Las máscaras, vol. 1/2 - 07

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mostrarse maravillosa actriz, derramando generosamente su temperamento
brioso y apasionado sobre los yermos estériles de las parrafadas
genéricas y deshumanizadas, y creando una acción psicológica y profunda
allí donde no había sino vacío y caos. Las frases más opacas y apáticas
cobran vida al consustanciarse con la bella voz patética de la señora
Xirgu. Anoche el mayor triunfo fué de ella. No faltaban personas
versadas en estos menesteres escénicos que la proclamaban la primera de
nuestras actrices. Si no la primera, que esto es muy delicado de
establecer, cuando menos está a la par de las primeras.
El resto de los actores añadieron también
vigor y animación a la
obra.


[Nota: LOS CACHORROS]

SE HA LEVANTADO el telón. Nos hallamos de golpe
inmiscuídos en la intimidad de una caravana trashumante de titereros y
saltimbancos, bajo la advocación o razón social de «Circo Rigoberto»,
por el nombre de pila del fundador, que aun vive, en la extremidad de
sus años, tullido y privado. Este circo nómada es, o por lo menos su
creador quiere que sea, un pequeño prontuario del ancho mundo; mundillo
abreviado, en el cual, a manera de índice, están señaladas las pasiones,
flaquezas, virtudes y demás normas sustanciales de la conducta del
hombre; epítome de la sociedad; rudimento de astro andariego, que se
mueve sin órbita fija, y así pasa sobre el meridiano de Argel como sobre
el de Badajoz. Hemos aludido al creador del «Circo Rigoberto».
Naturalmente, no nos referíamos a monsieur Rigoberto, sino al señor
Benavente, pues no es probable que aquél abrigase propósitos
sociológicos tan trascendentales.
Epítome de la sociedad, el «Circo Rigoberto» se rige por una autoridad
permanente y simple, síntesis de los tres poderes, el legislativo, el
ejecutivo y el judicial. Este compendio del Estado encarna en una
diligente matrona, madama Adelaida, hija del viejo tullido. La línea de
monsieur Rigoberto no termina en madama Adelaida; hay otra generación:
monsieur Adolfo, hijo de la anterior, el cual figura como director del
circo; pero esto es de boquilla y para el público, pues, ya metidos en
interioridades, averiguamos al punto que vive bajo la férula de su madre
y no hace sino lo que ella quiere. De estas minucias nos enteramos
merced a la amabilidad de unos cuantos personajes desconocidos, si bien
calculamos que pertenecen a la tropa circense, los cuales, echando de
ver que estamos presentes los espectadores, acuerdan contarse unos a
otros lo que desde hace mucho tiempo saben, pero que nosotros, los
espectadores, ignorábamos. Y así nos vamos poniendo en antecedentes.
Monsieur Adolfo, en los ratos que le dejan libres la domesticación y
adiestramiento de unos leones (que no salen a escena, y es lástima), se
consagra al amor. Algunos críticos y hermeneutas aseguran que este
monsieur Adolfo representa «el macho» y simboliza la virilidad
elemental, cuya función predestinada e ineluctable consiste en engendrar
hijos, como quiera y dondequiera que sea. En efecto, monsieur Adolfo ha
cumplido satisfactoriamente su destino funcional, y de aquí el conflicto
y el título de la comedia. _Los cachorros_ son los hijos que monsieur
Adolfo ha obtenido de varias madres y los que estas madres han obtenido
de otros padres. Pero el autor quiere que nuestra atención se concentre
en dos madres y en tres cachorros, muy señaladamente.
Monsieur Adolfo vive, desde hace tiempo, con una hembra llamada Zoe, que
antes de cohabitar con él tenía ya un hijo: Billy. El amalgamamiento de
monsieur Adolfo con Zoe viene desde que otra amante, Lea, le abandonó
años ha, dejándole de recuerdo un hijo: Henry. Billy y Henry se quieren
como hermanos.
Ocurre que Lea vuelve al cabo de los años de San Pablo del Brasil.
