Aguas fuertes - 08

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que antes se lucraban con la miseria del escritor; muchos literatos
administran sus obras con acierto, otros se hacen pagar dignamente, y
casi han desaparecido los necios que por verse en letras de molde
escriben de balde. En este respecto, preciso es confesar que la
población de España que más está haciendo para procurar independencia al
literato, beneficiando sus obras con habilidad en la península,
explotando los mercados de América para nosotros cerrados hasta ahora y
arriesgando fuertes capitales en este negocio, es Barcelona. Siguiendo
de tal suerte, y si Madrid no trabaja algo más en pro de las artes y las
letras patrias, barrunto que pronto será Barcelona el centro intelectual
de España.


LOS AMORES DE CLOTILDE
(NOVELA)

En el cuarto de Clotilde, primera actriz de uno de los teatros más
importantes de la capital, se reúnen todas las noches hasta media docena
de amigos. La tertulia dura casi siempre tanto como la representación;
pero tiene algunos paréntesis. Cuando la actriz necesita cambiar de
traje se dirige a sus tertulios con sonrisa graciosa y ojos suplicantes:
--Señores, ¿me dejan ustedes un momentito?... un momentito nada más.
Todos se van al saloncillo y aguardan con paciencia: me he equivocado,
no todos, porque el más joven de ellos, que estudia hace tres años el
doctorado de medicina, aprovecha la ocasión y va a dar una vuelta por
los bastidores a estirar un poco las piernas y a pescar algún beso
descarriado. Pero en fin, la mayoría espera paseando o sentada a que
Clotilde entreabra la puerta y asomando su cabeza de reina o de villana,
según el papel que va a representar, les grite:
--Adelante, caballeros... ¿He tardado mucho?
Para D. Jerónimo siempre. Es el último que sale refunfuñando y el
primero que entra en el cuarto. No acaba de transigir con esta púdica
costumbre: y aunque no se atreva a expresarlo, allá en el fondo de su
pensamiento encuentra poco cortés que se le eche de su asiento para que
aquella mocosita se vista: ¡a él que hace treinta años pasa la vida
entre bastidores y ha sido el íntimo de todas las actrices y actores
antiguos y modernos!
Tiene cincuenta y cuatro años, y es empleado en el Ministerio de
Ultramar desde los veinticinco. Todos los Gobiernos le han respetado
como una rueda indispensable de la maquinaria administrativa de las
colonias: soltero y mártir de las patronas. Allá en su juventud se
cuenta que escribió un drama que le valió una silba y la entrada por
toda la vida en el escenario de los teatros. Resignado o no resignado
con el fallo del público, dejó de escribir dramas y adoptó el noble
papel de protector de autores y artistas desconocidos y de empresas
arruinadas. El joven provinciano que llegase a Madrid con un drama en el
bolsillo, no podía emprender camino mejor para verlo representado que el
de la casa de D. Jerónimo. Todo lo acogía con los brazos abiertos, malo
y bueno. Sin embargo, como era asaz rudo en sus modales, no escatimaba a
los autores noveles que se confiaban en él y le leían sus producciones,
las censuras fuertes y hasta los insultos:--«Toda esa relación es puro
fárrago; eche V. tinta sobre ella.--Pero venga V. acá, alma de Dios,
¿cómo quiere usted que un hombre que está a punto de matar a otro,
suelte diez y siete décimas sin respirar!--¡Jesús qué disparate! ¡Amor
platónico a una prostituta! ¡Usted se ha caído de un nido, joven!» El
que entendía un poco la aguja de marear no se incomodaba, seguía
adelante y al terminar depositaba el manuscrito en manos de D. Jerónimo.
Y era bien seguro que el drama se ponía en escena. El veterano de los
bastidores ejercía mucho ascendiente con ribetes de miedo sobre empresas
y cómicos: cuando se incomodaba ¡tenía una lengua! Si el drama era
silbado, protestaba lleno de ira contra el juicio del público y seguía
protegiendo con más fuerza al autor. Si lograba buen éxito, callaba y
sonreía voluptuosamente, pero no volvía a acercarse al poeta aplaudido.
Cuando éste se quejaba de su desvío, respondía: «Usted ya ha demostrado
que tiene alas; vuele V., amigo mío, vuele V., que yo tengo que soltar a
otros pobrecitos».
