Aguas fuertes - 09

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de los cincuenta a mucho estirar: su graduación en el ejército era
materia de arduas y prolongadas discusiones en el colegio: mientras unos
le hacían capitán o comandante, otros no le dejaban pasar de sargento, y
estaban en lo firme. Gastaba grandes bigotes retorcidos y perilla de
cazo; la estatura elevada, el porte marcial, cabellos grises cortados a
punta de tijera, levita negra, prolongada, más limpia y reluciente que
un espejo, bastón de hierro que hacía estremecer el suelo, advirtiendo
de su presencia desde muy lejos, pantalones cortos y botas de campana
escrupulosamente charoladas. Era bueno y afable con los discípulos, y
hombre de mucha voluntad en el cumplimiento de su deber: suscitábanse
dudas entre nosotros acerca de sus conocimientos filológicos y
literarios, que le hubiesen quizá acarreado nuestro desdén si una
especie muy grave que unos a otros nos decíamos en secreto al oído no le
sirviese de respetuosa salvaguardia. Afirmábase como cosa segura que D.
León o el Sr. León era un revolucionario. Contábase que había sido en su
juventud amigo y edecán de Riego, que había servido después bajo las
órdenes de Espartero, y algunos añadían que había estado en capilla para
ser fusilado como conspirador. Nadie puede figurarse lo que tales
insinuaciones influían en el respeto que generalmente se le tributaba:
la aureola de revolucionario, conspirador, y singularmente la de
sentenciado a muerte, le guardaban de las burlas, tretas y malas pasadas
que de otra suerte no le hubieran sus discípulos escatimado.
El sueldo con que en el colegio remuneraban sus buenos oficios, no
pasaba de veinte duros mensuales; y como no se le conocía otro, pues no
había podido recabar retiro, según se decía, a causa de sus peligrosas
opiniones, teníase por seguro que con las cien pesetas se mantenía a sí
y a su familia; el cómo no he de decirlo ahora, aunque bien lo sé; lo
reservo para otra ocasión. Tienen el ahorro y la frugalidad héroes tan
grandes y admirables como los de la guerra de Troya y tan dignos de ser
pintados; mas como les faltan Homeros y Virgilios, viven y mueren
oscuros y quedan sepultadas eternamente sus hazañas. Entre dar la muerte
a Héctor (teniendo fuerzas para ello) y vivir en Madrid con
cuatrocientos reales al mes, manteniendo mujer e hijos, vistiendo
decentemente y no debiendo un cuarto a nadie, lo segundo es
infinitamente más maravilloso. Digo, pues, que a D. León no se le
conocieron en la vida más que un par de botas, unos pantalones de color
de ceniza muy sufridos, una levita y un enorme sombrero de copa, todo
ello tan limpio, tan planchado y reluciente que siempre pareció que
acababa de salir de la tienda. Cierto día en que se celebraba el santo
del director, un criado, azorado en demasía, dejó caer sobre nuestro
profesor una bandeja de vasos llenos de vino tinto. Todo el mundo se
preguntó: ¿En qué traje veremos a D. León mañana? Mas al día siguiente,
con grande admiración y sorpresa del colegio, apareció con la misma
levita, más fresca y más galana que nunca lo había sido. Por esta y
otras razones se la llamó _la levita del desierto_; porque segundaba el
milagro de los israelitas viajando por los desiertos de la Arabia
durante cuarenta años, sin menoscabo de sus vestidos.
Aunque pudiera ponerse en tela de juicio la solidez y extensión de sus
conocimientos literarios, bien puedo asegurar sin rebozo que nadie
aventajaba a D. León en amor y decidida inclinación a las letras, y en
particular a las clásicas: las modernas y románticas teníalas en poco.
Rayaba en locura el entusiasmo con que hablaba de los grandes poetas de
la antigüedad, y la fruición con que los leía en los _Trozos escogidos_.
Decía del griego que era la lengua más rica, flexible y armoniosa que
hubiera existido, y que las modernas, tales como el francés, el
italiano, el alemán, no eran sino dialectos rudos y primitivos
comparados con ella, lo cual era tanto más meritorio cuanto que D. León
sólo conocía del griego las declinaciones y tal cual palabra
desperdigada, como _Zeos_ (Júpiter), _oicos_ (cosa), _logos_ (tratado),
_eros_ (amor), y así hasta unas tres o cuatro docenas; en cuanto a los
idiomas modernos tenía a mucha honra el no saber más que el patrio.
