Las máscaras, vol. 1/2 - 11

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clamorosamente ovacionada. Durante todo el primer acto, allí no sucedía
cosa de interés. Unos hombres y unas mujeres de pueblo entraban y
salían; se decían futilidades...; total, nada. Terminado el acto, se me
acercó un admirador del autor.
--¿Qué le ha parecido a usted?--me preguntó.
--¡Pss! A mí, nada--le respondí, encogiéndome de hombros.
--Es un acto maravilloso de ambiente--aseguró el otro con mucho calor.
--¿De ambiente? ¿De qué ambiente?--interrogué, ya interesado.
--De ambiente de la Alcarria--respondió el otro con absoluta ingenuidad
y mal reprimido entusiasmo, y añadió:--Es la realidad misma.
--¿La realidad? ¿Qué realidad?--volví a preguntar.
--La de la Alcarria--respondió el otro, asombrado de que yo no alcanzase
a entenderle y mostrando la más benévola disposición por traer la luz a
mi espíritu.
--Yo no he estado nunca en la Alcarria--hube de confesar, un tanto
mohíno y ruboroso, temiendo que mi internuncio me echase en cara no
haber ido a la Alcarria antes del estreno.
--Pues este acto es la realidad misma.
Y, sin hacerme reproche alguno, comenzó a explicarme cómo las mujeres de
la Alcarria hablan exactamente como aquellas mujeres que salían a
escena, y otra porción de similitudes, con extremado detalle.
--Por lo que usted cuenta, calculo que ha vivido usted mucho tiempo en
la Alcarria--hube de observar, con intachable buena fe.
Mi hombre se corrió, se puso rojo hasta las uñas y murmuró:
--No, señor. No he estado nunca en la Alcarria, pero me han asegurado
que el acto es una copia exacta.
Yo acudí en su ayuda:
--No tiene usted por qué sonrojarse. Usted es un hombre ingenuo que ha
oído pregonar como raro primor artístico, esa fidelidad
imitativo-alcarreña, y así lo repite usted. Si el acto es la realidad
misma, o deja de serlo, no lo hemos de decidir por comparación con lo
que ocurre en la Alcarria. La realidad artística es una realidad
superior, imaginativa, de la cual participamos con las facultades más
altas del espíritu, sin exigir el parangón con la realidad que haya
podido servirle de modelo o inspiración; antes al contrario, rehuímos
ese parangón, que anularía la emoción estética y concluiría con la obra
de arte, o la reduciría a un tedioso pasatiempo. ¿Se figura usted que
para gozar de la realidad artística del cuadro de Rafael, titulado
_Desposorio de la Virgen_, por ejemplo, necesitamos conocer
personalmente al Padre Eterno y a los santos y personajes que aparecen
en la pintura? ¿Puede usted creer que para juzgar de la realidad
artística de Velázquez nos sea imprescindible que vuelvan a la vida y se
echen a pasear por el Museo del Prado, para nuestro particular
beneficio, reyes, príncipes, princesas, meninas, bufones, jayanes, y
tanto hombre y mujer, de toda condición, como Velázquez pintó? Y para
juzgar de la realidad artística de la música, ¿qué término de
comparación buscaría usted? En resolución: que si ese acto le ha dado la
emoción sincera de la realidad, es real, a pesar de su parentesco
alcarreño. Ahora que muchas veces se toma por realidad artística lo que
no es sino aparente parecido con la realidad histórica y pasajera. De
aquí las famas fugaces y las reputaciones caedizas. Pero el tiempo lo
va depurando todo; las realidades simuladas se desvanecen, consumen y
olvidan, y sólo perduran las realidades artísticas verdaderas, aquellas
que tienen una vida propia, y no el mentido y breve reflejo de las vidas
ajenas y transitorias.
No recuerdo si fueron éstas, puntualmente, mis palabras. En sustancia,
sí. De todas suertes, el episodio es rigurosamente histórico.
