Aguas fuertes - 04

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ellos el rostro fresco y sonriente de alguna linda muchacha que acababa
de dejar el lecho, y que con sus menudos dedos blancos y rosados se
restregaba los ojos.
Era tan horrible lo que iba a suceder, y tan lúgubres los preparativos
del suceso, que, más por huir la tristeza que por amor al bello sexo,
aunque no dejo de profesarlo, me coloqué debajo de uno de los balcones y
me puse a mirar a cierta rubia, que no pagó verdaderamente mi
atención--dicho sea en honor suyo. ¡Por qué había de mirarme, cuando ni
siquiera me iban a dar garrote! Sus ojos estaban clavados con ansiosa
curiosidad en la puerta del Saladero. Me acordé entonces de las damas
del imperio romano, que daban la señal de muerte a los gladiadores, e
hice una porción de reflexiones histórico-filosóficas, de las cuales
hago gracia a los lectores.
Cuando más embebido me hallaba en ellas, escuché una voz cerca que
preguntaba:
--Caballero, ¿sabe V. qué hora es?
Volvime, sin saber a quién se dirigía la pregunta, y me hallé enfrente
de un hombre no muy alto, de barba y pelo cenicientos, de facciones
afiladas, que me miraba con unos ojos pequeños y hundidos, y de color
indefinible, esperando, a no dudarlo, mi respuesta. Como el reloj era de
niquel, eché mano de él, sin temor de mostrarlo, y le dije:
--Las siete y veinte minutos.
--Todavía esperaremos más de un cuarto de hora--repuso el hombre
reflejando disgusto en su fisonomía. Yo me encogí de hombros con
indiferencia, y alcé los ojos al cielo, quiero decir, a la rubia.
--¡Oh, conozco bien a esos señores!--prosiguió.--¡No me darán chasco,
no!... Dicen que a las siete y media saldrá el primero _pa_ el campo...
Pues ya verá V. cómo han de ser las ocho menos cuarto bien largas...
Me volví con alguna mayor curiosidad a mirar a aquel hombre, y confieso
que me causó repugnancia. Sin ser un monstruo por lo feo, éralo
bastante, y sobre todo, formaba contraste notable con la rubia que se
cernía sobre mi cabeza. Estaba pobremente vestido, de capa y gorra, como
los artesanos de Madrid, y debía de hallarse entre los cincuenta o
sesenta años de edad. Pude observarle bien, porque no me miraba: sus
ojos exploraban con avidez los contornos de la prisión.
--¡Puercos, tunantes!--exclamó con irritación y sin mirarme, como si
hablase consigo mismo.--¡Mire V. que estar un hombre ayer toda la tarde,
espera que te espera, para salir al fin con que no era posible verlos!
Que el Gobernador no quería que se les molestase... ¿Y qué tiene ya que
mandar el Gobernador sobre ellos?... Un hombre, cuando le van a dar
_mulé_, hace lo que le da la gana, menos escaparse... Además, que no se
les molesta... al contrario... lo que les hace falta es un poco de
_distraición_ y beber unas copas con tranquilidad... ¿Han de estar todo
el día _rodeaos_ de paño negro?... Con media hora pa confesarse y otra
media _pa_ decir el «yo pecador», y recibir, y arrepentirse, queda un
hombre al sol.
Como, después de todo, hablaba conmigo, por más que no me mirase, quise
demostrarle que le escuchaba, y le pregunté:
--¿Cuál de los dos sale primero?
--El viejo, el viejo--repuso en tono firme--. Cuando el otro llegue
allá, ya le habrán despachado a él. Hasta ahora es el que ha tenido más
pecho... _Paece_ mentira, ¿no es verdad? El chico me han dicho que está
medio _acabao_. ¡Vaya un papanatas! ¡Como si por cantar la gallina le
dejasen de apretar el gañote! Lo que debe tener un hombre ante todo es
_dirnidad_, mucha _dirnidad_, y morir como Dios manda, sin dar que
decir a la gente.