Sentía un desprecio sin límites hacia su compañero el profesor de
francés que una hora antes que él ponía clase en la misma aula y que era
de origen marsellés, marido, a la sazón, de una corsetera de la calle de
la Luna, antiguo barítono de opereta bufa, que había dejado el canto por
debilidad del pecho. Cuando se tropezaban en la puerta, D. León le
miraba desde lo alto de su clasicismo y le decía sonriendo: _bon jour
monsieur_, con acento que rebosaba de ironía. «Estos _franchutes_, decía
al tiempo de sentarse, son todos afeminados; no sirven más que para
tenores y bailarines.» Amaba la virilidad y la energía en sus discípulos
y gustaba de que tuviesen rasgos de independencia, aunque fuese a
expensas de la disciplina: cuando un muchacho sufría impasible los
golpes y se negaba por terquedad a ejecutar cualquier cosa, esto era lo
que le encantaba a don León. «¡Bien, hombre, bien! exclamaba, así me
gusta; los hombres no deben llorar aunque se vean con las tripas en la
mano; has faltado a la obediencia pero has sufrido el castigo con
entereza; a tí no te hubieran arrojado en Esparta de la roca como a
otras mujerzuelas que hay en la clase!» Y echaba miradas de soberano
desdén a ciertos individuos. Si quisiera vérsele encendido, colérico,
fuera de sí, no había más que traer alguna esencia en el pañuelo o la
cabeza perfumada con algún aceite; así que llegaba a su nariz el
malhadado perfume, ya se le subía la sangre a la cabeza, marchaba
derecho hacia el culpable, y después de alborotarle los cabellos, le
molía los cascos a coscorrones. «¡Corrompido! (_un coscorrón_).
¡Desgraciado! (_otro coscorrón_)... ¡Con que en vez de estudiar su
lección se entrega V. a la molicie! (_¡zas!_)... No sabe V. que yo
quiero en mi clase hombres y no cortesanas, eh? (_coscorrón_). Los
romanos de la república, los que vencieron a los germanos y a los galos,
y a los escytas, y a los parthos, y destruyeron a Cartago, no se daban
con ungüentos (_¡zas!_...) pero los vasallos envilecidos de Calígula y
Nerón gastaban las riquezas que sus mayores les habían adquirido en
tarros de pomadas, en aceites olorosos, y se dejaban vencer por los
extranjeros y azotar por los tiranos (_¡zas!_). Hijos míos
(_dirigiéndose a nosotros_), huyan ustedes de los afeites, no se dejen
aprisionar por la molicie, por los placeres muelles que afeminan y
debilitan. Un pueblo vigoroso es un pueblo libre... Vamos a ver, siga V.
hijo mío... _habeo_, transitivo...»
No gustaba de que le diesen la traducción literal de los pasajes
culminantes; antes se complacía en que sus discípulos hallasen modo de
trasladarlos a nuestro idioma sin hacerles perder de su vigor y
galanura. Por ejemplo, traduciendo en Tito Libio, el episodio del
combate habido entre Horacios y Curiacios al llegar al punto en que el
autor dice que el último Horacio _tiró al suelo a su adversario_, D.
León no quiso pasar por la interpretación ajustada al texto que un
alumno le daba. «No, no, eso de tirar al suelo es muy poco; busque V.
otra frase más enérgica.--Le volcó en tierra.--Tampoco, eso es muy
flojo... algo más duro.--Le tiró rodando por el suelo.--¡Más fuerte, más
fuerte aún!» El muchacho no hallaba nada más fuerte que echarle a uno a
rodar; no obstante se aventuró a decir: «Le estrelló contra el suelo.
¡Más fuerte todavía!... Sí, hombre, sí, más fuerte... ¡Le
hi-zo-mor-der-el-pol-vo!» Y recalcó de tal manera las sílabas que, en
efecto, no podía darse nada más feroz e imponente que esta frase en sus
labios.
