Aguas fuertes - 01

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AGUAS FUERTES
NOVELAS Y CUADROS
POR
ARMANDO PALACIO VALDÉS



MADRID
EST. TIP. DE RICARDO FÉ
Cedaceros, núm. 11
1884
Es propiedad.


ÍNDICE

El Retiro de Madrid:
I. _Mañanas de Junio y Julio_
II. _El Estanque grande_
III. _La Casa de Fieras_
IV. _El Paseo de los coches_
El Pájaro en la nieve (novela)
La Academia de Jurisprudencia
El Hombre de los patíbulos
La Confesión de un crimen
La Biblioteca Nacional
El Drama de las bambalinas
Lloviendo
El Paseo de Recoletos
_La Castellana_
Los Mosquitos líricos
El Ultimo bohemio
Los Amores de Clotilde (novela)
El Profesor León
El Sueño de un reo de muerte
La Abeja (periódico científico y literario)
Los Puritanos


EL RETIRO DE MADRID


I
MAÑANAS DE JUNIO Y JULIO

Entre las muchas cosas oportunas que puede ejecutar un vecino de Madrid
durante el mes de Junio, pocas lo serán tanto como el levantarse de
madrugada y dar un paseo por el Retiro. No ofrece duda que el madrugar
es una de aquellas acciones que imprimen carácter y comunican
superioridad. El lector que haya tenido arrestos para realizar este acto
humanitario, habrá observado en sí mismo cierta complacencia no exenta
de orgullo, una sensación deliciosa semejante a la que habrá
experimentado Aquíles después de arrastrar el cadáver de Héctor en
torno de las murallas de Ilión. El heroísmo presenta diversas formas
según las edades y los países, mas en el fondo siempre es idéntico.
Cuando madrugamos para ir a tomar chocolate malo al _restaurant_ del
Retiro, una voz secreta que habla en nuestro espíritu, nos regala con
plácemes y enhorabuenas. Nuestra personalidad adquiere mayor brío, nos
sentimos fuertes, nobles, serenos, admirables. Los barrenderos detienen
la escoba para mirarnos, y en sus ojos leemos estas o semejantes
palabras: «¡Así se hace! ¡Mueran los tumbones! ¡Usted es un hombre,
señorito!» Y en testimonio de admiración nos echan media arroba de polvo
en los pantalones.
El día que madrugamos no admitimos más jerarquías sociales que las
determinadas por el levantarse temprano o tarde. Todas las demás se
borran ante esta división trazada por la misma naturaleza. Los que
tropezamos paseando en el Retiro adquieren derecho a nuestra simpatía y
respeto; son colegas estimables que forman con nosotros una familia
aristocrática y privilegiada. A la vuelta, cuando encontramos a algún
amigo que sale de su casa frotándose los ojos, no podemos menos de
hablarle con un tonillo impertinente, que acusa nuestra incontestable
superioridad.
Pero no todo es tomar chocolate malo en el Retiro durante las mañanas de
Junio. Lo primero que hay que ver es al sol levantándose majestuoso por
encima del parque, al principio esparciendo una luz triste y blanca que
viene a besar fríamente el _Rege Carolo III_ de la puerta de Alcalá,
después otra rojiza y más alegre que tiñe los muros de las primeras
casas con que tropieza, finalmente la vívida, risueña y esplendorosa que
le caracteriza. El cortejo de nubecillas que le acompaña en su
ascensión, es de lo más gracioso y elegante que pueda verse. Todas ellas
van vestidas de un modo caprichoso y pintoresco, y ejecutan pasos de
gran dificultad y efecto en torno de su director. Los madrileños, sin
embargo, no son aficionados a esta clase de espectáculos. Prefieren ver
alzarse a la luna, disfrazada de queso, en el escenario del Teatro
Real, oportunamente evocada por los trinos solemnes de una
_mezzo-soprano_. Hay razón plausible para esto. El sol tiene el deber de
salir todos los días, haga frío o calor, al paso que la luna únicamente
cuando el Sr. Rovira lo considera oportuno. Si el sol no se prodigase
tanto y se hiciese pagar algo más, yo creo que tendría mucha mayor
reputación. Por ejemplo, haciendo tres o cuatro salidas cada año, y
anunciando los periódicos que «el más eminente de nuestros astros hará
su _debut_ el martes a primera hora y que todas las localidades están
vendidas con anticipación», se me ocurre que los revendedores de sillas
en el Retiro harían negocio redondo.