--Pero ya ve usted que eso no se puede remediar: unos son valientes y
otros cobardes--repliqué en tono de mal humor.
--Estamos en eso, caballero... Pero un hombre siempre es un hombre...
--Verdad.
--Y los hombres se portan como hombres.
--También verdad.
--Y cuando no hay más remedio, hay que aguantar la mecha, tener
paciencia, y barajar, y decir: «Pues, señor, otros han ido antes que yo,
y otros vendrán también». Mire usted, caballero: yo he visto a una
mujer... ya ve usted que una mujer no es lo mismo que un hombre.
--Cierto.
--La he visto morir mejor que si fuese un hombre... Usted también la
habrá visto... hablo de la Vicenta...
--¿Qué Vicenta?
--La Vicenta Sobrino.
--No, no la he visto.
--Es verdad que usted es joven--repuso mirándome de arriba abajo--; pero
bien pudieron haberle traído aunque fuese chico... Aquí se aprende
mucho...
--No vivía en Madrid.
--¡Ay, caballero! Pues en los pueblos estas cosas se ven pocas veces...
No es lo mismo que aquí, donde casi todos los años tenemos un
_espetáculo_, cuando no son dos o tres. Aquí se aprende a tener corazón
y a ver lo que es el mundo... Pues, como le decía, la Vicenta era mujer
que valía lo que pesaba... ¡tenía más agallas que un tiburón!... La
verdad es que daba gusto verla tan serena; porque, al fin, siempre es
una fatiga ver a una persona humana dando diente con diente y poniendo
los ojos de carnero _degollao_... Yo he visto de todo... Mire V.; a la
Bernaola la han tenido que subir a _puñaos_... y a muchos hombres
también, no vaya V. a creerse. He visitado yo a algunos en la capilla,
que _paecía_ que se tragaban a medio Madrid; mucha copa de vino, mucha
cháchara y mucho jaleo, y cuando llegó la hora de ser hombres, hincharon
el hocico haciendo pucheritos como los niños de escuela.
Mi interlocutor hablaba siempre con los ojos clavados en la puerta del
Saladero. No muy lejos de ella se promovió una reyerta entre los
curiosos y los agentes de orden público, que hizo retroceder y ondular a
la muchedumbre. Nosotros sentimos, aunque no muy fuerte, el efecto de
esta agitación. El hombre de la capa exclamó:
--¡No puedo resistir a estos del orden!... ¡Mire V. qué modo de tratar
al pueblo! No _paece_ más que ellos son los que nos dan permiso _pa_
ver el _espetáculo_!
--Se me figura, dije yo, que va a salir el reo.
--¡Ca! No, señor, no tenga V. cuidado; hasta las ocho menos cuarto en
punto no hay quien los menee. Echan un cuarto de hora _pa_ llegar al
campo; pero ¡buen cuarto de hora te dé Dios! El campo no está aquí a la
vuelta; y como van a paso de carreta... ¿Qué hora es, caballero? Hágame
el favor de mirar el _reló_.
--Las ocho menos veinticinco.
Una mujer dijo a nuestra espalda en voz alta:
--Manuela, ¿no sabes que los indultan? Acaba de llegar un soldado con el
perdón del Rey.
Mi interlocutor se volvió instantáneamente, como si le hubiesen
pinchado.
--¡Qué perdón ni qué ocho cuartos! ¡Qué sabe V. lo que se dice!
--_Pus_ lo _mismito_ que V. ¡El diablo del hombre!
El hombre de la capa dejó escapar una exclamación de desprecio mirando a
la mujerzuela de arriba abajo y dirigiéndose después a mí, me dijo en
tono confidencial:
--Estas babiecas, en cuanto que ven a un soldado con un pliego en la
bayoneta, ya se sueltan a decir que es el indulto. El indulto no se da
casi nunca a última hora, porque tiene que llevar mucha requisitoria...