Traduciendo la famosa catilinaria de Cicerón que comienza con aquel
exabrupto:
_Quousque tandem abutere, Catilina, patientiâ nostrâ_, nadie consiguió
darle gusto: todos los hallaba tímidos, encogidos, cobardes, al
pronunciar los vehementes ataques del Senador romano: «Hijos, para
comprender bien lo que sería este modelo de exabruptos en boca del
príncipe de los oradores, es preciso figurarse la indignación y la
cólera que se apoderaría de él al ver entrar por las puertas del Senado
a su más encarnizado enemigo, al procaz y libertino Catilina; es preciso
verle dar un salto en la silla, levantarse descompuesto, el rostro
pálido, los cabellos en desorden, la mirada fulgurante. Si ustedes no se
colocan con la fantasía (que, como ustedes saben, es la facultad de
reproducir mentalmente las imágenes de los objetos sensibles) no
conseguirán nada... Vamos a ver, venga usted acá--dijo tomando a un
muchacho entre sus hercúleos brazos y poniéndole de pie sobre la
mesa.--Ahora eche fuego por los ojos y espuma por la boca, grite usted,
enciéndase usted, mueva usted los brazos en todos sentidos y
estremézcase usted de cólera y rabia... ¡Vamos, hombre, vamos...!
_¡Quosque tandem!_»
El pobre chico no pudo encolerizarse por más que hacía, lo cual le valió
algunos razonables coscorrones. Fue necesario que el mismo don León
tomase la palabra y dijese a grandes voces el trozo, acompañándose de
furiosos ademanes. Nosotros sentimos el terror de lo patético, cosa que
lisonjeó mucho al profesor, y muy singularmente nos conmovimos al
observar que la mesa se resquebrajaba con un tremendo puñetazo.
Su castidad igualaba, si no excedía, a su energía. Le ofendían, sobre
todo encarecimiento, las palabras y las canciones deshonestas. Cuando en
los poetas latinos llegaba a un pasaje algún tanto subido de color, o lo
pasaba por alto o lo velaba por medio de una interpretación de todo en
todo infiel. Siempre recordaré que al traducir la elegía de Ovidio que
empieza: _Cum subit illius tristisima noctis imago_, llegando a un punto
en que el poeta cuenta en qué forma se despidió de su esposa, y dice que
tocando ya en la puerta los pies, se negaban a marchar; y
_Sæpe vale dicto, rursus sum multa locutus,_
_Et quasi discedens oscula summa dedi,_
traduje el pasaje a la letra, diciendo: «Dicho muchas veces el último
adiós, todavía me volví a hablarle, y casi separándome la cubrí de
besos.»
Don León, ruborizado, extendió los brazos exclamando: «¡No, hijo mío,
no! Y al tiempo de separarme la di el ósculo de paz.» También recuerdo
que en cierta ocasión, habiendo sorprendido en un discípulo un ademán
obsceno, cayó sobre él exclamando: «¡Infame, todavía no estamos en
Sodoma y en Gomorra!» Y por poco le despedaza.
Finalmente, en estas y otras cualidades guardaba el buen profesor muchos
puntos de semejanza con el elefante. Yo, aunque nada tuviese de común
con este animal por mi figura menudísima, conseguí caerle en gracia,
merced a una cierta entereza de que estaba dotado y a mi mucha
aplicación. Estimó en mí cualidades que no tenía, y creyó sinceramente
que estaba llamado a ocupar un alto puesto en las letras. Por aquella
época, habiendo encargado una composición en décimas a toda la clase, la
mía logró despuntar sobre las demás. Tributome por ella desmedidos
elogios, y con tal motivo engendrose en mí la afición de escribir
versos, que tarde o nunca me dejó. Don León se encargaba de corregirlos
y señalar las figuras que iba _cometiendo_ sin saberlo. «Mire usted,
hijo mío, al llamar al rocío líquidas perlas comete usted una metáfora,
muy linda por cierto. Eso que usted dice de la aurora que con sus dedos
rosados abre las puertas del firmamento, es ya una alegoría, o lo que
es igual, una metáfora continuada... ¿A que no sabe usted qué figura
comete cuando dice al terminar la composición?
¡Triste suerte, cruel, parca inhumana
sumió a mi alma en duelo y amargura!»