Su vida privada ofrecía muy poco de particular. Todas las noches, al
salir del teatro, se iba al café Habanero, donde cenaba constantemente
un _beefsteak_ con una chica de cerveza. Y, según cierto amigo que le
había observado repetidas veces, combinaba siempre su refacción con tal
arte, que había de concluir al mismo tiempo con el último bocado de
carne, el último de pan y el último sorbo de cerveza.
Esta noche la tertulia se presenta muy animada. Los amigos de la actriz
charlan y ríen más que de costumbre. Don Jerónimo, embozado en su capa
(es privilegio), arrellanado en el sillón de la esquina y con un
empedernido cigarro en la boca (es privilegio también), deja escapar
famosos chistes, que a veces obligan a los tertulios a dirigir la vista
hacia Clotilde y a colorearse levemente las mejillas de ésta. Don
Jerónimo no lo echa de ver; la ha conocido tan niña, que se cree con
derecho a prescindir de ciertos miramientos debidos a las damas;
suponiendo que se los haya tributado en su vida a alguna, que no lo
creemos. La ha conocido muy niña y la ha encaminado al teatro: cuando
tropezó con ella vivía muy estrechamente aprendiendo el oficio de
florista: hoy, merced a su talento, gana lo bastante para mantener con
decoro a su madre y sus hermanas.
Es agraciada y simpática más que hermosa; la tez morena, los ojos
rasgados y negros, lo más bonito de su rostro; la boca un poco grande,
pero fresca con dentadura admirable. Está vestida de dama del tiempo de
Luis XV, con una peluca blanca que le sienta a maravilla. No toma parte
apenas en la conversación. Parece muy satisfecha con escuchar solamente,
girando sin cesar sus ojos serenos de uno a otro interlocutor y
sonriendo a menudo cuando se dirigen a ella.
Al llegar a cierto punto, se oye la voz del traspunte.
--Señorita Clotilde, cuando V. guste...
--Vamos allá--dice levantándose.
Se dirige al espejo, se da los últimos toques a las cejas y pestañas con
el pincel, arregla con mano un poco nerviosa los tirabuzones de la
peluca, la cruz de brillantes que lleva al cuello y los pliegues del
vestido. Sus amigos guardan un instante silencio y contemplan estas
maniobras distraídamente.
--Señores, hasta luego.
Y sale del cuarto seguida de su doncella, que le lleva recogida la cola,
una espléndida cola de raso color crema.
--¡Cada día va estando más linda esta Clotilde!--dice el estudiante del
doctorado, dejando escapar un imperceptible suspiro.
D. Jerónimo da una enorme chupada al cigarro y queda envuelto
instantáneamente en una nube de humo. Por eso nadie advierte la sonrisa
de triunfo con que acoge la observación.
--A mí también me parece más bonita cada día--dice otro tertulio;--pero
creo que se ha modificado mucho su genio de algún tiempo a esta parte...
Usted, pollo, no la ha conocido como nosotros... Era una loquita
encantadora, ¡tan alegre! ¡tan traviesa!... Nadie podía estar a su lado
de mal humor... Ahora la encuentro grave, triste casi siempre...
--Es verdad que me ha chocado la melancolía que hay en sus ojos...
D. Jerónimo dio otra enorme chupada al cigarro. Nadie vio el relámpago
de ira que pasó por su rostro.
--Estos cambios, pollo, solamente los opera el amor.
--¿Algún novio?
--Eso... D. Jerónimo conoce bien la historia...
--Voy a contarla--dijo sordamente aquél desde el fondo de su embozo,--y
crean ustedes que no es plato de gusto contar estas niñerías... Pero se
trata de una chica a quien todos queremos y cuanto a ella se refiere
debe interesarnos.
Hará cosa de tres años se presentó al director de este teatro un joven
elegantemente vestido, con el manuscrito de un drama bajo el brazo. No
hay nada en el mundo más imponente y aterrador que un joven bien vestido
que lleva debajo del brazo el manuscrito de un drama. El director
procuró escurrir el bulto, le dio algunos quiebros con maestría y varios
pases, pero al fin fue cogido en la misma cuna; quiero decir, que el
joven le convidó un día a almorzar, le llevó engolosinado ofreciéndole
la perspectiva de unas cuantas docenas de ostras empapadas en Sauterne,
y como postre le descerrajó el drama a quema ropa.