Vuelve con una hija ya talluda, del sustituto de monsieur Adolfo, y con
dinerillo, a lo que se dice. ¿A qué vuelve? ¿A reunirse nuevamente con
monsieur Adolfo? No. Se acuerda todavía de las zurras que monsieur
Adolfo acostumbraba propinarle (porque monsieur Adolfo emblematiza la
virilidad), y le aborrece. Viene, según ella misma declara, a asegurar
el porvenir de su hija, llamándose a la parte en la propiedad del circo,
puesto que había empleado en el negocio algún dinero: había comprado
los leones. Concediendo extraordinaria longevidad a los leones, es de
suponer que a estas fechas estarán valetudinarios e inútiles. No se
comprende del todo cómo, teniendo Lea dinero, como tiene, ha hecho un
viaje tan largo sólo para reclamar unos leones caducos. Por el hijo que
había dejado tras de sí tampoco viene, pues da la casualidad que ni una
sola vez le dirige la palabra. Ello es que se presenta en el circo, con
su hija, a formular sus derechos. Verse Billy, el hijo de Zoe, y
Clotilde, la hija de Lea, y enamorarse el uno del otro, es obra de un
instante. Zoe, por su parte, interpreta sombríamente la realidad: «Esta
ha vuelto--dice para sí--a juntarse de nuevo con monsieur Adolfo.
Monsieur Adolfo, lo mismo que su madre, madama Adelaida, son unos
sinvergüenzas que no buscan sino dinero. Lea tiene dinero. Luego aquí
sobro yo. Ahuecaré, pero no sin armar una pelotera.» Este razonamiento
de Zoe lo induce por hipótesis el espectador. Suponemos que Zoe ha
discurrido así entre bastidores, por cuanto irrumpe en escena, a
pretexto de despedirse, y arma la gran marimorena con Lea, llegando las
dos mujeres a punto de arrancarse el moño, si no lo impidiese el viril
monsieur Adolfo, que se pone de parte de Lea y da una puñada a Zoe, y
luego otra a Billy, que ha acudido en favor de su madre, y un empellón a
Henry, que se adelanta en socorro de Billy. Los sucesos se desarrollan
tan impensada y vertiginosamente, que nos hacen pensar en ciertos pasos
de las películas americanas. Echamos de menos en escena a Charlot.
De repente, César, el viejo león, se pone muy malito. Nos lo temíamos.
Achaques de la edad. Lea entra a auxiliarle en sus últimos instantes y a
recoger su postrer suspiro. Menos mal; el viaje desde San Pablo de
Brasil no ha sido en balde. Titereros y saltimbancos, de soliviantados y
díscolos que estaban con la pasada marimorena, se aquietan y entristecen
a causa de la muerte del león. Lea reaparece en escena; pide una
jofaina, agua, jabón y toalla, y en tanto se lava despaciosamente las
manos, hace consideraciones sobre la brevedad de la vida. «¡Válgame
Dios, lo que somos!», exclama, como el doctor Pandolfo ante la calavera
del asno. Los ánimos de Lea y Zoe están ahora bien templados para hacer
las paces. Los cachorros, los hijos del amor promiscuo, ejercen como
tiernos ministros de la concordia. Las dos hembras se estrechan la mano.
El hijo de una y la hija de la otra se unirán en matrimonio. La tropa
vagabunda celebra los desposorios con brincos, zapatetas, cabriolas y
regocijado estruendo de cornetas, tambores y platillos. Madama Adelaida
está radiante, por afecto a los suyos, que allí todos son suyos, y
también porque todo se queda en casa. El viejo Rigoberto lanza unos
gritos inarticulados.
Sobre tan reducido esquema, el señor Benavente ha construído tres actos,
nada breves. A lo largo de la obra hay dos ocasiones únicas de acción
dramática, como podrá verse por la narración antecedente: aquella en que
las hembras rivales contienden, y luego, cuando el instinto maternal se
sobrepone en ambas al encono de la rivalidad. Cada una de estas
situaciones patéticas pudiera tal vez colmar la duración de un acto,
desarrolladas por fases, con pormenor y prolijidad. Pero no es así. Ya
hemos indicado que la airada disputa de las dos hembras sobreviene de
pronto y transcurre vertiginosamente, en el estilo de los altercados de
pugilismo de las películas americanas. Esta escena ocupa no más que el
cabo del acto segundo. La escena de la reconciliación es igualmente
sucinta, y cae, como se supondrá, al final del acto tercero y de la
obra. Infiérese que el resto de la comedia está constituído por materia
episódica, o de relleno, según quiera denominarla cada cual.
