Aguas fuertes - 07

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coscorrones del jefe de la familia y se enamoran perdidamente y en
secreto de una mujer de treinta años. Hasta aquí sus estragos no pasan
del círculo de la familia; mas al llegar a los diez y seis años
comienzan a hacer coplas amargas como la hiel, inspiradas por lo común
en _La desesperación de Espronceda_, un estúpido y obsceno poema
fabricado por algún estudiante de medicina para deshonrar el nombre del
ilustre poeta. Estas coplas se escriben con lápiz mientras los papás se
figuran que está allá en su cuarto enfrascado en el estudio, y sólo son
admiradas de algún amigo discreto que recíprocamente presenta a su
admiración otras coplas no menos amargas. Tal vez que otra estas coplas,
que ruedan por los bolsillos de los pantalones hasta que se pudren, caen
en manos de la mamá al tiempo de coser o acepillar la ropa: la mamá,
claro es, no sabe lo que aquello significa, pero corre a mostrárselo al
papá, ¡y aquí fue Troya! Éste considera a su hijo sumido en un piélago
de liviandades, se pone lívido, lanza profundos suspiros de congoja, y
después de un enérgico discurso, encierra al culpable bajo llave
durante ocho días. La mamá, más dispuesta como mujer a los sentimientos
dulces, acude a la religión y le lleva a confesar con un sabio jesuita,
no sin que el joven poeta proteste sordamente, pues ya han huido de su
atormentado espíritu las consoladoras creencias de los primeros años.
Aunque pide perdón a su mamá y le promete no volver a escribir
_porquerías_, el mosquito sentimental no puede prescindir de continuar
zumbando a escondidas de su familia: las persecuciones, lejos de
abatirle, encienden más y más el horno de su inspiración y le acaban de
persuadir de que la copa de la vida está llena hasta los bordes de
cierto licor ponzoñoso, y que él se encuentra obligado a apurarla hasta
las heces. Un periódico semanal de la población se encarga de comunicar
este su convencimiento al público, expresado en términos solemnes,
aunque sin gramática. Desde esta fecha, nuestro mosquito comienza a
gozar de una envidiable reputación que se extiende como mancha de aceite
por toda la provincia.
No obstante, por más que la opinión favorable de sus paisanos sea un
bálsamo precioso para cicatrizar las heridas del corazón, todavía no
está satisfecho y medita seriamente un día y otro en venir a zumbar a
Madrid, a fin de que se le oiga en todos los ámbitos de la península. El
papá, que ya se va convenciendo de que su hijo, aunque haya salido
suspenso en la mayor parte de las asignaturas, llegará a ser hombre
célebre, consiente en hacer un sacrificio. Ya le tenemos en la Corte. A
los cuatro meses justos publica una composición en cierta revista
literaria; a los quince días otra, a los quince días otra, y así
sucesivamente sigue zumbando periódicamente durante dos años. Al fin se
decide a coleccionar sus poesías en un tomo. El papá vende una finca y
le remite dinero. Pide un prólogo a Cañete, y este señor, que jamás se
niega a tales cosas, dice al frente del libro en lenguaje castizo que
hay en él composiciones muy lindas, y las cita; que el autor muestra por
lo general mucha «elegancia, donaire y estro», y que el joven mosquito,
si no se desgracia, llegará a ser un moscón insigne. Desgraciadamente,
esta profecía permanece guardada como santa reliquia en el almacén de
algún librero que ha aceptado el tomo _en comisión_. Transcurren meses
sin que ningún humano venga en demanda del tomo de _Preludios_ (estos
mosquitos casi siempre ponen a sus zumbidos algún nombre musical:
preludios, arpegios, acordes, calderones, etc.), hasta que el librero se
cansa de tener tanto papel inútil en el almacén y decide volvérselo a su
dueño o comprarlo al peso. Esta es una de las soluciones. Otra consiste
en que D. Modesto Fernández y González interponga su influencia para que
el Ministerio de Fomento le tome quinientos ejemplares con destino a las
bibliotecas públicas. Los súbditos españoles que las frecuentan no
podrán menos de agradecer al Ministro el interés con que mira el cultivo
de sus facultades imaginativas: todos los años les remite algunos miles
de quintales de ternezas rimadas.
