustó V. mucho.
--Eso pensaba yo: debí de haberle sido simpática, porque sinó la verdad
es que tenía motivo para ponerse furioso. Todavía cuando V. subió a
llevármela estaba muerta de miedo y por eso cerré tan pronto la
puerta... ¡Dichosa muñeca! Me dio tal rabia que la tiré contra el suelo
y la partí un brazo.
--Pues no debe V. tratarla mal; al contrario, debe V. conservarla como
un recuerdo.
--¿Sabe V. que tiene razón? Si no hubiera sido por la muñeca no nos
hubiéramos conocido... ni sería V. mi novio;... porque tengo otro...
--¿Cómo otro?
--Es decir, ya no lo tengo: lo tenía... Es un primo que está empeñado en
que le he de querer a la fuerza... No vaya V. a creer que es feo... al
contrario, es guapo... pero a mí no me gusta... No lo puedo remediar. Le
dije que sí, porque me dio lástima un día que se echó a llorar.
Mientras conversábamos de esta suerte, íbamos caminando sosegadamente
por las calles. Para evitar el encuentro con cualquier pariente o
conocido de la niña, procuré seguir las menos principales. Teresa iba
cogida a mi brazo como al de un antiguo amigo, hablando sin cesar,
riendo, sacudiéndome a veces fuertemente y deteniéndose a lo mejor
delante de un escaparate, para hacerme mirar cualquier chuchería. Su
charla era un gorjeo dulce, insinuante, que me conmovía y refrescaba el
corazón; a impulso de ella se fue disipando poco a poco el tropel de
pensamientos pérfidos que vagaba por mi cabeza. Sin saber de qué modo,
también desaparecieron todos mis temores; me figuraba que aquella niña
tenía algún parentesco conmigo, y no hallaba extraordinaria y peligrosa
nuestra situación como al principio. Su inocencia era un velo espeso,
que nos impedía ver el riesgo que corríamos.
En poco tiempo me contó una infinidad de cosas. Era de Jerez; no hacía
más que un año que estaban en Madrid establecidos; su papá ocupaba un
alto empleo; tenía dos hermanitos y una hermanita. Acerca del carácter
y costumbres de cada uno de ellos se extendió considerablemente; la
hermanita era muy buena niña, amable y obediente; pero los chicos
insufribles; todo el día gritando, ensuciando la casa y peleándose. Su
mamá le había dado jurisdicción sobre ellos hasta para castigarles, pero
no quería usar de ella porque tenía miedo de que le perdiesen el cariño:
que la mamá se arreglara como pudiese. Después habló del papá, que era
muy serio, pero muy bueno; lo único que la tenía apesadumbrada era que
parecía querer más a los chicos que a ellas. La mamá, en cambio,
mostraba predilección por las niñas. Habló después de las primas de la
calle de Fuencarral; una era muy bonita, la otra graciosa solamente: las
dos tenían novio, pero no valían cuatro cuartos: chiquillos que todavía
estudiaban en el Instituto. Tenían, además, un hermano, que era el primo
que había sido su novio; éste ya era bachiller y se estaba preparando
para entrar en el colegio de Artillería. De vez en cuando, en los cortos
intervalos de silencio levantaba graciosamente la cabeza,
preguntándome:
--¿Va V. a gusto conmigo? ¿Le estorbo?
Y cuando me oía protestar vivamente contra semejante duda, su rostro
expresivo se iluminaba de alegría y continuaba hablando.
Habíamos recorrido algunas calles. Ya puede V. imaginarse que yo iba
gozando como los ángeles en el paraíso, y pendiente de los labios de
aquella niña, que al referirme todas las nonadas infantiles de su vida,
parecía infundir en mi alma encantada la ciencia de la dicha. Sin
embargo, no podía desechar cierta vaga inquietud que turbaba mi alegría.