¿Cómo es posible realizar una extensa obra en tres actos, sin acción
intrínseca ni otra cosa que incidentes y episodios? A esto responden
algunos: en fuerza de habilidad teatral. Con motivo de _Los cachorros_,
al señor Benavente se le elogia, sobre todo, por su habilidad. Lo que
hoy se entiende por habilidad teatral es de naturaleza semejante a la
llamada habilidad política. Consisten uno y otro sistema en eludir la
acción, soslayar los conflictos, ir dando largas, con expedientes
engañosos y evasivos, a los más apremiantes problemas. Este género de
habilidad es en el fondo una simulación del verdadero talento; a veces
exige, para mantenerse y obtener éxito, profusos derroches de talento,
pero talento sin rendimiento útil. Que para simular eficazmente talento,
se necesita gran talento, no es paradoja. El hombre que, no por gracia
de su temperamento moral, sino mediante la especulación intelectual,
llega a comprender que la mentira es, tarde o temprano, necia y nociva,
acredita sin duda más talento que cualquier mentiroso habitual. Sin
embargo, para sostener una mentira sin renuncios se necesita más
talento, más derroche estéril de talento, que para decir llanamente la
verdad.
En general, las obras del señor Benavente ostentan peregrino derroche de
talento estéril. La acción dramática está eludida, siempre que hay
oportunidad de eludirla, y cuando la acción es inaplazable, está
soslayada; todo muy hábilmente.
Desde Aristóteles, primer preceptista teatral en el orden del tiempo,
nadie ha dejado de reconocer que los episodios deben ser escasos,
imprescindibles y sobrios, so pena de anular la unidad de la obra
dramática y suprimir el interés de la acción. Pero esto es cuando hay
acción intrínseca. Lo que hoy llaman habilidad teatral estriba en
ignorar la acción, concediendo valor intrínseco al episodio. Un sargento
de artillería explicaba a los reclutas cómo se hace un cañón, de esta
guisa: «Se coge un agujero y se rodea de bronce.» La habilidad teatral
hace obras en la misma forma: cogiendo un vacío y tapándolo con
episodios. Lo dificultoso del procedimiento se le alcanza a cualquiera.
Una acción trabada concita sin esfuerzo el interés, o por lo menos la
curiosidad. Lo difícil es divertir e interesar con una sucesión de
episodios inconexos. Queda un último punto equívoco. ¿Interesan y
divierten las obras del señor Benavente? ¿No será quizás que el público,
prevenido por la mucha nombradía del autor y temeroso de pasar plaza de
ignorante, no se atreve a confesar que le fastidian un poco? En
ocasiones, claramente se conoce que le fastidian; por ejemplo, _Los
cachorros_.
La impresión de languidez que produce la reciente obra del señor
Benavente proviene de su estructura episódica. Todo el primer acto es
episódico. Unos cuantos personajes secundarios--ya lo hemos dicho más
arriba--describen a los personajes principales y narran sus andanzas y
líos. No juzgo ilícito artísticamente que el episodio se convierta en
acción intrínseca, según el fin dramático que la obra persiga. El
fatalismo añejo decía que el hombre es hijo de las circunstancias. El
moderno fatalismo científico sostiene que el hombre es producto del
medio. He aquí un caso en que la acción humana es lo secundario y lo
esencial es lo que aparentemente es secundario, esto es, el medio, el
fondo. Una obra que aspira a encerrar el sentido dramático de un medio,
una obra de ambiente, como se suele decir, necesariamente estará
entretejida de episodios. No es este el caso del primer acto de _Los
cachorros_. Hay un subsuelo común en las costumbres humanas de todos los
tiempos y de todos los países. Y sobre el subsuelo universal y duradero
de las costumbres hay una floración pintoresca al modo de índice
característico y típico de las costumbres, en cada tiempo, en cada país,
en cada medio, en cada ambiente. Con lo característico, típico y
episódico de las costumbres, se allega la materia dramática para las
obras de ambiente. Lejos de proceder así, el señor Benavente ha ido a
buscar en un ambiente de circo nómada lo universal y duradero de las
costumbres, a fin de mostrarnos una como sinopsis sumaria de la sociedad
humana, y de demostrarnos que los hombres, dondequiera que estén, son
iguales y se mueven a impulsos de unos pocos instintos primitivos. Yo no
digo que esto esté mal. Lo que ahora estoy diciendo es que el primer
acto de _Los cachorros_, enteramente episódico y narrativo, no está
excusado por la finalidad del ambiente. Ni nos pinta costumbres
peculiares de titereros ni otro linaje de costumbres. Los personajes se
limitan a ponernos en antecedentes de ciertos sucesos indistintos que
han pasado.