De todos modos, la falta de dinero es una de las causas primeras de
mortandad en la familia de los mosquitos sentimentales. Los que
consiguen sobrevivir a tal causa y llegan a dar una velada en el Ateneo
de Madrid, están salvados. El Ateneo es para los mosquitos el oxígeno.
Cuando alguno anda alicaído, asfixiado por la indiferencia del público y
a medio morir, no tiene más que venir a leer ante esta docta
corporación, y se le verá inmediatamente revolotear lleno de vida y
alegría. El Ateneo, en achaque de versos, es de una potencia digestiva
superior a la de los tiburones y avestruces. Los botones de metal y los
pedazos de vidrio que dicen que estos animales digieren, no son nada
comparados con los versos que yo he visto tragar en el Ateneo; un padre
cariñoso no haría más por su hijo que lo que suele hacer este cuerpo
docente por los mosquitos de que acabo de hablar.


III

Otra de las grandes familias en que se divide la especie de los
mosquitos líricos, es la de los _filósofos_ o _trascendentales_. No
tiene la misma fuerza reproductiva, y por consecuencia no es tan
numerosa, pero en cambio es infinitamente más devastadora. El mosquito
filosófico suele leer mucho, y está, por lo general, bastante enterado
de las literaturas extranjeras; apunta cuidadosamente en un libro de
memorias las frases brillantes y los pensamientos profundos y esmalta
con ellos sus híbridos engendros; no es partidario del arte por el arte,
ni gusta de la literatura frívola que sólo aspira a conmover y recrear;
de las tres dimensiones de los cuerpos, longitud, latitud y
profundidad, no admite más que la última. Es mucho más objetivo que sus
colegas los sentimentales, y aun cuando manifiesta tendencias muy
marcadas hacia el pesimismo, no llega a él por el camino puramente
subjetivo y personal de aquéllos sino mediante el estudio reflexivo de
los fenómenos y las leyes, por lo cual su pesimismo es siempre más
lúgubre, más desgarrador, como que es el resultado lógico de un sistema,
de un vasto y profundo concepto de la existencia. Desde niño se observa
en él gran amor a lo general y mucho desdén por lo particular. Estas
nobles aficiones le han perdido a menudo en los exámenes durante la
segunda enseñanza: se empeñaba en contestarlo todo _a ratione_ y en
resolver las más arduas cuestiones de plano y según le dictaba su alto
entendimiento. En historia natural salió suspenso, porque habiéndole
preguntado las clasificaciones, contestó que él no admitía
clasificaciones en la naturaleza, que el mundo debía considerarse
siempre en su unidad indivisible y permanente, y que todas las
clasificaciones estaban sujetas a cambios incesantes, según los
progresos que se hicieran en el estudio de la materia. Los profesores
de instituto (salvo honrosas excepciones), son más dados a lo temporal
que a lo permanente, y el mosquito filósofo padece por esta causa muchos
vejámenes en los albores de la vida.
Después de formada su opinión en lo que atañe a la existencia, al amor,
a la religión, a la muerte, etc., etc., nuestro mosquito adopta la
manera que le parece más interesante para zumbarla al oído del público.
Unas veces se presenta con un escepticismo risueño y paradójico que
parece decir a los lectores: «Yo no creo en nada, ni en Dios, ni en los
hombres, ni en la madre que me parió, pero me gusta aprovecharme de las
cosas buenas que en el mundo nos encontramos, como el amor, los buenos
vinos, los paisajes bonitos, etcétera, etc., y vamos viviendo.» Su
maestro es Campoamor, a quien imita no tan sólo en el pensamiento sino
en la frase, expresando las ideas elevadas y abstrusas en forma llana y
corriente, y así como el ilustre poeta, también él desciende a los
pormenores vulgares de la existencia y se complace en describir lo
pequeño e insignificante.
«Yo no voy a la escuela
aunque me pegue mi señora abuela.»
¡Qué sobriedad tan encantadora! ¡Qué amable sencillez se advierte en
esta y en otras frases que se encuentran esparcidas por una muchedumbre
de poemas no bastante apreciados del público!