Buscando manera de pasar las horas de que disponíamos más dignamente que
vagando por las calles, tropezamos al bajar la cuesta de Santo Domingo
con el Teatro Real. Al instante se me ocurrió la idea de entrar: Teresa
la aceptó inmediatamente, y a fin de que no reparasen en nosotros,
tomamos entradas de paraíso. Se cantaba _Los Puritanos_, y aquél
rebosaba de gente; de suerte que nos costó algún trabajo introducirnos
y escalar uno de los rincones; pero al cabo llegamos. Teresa se encontró
admirablemente y me pagaba los trabajos que había pasado para llevarla
hasta allí con mil sonrisas y palabras amables. Mientras subían el telón
seguimos charlando, aunque muy bajito: se había establecido entre
nosotros una gran intimidad, y me abandonó una de sus manos que yo
acariciaba embelesado. Cuando empezó la ópera dejó de charlar y se puso
a atender tan decididamente, que a mí me hizo sonreír el verla con la
cabecita apoyada en la pared y los ojos estáticos. Sabía música, pero
había ido al teatro pocas veces; así que las melodías inspiradas de la
ópera de Bellini le causaban profunda impresión, que se traducía por un
leve temblor de las pupilas y los labios. Cuando llegó el sublime canto
del tenor que empieza _A te, oh cara_, me apretó con fuerza la mano
exclamando por lo bajo:--¡Oh qué hermoso! ¡oh qué hermoso! Después me
hizo explicarle lo que pasaba en la escena: halló el matrimonio del
tenor y la tiple muy proporcionado, pero compadecía de veras al
barítono, a quien birlaban la novia; quedó sumamente disgustada cuando
al fin del acto el tenor se ve en la precisión de acompañar a la reina y
dejar abandonada a su futura, y declaró resueltamente que esta era una
conducta indigna.
--Pero advierta V. que estaba obligado a hacerlo porque era su reina
quien se lo pedía.
--No importa, no importa; si la quisiera bien no hay reina que valga. Lo
primero siempre es la novia.
No me fue posible arrancarle tan extraña teoría de la cabeza. Después
que bajó el telón permanecimos en el mismo sitio y me obligó a contarle
mi vida y milagros, cuántas novias había tenido, a quién había querido
más, etc., etc. Ya comprenderá usted que necesité ensartar un sin fin de
patrañas. Después, sin motivo alguno serio, manifestó rotundamente que
todos los hombres eran ingratos. Yo me atreví a apuntar que había
excepciones, pero no fue posible hacérselo reconocer.--Usted será lo
mismo que todos (anunció en tono profético y mirando a un punto del
espacio); me querrá V. un poco de tiempo, y después... si te vi, no me
acuerdo.
¡Qué rato tan delicioso y tan infernal a la vez, me estaba haciendo
pasar aquella niña! Para llevar la conversación a otro punto, le
pregunté:
--¿Cuántos años tiene V.? Hasta ahora no me lo ha dicho.
--Tengo... tengo... mire V., yo siempre digo que tengo catorce, pero la
verdad es que no tengo más que trece y dos meses... ¿y V.?
--¡Una atrocidad! No me lo pregunte usted, que me da vergüenza.
--¡Ah qué presumido! ¡Si yo le he de querer lo mismo que tenga muchos
que pocos!
En seguida me propuso que nos tratásemos de tú, pero después de aceptado
se volvió atrás ofreciéndome que yo la tratase de tú y ella siguiese con
el V. No quise conformarme.
--Pues mire V., yo no puedo hablarle de tú; me da mucha vergüenza...
Pero, en fin, vamos a ensayar.
Del ensayo resultó que para evitar el pronombre daba la pobrecilla
infinidad de rodeos y se metía en una serie interminable de perífrasis:
si se aventuraba a dirigirme un tú, lo hacía bajando la voz y pasando
como sobre ascuas.
Cuando empezó el segundo acto, volvió a escuchar atentamente. Mis ojos
no se apartaban casi nunca de su rostro: ella entornaba a menudo los
suyos para dirigirme una sonrisa apretando al mismo tiempo mi mano.