Después del sol, lo más notable que yo encuentro en el Retiro son las
modistas. Este respetabilísimo gremio, aún más bello que respetable, se
pone en contacto con la naturaleza al llegar el mes de Junio.
Impidiéndoles sus numerosos quehaceres ir a pasar una temporada a San
Sebastián o a Biarritz, y necesitando por fuerza dar alguna expansión a
los sentimientos poéticos de su alma, eligen nuestras hermosas
costureras el Retiro como campo de sus excursiones matinales. Los
árboles, los pájaros, las flores, cuando no son de papel, ofrecen sin
duda mayores atractivos. Nada hay que apetezca tanto una modista de
corazón como el estado primitivo conforme con la naturaleza. Durante el
invierno, su espíritu yace dormido mientras las manos trabajan afanosas
debajo de la lámpara de petróleo; mas al llegar el mes de Mayo, cuando
el cuerpo empieza a sentir calor, el alma también lo siente, despiertan
la égloga y el idilio, se sueña con verdes praderas esmaltadas de
flores, con arroyos bullidores y cristalinos, con grutas frescas y
sombrías y con hermosos zagales que aguardan en ellas la dulce
recompensa de sus rendidas instancias. Entonces la modista, como primera
manifestación de la influencia que ejercen sobre ella tales puras ideas
y tales visiones risueñas, se despoja del corsé; y si es de temperamento
verdaderamente apasionado y guarda en su corazón el mundo de tiernos e
inefables sentimientos que es de esperar, se queda con poca, con
poquísima ropa. Se levanta muy tempranito, y sin aguardar el _landau_,
toma el camino del Retiro en compañía de sus amigas predilectas y de
algunos menestrales distinguidos. ¡Qué fresca y qué risueña! ¡Cómo
brillan sus grandes y hermosos ojos negros! ¡Cómo palpita de alegría su
seno delicado! El grupo va dispuesto a olvidar por algunos instantes las
ridículas ceremonias sociales, los refinamientos empalagosos de la vida
madrileña, y volver en lo que cabe al estado natural. Al efecto marchan
todos bien provistos de los enseres y artefactos propios de una
civilización primitiva y que se supone han usado más comúnmente nuestros
primeros padres: aros, cuerdas, trompos, volantes, etc., etc. Nuestra
modista, según va llegando a la Arcadia municipal, adquiere mayor
desenvoltura, y en sus movimientos y ademanes adviértese la influencia
que ejercen sobre ella las ideas campestres. Charla, corre, ríe, salta,
grita, y se autoriza con sus compañeras las inocentes libertades que
acostumbran en los bosques las pastoras con los zagales; les tapa los
ojos con las manos, les da pellizcos, les quita el sombrero y les tira
por las narices de un modo sencillo, encantador, conforme en un todo con
las leyes de la naturaleza.
Así que entran en el parque y eligen un sitio a propósito, silencioso,
umbrío, embalsamado por las acacias, empiezan los juegos. La costurera
es un portento de gracia y habilidad en saltar la cuerda, tirar el
volante y chillar como una golondrina. ¡Qué linda está brincando y
haciendo carocas a los señoritos que acuden al reclamo de los chillidos!
El juego la vuelve a los días de su infancia, y en consecuencia se
sienta sobre las rodillas de sus compañeros y les ordena que le aten las
trenzas del cabello, sin pasársele por la mente que estas escenas
despiertan en los señoritos que las presencian ideas vituperables de
adquisición. Nadie diría al ver aquella gracia inocente y modesta, que
nuestra heroína ha corrido algunas borrascas en las berlinas de punto y
conoce los misterios de la calle de Panaderos tan bien como D. Antonio
San Martín. En ciertas ocasiones, rendida, jadeante, las mejillas
inflamadas, los ojos brillantes y el cabello desgreñado, la he visto
separarse del juego y tomar el brazo de algún zagal sietemesino con
guantes amarillos. La he visto seguir lentamente una calle solitaria de
árboles y perderse con él entre el follaje. ¿Iban tal vez en busca de
alguna gruta fresca y solitaria como aquella en que la esposa de Salomón
dejó olvidado su cuidado? No lo sé. En la vida del campo hay misterios
inefables que sería más grato que prudente el escrutar.