Otras veces prefiere envolver sus vastas concepciones poéticas y
metafísicas, en un misterioso simbolismo atestado de laberintos. Su
modelo entonces es el _Fausto_ de Goethe, o el _Manfredo_ de Byron. Pasa
unos cuantos años escribiendo un grandioso poema, del cual lee solamente
de vez en cuando, en Academias y Ateneos algunos fragmentos que dejan en
suspensión y espanto el ánimo de algunos amigos. En este poema todos los
seres animados o inanimados del universo expresan su opinión acerca del
misterio de la existencia; y de la suma de estas ideas se propone el
autor que resulte la clave de todo. Las diversas opiniones se expresan
en el poema del mosquito filósofo por medio de voces que van
sucesivamente gritando por las páginas del libro. Cuanto existe y cuanto
ha existido tiene voz y voto en el poema: la _voz de la esclavitud, la
voz de la libertad, la voz de las ciudades, la voz de los campos, la voz
de la iglesia, la voz de la administración, la voz de los colegios
electorales, la voz de los tribunales colegiados, la voz de los
edificios del Estado_, etc., etc. Pero las cosas mejores las dice
siempre _una voz_ anónima, que debe de ser la del autor. De todo ello
resulta que la vida es un lazo insidioso que nos ha tendido una voluntad
perversa, y que para vencer a esta voluntad no hay otro medio que el
suicidio, el suicidio de la humanidad entera.
A pesar de estas lúgubres y espantosas conclusiones, y del pesimismo que
mina su preciosa existencia, el mosquito filósofo gusta extremadamente
de que _El Imparcial_ y _El Globo_ digan en su hoja literaria que zumba
con corrección y elegancia.
Viene después la familia de los _legendarios_, que estaba a punto de
desaparecer de la fauna, y que merced a ciertos trabajos misteriosos de
la naturaleza poderosamente secundada por la sección de literatura del
Ateneo de Madrid, ha vuelto a cobrar vida en estos últimos años.
Los legendarios aborrecen la edad moderna y desprecian la antigua. La
única época histórica que les seduce es la comprendida entre la
irrupción de los bárbaros y el Renacimiento. Dentro de esta época la
institución que despierta en su juvenil fantasía mayor copia de romances
octosílabos y endecasílabos, es el feudalismo. El mosquito _legendario_
no comprende cómo se puede vivir sin almenas, sin alfanjes, puentes
levadizos, cascos y cimitarras. El amor no tiene atractivo para él, sino
cuando la dama aguarda toda la noche a su galán en una ventana del
castillo, sin miedo a catarros ni a reumatismos, y el galán despacha al
otro barrio media docena de deudos para llegar hasta ella. Los combates,
las emboscadas, los asaltos, los pisos que se hunden para sumirle a uno
en profunda mazmorra, los fosos, los despeñaderos, etc., etc., son las
únicas cosas que entusiasman a nuestro mosquito. En su concepto, no se
puede vivir a gusto, sino con el alma en un hilo. Sus poemas, por
consiguiente, están saturados de aquellos elementos que admiten muchas y
variadas combinaciones, según puede verse en las infinitas leyendas que
los lectores habrán, sin duda, oído recitar en su vida.
El argumento es lo único permanente o inalterable en estas leyendas; un
amor desgraciado por la enemistad tradicional de los papás de los
novios; dos señores feudales de cortos alcances y que padecen de
atrabilis; los chicos que no se resignan a ser desgraciados y continúan
sus relaciones hasta que una noche los sorprenden juntos y les arman un
belén; el padre de la niña que encierra a su presunto yerno en una
mazmorra, y le tiene a pan y agua sujeto con cadenas; el novio que se
escapa ayudado por la niña, y viene después con su mesnada a dar un
asalto a su suegro; rapto de la novia; el papá suegro que no se resigna,
arma su mesnada y va a dar otro asalto a su yerno y le lleva la novia;
el yerno, que tiene muy malas pulgas y arma de nuevo su mesnada y vuelve
a robar la chica, etc., etc. Los asaltos se prolongan hasta que la
novia, fatigada de tanto trasiego de un castillo a otro, se decide a
espirar.