Usted bien lo sabrá... Ayer ha estado el padre del chico a echarse a los
pies del Rey, pero no ha conseguido nada. ¡Qué había de conseguir! De
perdonarle a él, tenían que perdonar al otro también... y eso no podía
ser... Así que ya deben contarse entre los difuntos... El Rey no lo hace
casi nunca de por sí y sin consultar a los _menistros_... Eso lo sé yo
bien, caballero, lo sé yo bien.
--Pues yo me alegraría mucho de que los perdonasen--dije con cierto
tonillo irritado para protestar del afán de cadalso que adivinaba en
aquel hombre.
--Eso es otra cosa--repuso un poco cortado.--Usted puede alegrarse lo
que le dé la gana; pero lo que le digo es que no vendrá el indulto...
Ellos siempre tienen esperanza, ya lo sé; están con el corbatín
enroscado al cuello y todavía esperan los pobrecitos que vengan a
sacarlos del barranco. Alguno he visto que se tragó la píldora enterita
desde muchos días antes; pero es una _esceción_... Aquél era un hombre
con un corazón más grande que el palacio de Buenavista. Como aquél no ha
habido otro ni lo habrá: se fue al palo con la misma cachaza que se iba
antes a la taberna. ¡Qué camelo dio al señor Gobernador y a los
marranillos que andaban cerca de él! Todos se pirraban por meterle miedo
y verle compungido. El Gobernador estuvo más de media hora hablándole
del infierno y de las penas de los condenados; tizonazos por aquí,
requemones por allá... ¡Como si hablase a la pared! El se reía, y de vez
en cuando pedía una copa de aguardiente. A todos los de la cárcel los
traía azorados poniéndoles motes; a uno le llamaba _mamoncillo_; a otro
que tenía un ojo torcido, _virulento_; al capellán de la cárcel,
_hopalandas_... ¡Ni por un Cristo se quedaba nadie solo con él, y eso
que le tenían con grillos!... A mí me quería mucho, como amigo
verdadero. Yo era entonces un muchacho. Había ido acompañando a su
mujer al Palacio, y la vi echarse a los pies de la Reina. ¡Si viera
usted que modo de llorar, caballero! La reina estuvo muy llana y muy
buena; la levantó del suelo y la dijo que haría lo que pudiera, que se
enteraría bien y hablaría con sus _menistros_; la dijo también que se
fuera tranquila a su casa, que la pasaría un aviso. Todo el día
estuvimos esperándolo y no pareció... La Reina no tenía la culpa, bien
lo hemos sabido; era un _menistro_ tunante el que estaba empeñado en
apretar el cuello a aquel valiente... Por la mañanita temprano me mandó
a llamar desde la capilla _pa_ despedirse de mí... Pero... ¡calla,
calla! Ahora salen... Sí, sí, ahora salen... Mire V. cómo el coche se
_aprosima_... Vamos a acercarnos un poco _pa_ ver salir el reo. ¡Ya
empiezan esos malditos a echar a _rempujones_ la gente! Mire usted, mire
V.; ya asoma la comitiva.
En efecto, los guardias de orden público hacían esfuerzos para despejar
las avenidas de la cárcel. En la muchedumbre se engendró un movimiento
tumultuoso de vaivén. Rumor áspero y confuso salió de su seno,
esparciéndose por el aire. El piquete de soldados, que descansaba al pie
del muro, obedeciendo a la voz de su jefe, fue a colocarse junto a la
puerta, y por ella comenzó a salir alguna gente con semblante triste y
asustado: eran dependientes de la prisión, hermanos de la Paz y Caridad
y los pocos curiosos que habían tenido influencia para entrar. Por
último, apareció el reo. Venía acompañado de un sacerdote y rodeado de
guardias. Seguía a la comitiva bastante gente. Gastaba el reo barba
cerrada, negra y espesa; la hopa que le cubría y el birrete que llevaba
en la cabeza, el cual le venía un poco holgado, prestábanle un aspecto
lúgubre, espantoso. Esforzábase, sin duda, en aparecer sereno, pero en
su rostro demudado reflejábase, tal expresión de dolor y angustia, que
conmovía hasta lo más hondo del corazón. El hombre de la capa, que no se
había separado de mí, dijo en tono satisfecho:
--Vamos... está pálido, pero bastante sereno... No se puede pedir más a
un hombre... porque, ya ve V., caballero, ¿a quién le gusta que le
aprieten el gañote?...