Efectivamente, no lo sabía. Don León me miraba con aspecto
triunfal.--¿No lo acierta usted...? Pues comete usted un _epifonema_, un
verdadero _epifonema_ (exclamación profunda que se hace después de
narrada, descrita o probada una cosa). Cuando entramos en mayor
confianza, el profesor me manifestó secretamente que él también había
escrito versos en su juventud, y que aún los escribía cuando le soplaba
la musa, si bien nunca había osado publicarlos con su firma. No tardó,
como es consiguiente, en leérmelos, encerrándose para ello previamente
en un cuarto retirado, donde a su sabor descargó la conciencia del grave
cargo de ciento y tantas composiciones en todos los metros imaginables,
aunque sus predilectos eran los sáficos y adónicos. Los dísticos,
compuestos de exámetros y pentámetros, también le gustaban sobremodo.
Pero de la que estaba más orgulloso y la que le había valido, al decir
de él, infinitas enhorabuenas, era un cierto poema dedicado al desafío
de dos íntimos amigos suyos, fatal para el uno de ellos, pues el
contrario le había atravesado el vientre de un balazo. Creyendo
necesario ponerme en antecedentes, me dijo que estos tales amigos se
hallaban una tarde en el café de Levante platicando apaciblemente con él
y otros varios, y que habiendo girado la conversación sobre varios
temas, vino a parar, como tal vez solía acontecer, a los toros, y que
haciendo uno el panegírico acabado de la plaza de Valencia, notable por
su amplitud y solidez, otro manifestó inmediatamente que la tal plaza
era un patio de vecindad comparada con la de Córdoba, a lo cual replicó
el primero que mirase bien lo que decía, porque la plaza de Valencia
tenía fama en todo el orbe. Empeñose una discusión viva y acalorada;
tanto más acalorada, cuanto que el que sostenía las ventajas de la plaza
de Córdoba no conocía la de Valencia, y viceversa; el defensor de la de
Valencia nunca había visto la de Córdoba, y bien sabido es que cuando
faltan razones, sobran siempre gritos. En resumen: la disputa subió
tanto, que llegó en forma de bofetadas a las mejillas de los
contendientes. Pusiéronse los amigos de por medio, alborotose el café,
rompiéronse algunos vasos: al día siguiente de madrugada efectuábase el
duelo más allá de la Fuente Castellana, y el campeón de la de Córdoba
caía al suelo revolcándose en su propia sangre. Este lance desgraciado
causó una penosa impresión en don León por tratarse de dos amigos
igualmente queridos, y bajo el sentimiento que le produjo escribió la
composición que he mencionado, donde menudeaban los signos de
admiración, los puntos suspensivos, las amargas reflexiones y los gritos
de dolor, todo ello sostenido en un tono severo y digno, como el de las
elegías clásicas. Siempre tengo en la memoria el acento dolorido con que
don León me recitaba aquellos versos salidos del alma:
¡Qué falta de cordura!
¡Qué sobra de imprudencia!
¡Adoptar desventura!
¡Desechar avenencia!
No hay para qué decir que yo celebraba mucho los versos de don León:
juzgábalos sinceramente bellos; mas, aunque así no fuese, el respeto me
obligaría a ponerlos sobre la cabeza. En cambio, don León acogía con
indulgencia y agrado los primeros vagidos de mi musa: escuchábalos
atentamente y los proponía, como dignos de imitarse, a los discípulos.
No pocas veces, leyéndole alguna composición, se sintió interesado
vivamente hasta el punto de acercar más la silla, inclinar el cuerpo y
exclamar con vehemencia: «¡Prosiga, querido, que me deleita!»
Pronto se estrecharon nuestras relaciones de tal suerte que vinimos a
ser más bien amigos y camaradas que profesor y discípulo. Don León
depositó en mi seno, que contaba a la sazón catorce o quince años, una
muchedumbre de secretos que le atormentaban, casi todos pecuniarios, lo
mismo que había depositado todos sus versos; me nombró pasante de la
clase y me otorgó otra porción de testimonios de aprecio. Al cabo estas
relaciones, conservándose no obstante la buena amistad, se rompieron
bruscamente. He aquí de qué modo:
Era el año mil ochocientos cincuenta y cuatro. Don León no pareció un
día por el colegio, lo cual causó cierta sorpresa al director, pues en
los años que llevaba de enseñanza no había estado indispuesto una sola
vez. Al día siguiente tampoco vino, y pensando pudiera hallarse enfermo
le pasó un recado; pero don León no estaba en su casa, lo que le
sorprendió todavía más. Al otro amaneció Madrid obstruido de barricadas,
las casas atrancadas; patrullas de soldados y ciudadanos armados por las
calles y ruido incesante de fusilería; muchos gritos subversivos, como
dicen los bandos de las autoridades, y mucho jaleo, como dicen los que
se paran a leerlos. Había estallado _la gorda_. ¡Quién pensaba en
matemáticas, retórica y psicología en el colegio! Los muchachos
celebramos el cataclismo como un acontecimiento fausto, corríamos por
los pasillos brincando de alegría, nos comunicábamos en voz baja
noticias a cual más estupendas, y mirábamos por los balcones lo que
pasaba en la calle, cuando la vigilancia de los superiores lo consentía.