El drama era efectivamente _un tiro_. Pepe hizo lo que ustedes saben que
se hace en estos casos; se admiró profundamente de la versificación,
dijo ¡bravo! al llegar a ciertos pensamientos enrevesados, y por último
propuso algunas reformitas en el acto segundo, con las cuales quedaría
la obra que ni pintada.
El poeta incauto se fue a su casa muy complacido y se puso a trabajar
con ardor en las reformas. Al cabo de quince días volvió a presentarse a
Pepe; pero éste halló entonces el acto primero un poco lánguido y le
aconsejó que a todo trance le diera más movimiento y lo acortase un
poquito. En mover el acto primero tardó el poeta un mes: cuando se
presentó de nuevo, el director, mostrándose muy admirado siempre de la
versificación y de algunos pensamientos, manifestó algunas dudas
respecto a que la obra fuese _teatral_. Que fuese _literaria_ no tenía
ninguna, al contrario, le parecía que en ese concepto podía competir con
las mejores de Ayala... pero teatral... realmente teatral... eso ya era
otra cosa.
--¿Qué diferencia es esa, D. Jerónimo?... No entiendo...
--Pues se la explicaré a V., pollo. Llamamos entre bastidores, teatrales
a las obras buenas y literarias a las malas.
--¡Ah!
Después de manifestar estas dudas, concluyó por proponer otras cuantas
reformitas en el acto tercero.
Al fin el poeta comprendió, cosa verdaderamente maravillosa, porque los
poetas, que todo lo comprenden, que saben por qué vuela tan alto el
cóndor, ascienden a los cielos y bajan a los abismos y penetran el
sentido íntimo de todas las cosas creadas, no son capaces de entender
que sus obras a veces no gustan a los que las escuchan. Nuestro joven, a
quien llamaremos Inocencio, recogió no poco mohíno su manuscrito y
estuvo algún tiempo sin dar cuenta de sí; mas al fin, sin duda después
de haber meditado profundamente, se presentó cierta mañana en casa de
Clotilde. Excuso decirles a ustedes que llevaba el manuscrito debajo del
brazo.
Esperó con paciencia en la sala a que nuestra amiga _hiciese su
toilette_, y cuando ésta se presentó al cabo, vio delante de sí a un
joven ruboroso, confundido, pero simpático y elegante, que la rogó con
labio balbuciente le otorgase el favor de escuchar la lectura de un
drama. Deben ustedes saber que a las mujeres les gusta mucho ejercer
protectorados, muy singularmente sobre los jóvenes simpáticos y
elegantes; así que no les sorprenderá que Clotilde escuchase con
paciencia el drama y hasta lo hallase muy aceptable. El joven se confió
a ella enteramente, depositando en sus hermosas manos el manuscrito,
cual si fuese un niño recién nacido, y ella lo recogió como madre
cariñosa y lo tomó bajo su amparo, prometiendo velar por su preciosa
existencia y presentarlo en el mundo. El joven manifestó que esa
resolución era digna de un noble corazón cuya fama había llegado ya a
sus oídos. Clotilde contestó que no era bondad de su parte el trabajar
porque el drama se representase, sino un acto de justicia. El joven dijo
que le halagaba muchísimo esa idea, porque el inmenso talento de
Clotilde y el acierto de sus juicios estaban bien reconocidos por todos,
pero que no osaba forjarse tal ilusión. Clotilde declaró que había
muchas reputaciones usurpadas en el mundo y que una de ellas era la
suya, pero que en esta ocasión creía estar en lo firme. El joven replicó
que cuando el río suena, agua lleva, y que cuando todo el mundo se
empeña en admirar no sólo la singular belleza y la inspiración artística
de una persona, sino también su claro ingenio y su brillante
ilustración, era necesario bajar la cabeza. Clotilde dijo que no la
bajaría en esta ocasión porque estaba bien persuadida de que el mundo se
engañaba mucho acerca de lo que llamaba su talento y que no era otra
cosa que un puro instinto. El joven puso el grito en el cielo contra
esta mistificación, que no tenía absolutamente ninguna razón de ser;
pero dulcificándose de pronto, mostrose profundamente conmovido ante la
modestia de su protectora, y juró por todos los santos del cielo que
jamás había conocido otra semejante. En fin, que el manuscrito fue
ganando por momentos terreno en el corazón de nuestra simpática amiga, y
que el joven se despidió de ella, embargado por la emoción, hasta el
día siguiente.