El reo y el cura entraron en el carruaje. En la muchedumbre reinó por
breves instantes silencio sepulcral; mas así que se cerró la portezuela,
levantose nuevamente un insufrible clamoreo. El coche arrancó y
emprendió la marcha lentamente; el piquete formó la escolta; los
guardias procuraban hacer calle, dejando acercarse al carruaje solamente
a los cofrades de la Paz y Caridad. El hombre de la capa me obligó a
colocarme, como él, en las primeras filas de curiosos y caminar no muy
lejos del reo.
El cielo seguía envuelto en un sudario ceniciento, y el piso no mejoraba
en aquellos sitios. A la verdad, no comprendo por qué razón me dejaba
arrastrar por aquel hombre. Me sentía cada vez más aturdido, como si
estuviese soñando. Iba sufriendo cruelmente, y no me pasaba siquiera por
la imaginación la idea de que podía evitar aquel sufrimiento con sólo
volverme atrás.
--Pues ya verá V., caballero lo que sucedió--dijo el hombre, siguiendo
su historia mientras caminábamos hacia el cadalso.--Me mandó a llamar
muy tempranito, y yo me planté en la cárcel por el aire. Antes de
entrar a verle, me obligaron a quitarme la ropa. Los grandísimos puercos
tenían miedo que le trajese algún veneno. Querían a toda costa verle en
el palo. Para registrarme me pusieron en cueros vivos y me trataron como
a un perro... ¡Mala centella los mate a todos!... Pero, después de
muchos _arrodeos_, no tuvieron más remedio que dejarme entrar... «¡Hola!
¿Estás ahí, Miguelillo?--me dijo en cuanto me vio.--Acércate y agarra
una silla. Tenía ganas de verte antes de tomar el _tole pa_ el otro
barrio». Estaba fumando un cigarro de los de la Habana y tenía algunas
copas delante. Había tres o cuatro personas con él, entre ellas el cura.
«Acércate, hombre, y bebe una copa a tu salud, porque a la mía es como
si no la bebieses. Aquí todos han _trincado_ esta mañana, menos el
_pater_, que se empeña en no probar la gracia de Dios». Bebí la copa que
me echó, y hablamos un ratito de nuestras cosas. Yo no me cansaba de
mirarle. Estaba tan sereno como V. y yo, caballero. _Paecía_ que era a
otro a quien iban a dar _mulé_. «¿Verdad que no estoy _apurao_,
Miguelillo?... Eso hubieran querido los _mamones_ de la cárcel, pero no
les he _dao_ por el gusto... ¡Anda, que se lo dé la perra de su
madre!... Aquí el _pater_ también me predica, pero es muy hombre de
bien, y por ser muy hombre de bien le he servido en todo lo que hasta
ahora ha _mandao_». Y era verdad, porque había _confesao_ y _comulgao_
sólo por el aprecio que le tenía. Cuando estábamos hablando entró un
hombre pequeño, _trabao_ y con las patas torcidas, y acercándose a la
mesa le preguntó: «Oye, Francisco, ¿me conoces?» Él entonces levantó la
vista, y contestó, bajándola otra vez: «Sí, eres el _buchí_». Es verdad,
has _acertao_. ¿Tienes ánimo?--¿No lo estás viendo?--Ya veo, ya, que no
se te encoge el ombligo... Vengo a pedirte perdón.--Anda con Dios, que
tú no tienes la culpa de nada. Tú eres un pobre, que ganas el pan con tu
trabajo.--Hasta luego.--Hasta luego». Después que salió el verdugo me
vinieron a avisar _pa_ que me fuese. Entonces él se levantó y me abrazó
como pudo (porque llevaba esposas) diciéndome: «Vamos, muchacho, no te
fatigues tanto... Este es un mal trago... Vaya por los muchos buenos
que tengo entre pecho y espalda». Después me echaron de la capilla y
hasta de la cárcel!... ¡Pero, caballero, apriete V. un poco más el paso,
que nos quedamos atrás!...
