Las máscaras, vol. 1/2 - 04

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viene a ser como la dilatación de estómago, que ya no hay alimento que
baste ni ahíte.
Pepet ha querido desarrollar plenamente su personalidad. Estaba en su
derecho. Pepet ha dicho siempre que el mayor crimen es la pobreza. Tenía
razón. Pero Pepet ha sobrepasado su hito. No se ha satisfecho con la
plenitud, sino que ha querido superarla aún, sin reparar que en este
trance de demasía cohibía y lastimaba, en su derredor, otras
personalidades de semejantes. Pepet ha enfermado de dilatación de
estómago. Obsesionado con el ímpetu de liberal criterio, que es la
médula de su espíritu, no ha acertado a plantearse en la conciencia el
conflicto moral; no ha querido abrir su razón a las insinuaciones de la
facultad crítica. Cerrazón que pone en peligro todo sentido común y toda
lógica. Automáticamente se ha convertido en un faccioso. Tanto ha dicho
que la pobreza es el mayor crimen, que ya todos lo repiten. Y,
lógicamente, terminan por agregar: «Sí; la pobreza es el mayor crimen.
Pero no crimen de los pobres, sino de los demasiadamente ricos.» Esta
secuela fatal no entraba en los cálculos de Pepet. Acaso Pepet se
figuraba que el mundo terminaba en él y con él.
Para Pepet no había sino una fuerza: el egoísmo, la fuerza de repulsión,
la soberanía de la materia. Sólo miraba las cosas por la cara, y no por
el revés. Le faltaba la segunda mitad del viaje circular. No presentía
el tránsito del egoísmo al altruísmo; de la moral social a la moral de
conciencia. No había llegado a desentrañar la gran verdad de que el bien
propio es solamente síntesis y trasunto del bien común. Pepet se
precipitaba, sin sospecharlo, en el ostracismo, en el aislamiento, en la
irreligiosidad.
Pero a su lado está la esposa, la mujer imaginativa, la generosa, la
propicia al sacrificio, la religiosa, que no busca sino unir a todos con
lazos suaves y benignos. Victoria, por salvar a su padre de la ruina, se
ha casado con Pepet: el rico. No le amaba; mas, apenas casados, Victoria
adivina que su marido es juguete de una fuerza ciega, y ya le ama como a
un niño, maternalmente. Victoria es lo contrario de Pepet, es la fuerza
de atracción. Neutralizadas las fuerzas de atracción y de repulsión, las
esferas se mantienen en la fruición de una paz inalterable. La
imaginación generosa, en consorcio con el egoísmo, forman la más próvida
coyunda, a prueba de contrariedades.
Ya se ha presentado la contrariedad. Victoria ha dispuesto de un puñado
de miles de duros para ofrecérselos a una señora menesterosa. Al saberlo
se despierta en Pepet el hombre prehistórico y cavernario, de ojos
ardientes, dientes arregañados y manos rapaces, dispuesto a defender lo
suyo a dentelladas y zarpazos.
--¿Cómo se llama lo que has hecho?--pregunta a su mujer.
--Justicia--responde Victoria.
¿Ruges, pobre Pepet? ¿Ruges porque te han cortado la ración de agua? ¿No
entiendes que tu mujer te está curando? ¿No ves que cuanta más agua
bebas, más rabiosa será tu sed? ¿Quieres matar a tu esposa? Pero ¿no ves
cuán serenamente te desafía? Escúchala.
«Arrastróme hacia ti una vaga aspiración religiosa, y además de
religiosa... socialista. La idea de apoderarme de ti cautelosamente
para repartir tus riquezas, dando lo que te sobra a los que nada
tienen.»