Al día siguiente Clotilde se presentó al empresario y le arrancó,
mediante la amenaza de rescindir el contrato, la promesa de llevar a la
escena lo más pronto posible el drama de Inocencio. Este dio las gracias
aquella misma tarde a su protectora y la hizo además su confidente.
Pertenecía a una familia distinguida de provincia, aunque sin grandes
recursos de fortuna; a probarla había venido él a Madrid, confiado
únicamente en su ingenio. En el pueblo decían que tenía talento, y que
si publicase en Madrid los versos que había insertado en _El Eco del
Tajo_, hablarían de él como de Núñez de Arce y Grilo: no sabía si esto
era cierto, pero sentía su corazón lleno de nobles propósitos, y amaba
al teatro más que a las niñas de sus ojos. ¿Llegaría a ser un Ayala o un
Tamayo? ¿Sería rechazado por el público? Era un misterio inextricable
para él.
En esta sesión Clotilde averiguó dos cosas importantísimas; a saber: que
Inocencio tenía un talento que no le cabía en la cabeza y que no había
en Madrid quien se pusiera con más gracia la _chalina_. Excuso decirles
que menudearon las sesiones confidenciales, y como resultado de ellas,
que Clotilde sufrió todos los días la influencia fascinadora de esta
chalina sobrenatural; a la postre se declaró vencida, entregándose a
ella atada de pies y manos. La chalina se dignó alzarla del suelo y
otorgarle la merced de su cariño.
--¿Cómo la chalina?--preguntó uno que dormitaba.
Don Jerónimo dio una inmensa, infernal chupada al cigarro en testimonio
de desagrado, y prosiguió sin hacer caso:
--Por entonces empezaron los ensayos del drama de Inocencio, que se
titulaba, si mal no recuerdo _Subir bajando_;... callen ustedes, me
parece que era al revés; _Bajar subiendo_... En fin, de todos modos, era
un gerundio y un infinitivo. Yo vi en seguida que se habían entablado
relaciones amorosas entre nuestra amiga y el autor, y como realmente,
por más que Inocencio fuese un mal poeta, según los informes de Pepe,
parecía un buen muchacho, me alegré de ellas y las alenté en lo que
pude. Clotilde se confesó conmigo, declarándome que estaba perdidamente
enamorada; que sus aspiraciones ya no tenían nada que ver con el arte
escénico, el cual le parecía una esclavitud insoportable; que su ideal
era vivir tranquilamente, aunque fuese en una guardilla, unida al hombre
que adoraba; que la mujer había nacido para ser el ángel custodio del
hogar y no para divertir al público, y que estimaba ella más el reinar
en una humilde vivienda iluminada por el amor que todos los aplausos de
la tierra. En fin, caballeros, nuestra amiga se encontraba en pleno
idilio.
Inocencio no estaba menos enamorado, al parecer. A menudo los encontraba
paseando por los parajes solitarios del Retiro, a distancia respetable
de la mamá, que se detenía oportunamente a contemplar los primeros
botones de las flores o algún insecto curioso: las mamás, en esta época
de crisis marital, tienen la obligación de ser admiradoras de las obras
de la naturaleza. La parejita de tórtolas se detenía al verme y me
saludaba ruborizada. No les puedo ocultar a ustedes, que aunque lo
sentía por el arte, me alegraba de que Clotilde se casara: la mujer
siempre necesita el amparo del hombre. Y lo cierto es, que eran dignos
el uno del otro por la figura: Inocencio tenía una presencia muy
simpática.
En el teatro no se hablaba de otra cosa más que de este matrimonio en
ciernes. Todo el mundo se alegraba, porque Clotilde es la única artista
desde el principio del mundo, que ha llevado a cabo la empresa, hasta
ahora juzgada insuperable, de hacerse querer de sus compañeras.