Todo el acto segundo, hasta su conclusión, es también episódico. A lo
último se arma una pelotera de traza cómica, aunque de propósito
dramática en el plan del autor. ¿Por qué este trastrueque del resultado?
Indica sagazmente Bergson que la primera condición de lo cómico es la
ausencia de simpatía por parte del espectador. En el punto en que el
espectador se interesa por el personaje risible, penetrándole el fuero
de su vida interior y compenetrándose con él, con sus emociones y
estímulos de acción, en el mismo punto cesa el efecto risible. Los actos
todos de una persona obedecen a una motivación recóndita o íntima
historia sentimental, no de otra suerte que los pasos y giros de un
bailarín se gobiernan por el dictado rítmico de la música. Si en una
sala de baile cerramos los oídos a la música, ¿habrá nada más extraño y
risible que aquel tropel de personas moviéndose de un modo insensato e
incongruente? Paseamos por la calle; oímos gritos burlescos y
carcajadas, que salen de un gran corro; nos acercarnos y vemos dos
mujeres, en medio del círculo, que andan a la greña. Una pelotera de
mujeres es tema de sainete, si se ve desde fuera. Mas si, por arte de
encantamiento, se nos revelase la historia sentimental de las dos
mujeres, hasta el punto de irse a las manos, el sainete se convertiría
en comedia, en drama, quizás en tragedia. El señor Benavente no ha
tenido a bien revelarnos la historia sentimental de Lea y Zoe, sino sólo
su historia externa, y eso por referencia oral de otros personajes, y
así el choque entre ellas no pasa de ser una pelotera cómica.
Casi todo el acto tercero, hasta la reconciliación, es otro episodio,
pero éste ya de ambiente: la muerte de un león, entre bastidores.
También este episodio induce a risa al espectador, y no porque el autor
lo haya querido. Si poco hacedero para el espectador es hundirse
plenamente en la individualidad de otra persona humana, de suerte que
comprenda y estime como necesarios todos sus actos, y nada cómico halle
en ellos, porque la simpatía le ha amodorrado la malignidad y cegado la
percepción del ridículo, divino ministerio que incumbe al autor
dramático, doblemente arduo será convivir al unísono con un animal, como
si de uno mismo se tratase, y más si es un animal de presa e ignorado.
La escena entre Lea y Zoe nos pareció una pelotera, porque, en vez de
contemplarla desde el interior de las almas, se nos obligó a verla desde
fuera, como curiosos. Al león ni siquiera llegamos a verlo. Por donde,
si bien nos explicamos que los habitantes del circo le dediquen unas
exequias de tres cuartos de hora, con lamentaciones y lloriqueos, esto
no estorba que al propio tiempo nos haga reír piadosamente. Sin embargo,
reconocemos que este episodio, además de ajustado al ambiente, es, ya
que no sobrio, necesario para el desenlace de la comedia. La muerte del
león mitiga, por la tristeza, las pasiones de entrambas rivales y las
predispone a la conciliación.