II
EL ESTANQUE GRANDE

Apenas se deja atrás la famosa puerta de Alcalá y se dan algunos pasos
por la calle de árboles que nos lleva a lo interior del Retiro, empieza
a refrescar el rostro un vientecillo ligero y húmedo, y con ínfulas de
marino. El corazón y los pulmones se dilatan, se cierran
involuntariamente los ojos para recibir el beso blando de aquella brisa,
y acuden vagamente a la memoria playas, olas, peñascos, barcos, gaviotas
y sobre todo los horizontes dilatados del oceano que convidan a soñar.
Continuad, continuad con los ojos cerrados; no temáis tropezar con nada;
la calle es ancha y los coches no ruedan por aquel sitio. Durante
algunos momentos podéis meceros sin riesgo en esa grata ilusión marítima
por la cual habéis pagado ya vuestra contribución.
Yo no diré que cuando abráis los ojos os encontréis frente al mar;
semejante exageración serviría tan sólo para desacreditar los
nobilísimos propósitos del poder ejecutivo, dado que éste nunca pensó, a
mi entender, en fundar un oceano en Madrid, y sí únicamente un epítome o
compendio de él. Pero si no frente al mar, os halláis por lo menos
frente a una cantidad de agua que divertirá y lisonjeará vuestras
aficiones marinas, aunque no las satisfaga por entero. Las audacias de
tal masa de agua están refrenadas por unos sencillos muros de ladrillo,
sobre los cuales hay una verja de hierro no muy alta.
Cuando os inclinéis sobre esta verja para examinar de cerca el oceano
del Ayuntamiento, tal vez convengáis con la mayoría de los vecinos de
Madrid en que sus aguas no son lo bastante limpias y claras, y que la
Corporación municipal haría muy bien en renovarlas con frecuencia si se
propone, como es lo más seguro, halagar con ellas los sentimientos
naturalistas y poéticos del vecindario. No obstante, en ocasiones, esas
aguas verdes y cenagosas se rizan blandamente al soplo de la brisa, lo
mismo que el lago más hermoso, y a veces también, en la hora del medio
día, estando el cielo límpido, despiden vivos y gratos reflejos azules.
Le pasa al estanque lo que a las mujeres feas; todas ellas tienen
instantes, posturas o movimientos agradables.
He indicado como lo más seguro que la fundación de dicho estanque débese
a la conveniencia de infundir en el espíritu del pueblo madrileño
ciertas tendencias poéticas y naturalistas. En efecto, comprendiendo el
Ayuntamiento (como no podía menos de comprender) que en las grandes
capitales como ésta, el amor de la naturaleza anda muy descuidado, y por
consecuencia de ello, la sensibilidad del vecindario no recibe el
cultivo indispensable para preservarlo de las garras del grosero
positivismo, hizo y hace laudables esfuerzos por mantener vivo en todas
las clases sociales un romanticismo urbano y municipal en armonía con
las necesidades del corazón y con la partida que en el presupuesto se
le destina. Ningún orden de la naturaleza se ha escapado a su
beneficiosa gestión. Las selvas umbrosas e impenetrables, llenas de
colores y armonías que se admiran en las soledades de América, están
representadas por las espesuras del Retiro y por los bosques de la
plazuela de Oriente, de la plazuela de Santo Domingo y otras plazuelas
menos conocidas. El prurito de contemplar y recrearse con las altas
montañas sobre cuya cima el pensamiento del hombre, como las nubes del
espacio, reposa de sus fatigas, encuentra dulce satisfacción en la
_montaña rusa_. Y por último, la aspiración enérgica del espíritu a
meditar tristemente ante la inmensidad del oceano que nos revela los
arcanos de lo infinito, obtiene respuesta adecuada, sino cumplida, en
las riberas del _estanque grande_. Aquí, sin embargo, se ofreció una
pequeña dificultad. Es verdad que la contemplación del mar enaltece
mucho el espíritu y lo purifica, pero no es menos cierto que también lo
turba y oscurece con sus ásperas impresiones. A fin de hacer frente a
este peligro psicológico, el Ayuntamiento quiso acudir a un expediente
seguro; acudió a la cooperación de los cisnes y los patos. En efecto,