Obedecí a mi compañero, como si lo tuviese por obligación, y nos
colocamos otra vez en las primeras filas. El carruaje de la Justicia
caminaba a unos veinte pasos de nosotros. La muchedumbre hormigueaba en
torno del piquete y de los guardias, esforzándose para ver al reo.
Algunos civiles de caballería, con el sable desenvainado, caracoleaban
para dejar libre el tránsito, atropellando a veces a la gente, que
dejaba escapar sordas imprecaciones contra la fuerza pública. Los
habitantes de las pobres viviendas que guarnecen por aquellos sitios la
carretera, se asomaban a las puertas y ventanas, reflejando en sus
rostros más curiosidad que tristeza, y las comadres del barrio se decían
de ventana a ventana algunas frases de compasión para el reo, y no pocos
insultos para los que íbamos a verle morir. De vez en cuando, el rostro
lívido de aquél aparecía en la ventanilla, y sus ojos negros y hundidos
paseaban una mirada angustiosa y feroz por la multitud; pero
inmediatamente se dejaba caer hacia atrás, escuchando el incesante
discurso del sacerdote. El cochero, enmascarado como un lúgubre
fantasma, animaba al caballo con su látigo, conduciéndolo hacia el
suplicio.
La relación de aquel hombre había excitado mi curiosidad. Así que,
después de caminar un rato en silencio, le pregunté:
--¿Y V., cuando le echaron de la cárcel, se habrá ido a su casa?
--No, señor; me quedé cerca de la puerta para verle salir. Al cabo de
media hora de espera, _apaeció_ entre un montón de gente, lo mismo que
este que va en el coche... ¡Ay, caballero, si viese V. que otro hombre
era! Ese maldito sayo negro que les ponen, y el gorro de la cabeza, le
habían _mudao_ enteramente. _Paecía_ un alma del otro mundo. Montó, sin
ayuda de nadie, en el burro que estaba a la puerta... Entonces no iban
en coche, como ahora, sino _montaos_ en un burro... Estaba mejor así,
¿no le _paece_ a V.?... De este modo todo el mundo se enteraba y lo veía
bien... Cuando rompieron a andar, me puse lo más cerca que pude, y él,
que iba moviendo la cabeza a un lado y a otro, me _guipó_ en seguida y
me llamó con la mano. Me dejaron acercar, y me dijo: «Adiós, Miguelillo;
estos cochinos me llevan a degollar como un carnero; vete _pa_ casa,
querido, que estás muy _fatigao_». Me dio un apretón de manos y se puso
a hablar con el cura, que le reñía por lo que había dicho. Yo me separé,
pero no quise marcharme. Seguí la comitiva hasta el mismo campo... hasta
aquí, porque ya estamos en él. Le vi subir al _tablao_, le vi sentarse
en el banco, le vi besar el cristo que le ponían delante, y cuando le
echaron el pañuelo sobre la cara, entonces me puse a correr y no paré
hasta casa...
Habíamos llegado, en efecto, al Campo de Guardias y veíamos a lo lejos
alzarse el lúgubre armatoste sobre el mar de cabezas humanas que lo
circundaba. El clamor era cada vez más alto; la agitación se convertía
en tumulto. Los gritos penetrantes de los pregoneros apenas se oían
entre aquel rumor tempestuoso.