Un criado vino diciendo, ya bien entrada la mañana, que D. León se
estaba batiendo en las barricadas y que mandaba una fuerza considerable,
cuya nueva cayó como una bomba en el colegio, produciendo gran
perturbación y sobresalto, ya que no sorpresa, entre los alumnos. El
profesor León adquirió entre nosotros en aquel mismo punto un
maravilloso prestigio, se levantó ante nuestros ojos con talla colosal y
no poco se arrepintieron algunos de haberle denigrado apodándole _el
Camello_ y haciendo chacota de su levita. Todo se volvió ensalzar su
valor y sus fuerzas y entregarse a mil gratos comentarios acerca de su
próxima victoria: uno que se jactaba de tener buen olfato decía que
algo había presumido al no verle los días anteriores en el colegio, otro
aseguraba que si vencía la revolución el capellán D. Jerónimo lo iba a
pasar muy mal porque había declarado la guerra sin motivo a D. León.
Mareábamos al criado que trajo la noticia con un sin fin de preguntas:
queríamos que nos informase de todos los pormenores, y el pobre sólo
sabía por referencia que el profesor se hallaba hacia la calle de Toledo
mandando una barricada. El director se había encerrado en su cuarto; el
capellán había desaparecido; algunos aseguraban que estaba metido entre
colchones con un _canguelo_ que no le llegaba la camisa al cuerpo.
Reinaba dulce indisciplina en el colegio.
En esto, a mí y a otros dos compañeros nos vino la idea de fugarnos y
marchar a ponernos a las órdenes de D. León. Dicho y hecho; espiamos las
vueltas del inspector, bajamos quedito las escaleras, abrimos la puerta
con cuidado, y ¡pies para qué os quiero! nos dimos a correr hacia la
Puerta del Sol sin volver la cara atrás. Las calles presentaban un
aspecto siniestro, casi todas solitarias, los balcones de las casas
herméticamente cerrados, en las esquinas algunos centinelas con el fusil
terciado; los pocos transeúntes que veíamos cruzaban velozmente, con
ánimo, sin duda, de guarecerse en su casa lo más pronto posible, y sólo
se detenían trémulos ante el «¿quién vive?» del soldado. La Puerta del
Sol estaba ocupada militarmente; muchos soldados, muchos cañones y al
mismo tiempo mucho silencio: la _gresca_ andaba por los barrios bajos.
Tuvimos que dar un gran rodeo para llegar a ellos, cosa que no
hubiéramos conseguido si en vez de niños fuésemos hombres; mas nuestra
corta edad nos salvaba de toda detención y reconocimiento, pensando los
soldados que andábamos buenamente en busca de la casa. Llegados a la
plaza de Antón Martín pisamos terreno revolucionario: veíase una
muchedumbre de paisanos trabajando con afán en levantar una formidable
barricada; patrullas y grupos de hombres armados entraban y salían en la
plaza por sus bocacalles; las casas estaban fortificadas. Uno de
nosotros se acercó a preguntar a un obrero de luenga barba, que iba
armado con carabina de caza, por D. León. «D. León... D. León... ¿qué se
yo quién diablos es D. León?»--dijo sin detenerse;--y volviéndose a los
pocos pasos, exclamó en tono áspero: «¡Eh, chiquillos, metéos pronto en
casa, no vaya a suceder una desgracia!» Los tres alumnos del colegio del
Salvador seguimos por la calle de la Magdalena hasta la plaza del
Progreso. Allí volvimos a preguntar por D. León: tampoco nos dieron
noticia, pero un chulo compasivo nos dijo: «Venid conmigo, si queréis;
¿no decís que debe de estar en las barricadas de la calle de Toledo?