La ausencia de emoción de la última obra del señor Benavente parece, a
primera vista, contrastar con el exceso de emoción de otras obras
anteriores. Así lo manifiestan algunos censores de buena fe. El
contraste es aparente. Cierto que, a partir de _El collar de estrellas_,
el señor Benavente se complacía en requerir el llanto, y que el público
lloraba copiosamente. Con todo, aquellas obras carecían de genuína
emoción dramática. Así como hay obras que hacen reír sin tener gracia,
por ejemplo, _El hijo pródigo_, estrenado solemnemente en Eslava, hay
otras que hacen llorar sin tener emoción. Se le ha vituperado al señor
Benavente que en sus últimas obras abusaba de la retórica. Justamente,
la retórica pululaba en ellas como sucedáneo de la emoción. La retórica
fluye allí con la intención de provocar capciosamente la emoción por
vías intelectuales, con reiteración de sugestiones; industria de que se
sirven quienes echan de menos la emoción cordial, cuya virtud
penetrativa se transmite de corazón a corazón en derechura y con
desnudez límpida, como el rayo de luz. El propio señor Benavente ha
escrito esta sentencia: «cuando no se tiene corazón es necesario para
vivir hacerse uno con la cabeza.» En _Los cachorros_ el señor Benavente,
alardeando de su pericia y habilidad de dramaturgo, ha querido
desprenderse del recurso de la retórica oratoria. El público ha
permanecido frío e insensible frente a las pretendidas escenas
patéticas.
¿Tiene tesis esta obra del señor Benavente? Se le ha buscado diversas
interpretaciones. Luego no tiene propiamente tesis; porque la moraleja
dramática debe ser palmaria. Equivale en lo psicológico a una
experiencia personal tan intensa e indeleble como el recuerdo de una
experiencia física. La moraleja doctrinal del apólogo o parábola, y en
general de la literatura impersonalmente narrativa, es de eficacia débil
y pasajera, porque pocos escarmientan en cabeza ajena. La moralidad de
la tesis dramática es de experiencia íntima, por cuanto el espectador
vive el drama por cuenta propia, con todas sus potencias y sentidos,
como los mismos actores. Por eso cabe parangonarla con una experiencia
física, que no otra cosa es la _catarsis_ de la antigua tragedia. El que
una vez ha tocado el fuego sabe ya del fuego todo lo que hay que saber.
¿Qué importa que luego se interprete doctrinalmente el símbolo del fuego
de ésta o de aquella forma? Los gentiles colocaron el fuego en el
olimpo; en el hogar de los dioses. Los cristianos, en el infierno. El
hombre, con su experiencia personal sobre el fuego, resume todas las
interpretaciones simbólicas y sabe que el fuego es don de los dioses, si
lo mantenemos dominado, o agente infernal, si nos domina. Pues lo mismo
con las pasiones, instintos y flaquezas de la carne y del espíritu,
según la tragedia, el drama y la comedia nos las hacen experimentar
hondamente por medio de una realidad más concentrada e intensa que la
realidad cotidiana y apática.
Dada la falta de juicio y sobra de mala voluntad que hoy impera en
España, así en la vida social como en la república de las letras, es
para mí de protocolo apuntar la misma salvedad siempre que escribo sobre
el señor Benavente. A pesar de mis insistentes aclaraciones, se ha
convertido en un lugar común para algunos individuos de común estofa
mental y moral la especie de que reputo al señor Benavente como una
entidad miserable en las letras patrias, y lo achacan a no sé qué
animosidad que me impele contra su persona. Esto me origina melancolía;
sobre todo por la imbecilidad que descubre en quienes me adscriben tales
juicios y móviles. He analizado la dramática del señor Benavente, cuando
era inexcusable analizarla, con el mayor miramiento y la consideración
debida a la elevada jerarquía que ocupa y supremo renombre de que goza.
La he analizado siempre por cotejo con lo que yo aprecio como
arquetipos puros de la dramática; el drama de conciencia y el arte
dramático popular. Del cotejo deduzco sinceramente que el concepto
dramático del señor Benavente es falso. Su dramática, en mi dictamen
sincero aunque quizás equivocado, no procede inmediatamente de la vida
ni se enlaza directamente con la vida; es intelectual, literaria, teatro
de teatro. Pero en esta categoría de la dramática meramente literaria,
creo que el señor Benavente, por su talento, agudeza y cultura, se halla
a muchos codos de altitud sobre los autores congéneres (por ejemplo, el
señor Linares Rivas), y que sus obras no admiten parangón con las demás
de especie idéntica.