Pienso que con esto queda patente lo que entiendo por realidad
artística. Pues este don de crear un mundo imaginado y darle realidad,
presumo que nadie, como no esté cegado de pasión, ha de negar que se
acredita y manifiesta generosamente en la parte más extensa de la obra
de los señores Alvarez Quintero. Ahora que este don está en ellos
limitado a las realidades volanderas, lindas y superficiales, ora
graciosas, ora melancólicas. En mi sentir, cuantas veces los señores
Alvarez Quintero han pretendido asomarse al horno donde se forjan las
realidades profundas y trascendentales, el vaho del fuego les ha cegado
la pupila; inclináronse a tientas por ver si alcanzaban algo; salieron
con ello a mostrarlo a las gentes, pensando conducir en las manos el
metal más noble e incorruptible, y, ciegos aún, no podían ver que eran
escorias. Esa actitud con que en diversas coyunturas han mostrado
orgullosamente la escoria por oro, parecerá, según se mire, si con ánimo
malicioso, ridícula, si con ánimo generoso, simpática, que, al fin y al
cabo, el aspirar a lo más siempre es loable, y los grandes empeños
merecen aprobación, alcáncense o no. (Me he servido de la alegoría
porque, siendo lo menos claro, en casos como éste resulta lo más claro.)


[Nota: LA MAJA DE GOYA]

DICEN QUE EXQUISITA JOYA, QUE HA FUNDIDO EN SU TURQUESA
EL SEÑOR DE VILLAESPESA,
es la tal _Maja de Goya_.
Este juicio alguien rebate,
y truena, con _voz traumática_,
que _eso_ no es obra dramática,
sino un puro disparate.
En trance tan problemático,
¿cómo tener el valor
de opinar, siendo el autor
muy amigo y muy simpático?
Mueven sonada querella
redondillas retumbantes
con la que llamó Cervantes
«hermosa y casta doncella».
¿Son los versos de relleno,
versos? ¿Sí? Pues los acato.
¿La poesía es sólo flato?
Si eso es poesía, bueno;
yo en la querella me inhibo
y al que ansíe ser poeta
le daré aquí la receta,
sin cobrar por el recibo.
Para salir bien del paso,
es la forma más sencilla
la estrofa de redondilla,
o de cuarteta, si acaso.
Escribirás, al principio,
un verso o dos: los postreros.
Después, llenas los primeros
con serrín, cascote y ripio.
La primera parte importa,
aunque no se diga nada,
para que vaya rimada
la estrofa, y no quede corta.
Acaso, en tu ingenuidad,
pienses que, si esta es la trama,
pudiera el poema o drama
reducirse a la mitad.
Y hasta temo que me arguyas,
allá en tu fuero interior,
que, para eso, lo mejor
fuera escribir aleluyas.
No te quiebres la chaveta.
Vete a favor de corriente.
En opinión de la gente,
¿quieres o no ser poeta?
Sin esfuerzo _ni porfía_,
a destajo y _sin tormento_,
por aquel procedimiento
harás mil versos al día.
Lleno de fama hasta el _tope_,
con alarde no _sofístico_
podrás hacer tuyo el dístico
que antaño compuso Lope:
_Y más de ciento en horas veinticuatro_
_pasaron de las musas al teatro._
No te detengan atascos.
Huye el estudio que _abruma_.
Deja que corra la pluma.
No te calientes los cascos.
De la gloria los _reflejos_
pondrán un nimbo a tu frente
si procuras, _diligente_,
aprovechar mis consejos.
A esta altura, _¡aquí fué Troya!_
No es posible dilatar
por más tiempo el disertar
sobre _La maja de Goya._
_Frío por la espalda siento._
_Estoy más muerto que vivo._
¿Cómo hallar un paliativo?
Ya está. _Ni blando ni esquivo_,
referiré el argumento.
Primer acto. La cortina
se alza y descubre la escena.
Es una espesura _amena_,
de los Madriles vecina.