estos animales acuáticos, por su mansedumbre y afabilidad, son muy aptos
para infundir en el corazón del hombre risueñas ideas y sentimientos de
paz, y a propósito, por tanto, para contrarestar la impresión fuerte y
abrumadora que no puede menos de dejar en el ánimo un estanque de la
magnitud de el del Retiro. Se introdujeron, pues, en dicho estanque como
obra de una docena de tales animales entre cisnes y patos, encargados de
secundar los generosos planes del Municipio, recibiendo por ello el
necesario alimento. Y debemos manifestar en conciencia que las inocentes
aves desempeñan su papel con maestría y ganan sus cortezas de pan
honradamente. Véase si no cuán gallardamente cruzan el estanque en todas
direcciones, cual si resbalaran por el agua a impulso del viento y no
por virtud del movimiento de sus palmas. Observemos sus posturas
caprichosas y fantásticas; de qué modo tan pintoresco extienden las alas
sobre el agua, levantando nubecillas de espuma, o sumergen la cabeza
para atrapar un insecto, o la ocultan bajo el ala, o levantan el vuelo
inesperadamente para dejarse caer a los pocos pasos llenos de pereza y
molicie sobre su elástico lecho, como un sátrapa sobre su diván de
pluma. Nadie dudará que todo esto ofrece un tinte tan bucólico y
pastoril, que no puede menos de producir el efecto apetecido. Por muy
exaltado que el ánimo se encuentre, es imposible que no ceda a los
esfuerzos combinados de aquella docena de patos.
Navegan también en el estanque muchedumbre de botes, lanchas, canoas y
otras embarcaciones de diversas formas y tamaños. Los días de fiesta
suele cruzar por el horizonte un vapor que no se cansa jamás de silbar.
Parece un espectador de los dramas de Catalina. He querido averiguar
cuál era el precio del pasaje, y me han dicho que por recorrer todas las
costas del estanque, deteniéndose en los puntos más notables y dignos de
verse, se pagaba, en cámara de primera, diez céntimos. Pero es fácil de
comprender que estos viajes de itinerario forzoso no convienen más que
a las personas de poca imaginación y de sentimientos vulgares y
limitados. Los espíritus fantásticos y aventureros gustan más de viajar
sin itinerario. Hay, pues, mucha gente que prefiere tripular los botes y
canoas navegando sin rumbo prefijado y deteniéndose donde bien les place
el tiempo que tienen por conveniente. El amor a la naturaleza y el deseo
de conocer las rudas faenas de la mar les arrastra a despojarse de la
levita y a empuñar los remos con las manos cubiertas de sortijas. Desde
este momento su fisonomía se contrae duramente y toma la expresión
siniestra y terrible de los piratas: sus movimientos son torpes y
pesados como los de un lobo de mar. Cuando pasan cerca de la costa y ven
una niñera más o menos gentil que les contempla absorta y admirada, se
suelen guiñar el ojo con cierta malicia ruda, exclamando con voz ronca:
«¡Ohé, muchachos, una fragata a barlovento!»
A otros les da por lo sentimental, y el espectáculo de las aguas
dormidas del lago les recuerda las novelas venecianas o las baladas de
la Suiza: se dejan balancear dulcemente, inmóviles y apoyados sobre el
remo, fijan la vista en un punto del espacio con expresión amarga,
propia de corazones lacerados, y prorrumpen a veces en tiernas
barcarolas que han aprendido en el teatro Real.
Lo mismo las aventuras maravillosas de los unos que las barcarolas de
los otros cesan repentinamente así que se escucha una voz poderosa,
inmensa como la de Neptuno, que llega en alas del viento a todas las
riberas del estanque:--«Esquife número siete (pausa solemne)... la
hora.» Inmediatamente la embarcación, después de ejecutar las maniobras
indispensables, dirige su rumbo hacia el puerto. Si llega con felicidad
a él, como ordinariamente acontece, la tripulación, rendida y jadeante,
no tarda en saltar sobre el muelle, limpiándose los pantalones con el
pañuelo para después restituirse alegremente al seno de sus familias.