Mi compañero había guardado silencio. Yo, absorto completamente por la
escena terrible que se preparaba, tampoco despegué los labios. Me había
impresionado, no obstante, su cuento, y al fin, por hablar algo, y en
tono distraído, le pregunté:
--Mucho lo habrá V. sentido, ¿no es verdad?
--¡Pues no lo había de sentir!... ¿Para qué he de engañarle a V.
caballero?--me contestó mirándome fijamente.--¡No lo había de sentir, si
era mi padre!...
Quedé estupefacto. Sentí algo semejante al miedo y al asco, y no supe
más que murmurar:
--¡Qué horror!
El hombre de la capa, al ver mi sorpresa, sonrió con humildad, como si
me pidiese perdón, y continuó:
--Me acuerdo que, cuando llegué a casa, mi madre me dio una paliza que
me hubo de matar... no sé por qué... Decía que para que me acordase bien
de aquel día... ¡Cómo sino me acordase bien sin necesidad de los
palos!... Yo creo que estaba un poco _guillá_... La pobrecita no tardó
dos meses tan siquiera en _espichar_... Desde entonces no he _faltao_
nunca a estos _espetáculos_. Todos los que han ajusticiado en Madrid de
cuarenta años _pa_ acá los he visto yo... menos tres o cuatro que no
pude ver porque estaba enfermo... Pero lo que le digo a V., caballero,
es que ninguno..., y no es porque fuese mi padre..., ninguno ha tenido
tantos _hígados pa_ morir como él...
La agitación de la muchedumbre continuaba en aumento. El caracoleo de
los civiles y los esfuerzos de los agentes apenas bastaban a contenerla
y a impedir, sobre todo, que turbase la marcha del carruaje.
El piquete de soldados que lo escoltaba tenía que estrecharse más de lo
que exige la táctica, para poder caminar. Mi compañero me dijo con tono
triunfal:
--Oiga V., caballero; estos hombres se están matando para verlo y no
conseguirán nada; pero nosotros lo hemos de _guipar_ todito y con mucha
comodidad... No se separe V. de mí... Iremos pegados a los faldones de
los soldados, y llegaremos _a debajo_ del mismo _tablao_, sin mayor
inconveniente... Hay que saber arreglárselas... De algo le han de servir
a uno los años que tiene sobre el cogote... Vamos, no afloje V. el
paso... Apriétese V. contra mí y déjese llevar... ¡Que se está V.
separando, caballero!... Agárrese V. a mi capa... ¿Qué es eso? ¿Se queda
V.?... Hombre, lo siento, porque no va V. a ver nada... Vaya, adiós,
caballero... adiós...


LA CONFESIÓN DE UN CRIMEN

En el vasto salón del Prado aún no había gente. Era temprano; las cinco
y media nada más. A falta de personas formales los niños tomaban
posesión del paseo, utilizándolo para los juegos del aro, de la cuerda,
de la pelota, pío campo, escondite, y otros no menos respetables, tan
respetables, por lo menos, y por de contado más saludables, que los de
el ajedrez, tresillo, ruleta y siete y media con que los hombres se
divierten. Y si no temiera ofender las instituciones, me atrevería a
ponerlos en parangón con los del salón de conferencias del Congreso y de
la Bolsa, seguro de que tampoco habían de desmerecer.