Observé, no obstante... ya saben ustedes que soy observador; es la única
cualidad que tengo; la observación, a la cual no dan importancia los
autores ahora; hoy todo es hojarasca en los dramas, muchos rayos de
luna, que se quiebran al pasar por el follaje de los árboles, mucha
descripción de alboradas y crepúsculos, muchos símiles retorcidos...
¡Todo eso es!... Cuando algún autorcillo me viene con tales monadas yo
le digo: ¡al grano, al grano!... El grano es el drama, que no existe en
la mayor parte de los _idem_...
--¿Se enfada V., D. Jerónimo?
--Pues, como decía a ustedes, observé, que según los ensayos iban
adelantando, crecía el ascendiente de Inocencio sobre nuestra amiga. El
tono en que se dirigía a ella ya no era el humilde y cortesano del
principio: corregíala a menudo en la manera de decir, señalábala las
actitudes y el gesto que debía adoptar, y a veces, cuando la actriz no
comprendía bien sus deseos, llegaba a dirigirla públicamente palabras
severas y miradas más severas aún. Nuestro poeta tronaba y relampagueaba
ya como amo y señor. Clotilde lo aceptaba de buen grado: ella tan
desdeñosa con los autores más eminentes, se estiraba y se encogía ahora
como blanda cera en las manos de este muñeco insulso. Era de ver la
humildad con que aceptaba sus correcciones, y la inquietud que la
causaban las censuras: mientras duraba el ensayo tenía los ojos puestos
constantemente en él, espiando como esclava sumisa los deseos de su
dueño. El poeta, arrellanado en una butaca, con el brasero delante,
dirigía la escena en la forma dictatorial que pudiera hacerlo García
Gutiérrez o Ayala: una mirada suya bastaba para ruborizar o poner
pálida a Clotilde: los demás no protestaban por respeto a ella. Cuando
salía de la escena, venía presurosa a sentarse al lado de su novio, que
se dignaba acogerla a veces con una sonrisa soberana, otras con
indiferencia olímpica. Yo estaba escandalizado.
Una vez me acerqué por detrás y escuché lo que hablaban. Clotilde
llevaba la palabra sosteniendo con calor que el _Subir bajando_ o el
_Bajar subiendo_ de Inocencio era mejor que _Un drama nuevo_. El joven
se defendía débilmente. Otra vez hablaba acerca de su futuro enlace.
Clotilde pintaba con frase apasionada el retiro donde irían a esconder
su felicidad: un cuarto alto del barrio de Salamanca, lleno de luz, un
nido risueño donde Inocencio trabajaría en su despacho, escribiendo
comedias, mientras ella bordaría a su lado en el mayor silencio: cuando
se fatigase, charlarían un instante para descansar y después le daría un
beso y emprendería de nuevo su tarea: por la noche saldrían cogidos del
brazo a dar una vuelta y a casa otra vez: nada de teatro; lo aborrecía
con toda el alma: en la primavera irían a pasear por las mañanas al
Retiro y tomarían chocolate entre los árboles; en el verano a pasar un
mes o dos a la provincia de Inocencio a proveerse en el campo de buen
color y de salud para el invierno.
La descripción de este tierno idilio, que a mí, con ser machucho, me
hacía bailar el corazón dentro del pecho, no producía en el autor novel
más que una impertinente soñolencia que sólo desaparecía repentinamente
cuando dirigía con voz imperiosa alguna advertencia a los cómicos.
Llegó, por fin, el día del estreno. Todos estábamos ansiosos por ver el
resultado: la opinión corriente era que el drama ofrecía poco de
particular; pero como Clotilde había puesto en el desempeño toda su
alma, teníase como seguro un gran éxito. En el ensayo general nuestra
amiga había hecho verdaderos prodigios: hubo un instante en que los
pocos curiosos que asistíamos a él nos levantamos electrizados,
convulsos, gritando desaforadamente. No pueden ustedes figurarse qué a
maravilla decía su parte. Entonces me vino de golpe una idea a la
cabeza: relacionando todas mis observaciones sobre los amores de
Clotilde me convencí hasta la evidencia de que Inocencio al enamorarla
no se había propuesto otra cosa que adquirir una interpretación
excepcional para el papel de la protagonista de su drama y asegurar el
éxito lisonjero de esta suerte. No quise comunicar mis sospechas a
nadie; callé y esperé; pero declaro que el chico me fue desde entonces
muy antipático.