¿Oyes? Aspiración religiosa. Tu mujer es tu salvación. Estabas para
desgajarte de la humanidad como un miembro anquilosado e inútil, ibas a
ser como estatua de bronce, y tu mujer te hará revivir, haciendo que por
ti corra de nuevo sangre humana. Y además de religiosa, aspiración
socialista. Tú no has leído libros, Pepet, ni tampoco tu mujer. ¿Sabes
lo que es el socialismo? Quizás tu mujer tampoco lo sabe; pero lo
presiente. Ya la has oído: «una vaga aspiración». Un socialismo
sentimental. Descuida y consuélate, que, después de este socialismo
sentimental, se anuncia el advenimiento de un socialismo más exacto y
más exigente. Su profeta ya ha hablado, y ha dicho que eres un mal
necesario, es decir, que eres un bien; ha dicho que tú, heroico forjador
del capitalismo, eres el magno propulsor de la cultura y del progreso, y
que, sin ti, el triunfo postrero de la justicia humana sería
inasequible, puesto que has reunido el dinero que al cabo será para
todos.
Tu mujer te parece una loca. A tu mujer le pareces un salvaje. Tire cada
cual por su lado.
Ahora están separados Victoria y Pepet. A solas, meditan. Victoria no
puede vivir ya sin su bruto egoísta. Pepet no puede vivir sin su loca
pródiga. Pepet comienza a presentir que el mundo no concluye en él, ni
se acabará con él. ¡Oh! ¡Si Victoria le hubiera dado un hijo...!
Vuelven a verse marido y mujer. Victoria declara hallarse encinta. Pepet
está rendido.
--Ahora es cuando hay que acumular mayores riquezas y defender con
redoblado tesón las adquiridas--dice Pepet.
--Al contrario. Ahora es cuando hay que repartirlas más liberalmente.
Ahora es cuando hay que confundirse del todo con la humanidad--replica
Victoria.
¿Qué remedio le queda a Pepet sino rendirse a discreción?
Sigue creando riqueza, Pepet. Y tú, Victoria, sigue aventándola
dadivosamente y distribuyéndola con equidad. Y que vuestro hijo sea el
fruto de alianza entre la ley de barbarie y la ley de gracia; entre la
letra y el espíritu; entre la concupiscencia y el sacrificio.


[Nota: _SANTA JUANA DE CASTILLA_]

Os voy a contar un cuento. Un cuento de niños... y de
hombres ya hechos. Ya sabéis que los cuentos son de tres clases: cuentos
de risa, cuentos de miedo y cuentos de llorar. Pues éste es un cuento de
llorar.
Una vez era un rey que tenía cinco hijos: un niño y cuatro niñas. Es
decir... como tener, tenía más hijos; pero cinco eran príncipes, porque
los otros eran sólo hijos del rey, y no de la reina. Cosas que pasan en
el mundo, y sobre todo en aquellos tiempos, que son los de Maricastaña.
El rey y la reina gobernaban la tierra más grande del mundo. Y esto
ocurrió así; que cada cual era rey por su parte y en su tierra, y al
casarse juntáronse los dos reinos. Y por si fuese poco, un marinero
hazañoso, a quien los sabidores del reino tildaban de insensato,
descubrió un mundo nuevo, mucho mayor que todos los hasta entonces
conocidos, para que el rey y la reina lo gobernasen... o lo
desgobernasen, que lo que estaba por venir sólo Dios lo sabía.
Así el rey como la reina eran muy buenos cristianos y de muy amoroso
corazón. Cristianos viejos eran asimismo los vasallos, como que los del
reino de la reina habían estado peleando nada menos que ochocientos años
contra unos extranjeros que se les habían metido en casa y que creían en
un dios sucio y en un profeta zancarrón; hasta que, en tiempos de la
reina de nuestro cuento, los echaron del todo. Pero, entre todos los
herejes, a quienes más aborrecían el rey, la reina y los vasallos, eran
a unos que llamaban judíos. Los aborrecían por ser herejes, claro está,
y también porque los vasallos de aquel reino, después de ochocientos
años de manejar armas, eran caballeros muy valerosos, que desdeñaban los
bajos oficios y menesteres, en tanto los judíos desdeñaban las
caballerías y se empleaban en traficar, trabajar y granjear dinero. Con
que el rey y la reina arrojaron de aquella tierra a los judíos, y los
vasallos dieron gracias a Dios y se quedaron muy contentos, aunque de
allí en adelante muchos oficios quedasen desamparados.