El sol aún seguía bañando una parte no insignificante del paseo. Los
chiquillos resaltaban sobre la arena como un enjambre de mosquitos en
una mesa de mármol. Las niñeras, guardianas fieles de aquel rebaño, con
sus cofias blancas y rizadas, las trenzas del cabello sueltas, las manos
coloradas y las mejillas rebosando una salud, que yo para mí deseo, se
agrupaban a la sombra sentadas en algún banco, desahogando con placer
sus respectivos pechos henchidos de secretos domésticos, sin que por eso
perdiesen de vista un momento (dicho sea en honor suyo) los inquietos y
menudos objetos de su vigilancia. Tal vez que otra se levantaban
corriendo para ir a socorrer a algún mosquito infeliz que se había caído
boca abajo y que se revolcaba en la arena con horrísonos chillidos;
otras veces llamaban imperiosamente al que se desmandaba y le
residenciaban ante el consejo de doncellas y amas de cría, amonestándole
suavemente o recriminándole con dureza y administrándole algún leve
correctivo en la parte posterior, según el sistema y el temperamento de
cada juez.
Esperando la llegada de la gente, me senté en una silla metálica de las
que dividen el paseo, y me puse a contemplar con ojos distraídos el
juego de los chicos. Detrás de mí estaban sentadas dos niñas de once a
doce años de edad, cuyos perfiles--lo único que veía de ellas--eran de
una corrección y pureza encantadoras. Ambas rubias y ambas vestidas con
singular gracia y elegancia: en Madrid esto último no tiene nada de
extraordinario porque las mamás, que han renunciado a ser coquetas para
sí, lo continúan siendo en sus hijas y han convenido en hacerse una
competencia poco favorable a los bolsillos de los papás. Me llamó la
atención desde luego la gravedad que las dos mostraban y el poco o
ningún efecto que les causaba la alegría de los demás muchachos. Al
principio creí que aquella circunspección procedía de considerarse ya
demasiado formales para corretear, y me pareció cómica; pero observando
mejor, me convencí de que algo serio pasaba entre ellas, y como no
tenía otra cosa que hacer, cambié de silla disimuladamente y me acerqué
cuanto pude a fin de averiguarlo.
La una estaba pálida y tenía la vista fija constantemente en el suelo:
la otra la miraba de vez en cuando con inquietud y tristeza. Cuando me
acerqué guardaban silencio, pero no tardó en romperlo la primera
exclamando en voz baja y con acento melancólico:
--¡Si lo hubiera sabido, no saldría hoy a paseo!
--¿Por qué?--repuso la segunda.--De todos modos algún día os habíais de
encontrar.
La primera no replicó nada a esta observación y callaron un buen rato.
Al cabo la segunda dijo poniéndole una mano sobre el hombro:
--¿Sabes lo que estoy pensando, Asunción?
--¿Qué?
--Que debías decírselo todo. Lola es buena niña, aunque tenga el genio
vivo. ¿No te acuerdas cuando nos pegamos y nos arañamos porque le quité
de ser la mamá?... Ya ves que le pasó en seguida...
--Sí, pero esto es muy distinto.
--Ya lo sé que es distinto... pero debes decírselo.
--¡Ay! No me mandes eso, por Dios, Luisa.... de seguro no me vuelve a
decir adiós, y se lo cuenta en seguida a sus papás.
--¿Y no será peor que se lo cuente otra persona?... ¡Hay niñas más mal
intencionadas!... Elvira lo sabe ya... no sé quién se lo ha dicho...
Profunda debió ser la impresión que esta noticia causó en el ánimo de
Asunción, porque no volvió a despegar los labios y siguió escuchando
consternada las razones de su amiga, que las amontonaba de un modo
incoherente, pero con resolución.
El paseo se iba poblando poco a poco. El sol no se enseñoreaba ya sino
de uno de los ángulos del salón: al retirarse dejaba claro y nítido el
ambiente, en el cual resaltaban con admirable pureza el obelisco del Dos
de Mayo y las agujas del museo de Artillería y de San Jerónimo. Los
pequeños retrocedían ante la invasión de los grandes a los parajes más
apartados, donde establecían nuevamente sus juegos. Un chico rubio,
vestido de marinero, con cara de desvergonzado, se quedó fijo delante de
nuestras niñas contemplándolas con insistencia, y no hallando al parecer
conveniente la gravedad que mostraban, se puso a hacerlas muecas en son
de menosprecio, Luisa, al verse interrumpida en su discurso, se levantó
furiosa y le tiró por los cabellos. El chico se alejó llorando.