[Nota: MEFISTÓFELA]

EN ESTOS ÚLTIMOS días hemos asistido al intento de
restauración de una obra añeja y momia: _El dragón de fuego_, y al
desfloramiento o iniciación escénica de otras dos: _Mefistófela_ y _La
Inmaculada de los Dolores (Ora pro nobis)_; las tres cuajadas en el
fértil ingenio de don Jacinto Benavente.
De _El dragón de fuego_ y su laboriosa tanto como baldía exhumación
(pues llevaba tres lustros muerto, y bien muerto, y justamente
enterrado), no queremos hablar; porque, una de dos, o no merece la pena
hablar de ello, o, ya puestos a perder el tiempo, merece capítulo
aparte.
Dediquemos, por lo tanto, nuestros ocios a saborear las doncelleces con
que el señor Benavente nos ha brindado en estos últimos días:
_Mefistófela_ y _La Inmaculada_, etc.
Nuestro deseo es óptimo; pero la realidad no se corresponde con nuestro
deseo. La virginidad de _Mefistófela_ es la primera decepción, y, no
porque esta individua, según nos advierte al punto el autor, se haya
casado seis veces, tras de los correspondientes divorcios
intersticiales, la postrera con un señor demonio, exornado, como todos
los de su laña, con superfluidades frontales copiosas, sin duda como
medida profiláctica contra las sorpresas del matrimonio, para que se vea
si son precavidos los diablos y que a ellos ninguna se la pega; digo y
repito que la decepción que nos ha causado _Mefistófela_ no proviene de
haber llegado hasta nosotros después de seis lunas de miel e
innumerables cuartos de luna, no. La decepción es de un orden más
elevado, más literario. Hablamos como críticos de teatro (_malgré
nous_), y no como hombres o simples espectadores. La decepción ha sido
motivada por la dudosa originalidad de la obra. Explicaremos esto de la
originalidad dudosa. Aquí todo se explica..., y sentimos contrariar a
quienes aborrecen las explicaciones.
_Mefistófela_ guarda cierto parecido con una opereta francesa,
trasplantada después al teatro alemán. Otras lucubraciones dramáticas
del señor Benavente guardan también mucho parecido con diversas obras
forasteras. En virtud de los parecidos superficiales, parecidos de rasgo
externo, se ha acusado de plagiario al señor Benavente. Yo no concedo
ninguna importancia al plagio, ni menos al parecido superficial. El
parecido de asunto, ni aun de espíritu, no afecta en nada al mérito y
originalidad de la obra posterior en el tiempo. Porque la originalidad
no se engendra de fuera a dentro, sino de dentro a fuera; no radica en
la periferia paciente, sino en el núcleo activo. Un autor puede tratar
deliberadamente un asunto ajeno con el mismo espíritu de un autor
precedente, y ser perfectamente original. Caben también las
coincidencias. Un astrónomo francés, Leverrier, descubrió, por medio del
cálculo matemático, el planeta Neptuno, en junio de 1846. Nueve meses
antes, un astrónomo inglés, Adams, había descubierto el mismo planeta
por el mismo procedimiento. En nada estorba a la originalidad de
Leverrier la prelación de Adams, ni a la de éste la prelación de
Leverrier en hacer público el descubrimiento.
Busquemos otro ejemplo en la vida de todos los días. Dos hombres, uno
hoy, y otro después de algún tiempo, se enamoran ciegamente de una
mujer. ¿Es que, por haberse enamorado después, el segundo es un
plagiario del primero?
La originalidad, como el amor, se mide por la sinceridad e intensidad
del sentimiento. Sentimiento vivificante; esto es, que da vida, que da
origen a una nueva forma de vida. Eso sí: la originalidad es la
condición primordial de la obra de arte.