Con este sencillo argumento, que muchos años de uso han consagrado,
lograron triunfos imperecederos una muchedumbre de mosquitos, cuyos
nombres guardará tan cuidadosamente la historia, que nadie los
averiguará jamás. Dentro de él caben infinitas combinaciones, bellas e
interesantes, según el número y distribución de los asaltos y lo
sangriento de la lucha; según la calidad del novio, que puede ser
caballero y trovador o caballero solamente; el carácter del paisaje, que
puede estar cerca del oceano o en lo interior de la sierra; el corcel
del amante, que puede ser blanco, negro o alazán, etc., etc. De todos
modos, yo aconsejo a los jóvenes líricos que no se aventuren por ninguna
consideración a cambiarlo, pues al romper con los usos establecidos se
corre grave peligro, y no en vano está sancionado desde tiempo
inmemorial por cien generaciones de mosquitos.
Por último, hablaré del mosquito _clásico_. Lleva la ventaja a sus
compañeros de que ha estudiado regularmente la segunda enseñanza y
conoce la retórica de Hermosilla. Ha obtenido siete escribanías de plata
en otros tantos certámenes poéticos abiertos en varias provincias de
España, y en todas partes se han hecho lenguas de su _forma_, que los
periódicos califican constantemente de gallarda. Como es natural,
desprecia profundamente el fondo, en el cual no ha brillado ni brillará,
y admira en primer término, tratándose de poesía, la paciencia, que es
la facultad que todo clásico debe cultivar con predilección. Así que,
cuando habla de alguna composición poética, nunca se mete a averiguar si
es elevada o rastrera, original o vulgar, si tiene o no tiene
inspiración: lo único que aprecia en ella es si está o no está _bien
trabajada_. No puede ver a un buen ebanista dando los últimos toques a
una cómoda sin exclamar para sus adentros: ¡Qué lástima de poeta!
Por lo general viene a Madrid recomendado a D. Aureliano Fernández
Guerra o a Barrantes, a quienes admira de buena o de mala fe, que eso
no importa, y les lee unos cuantos sáficos adónicos y algunas
espinelitas: los académicos se dignan decirle que es muy «donoso y
maleante», y que sus composiciones están llenas de «sentencias briosas y
sales irónicas». Abroquelado con este juicio nuestro mosquito, da
algunas lecturas en la Juventud Católica y publica varios fragmentos en
_La defensa de la Sociedad_, hasta que, por consejo de sus amigos
académicos, deja repentinamente de zumbar. Escribiendo y publicando no
se va a ninguna parte. Para que un literato alcance respetabilidad y
obtenga la admiración de la gente, es condición ineludible que no
escriba poco ni mucho.
Entonces el mosquito clásico se dedica a despellejar a Echegaray, a
Castelar, a Pérez Galdós, y en general a los escritores que son leídos y
aplaudidos. Al mismo tiempo se deshace en elogios de todo lo ñoño, pobre
y ridículo que se publica o se representa, con lo cual satisface sus
instintos y a la vez regocija a los astros literarios que le iluminan en
su carrera.
Es el peor intencionado de los mosquitos que hemos estudiado, y por eso
es el único que tiene buen paradero. Sus compañeros arrastran una vida
miserable y triste; o vuelven a vegetar a su pueblo, o se distribuyen
por los ministerios de auxiliares y escribientes, o entran de factores
en alguna compañía de ferrocarriles, o mueren en el hospital. Pero el
mosquito clásico ¡ni por pienso! Ahí están sus protectores, que le hacen
archivero-bibliotecario, o le dan una comisión lucrativa en país
extranjero, o le ayudan a salir diputado y a ser director general y
ministro. Después de algunos años de mantenerse firme en no escribir, de
frecuentar los salones aristocráticos y de despellejar sin piedad a
cualquier escritor que muestre talento y fantasía poco comunes, el
mosquito clásico como recompensa de su brillante campaña, es conducido
en triunfo a la Academia de la Lengua. Que a todos mis lectores deseo.
Amén.