Al cabo de un rato, cuando ya me disponía a dejar la silla para dar
algunas vueltas, oí exclamar a Luisa:
--¡Calla... calla... me parece que ahí viene Lola!
Asunción se estremeció y levantó la cabeza vivamente.
--Sí, sí, es ella,--continuó Luisa.--Viene con Pepita y con Concha y
Eugenia... Es el primer domingo que viene después de la muerte de su
hermano... ¡No te pongas así, niña!... No te asustes... verás, yo lo voy
a arreglar todo.
Asunción, en efecto, había empalidecido y estaba clavada e inmóvil en la
silla como una estatua. Pronto divisé un grupo de niñas de su misma
edad que se aproximaba; en el centro venía una completamente enlutada,
morenita, con grandes ojos negros y profundos que debía de ser la
causante de los temores de Asunción. Luisa se levantó a recibirlas y
echó una carrerita para cambiar con ellas buena partida de besos cuyo
rumor llegó hasta mis oídos. Asunción no se movió. Al llegar, todas la
saludaron con efusión, no siendo por cierto la menos expansiva la
enlutada Lolita. Después de cambiadas las primeras impresiones, observé
que Luisa hacía señas a Asunción en ademán de pedirle algo, y que
Asunción lo negaba, también por señas, pero con energía. Luisa, sin
embargo, se resolvió a hacer lo que pretendía a despecho de su amiga, y
llegándose a Lola, le dijo:
--Mira, Asunción tiene que decirte una cosa; ve a sentarte junto a ella.
Lolita se vino hacia la melancólica niña y le preguntó cariñosamente
tocándole la cara:
--¿Qué tienes que decirme, Chonchita?
La pobre Asunción, completamente abatida, no contestó nada; visto lo
cual por su amiga, tomó asiento al lado, y la instó con mucha viveza
para que le contase lo que la ponía tan triste.
--Mira, Lola,--comenzó con voz temblorosa y casi imperceptible,--después
que te lo diga ya no me querrás.
Lola protestó con una mueca.
--No, no me querrás... Dame un beso ahora... Después que te lo diga, no
me darás ningún otro...
Lolita se manifestó sorprendida, pero le dio algunos besos sonoros.
--Mañana hace un mes que murió tu hermano Pepito... Yo sé que has tenido
una convulsión por haber visto la caja... A mí no me han dejado ir a tu
casa porque decían que me iba a impresionar, pero toda la tarde la pasé
llorando... Luisa te lo puede decir... Lloraba porque Pepito y yo éramos
novios... ¿no lo sabías?
--¡No!
--Pues lo éramos desde hacía dos meses. Me escribió una carta y me la
dio un día al entrar en tu casa: salió de un cuarto de repente, me la
dio y echó a correr. Me decía que desde la primera vez que me había
visto le había gustado, que podríamos ser novios si yo le quería, y que
en concluyendo la carrera de abogado, que era la que pensaba seguir, nos
casaríamos. A mí me daba mucha vergüenza contestarle, pero como a Luisa
le había escrito también Paco Núñez declarándose, yo por encargo de ella
le dije un día en el paseo: «Paco, de parte de Luisa, que sí», y a la
otra vuelta Luisa le dijo a Pepito: «Pepito, de parte de Asunción, que
sí». Y quedamos novios. Los domingos cuando bailábamos en tu casa o en
la mía, me sacaba más veces que a las demás, pero no se atrevía a
decirme nada... A pesar de eso, una vez bailando, como estaba triste y
hablaba poco, le pregunté si estaba enfadado, y él me contestó: «Yo no
me enfado con nadie, y mucho menos contigo». Yo me puse colorada... y él
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