Observé, no obstante, que se había amortiguado un poco la viva expresión
de su fisonomía y que iba perdiendo aquella graciosa volubilidad del
principio. Las sonrisas de sus labios se fueron haciendo tristes, y por
la cándida frente pasó una ráfaga de inquietud que comunicó a su lindo
rostro infantil cierta grave expresión que no tenía. Parecía que en
virtud de un misterioso movimiento de su espíritu, la niña se
transformaba en mujer en pocos instantes. Dejó de apretar mi mano y
hasta retiró la suya: volví a cogerla disimuladamente, pero al poco
tiempo la retiró de nuevo.
El segundo acto había terminado. Al bajarse el telón me hizo mirar el
reloj, y viendo las once, dijo que era necesario partir en seguida,
porque a las once y media, a más tardar, iba el criado a buscarla.
Salimos del teatro. La noche seguía tibia y estrellada: a la puerta
aguardaba una larga fila de coches, que nos fue preciso evitar. Ya no
había en las calles el movimiento de las primeras horas, pero con todo,
seguimos las más solitarias. Teresa no quiso aceptar mi brazo como
antes. Entonces me tocó llevar la voz cantante, y la dije al oído mil
requiebros y ternezas, explicándola por menudo el amor que me había
inspirado y lo que había sufrido en los días en que no pasé por su
calle: recordele todos los pormenores, hasta los más insignificantes, de
nuestro conocimiento visual y epistolar, y le di cuenta de los vestidos
que le había visto y de los adornos, a fin de que comprendiese la
profunda impresión que me había causado. Nada replicaba a mi discurso;
seguía caminando cabizbaja y preocupada, formando su actitud notable
contraste con la que tenía tres horas antes al pasar por los mismos
sitios. Cuando me detuve un instante a respirar, exclamó sin mirarme:
--Hice una cosa muy mala, muy mala. ¡Dios mío, si lo supiese papá!
Traté de probarle que su papá no podía enterarse de nada, porque
llegaríamos demasiado temprano.
--De todas maneras, aunque papá no se entere, hice una cosa muy mala.
Usted bien lo sabe, pero no quiere decirlo. ¿No es verdad que una niña
bien educada no haría lo que yo hice esta noche?... ¡Si lo supiesen mis
primas, que están deseando siempre cogerme en alguna falta!... Pero no
piense V..., por Dios, que lo he hecho con mala intención... Yo soy muy
aturdida... todo el mundo lo dice... pero también dicen que tengo buen
fondo.
Al proferir estas palabras se le había ido anudando la voz en la
garganta, hasta que se echó a llorar perdidamente. Me costó mucho
trabajo calmarla, pero al fin lo conseguí elogiando su carácter franco y
sencillo y su buen corazón, y prometiendo quererla y respetarla siempre.
Me hizo jurar una docena de veces que no pensaba nada malo de ella.
Después de secarse las lágrimas recobró su alegría y comenzó a charlar
por los codos. Me expuso en pocos instantes una infinidad de proyectos a
cual más absurdo: según ella, debía presentarme al día siguiente en
casa, y pedirle al papá su mano: el papá diría que era muy niña, pero yo
debía replicarle inmediatamente que no importaba nada: el papá
insistiría en que era demasiado pronto, pero yo le presentaría el
ejemplo de una tía, hermana de su mamá, que estaba jugando a las muñecas
cuando la avisaron para ir a casarse. ¿Qué había de oponer a este
poderoso argumento? Nada seguramente. Nos casaríamos, y acto continuo
nos iríamos a Jerez, para que conociese a sus amigas y a sus tíos. ¡Qué
susto llevarían todos al verla del brazo de un caballero, y mucho más,
cuando supieran que este caballero era su marido!
Estaba tan linda, tan graciosa, que no pude menos de pedirle con
vehemencia que me permitiese darla un beso. No fue posible. Ningún
hombre la había besado hasta entonces; solamente su primo la había dado
un beso a traición, pero le costó caro, porque le dejó caer dos vasos de
limón sobre la cabeza: hasta en los juegos de prendas hacía que pusieran
las manos delante, para que no le tocasen la cara con los labios. Pero
cuando estuviésemos casados, ya sería otra cosa; entonces todos los
besos que se me antojaran, aunque sospechaba que no se los pediría con
tanto ardor como ahora.