EL ÚLTIMO BOHEMIO

No hace todavía dos años que pasando por la Carrera de San Jerónimo di
con un amigo periodista, que me dijo al tiempo de saludarme:--Vaya usted
por la calle de Sevilla y verá V. a Pelayo del Castillo acostado en la
acera.
Había oído hablar muchísimo de este personaje y tenía la cabeza llena de
sus extravagancias y proezas tabernarias: había visto en los teatros una
pieza suya titulada _El que nace para ochavo_, no desprovista
enteramente de gracia: no quise, pues, perder la ocasión de conocerle. A
los pocos pasos encontré a Urbano González Serrano, conocido seguramente
de todos mis lectores, y le invité a venir conmigo, lo que aceptó con
gusto. Ambos nos dirigimos al lugar que me habían designado, o sea, la
acera de la calle de Sevilla colocada en el sitio de los recientes
derribos, donde tumbado boca arriba, con la cabeza apoyada en una piedra
y expuesto a los rigores del sol, vimos a un mendigo sucio y
desarrapado. ¡Cómo se nos había de ocurrir que aquel hombre fuese Pelayo
del Castillo! Tenía la cabeza enteramente descubierta y llena de greñas,
el rostro encendido, el cuerpo envuelto en un andrajo que parecía el
residuo de una capa, los pies metidos en dos cosas asquerosas que en
otro tiempo habían sido alpargatas.
Todo nos volvíamos mirar a un lado y a otro explorando la calle en busca
de nuestro literato, sin lograr hallarle. Al fin nuestros ojos se
encontraron y le pregunté recelosamente designando al mendigo:
--¿Será ese?
--¡Imposible!--replicó Serrano.
No obstante, en la frente de aquel hombre había algo que no suele verse
en las de los braceros; era una frente degradada, pero era una frente
donde se había pensado. Insistí en que lo averiguásemos, y acercándonos
a él, Serrano le sacudió levemente:
--Oiga V..... ¿es V. D. Pelayo del Castillo?
El mendigo se incorporó lentamente y restregándose los ojos y
abriéndolos con dificultad a causa de la gran irritación de los
párpados, contestó mal humorado:
--No señor, yo no soy ese Pelayo del Castillo.
Serrano se quedó un instante suspenso. Los dos comprendimos, sin
embargo, que era él.
--¿De veras no es V. Pelayo del Castillo?
--No señor.
Después de comunicarnos en voz baja nuestra opinión contraria, sacamos
cada cual una moneda del bolsillo.
--Tome V.
--No señor--repuso rechazándolas con la mano y el gesto--yo no puedo
aceptar eso..... yo no les conozco a ustedes.
--Somos dos aficionados a las letras; tome V.
Con algún trabajo hicimos que al fin las aceptase. Levantando entonces
la cabeza que tenía doblada sobre el pecho, nos preguntó.
--¿A quién debo dar las gracias?...
--Nuestros nombres no importan nada: somos dos amigos de la literatura:
quede V. con Dios.
Y nos alejamos apresuradamente mientras él repetía esforzando la voz.
--Gracias, caballeros... yo quisiera saber...
A los pocos pasos volví la cara. Estaba mirando las monedas. Al verle de
aquella suerte, sentado en el suelo, cubierto de andrajos y la cabeza
desnuda al sol, me sentí conmovido. ¡Será posible que ese desdichado sea
un literato; que haya escuchado los aplausos del público y alternado con
los hombres más distinguidos de España! Y en aquel instante se me
ocurrió escribir algo acerca del estado en que se hallan los literatos y
artistas en nuestra nación. Celebro no haberlo hecho, porque desde
entonces hasta ahora se han modificado bastante mis opiniones en este
asunto.
Impresionado por el espectáculo que acababa de presenciar, no pude menos
de dirigir _in mente_ amargas recriminaciones a la patria que deja
perecer de hambre a todo el que se dedica al cultivo de las letras y las
artes y ensalza y pone sobre su cabeza a cualquier necio que se engolfa
en la política sin más equipaje que su desvergüenza. Algo, y aun mucho
de esto, es verdad; pero no es toda la verdad. Para resolver un problema
es necesario examinarlo en todos sus aspectos.