El parecido de una obra con otra anterior en nada daña a su
originalidad, pero acusa escasez de inventiva en el autor. La frecuencia
de parecidos que se observa en la obra total del señor Benavente
demuestra esterilidad de imaginación creadora. Aun sin estar al tanto de
los originales en que el señor Benavente se inspiró o con los cuales
coincidió por acaso, es bien cierto que las comedias de este autor no
producen impresión de abundancia, de exuberancia, de fantasía. Se
encarecerá la fecundidad literaria del señor Benavente, computando las
muchas comedias que lleva escritas; pero, tomada cada comedia de por sí,
el tema, asunto o maraña, es siempre minúsculo, precario, cuando no
nimio. En este extremo, presumo que todos están conformes. La aridez
inventiva del señor Benavente no estorba a que se le admire; antes
estimula la admiración. _Los intereses creados_ son apreciados como la
perla de la labor benaventina, y _Los intereses creados_ no son sino una
de tantas adaptaciones modernas de la secular _commedia_ italiana. Y, en
cuanto a estirar un asunto mínimo hasta que dé de sí tres, cuatro, cinco
mortales actos, esto, hoy por hoy, se estima como suprema habilidad.
Lo peor del teatro del señor Benavente no es la falta de inventiva, sino
la falta de originalidad; no la aridez de imaginación, sí la aridez de
sentimiento, y de aquí precisamente su sentimentalismo contrahecho y
gárrulo. El señor Benavente (me refiero al señor Benavente autor), es
todo mente, intelecto, razón discursiva; es ingenioso, es agudo, es
certero en la sátira negativa, la sátira que se ensaña en los defectos
del prójimo, con fruición, sólo por gozarse en ellos, a diferencia de la
sátira moral, que, teniendo siempre presente una norma de perfección,
fustiga dolorosamente los defectos por corregirlos. El señor Benavente
ha querido fabricar con la cabeza un corazón; pero el corazón que ha
puesto en sus obras es frío y vano, por demasiado raciocinante, cuando
es sabido que el corazón ha sido puesto en el pecho con el fin
providencial de elevar hasta la inteligencia un vaho cálido y nebuloso
con que la luz en extremo viva de la razón se empañe, se mitigue y no
nos ciegue. Dicen que las obras del señor Benavente encierran su
filosofía. Bueno: llamémosla así. Esta filosofía, harto simplista, se
reduce, en opinión de los hermeneutas entusiastas del señor Benavente
(pues yo no tengo autoridad para tanto), al amor por todas las cosas;
filosofía, a primera vista, un tanto incongruente e incompatible con un
temperamento cuya aptitud más notoria y cultivada es la malignidad
satírica. Y es que el sentimiento que encierra el teatro del señor
Benavente no es tanto el verdadero amor, la difusión cordial, cuanto una
vaga apetencia de amor, el _volebat amare_, que dijo San Agustín:
_quería amar_. Y en tal sentido, sí que tiene algo de filosofía, por lo
menos en la intención, el amor intelectual que resplandece con luz
aterida en el teatro del señor Benavente. Al hombre, al más completo y
cabal, le falta siempre algo; es como la tierra en que vivimos, que
jamás el sol la alumbra en su totalidad y a un tiempo, sino que hay en
todo momento un hemisferio de claridad y otro de sombra. El hombre
piensa que lo más hermoso en la vida sería aquello que le falta, su
hemisferio de sombra, por donde, a veces, el ansia de conocimiento (que
esto es la vocación filosófica), le lleva a edificar con la inteligencia
el hemisferio ausente y oscuro, enalteciéndolo, como obra suya que es,
sobre el otro hemisferio, el más próximo y real, en donde reina la
claridad nativa. Nietzsche, hombre flojo y desalentado, predica la
filosofía de la fuerza y de la voluntad. En el punto inicial de todo
sistema personal de filosofía se observa el mismo fenómeno.
Descendamos desde la limpia esfera de la filosofía hasta el tártaro
fuliginoso en donde se aloja _Mefistófela_. En esta comedia de magia,
como en las demás comedias de don Jacinto Benavente, se patentiza la
«dudosa originalidad» que, con prolijo escrúpulo, acabamos de explicar.
¿Que antes de esta _Mefistófela_ han salido a ejecutar mil diabluras en
los proscenios otras señoras diablesas? ¿Qué importaba eso? Lo que
importa es que ésta no llega a vivir por entero, no existe sino a
medias, como un producto literario, mas no como creación dramática.
Cierto que el resto de las obras del mismo autor no existen--en mi muy
falible opinión--, como creaciones dramáticas, sino como productos
literarios, productos muy exquisitos y agradables algunos de ellos; pero
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