_Con intuición de rayo,_
_y ya ni Dios lo remedia,_
vislumbramos la tragedia
luctuosa del dos de Mayo.
Un merendero, con parra.
Manolas, con redecillas.
Hay baile de seguidillas
y rasgueos de guitarra.
_Bien plantados y valientes,_
Pedro Romero, el torero,
y Malasaña, el chispero,
se hallan con los concurrentes.
Hablan todos con medida,
a lo florido y galán.
Es claro, como que están
de jolgorio en la Florida.
Esmeraldas, sin _agravios_,
diamantes, perlas, rubíes
azucenas, alelíes,
vierten sin cesar los labios.
Todos sufren, _espantosa_,
_aunque a ninguno le arredra,_
la enfermedad de la piedra:
la de la piedra preciosa.
Rostro fiero, perfil corvo,
rojos e hirsutos mostachos,
se presentan dos gabachos,
que sufren el mismo morbo,
pues para pedir botellas,
_con frases nada sencillas,_
las piden en redondillas
y mentan soles, y estrellas,
y los rubíes sangrientos,
y el río Nilo, y la mar.
A la hora de pagar,
hacen grandes aspavientos.
Soltando la carcajada,
uno, el más desenfadado,
dice: «el oro del soldado
es el hierro de la espada».
Esto las chulas _ultraja_,
y para _los castigar_
amenazan con sacar
de la liga la navaja.
Cesa todo en un instante,
sin andar nadie a la greña.
Aparece la Cobeña,
como una chula de plante.
El torero, con _donosas_
imágenes, la requiebra,
como el que ensarta y enhebra
con la voz piedras preciosas.
Llega Goya, a quien _promulga_
la fama el mejor pintor.
Va vestido de un color
extraño: color de pulga.
Sin lastimar _su recato_
y encomiando aquella alhaja,
Goya le dice a la maja
que quiere hacer su retrato.
Ella acepta, en conclusión,
tras de algunos incidentes
que ahora no tengo en las mientes,
y, entonces, cae el telón.
Acto segundo. La casa
de la maja del retrato.
Fuera, tocan a rebato
y se asoma a ver qué pasa.
Se oye la repercusión
de un bombo, con fuerza herido.
Esto simula el sonido
de disparos de cañón.
La Cobeña, chilla airada.
Agítase, como fiera.
Mas con el ruido de fuera
no se le puede oír nada.
Cambio de decoración.
Cuartel, de gente _pletórico_,
al parecer, el histórico
Parque de Monteleón.
Sobre la entrada, tremola,
ígnea y gualda, nuestra enseña.
Canta un himno la Cobeña
a la bandera española.
Del cañón se oye el rugido
(bombo; ya estáis en el quid).
Villaespesa mata a Ruiz,
algo antes de lo debido[C].
La maja no se anonada,
y en tan triste situación,
¿qué hace? dispara un cañón
de ripia y tela pintada.
Cae nuevamente el telón.
Quinto cuadro. Unos momentos,
por dicha, tan sólo dura.
Despoblado. Noche oscura.
Luego, seis fusilamientos.
_Bajo el plomo vil e ingrato,_
_sin sudario ni mortaja,_
cae fusilada una maja,
que es la misma del retrato.
Cuadro sexto. Pero, no.
No se hallaba fenecida
la maja; sí sólo herida.
El buen Goya la buscó,
entre los muertos, _un rato_.
Dió con ella, y sin perder
tiempo, la trajo al taller
para acabar su retrato.
Con la última pincelada
del pintor que la retrata,
la maja estira la pata...
Y aquí no ha pasado nada,
sino que la tradición
revive, _¿quién lo diría?_
de Retes y Echevarría,
de Carulla y Camprodón.
[Nota C: Jacinto Ruiz de Mendoza, el llamado «Teniente Ruiz», no
murió el 2 de mayo de 1808, sino el 13 de marzo de 1809, en Trujillo.]
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