Y en cuanto al amoroso corazón de los reyes, júzguese del corazón del
rey por los muchos hijos que tenía. Y del de la reina, dicen los
cronicones que era sobremanera tierno, que si mucho amaba a sus hijos,
no amaba menos al rey, a tal extremo, que picaba en celosa.
Los cinco hijos heredaron del padre, y sobre todo de la madre, la pasión
amorosa, de la cual se engendró su infortunio y el del reino. La hija
mayor era hermosa; casó con un príncipe extranjero, que a poco la dejó
viuda. Un hermano del príncipe muerto se había enamorado de ella y
quería desposarla; mas ella, fiel a la memoria de las bodas primeras,
rehusó; hasta que, siendo sobre todo muy buena cristiana, ya que el
pretendiente pasó a ser rey, se sacrificó a tomarlo por esposo, no de
otra suerte que si profesase en una orden penitente, y con la condición
que el rey, su esposo venidero, expulsase de su reino a los judíos. Para
que se vea si era piadosa... Esta princesa se llamaba Isabel y murió de
sobreparto del primer hijo que tuvo.
El hijo varón, hermano de Isabel, se llamaba Juan. En su cabeza habían
de unirse entrambas las coronas de sus padres. Era apuesto, gentil y
esforzado. Casáronlo con una hermosa princesa de lueñas tierras, y dióse
a amarla con tanto ardor que a los seis meses adoleció y pasó a mejor
vida, muy mozo aún. Y con él dió fin la verdadera historia de aquellos
reinos, por lo que más adelante se dirá.
Después de Isabel y Juan venía una niña, Juana, feúcha y poco agradable
de su persona. Le buscaron para marido un príncipe que era hermano de la
mujer de Juan. Juan y Juana, los dos hermanos, salieron juntos para las
lueñas tierras de sus bodas en una flota que los reyes, sus padres, les
habían aparejado con tantos y tan ricos navíos como jamás se había
imaginado.
El marido de Juana era de tan agradable presencia que le apellidaban _el
Hermoso_. Prendóse Juana de él ciegamente, sin ser correspondida; antes
bien: el guapo mozo se regodeaba de público con otras damas, despegado
de su legítima esposa, la cual no acertó a sobrellevarlo con paciencia,
por donde dieron en murmurar que era loca, y de ello enviaron nuevas a
los reyes, sus padres; y a esto Juana respondía que no estaba loca, sino
celosa, con harta ocasión, y que si celosa era ella, celosa había sido
su madre, la reina.
Por cuanto, habiendo muerto Isabel y Juan, y después la reina madre,
Juana, la princesita feúcha y triste, fué proclamada reina, y gracias a
ella el hermoso marido vióse de regente y señor de un gran reino. Pero
no hay dicha que largo dure. El hermoso marido murió a poco, no sin
haber dejado sucesión y a la viuda encinta ¡Considérese el dolor de la
reina Juana! No aviniéndose a perder para siempre el amado esposo, hizo
que, después de enterrado, lo sacasen de nuevo del sepulcro y quiso
conducir consigo los despojos a otro paraje apartado. Formó la comitiva,
en seguimiento del ataúd, con gran golpe de prelados, eclesiásticos,
nobles y servidumbre. La reina iba enlutada de la cabeza a los pies.
Caminaban de noche, al resplandor de las antorchas, y de día buscaban
cobijo y descanso en los conventos, «porque una mujer honesta--decía
Juana--, después de haber perdido a su marido, que es su sol, debe huir
de la luz del día». La reina dilataba llegar a término de las jornadas,
porque un fraile embaucador le había profetizado que el muerto
resucitaría. Si no fuera que para embalsamarlo le hubieron de sacar los
entresijos.
Y sucedió, un día, que entraron a posar en el patio de un convento que
la reina juzgó que era de frailes; pero como viniese en conocimiento de
que era de monjas, la reina sintió la pasión de los celos, porque las
monjas a la sazón eran muy disolutas; y, sacando al medio del campo el
féretro, allí se estuvo, con toda la procesión, el día entero, bajo el
agua de la lluvia.