El ruido que los amigos de Inocencio habían hecho con motivo del drama,
el haberlo elegido Clotilde para su beneficio y la voz esparcida de que
la célebre actriz iba a obtener en él un triunfo señaladísimo hizo que
los revendedores expendiesen todas las localidades a precios fabulosos:
conozco un marqués que dio once duros por dos butacas. Este cuarto donde
nos hallamos se llenó, como todos los años, de flores y baratijas; no se
podía andar en medio de tanta chuchería de porcelana, libros
preciosamente encuadernados, estuches de ébano, marcos de retrato y un
sin fin de objetos de bazar.
La sala estaba brillante: las damas más encopetadas, los hombres
ilustres de la política, la literatura y la banca; en fin, la _high
life_, como ahora se dice. Pero más brillante y más radiante estaba aún
Inocencio; radiante de gloria y felicidad, recibiendo con agrado a
cuantas personas venían a ver los regalos, dictando órdenes a los
traspuntes y tramoyistas para el conveniente decorado de la escena y
multiplicando las sonrisas y los apretones de mano hasta lo infinito.
Clotilde, igualmente, aparecía más bella que nunca, revelando en su
rostro expresivo la dulce emoción que la embargaba y el ansia de ganar
laureles para su dueño.
Abriose el telón, y todos se fueron a ocupar sus asientos. En las cajas
sólo nos quedamos el autor y cuatro o seis amigos. Las primeras escenas
fueron como siempre recibidas con indiferencia; las segundas con algún
agrado; la versificación era fluida y elegante, y el público, como
ustedes saben, se paga de las frasecillas de bombonera. Llegó el
momento de entrar Clotilde en las tablas y hubo en el público un
murmullo de curiosidad y expectación. Dijo su parte discretamente, pero
sin gran calor, se adivinaba que estaba poseída de miedo. Bajó el telón
en silencio.
Al instante poblose el saloncillo y los pasillos de amigos de Inocencio,
que venían presurosos a decirle que la exposición de su drama era
lindísima.--¿Pero qué tiene Clotilde?... Apenas se mueve en la escena...
¡ella tan viva y tan suelta!--Nuestra amiga confesaba, en efecto, que
había sentido mucho miedo y que esto la embarazaba extremadamente. El
autor, sobresaltado por el éxito de su obra, trataba de persuadirla a
que abandonara todo temor, que se mostrase como ella era y que no
pensase para nada en él, mientras dijese los parlamentos.--No puedo
remediarlo, contestaba Clotilde, estoy hablando y pienso al mismo tiempo
en que eres tú el autor y me imagino que no va a gustar el drama y me
asusto.--Inocencio se desesperaba; dirigíale ruegos, advertencias,
argumentos, la acariciaba, sin tener en cuenta que le veían: trataba de
infundirle valor, excitando su amor propio de artista; en fin, hacía
todo lo imaginable para salvar su obra.
Dio comienzo el acto segundo. Clotilde tenía algunas escenas patéticas:
al comenzarlas se produjo un poco de ruido en el público y esto bastó
para que se desconcertase y lo hiciese rematadamente mal, como nunca lo
había hecho en su vida. Oyéronse no pocas toses y fuertes murmullos de
impaciencia. Al finalizar el acto, algunos amigos indiscretos quisieron
aplaudir, pero el público se les vino encima con un inmenso y aterrador
chicheo. El autor, que estaba a mi lado, pálido como un muerto, se
desahogó con algunas palabrotas groseras y se fue al cuarto de Pepe en
vez de el de Clotilde, donde sus amiguitos le consolaron, echando la
culpa del fracaso a aquélla y encendiendo más y más la ira que rebosaba
de su corazón. Mientras tanto, nuestra pobre amiga se encontraba muy
afectada y abatida, preguntando a cada instante por su Inocencio. Yo,
para no afligirla más, le dije que el autor lo había tomado con
resignación y se había salido del teatro a respirar un poco el fresco.
La infeliz se revolvía contra sí misma echándose toda la culpa.