III
LA CASA DE FIERAS

No sé de cuándo data la institución de que quiero dar cuenta: es posible
que haya nacido bajo el gobierno paternal del señor Moyano, aunque no lo
afirmo. Antes de ponerme a escribir acerca de ella, quizá debiera
examinar algunos documentos referentes a su erección y desenvolvimiento,
a fin de que las futuras generaciones, cuando lean el presente estudio,
sepan a quién deben las fieras el piadoso hospital que hoy disfrutan.
Prefiero, no obstante, improvisar algunas cuartillas, que caerán fuera
de los dominios de la ciencia histórica, hacia la cual me siento antes
de almorzar poco inclinado.
A unas cien varas del estanque grande se alza el famoso hospicio donde
un gobierno atento a las necesidades morales de sus contribuyentes ha
colocado media docena de bestias feroces y veinte o treinta micos, con
el objeto de recrear y al propio tiempo vigorizar a la guarnición de
Madrid. Así como los cisnes del estanque reciben sus emolumentos para
despertar en los indígenas ideas bucólicas y sentimientos pastoriles,
las alimañas de la Casa de fieras han venido adrede de los desiertos de
África para infundir en la clase de tropa la ferocidad que suele perder
en el trato íntimo de criadas y costureras. Y es de admirar realmente el
acierto que ha presidido a la elección de estos terribles animales y con
qué esmero se han procurado utilizar sus diversas aptitudes. Por
ejemplo, a nadie puede caber duda de que el león ha sido traído para
despertar en el corazón de los espectadores la nobleza y la bravura,
como el leopardo la fiereza, el lobo la rapidez, la hiena la crueldad,
el mono la astucia y el oso la calma. La española infantería, al
recorrer por las tardes en la grata compañía de sus patronas las jaulas
del establecimiento, se siente regenerada y dispuesta a habérselas con
todo linaje de republicanos feroces y dañinos, mansos o amansados.
Las fieras, como es lógico, conocen de vista a todos los reclutas de la
guarnición, y no sólo a los reclutas, sino a sus parientes y amigos. El
mejor obsequio que se puede hacer a un forastero después de beber unas
copas de ron y marrasquino, es llevarle a la Casa de fieras y pasearle
un buen rato en torno de la jaula de los micos. «Anda, anda, que
_Grabiel_ bien se divierte por allá por Madrid... no se esté con
_cudiao_ por él, tía Rosa... _toa_ la tarde se la pasa mira que te mira
a los micos en un sitio que llaman la Casa de fieras, que le digo, así
Dios me salve, que no hay otra cosa que ver en Madrid.»
El soldado español es, además de bizarro, sufrido, frugal, pundonoroso,
etc., etc., chispeante en el pensamiento y ático en la frase. Nadie lo
ha puesto en duda. Pues bien; esta sal y este aticismo con que la
naturaleza dotó a nuestro ejército, y muy singularmente al arma de
infantería, se aumenta en un cincuenta por ciento lo menos cuando pasea
por los jardines de la Casa de fieras. En aquellos amenos parajes,
delante de la jaula del león africano, o del tigre de Bengala, o del
tití de las Indias, es donde el regocijado ingenio de nuestros quintos
derrama los tesoros de su gracia; allí donde se escuchan las frases
espirituales, los dichos agudos; allí donde revientan los epigramas
acerados, los discretos razonamientos. Parado frente a la jaula del
leopardo, que duerme tranquilo en un rincón, el quinto suele decirle en
tono de zumba:--«¡Anda tú, dormidor! ¿No te cansas de dormir, tuno?
¿Estás a gusto, eh gran ladrón?»--Pasa inmediatamente a la del león y
vierte sobre él otra granizada de chistes.--«¡_Miale, miale_, qué boca
abre el cochino! ¿Nos almorzarías de buena gana, verdad? Pues amigo,
_pacencia_ y llamar a Cachano, que _toos semos_ hijos de Dios. Manolo,
_arrepara_ qué melenas; ¡_paecen_ los pelos del tío Farruco!»
El recluta se hincha en tales ocasiones porque tiene público: en pos de