Primeramente, la nuestra, es una nación de diez y seis millones de
habitantes: por lo mismo, es absurdo pretender que el literato que vive
del público, sea aquí remunerado como en Francia o Inglaterra, donde la
población es más del doble. A más de ser el número de lectores menor en
absoluto, lo es también relativamente: si en Francia leen diez por cada
ciento, en España no lee siquiera uno, entre otras razones, porque no
saben, y es fuerza, por lo tanto, que este uno o este medio por ciento
eche sobre sus hombros la carga de alimentar a todos los que con razón o
sin ella nos dedicamos a escribir para el público. Harto hace, a mi
entender, con ayudarnos a vivir modestamente: no le pidamos hoteles,
coches y alfombras como en Francia o Inglaterra porque no puede
dárnoslos.
Claro es que el número insignificante de lectores depende del atraso del
país, del detestable gobierno que nos ha regido, nos rige y nos regirá,
de la influencia venenosa de la política y de otras mil causas
enumeradas a la continua en libros y en periódicos. Aquí está la parte
de culpa de la nación, que realmente no es menuda.
Mas también los artistas y literatos ayudan con su conducta al estado
miserable en que se hallan. En España se ha entendido hasta ahora que el
poeta o el artista es un ser mitad humano mitad angélico a quien no
sientan bien los deberes y hábitos exigidos a los demás hombres. Todo
hombre debe trabajar para ganarse el sustento; pues el literato no. Todo
hombre debe ser previsor y separar de lo que gana una parte para mañana;
pues el literato está exento de tal carga. Pasar la vida holgando y
tomar la pluma en los momentos de inspiración (que no suelen venir
precisamente cuando se está ayuno); vender los productos del ingenio al
primer editor usurero con quien se tropieza; gastarse el dinero
alegremente en un día y pasar el resto del mes viviendo del crédito, si
es que lo hay; tal ha sido hasta la fecha el proceder de la mayor parte
de nuestros literatos. En algo se han de distinguir los seres inspirados
de los que no lo son.
Y si esta era la conducta de los grandes ingenios, de los hombres más
eminentes, calcúlese cuál sería la de los adocenados, los que no
pudiendo elevarse hasta ellos por la belleza de las obras imitan su vida
exterior y hasta pretenden oscurecerla (y a veces lo consiguen) por
medio de enormes extravagancias y atrocidades. Hubo una época en que la
bohemia invadió toda la literatura. Para ser literato era preciso no
sólo ser un perdulario sino afectarlo; vivir a la ventura, no pagar a la
patrona (este era el artículo primero del código bohemio), dormir
algunas veces al aire libre, rodar noche y día por los cafés, pedir
dinero a todo el mundo con resolución de no devolverlo, ponerse las
camisas y las botas de los amigos, _dar mico_ al sastre, jugar,
emborracharse, etc., etc. Los que tenían gracia solían emplearla en
estas cosas y se hacían célebres. Todavía se cuentan con entusiasmo las
pasadas que a sus patronas, sastres y zapateros han jugado algunos
escritores de menor cuantía, y hay quien les admira por ellas más que
por sus obras: quizá tengan razón, porque estos literatos tan chistosos
para no pagar, no solían serlo tanto para escribir.
De la falange de los bohemios, que repito comprende la mayor parte de
los escritores que han parecido de treinta o cuarenta años a esta parte,
algunos, muy pocos por supuesto, han conseguido inmortalizarse con sus
escritos; otros abandonando la literatura se han hecho personas formales
y han entrado en la política o los negocios: éstos son los que mejor han
librado; pero uno que otro, o más viciosos o más soberbios o menos aptos
han persistido con extraña tenacidad en su vida aventurera y en sus
costumbres abyectas que los han conducido rápidamente a un abismo de
degradación. El representante genuino de estos últimos, el más
empedernido, el que gozaba de más notoriedad era Pelayo del Castillo,
fallecido recientemente en el hospital. Este desgraciado fue víctima de
su indolencia y de sus vicios, pero en parte también de las ideas
dominantes en su tiempo acerca del papel que en el mundo debe el
literato representar. Si en vez de celebrarse como chistes los vicios,
el desaseo, la desvergüenza y el desarreglo de las costumbres, se
consideraran como graves y repugnantes defectos, ni éste ni otros
desdichados hubiesen llegado a tal extremo de miseria. Nada hay tan
funesto como presentar al hombre un ideal que no esté de acuerdo con los
preceptos de la virtud y halague al propio tiempo sus malas
propensiones.