Se alzó el telón para el acto tercero: todos acudimos a las cajas con
afán. Clotilde se mostró al principio, por un esfuerzo poderoso de la
voluntad, más serena que antes; pero ya la gente se encontraba dispuesta
a la broma y no valió ningún recurso para ponerla seria. El público,
cuando presiente el _jaleo_, es lo mismo que una fiera cuando huele la
sangre: no hay quien lo ataje, y es necesario darle carne a toda costa.
Y la verdad es, que en aquella ocasión se cebó de lo lindo; toses,
risas, estornudos, patadas, silbidos; de todo hubo. A nuestra pobre
amiga se le saltaron las lágrimas y estuvo a punto de desmayarse. Cuando
bajó el telón buscó con la vista a su amante, pero había desaparecido.
En el cuarto, a donde yo la seguí, gimió, pateó, se desesperó, se llamó
estúpida, dijo que se iba a marchar a una aldea a cuidar gallinas, etc.,
etc. Me costó mucho trabajo sosegarla, pero al fin lo conseguí, si bien
quedó en un gran abatimiento. En la tristeza que sus ojos revelaban,
advertí que le atormentaba horriblemente la desaparición de Inocencio.
La puerta del cuarto se abrió repentinamente; el poeta silbado se
presentó; estaba pálido, pero tranquilo al parecer: a primera vista
comprendí, no obstante, que aquella tranquilidad era ficticia y que la
sonrisa que contraía sus labios tenía mucha semejanza con la de los
ajusticiados que quieren morir serenos.
Un relámpago de alegría iluminó el semblante de Clotilde: alzose
velozmente y le echó los brazos al cuello, diciéndole con voz conmovida:
--¡Te he perdido, mi pobre Inocencio, te he perdido!... ¡Qué generoso
eres!... Pero mira... yo te juro, por la memoria de mi padre, que te he
de desquitar de la humillación que acabas de sufrir...
--No hace falta que me desquites, querida--repuso el poeta con tono
sosegado, donde se advertía la ira desdeñosa,--mi familia no ha
conquistado un nombre ilustre por la intercesión de ningún cómico;
renuncio desde ahora, de buen grado, al teatro y a todo lo que con él
se relaciona... Con que... hasta la vista.
Y separando nuevamente los brazos que le aprisionaban y sonriendo
sarcásticamente, retrocedió algunos pasos y se fue. Clotilde le miró
estupefacta: después cayó desmayada en el diván.
Al verla en tal estado se me encendió la sangre y salí detrás del chico:
alcancele cerca de la escalera, y agarrándole por la muñeca le dije:
--Oiga V... Lo primero que un hombre debe ser, antes que poeta, es
caballero... y V. no lo es... El drama se ha silbado porque le falta lo
mismo que a V... el corazón... Aquí tiene V. mi tarjeta.
--¿Y le mandó los padrinos, D. Jerónimo?--preguntó el estudiante del
doctorado.
--¡Silencio, silencio!--exclamó un tertulio--aquí llega Clotilde.
La simpática actriz apareció efectivamente en la puerta, y sus grandes y
tristes ojos negros que resaltaban bellamente debajo de la blanca peluca
a lo Luis XV, sonrieron con dulzura a sus fieles amigos.


EL PROFESOR LEÓN

La otra noche en el café donde tengo costumbre de asistir, versó la
conversación sobre los maestros y catedráticos que habíamos tenido los
que en torno de la mesa nos juntábamos. Cada cual dio cuenta de los
talentos, las manías y los rasgos más o menos donosos de los suyos,
sazonando la descripción con anécdotas graciosas o desabridas, según el
numen del narrador.
Mi amigo Duarte, notario, persona distinguida, de carácter observador y
muy cursado en letras clásicas, se llevó la palma. Nos hizo la pintura
de un antiguo profesor suyo, tan original y chistoso, que merece la
pena de darlo a conocer al público. Con permiso de mi ilustrado amigo,
voy a hacerlo, adoptando en cuanto sea posible las mismas palabras con
que él nos lo describió.
* * * * *
Llamábase León, o se apellidaba, que esto muy pocos lo sabían de
cierto--nos decía Duarte. Unos le llamaban D. León y otros Sr. León, y a
todos contestaba; era militar retirado aunque no muy viejo, no pasando
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