Pues apretad el paso, que yo voy hacia allá.» Al llegar a esta calle
tratamos igualmente de informarnos, y también fue en vano; mas en la
plaza de la Cebada, al preguntar a un grupo de hombres, todos armados de
carabinas, que había delante de una taberna, nos replicó uno de ellos:
«¿Ese D. León que manda una barricada, es alto, de bigotes
blancos?»--Sí, señor.--«¡Toma--dijo volviéndose a sus compañeros--pues
si es el general León!» Quedamos maravillados y pedimos con afán ser
presentados a él. El mismo interlocutor nos condujo a otra taberna que
allí cerca estaba, y entrando por ella hallamos en la trastienda,
rodeado de una docena de chulos y gañanes, a nuestro profesor, con un
_kepis_ de miliciano en la cabeza, faja encarnada de general, sable y
botas de montar; pero con la misma levita.
Recibiónos con gran alborozo, nos hizo servir dulces, y como cosa
extraordinaria y propia de las batallas, un poco de vino; mas de ningún
modo consintió en darnos las armas que le pedíamos. Nos contó cómo había
rechazado en la Cava Baja con veintisiete hombres a dos compañías de
cazadores, y de qué forma estaba dispuesto a «rendir el último suspiro
en holocausto de la libertad». Los chulos que tenía a sus órdenes le
llamaban «mi general», cosa que nos tenía encantados, por más que no nos
pareciese muy en su lugar que los simples soldados bebiesen en la misma
copa que el general y discutiesen con él los planes de campaña.
Al parecer, tratábase de secundar el movimiento de las tropas
revolucionarias que iban a atacar el palacio de la Reja. El general
reunió en la taberna hasta treinta hombres mejor o peor armados, y
echándoles una arenga, donde puso a los «césares y dictadores» por los
pies de los caballos, se dispuso a salir con su «valerosa legión» a
clavar «el puñal de Bruto en el corazón del tirano». Los chulos no
entendieron bien, pero bebieron una copa y se echaron de nuevo a la
calle. El general dio orden al tabernero de que nos hiciese conducir con
las debidas precauciones al colegio tan pronto como cesase el fuego.
Al día siguiente supe que la revolución había triunfado. En el colegio
se murmuró como cosa cierta que D. León iba a ser nombrado Capitán
general de Madrid; pero aunque mucho leímos y releímos los periódicos en
los días siguientes, nunca pudimos tropezar con el nombre del general.
Llegó un instante en que creímos que había perecido en el combate, si
bien no comprendíamos cómo no se hablaba más de esta desgracia. Al cabo
de algún tiempo supimos por fin que el nuevo gobierno había reconocido
a D. León el grado de alférez y que pasaba a servir al cuerpo de
Carabineros. Crean ustedes que padecí un terrible desengaño, y hasta
escribí a mi profesor suplicándole que no aceptase; pero mis ruegos
fueron desoídos. D. León ganaba once duros más al mes... y tenía cinco
hijos.


EL SUEÑO DE UN REO DE MUERTE

Una mañana, al salir de casa, hirió mis oídos el repique agudo y
estridente de una campanilla. Llevé la mano al sombrero y busqué con la
vista al sacerdote portador de la sagrada forma; pero no le vi. En su
lugar tropezaron mis ojos con un anciano, vestido de negro, que llevaba
colgada al cuello una medalla de plata; a su lado marchaba un hombre con
una campanilla en la mano y un cajoncito verde en el cual la mayoría de
los transeúntes iban depositando algunas monedas. De vez en cuando se
abría con estrépito un balcón, y se veía una mano blanca que arrojaba a
la calle algo envuelto en un papel; el hombre de la campanilla se
bajaba a cogerlo, arrancaba el papel, y eran también monedas que
inmediatamente introducía en el cajoncito verde: cuando levantaba la
vista al balcón, estaba ya cerrado. Lo adiviné todo.
Un ligero temblor corrió por todo mi cuerpo, y a toda prisa procuré
alejarme de aquella escena. Corrí por la ciudad, haciendo inútiles
esfuerzos para no escuchar el tañido de la fatal campanilla, y en todas
partes tropezaba con la misma escena. Notaba que los transeúntes se
miraban unos a otros con expresión de susto, y se hacían preguntas en
tono bajo y misterioso. Algunos chicos, pregoneros de periódicos,
chillaban ya desaforadamente: «La Salve que cantan los presos al reo que
está en capilla».