él hay siempre media docena de robustas criadas de la Alcarria que le
escuchan embelesadas y le siguen con afán. ¡Cómo se desternillan de
risa! ¡Cómo paladean los chistes del donoso soldado! Nadie penetra como
ellas el sentido íntimo de sus frases, ni puede apreciar tan bien la
delicadeza nerviosa de su humorismo. Entre el recluta y las criadas se
engendra inmediatamente una misteriosa corriente de simpatía, mediante
la que el fondo poético de sus corazones y todos los dulces pensamientos
y vagas aspiraciones de su espíritu se confunden. El recluta siente en
el occipucio los ojos de las alcarreñas que le excitan a mostrarse cada
vez más agudo y espiritual, y éstas advierten con inocente alegría que
aquel derroche de gracia y de ingenio no es otra cosa que un fervoroso
homenaje de adoración que el gentil recluta les dedica. Allá, a la hora
del crepúsculo, cuando las nieblas descienden al fondo de los valles y
el céfiro pliega sus alas sobre las flores, Manolo suele pegar un
tremendo empujón a su amigo _Grabiel_ que le hace caer sobre el grupo de
criadas, las cuales reciben el golpe como una manifestación de respeto y
galantería. A partir del empujón, entre reclutas y criadas se establece
una amistad inalterable. Y la ferocidad que el ejército ha ganado por un
lado la pierde inmediatamente por otro, viniendo abajo de esta suerte la
obra paternal de la Administración.
Antes de dar por terminado este artículo, necesito delatar a la
Corporación municipal un abuso que redunda en menoscabo del país y
descrédito de la importante institución en que me estoy ocupando. Por
muy sensible que me sea el decirlo, es lo cierto que las fieras del
Municipio no cumplen debidamente con su cometido. ¿Para qué han sido
traídos estos animales de los desiertos de África y Asia a costa de mil
sacrificios pecuniarios? Ya hemos dicho que para infundir energía y
vigorizar al pueblo y al ejército. Pues bien; yo no sé cómo han llenado
su deber en los primeros tiempos: mas actualmente puedo decir que están
muy lejos de desempeñarlo con la exactitud y el celo apetecidos. En vez
de mostrar una actitud imponente que sobrecoja y atemorice el ánimo, en
vez de rugir y echar centellas por los ojos, y sacudir las rejas de la
jaula con el aparato del que quiere saltar fuera y devorar en un credo
a todos los espectadores, se pasan la mayor parte del día en letargo
vergonzoso, tirados en un rincón como objetos inanimados, sin que las
excitaciones del respetable público logren hacerles menear siquiera la
cola. Cuando por casualidad se les encuentra de pie, no hacen otra cosa
que pasear tranquilamente por la celda sin desplegar ninguna especie de
ferocidad, como un poeta lírico que estuviese meditando algún soneto
enrevesado para la _Ilustración Española y Americana_: cuando abren la
boca y estiran las garras, nunca es en son de amenaza, sino para
desperezarse groseramente; y si tal vez que otra les da la humorada de
rugir, lo hacen con tanta delicadeza, que más que de devorarlos, parece
que tratan de enterarse de la salud de los espectadores.
Es necesario cortar este abuso. ¿Cómo? Buscando el origen y destruyendo
la causa. El origen de tal apatía y negligencia por parte de estos
animales no puede ser otro que el no dárseles el sustento necesario. Las
bestias de la Casa de fieras pertenecen a la clase docente, y como el
profesorado en general, están muy mal retribuidas: tienen los huesos
salientes, el pellejo arrugado, el aspecto miserable y triste. Un
profesor amigo mío (que también tiene los huesos salientes y el pellejo
arrugado), me decía no ha mucho tiempo que él no enseñaba más ciencia
que la equivalente a los catorce mil reales que le daban. Las fieras
deben de seguir el mismo sistema. Auménteseles, pues, el sueldo, déseles
las piltrafas suficientes, y el Ayuntamiento verá sus cátedras de
energía y ferocidad perfectamente desempeñadas.