Estábamos próximos ya a su casa. Los carruajes de la gente que volvía de
las tertulias, al cruzar a nuestro lado, apagaban la voz de Teresa y la
obligaban a esforzarla un poco. Las estrellas desde el cielo nos hacían
guiños, como si nos invitasen a gozar apresuradamente de aquellos
momentos felices, que no habían de volver. A lo lejos sólo se veían,
como fuegos fatuos, los faroles de los serenos.
Llegamos por fin a casa. Delante de la puerta, Teresa volvió a hacerme
jurar que no pensaba nada malo de ella, y que al día siguiente a las dos
en punto de la tarde, me presentaría debajo de sus balcones.
--Cuidado que no faltes.
--No faltaré, preciosa.
--¿A las dos en punto?
--A las dos en punto.
--Llama ahora con un golpe a la puerta.
Cogí la aldaba y di un golpe fuerte. Al poco rato se oyeron los pasos
del portero.
--Ahora--dijo en voz bajita y temblorosa--dame un beso y escápate de
prisa.
Al mismo tiempo me presentaba su cándida y rosada mejilla. Yo la tomé
entre las manos y la aplique un beso... dos... tres... cuatro... todos
los que pude hasta que oí rechinar la llave. Y me alejé a paso largo.
* * * * *
Dejó de hablar D. Ramón.
--¿Y después, qué sucedió?--le pregunté con vivo interés.
--Nada, que aquella noche no pude dormir de remordimientos y al día
siguiente tomé el tren para mi pueblo.
--¿Sin ver a Teresa?
--Sin ver a Teresa.
You have read 1 text from Spanish literature.
  • Parts
  • Aguas fuertes - 01
    Total number of words is 4703
    Total number of unique words is 1829
    31.1 of words are in the 2000 most common words
    45.7 of words are in the 5000 most common words
    54.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Aguas fuertes - 02
    Total number of words is 4886
    Total number of unique words is 1709
    35.0 of words are in the 2000 most common words
    49.1 of words are in the 5000 most common words
    57.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Aguas fuertes - 03
    Total number of words is 4601
    Total number of unique words is 1798
    34.0 of words are in the 2000 most common words
    48.5 of words are in the 5000 most common words
    55.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Aguas fuertes - 04
    Total number of words is 4955
    Total number of unique words is 1595
    38.1 of words are in the 2000 most common words
    49.7 of words are in the 5000 most common words
    55.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Aguas fuertes - 05
    Total number of words is 4699
    Total number of unique words is 1708
    36.6 of words are in the 2000 most common words
    52.0 of words are in the 5000 most common words
    57.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Aguas fuertes - 06
    Total number of words is 4718
    Total number of unique words is 1831
    34.7 of words are in the 2000 most common words
    47.4 of words are in the 5000 most common words
    55.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Aguas fuertes - 07
    Total number of words is 4817
    Total number of unique words is 1725
    34.0 of words are in the 2000 most common words
    46.4 of words are in the 5000 most common words
    54.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Aguas fuertes - 08
    Total number of words is 4782
    Total number of unique words is 1687
    36.6 of words are in the 2000 most common words
    49.6 of words are in the 5000 most common words
    55.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Aguas fuertes - 09
    Total number of words is 4815
    Total number of unique words is 1816
    33.4 of words are in the 2000 most common words
    47.6 of words are in the 5000 most common words
    54.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Aguas fuertes - 10
    Total number of words is 4804
    Total number of unique words is 1785
    34.0 of words are in the 2000 most common words
    47.6 of words are in the 5000 most common words
    54.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Aguas fuertes - 11
    Total number of words is 4390
    Total number of unique words is 1425
    37.7 of words are in the 2000 most common words
    51.4 of words are in the 5000 most common words
    57.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.