Desde que tengo uso de razón he sabido que existe la pena de muerte en
nuestro país; y no obstante, siempre la he mirado del mismo modo que los
autos de fe y el tormento; como una cosa que pertenece a la historia.
Esto se explica, atendiendo a que he residido siempre en una provincia
donde por fortuna hace ya bastantes años que no se ha aplicado. Conocía
algunos detalles de la ejecución de los reos sólo por referencia de los
viejos, a los cuales no dejaba de mirar, cuando me lo contaban, con
cierta admiración, mezclada de terror.
Recuerdo que en la madrugada de un día de otoño frío y lluvioso, salí de
mi pueblo para Madrid. Despedime de mi madre, y turbado y conmovido como
nunca lo había estado, bajé a escape la escalera en compañía de mi
padre. Ambos marchábamos embozados hasta las cejas, no sé si por miedo
al frío o por no vernos las caras. Nuestros pasos resonaban
profundamente en las calles solitarias; la luz triste y escasa del día
que comenzaba daba cierto aspecto de antorchas funerarias a los faroles
que aun se hallaban encendidos, y las casas, dejando caer de sus tejados
algunas gotas de lluvia, parecían llorar mi marcha. Al atravesar un
campo situado a la salida de la población, me dijo mi padre: «Este es el
sitio donde se ajusticiaba a los reos de muerte.» Sentí un temblor igual
al que corrió por mi cuerpo cuando vi al hombre del cajón verde. ¡Dios
mío, qué lejos estaba en aquel momento mi corazón de estas escenas de
horror!
Pasé todo el día inquieto y nervioso escuchando el toque de la
campanilla fúnebre por todas partes. A la verdad, no puedo decidir si la
campanilla sonaba realmente, o eran mis oídos los que la hacían sonar.
Compré cuantos papeles se vendían por las calles referentes al reo, y
los devoré con ansia. No me atreví, sin embargo, a pasar por delante de
la cárcel para mirar la ventana de la estancia donde se hallaba, aunque
me dijeron que había mucha gente por aquellos sitios. En cambio pasé
varias veces por delante de la casa de su esposa. La desgraciada mujer
había venido de muchas leguas lejos, a solicitar el indulto, y alojaba
en una casa sucia y miserable de uno de los barrios extremos de Madrid.
Allá a la noche me sentí fatigado, cual si hubiera pasado el día
trabajando, cuando no hice otra cosa que errar distraído por las calles,
y me acosté temprano. Tardé en conciliar el sueño, como sucede siempre
que uno anda caviloso, y por dos o tres veces, cuando ya creía ganarlo,
me despertó un gran estremecimiento parecido a la emoción que se
experimenta al tocar el botón de una máquina eléctrica. Al fin me dormí.
Así como lo temía, toda la noche soñé con patíbulos y verdugos: mas no
dejaron de ser bastante curiosos y significativos mis sueños, por lo
cual, aunque me cueste trabajo, voy a trasladarlos al papel.
Soñé que me achacaban un gran crimen, y que ponían en seguimiento de mis
pasos a toda la policía de Madrid. Mis tretas para burlar su
persecución, se redujeron a echarme a correr por la puerta de San
Vicente hacia fuera, metiéndome en los lavaderos del Manzanares, donde
me creí perfectamente seguro de las asechanzas de mis enemigos. Con
efecto, estando allí muy tranquilo mirando correr el agua de jabón y
viendo a las lavanderas colgar sus ropas en los cordeles, dieron sobre
mí el presidente del Consejo de Ministros, el de la Juventud Católica,
el ministro de Fomento y el de Gracia y Justicia, los cuales
inmediatamente me amarraron y me condujeron a la cárcel. El ministro de
Fomento propuso que se me llevara cogido por los pies y a la rastra,
pero el presidente de la Juventud Católica hizo observar que se me iba a
estropear la ropa, y fue desechada la proposición.
La cárcel era un edificio grande, sólido y austero, con un crecido
número de balcones y ventanas, cosa que me sorprendió, a pesar de la
turbación de ánimo en que me hallaba, pues tenía la idea de que en las
cárceles había poca ventilación. Me encerraron en un calabozo circular,
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