IV
EL PASEO DE LOS COCHES

Se trabó una lucha titánica en el Ayuntamiento y en las columnas de los
periódicos. Los peones nos defendimos bizarramente. Hicimos esfuerzos
increíbles para salvar nuestro Retiro de la feroz invasión; pero
quedamos vencidos. En las hermosas calles de árboles nunca profanadas,
chasquearon las herraduras de los caballos, y los modernos
conquistadores, los bárbaros de la riqueza entraron soberbios,
arrollándonos entre las patas de sus corceles.
Vivíamos felices y tranquilos, y a veces nos decíamos:--«Tenéis los
teatros, los salones, la Casa de Campo, la Castellana, sois los dueños
de Madrid; pero nosotros poseemos el Retiro. Para gozar el aroma de sus
flores, la frescura de sus árboles y la grata perspectiva de sus
calles, es necesario que dejéis vuestro coche a la puerta y ensuciéis un
poco la suela de los zapatos; porque el Retiro está hecho por Dios y el
Ayuntamiento para nosotros, exclusivamente para nosotros los villanos.»
Mas he aquí que un día se les antoja a los bárbaros penetrar con sus
carros, con sus mujeres e hijas en nuestro delicioso campamento. Cayeron
los árboles más o menos seculares, y sus hojas sirvieron de alfombra a
los triunfadores. También nuestras frentes humilladas les sirvieron de
alfombra.
Y lo peor de todo es que, imitando la crueldad de los soldados de
Alarico y Atila, nos han llevado y nos llevan atados a su carro. He
conocido a un joven que luchó valerosamente contra la invasión desde las
columnas de _La Correspondencia_. Recuerdo cierto suelto de su mano que
decía: «No es exacto que el Municipio trate de abrir en el Retiro un
paseo para los carruajes.» Este suelto cayó como una bomba en el campo
enemigo, haciendo en él graves destrozos, y estuvo a punto de dejar
fallidas sus esperanzas. Pues bien; a este mismo joven le he visto
después ignominiosamente atado a la carretela de un bárbaro, que le
llevaba a un paso muy superior a sus piernas. Y la hija del bárbaro aún
parece que se reía de él.
Algunos refieren la historia del paseo de coches diciendo que a cierto
caballo inglés, hastiado de tanto ir y venir a la Castellana, acometido
del _spleen_ y en peligro inminente de suicidarse, se le puso un día
entre las dos orejas el hollar los jardines privilegiados; insinúa su
extravagante deseo al amo, le da algunas razones, y últimamente le
persuade a que interponga su influencia para que de allí en adelante se
extienda el privilegio de los bípedos a los caballos lucios y bien
educados. El amo, que era regidor, lo propuso en concejo, y pronunció
con tal motivo un bello discurso, donde expuso a la consideración del
Ayuntamiento los argumentos capitales que su jaca le había insinuado.
Armose el consiguiente motín, los bípedos se resistieron a abandonar sus
franquicias, acudieron a la prensa, dijeron que el echar árboles al
suelo era propio de los pueblos primitivos, y que es muy fácil construir
una casa, pero que un árbol nadie lo construye mas que la naturaleza;
hablaron del hacha devastadora y se autorizaron el dudar de los
sentimientos poéticos de los concejales. A tales afirmaciones contestó
el potro inglés, por boca de su amo, diciendo, que no eran más que
«huecas declamaciones», y que cuando el paseo estuviese abierto y
terminado, ya se vería. Y en efecto, después se vio que el potro tenía
razón. El paseo de coches, no sólo no ha quitado belleza al Retiro, pero
le ha añadido cierto esplendor fastuoso que antes no tenía; a cada cual
lo suyo.
No está trazado en línea recta como el de la Castellana, porque no tiene
por objeto despertar en el vecindario ideas generales, sino que forma
una curva graciosa y bastante prolongada, que se extiende desde la Casa
de fieras hasta la estatua del Angel caído, en torno de la cual giran
los carruajes al dar la vuelta; es un Luzbel doblado por el espinazo, el
cuello descoyuntado y los músculos tendidos, que parece un artista
ecuestre del circo de Price. Sus colegas de acá, otros ángeles caídos
que suelen llamarse «la Tomasa, la Adela, la Paz, la Asunción, etc.», al
cruzar por su lado le miran con soberano desdén: ninguno ha caído como
él en medroso despeñadero; todos han venido a dar sobre algún _milord_
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