Por fortuna el ideal ha desaparecido y sus representantes no tardarán en
desaparecer. El literato ya no pide a la sociedad privilegios inmorales:
es un hombre que debe trabajar como los demás y sacar el mejor partido
posible de sus productos. Si no puede vivir de la pluma, porque en
España no existan todavía medios de remunerarle cumplidamente, debe
alternar sus ocupaciones literarias con otras de diversa índole. Si
puede vivir, aunque sea modestamente, debe trabajar diariamente como
cualquier otro obrero. Claro es que no se le han de exigir las mismas
horas de trabajo que a un covachuelista, porque el del escritor es más
intenso; pero se marcará las que sin detrimento de la salud pueda
llenar. La teoría de la inspiración es falsa y ridícula: la inspiración
acude delante de las cuartillas y de los libros, no en las mesas de los
cafés ni en las salas de juego: cuando no gusta lo que se ha escrito, se
rompe y se escribe de nuevo preparándose convenientemente con el estudio
y la meditación; pero no se van a buscar ideas a la ruleta.
Hay ejemplos irrecusables que comprueban la verdad de lo que acabo de
manifestar. El hombre más inspirado del siglo XIX, Víctor Hugo, el
inmortal autor de las _Hojas de Otoño_, trabaja diariamente un número
crecido de horas. Balzac, el coloso que rivaliza con él, trabajó más que
nadie en el mundo. Ni uno ni otro han necesitado esperar la inspiración
jugando a las siete y media. No obstante, es fuerza declarar que para
hacer lo que estos hombres, además de su ingenio soberano, se necesita
un gran vigor corporal que pocos poseen: mas a nadie se le pide sino lo
que puede ejecutar buenamente. En España tenemos dos ejemplos
notabilísimos: uno es el del primero de los oradores contemporáneos, D.
Emilio Castelar, el cual se puede decir que trabaja de la salida a la
puesta del sol como el último obrero, haciendo sudar a todas las prensas
del orbe y atendiendo al propio tiempo a sus tareas políticas: es de la
raza de los atletas como Víctor Hugo y Balzac. Otro es el ilustre
novelista D. Benito Pérez Galdós, embebido noche y día en un intenso
trabajo literario, aprovechando todos los momentos de la existencia para
preparar y escribir sus obras inmortales.
Abandonemos, pues, para siempre el romanticismo bohemio, plaga de
nuestra literatura, que degrada al escritor y lo pone a merced de los
intrigantes políticos y de los especuladores avaros. El literato
necesita independencia, un relativo bienestar y sosiego para entregarse
a su trabajo, el cual de esta suerte se hace leve y ameno. Nada me
aflige tanto como ver a un hombre ilustre y respetado en la república de
las letras, arrastrarse a los pies de cualquier político estólido en
demanda de un destino o una pensión: me parece que aún subsiste aquel
doloroso estado del tiempo de Cervantes, en que los literatos eran los
domésticos de los magnates; aún peor hoy, pues que tienen que adular a
los que han sido sus compañeros, a quienes han aventajado siempre en el
talento, y que por dedicarse a la política, maltrechos quizá en la
literatura, ocupan altas posiciones y otorgan mercedes.
Pero si todavía es poco lisonjera la situación del escritor en España,
en el horizonte se divisan ya señales de un nuevo y mejor estado. De
algunos años a esta parte ha mejorado notablemente el aspecto económico
de las letras: ya los autores o poetas que abastecen el teatro, pueden
vivir de sus obras, y dentro de algunos años tal vez los que escriben
libros y artículos puedan hacer lo mismo. Se fundan casas editoriales
serias y acaudaladas en sustitución de los editores sórdidos e ineptos
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