A la postre, el rey, su padre, la encerró, con achaque de que estaba
loca, y gobernó, como rey, el reino que había sido de su mujer y que era
de pertenencia de su hija. Y después de este rey subió al trono el hijo
de doña Juana, que era nacido y criado en tierra forastera y ni siquiera
sabía hablar habla del reino. Y llegó con gran corte de forasteros,
flamencos y borgoñones, que él puso de regidores; y cayeron como buitres
sobre la tierra. Y los vasallos levantaron armas contra el rey forastero
y su corte de borgoñones y flamencos, y procuraron poner libre a Juana,
la única y legítima reina. Mas los soldados del rey mozo sofocaron la
rebelión, y él afincó como soberano. Por eso más arriba se dice que, con
la muerte del príncipe Juan, concluyó la verdadera historia de aquel
reino; porque desde aquel punto ya no lo gobernaron sino reyes
forasteros.
El hijo de doña Juana llegó a ser el rey más poderoso de la tierra. No
hizo sino esquilmar el suelo de sus mayores y tuvo tantas empresas y
negocios entre manos que andaba lejos de uno a otro lado y no se le
deparó coyuntura de poner libre a su madre, ni siquiera de verla, sino
que la dejó en el cautiverio de un castillo, durante el espacio de
cincuenta años, con achaque de que estaba loca... ¡Cincuenta años
cautiva; la madre del César, del rey más poderoso de la tierra; cautiva
por voluntad de su propio hijo! Mas los vasallos amaban a su reina y
rezongaban que doña Juana no estaba loca. ¿Por qué, entonces, la
mantenían en cautiverio?
Pasaron años y siglos hasta que un tudesco sabio, llamado
Bergenroth--porque estas cosas siempre se descubren gracias a la
diligencia tudesca--averiguó, revolviendo papelotes en los archivos, que
a la reina Juana la habían tenido encerrada sus fanáticos padre e hijo a
causa de creerla inficionada de ciertas doctrinas heréticas, contraídas
por la lectura y torcida interpretación de un tal Desiderio Erasmo,
humanista y teólogo. Pero nada se conoce de cierto, sino que doña Juana
murió ejemplarmente, asistida de un santo varón; de donde se saca que,
en el momento de morir, cierto que no estaba loca. Al año de morir la
reina, su hijo, el rey más poderoso de la tierra, se despojó
voluntariamente de tanto poderío y majestad, y fué a encerrarse en un
convento, acaso lastimado del torcedor de la conciencia.
Tal es el cuento de la reina loca o desgraciada; un cuento que no parece
historia, o, por mejor decir, una historia que parece cuento. Ni en el
repertorio de los hechos verídicos, ni en la foresta de los hechos
fabulosos, es fácil dar con nada más patético, más dramático que esta
historia de la reina loca. ¿Pues qué no será para nosotros, españoles,
si al interés genéricamente humano se añade que todo fué verdad, que la
reina fué castellana? Así corrió la vida de Juana, reina de Castilla,
hija de los católicos reyes Fernando e Isabel, y madre de la sacra
majestad de Carlos V de Alemania y I de España.
En su obra _Santa Juana de Castilla_, don Benito Pérez Caldos nos
presenta a la infortunada reina en los últimos días de su cautiverio,
hasta que su alma vuela a Dios, un Viernes Santo; concepción sublime,
sólo verosímil en una mente tan espiritualizada que ve todas las cosas
de la tierra en su cabo y extremidad, _sub specie aeterni_, en el punto
de desembocar en el origen, ya consumado su destino y trayectoria.
_Santa Juana de Castilla_ no es propiamente un drama, sino la misma
quintaesencia dramática; emoción desnuda, purísima, acendrada, en que se
abrazan la emoción singular de cada una de las pasiones, pero ya
purgadas de turbulencia y en su máxima serenidad. Y en esta máxima
serenidad de firmamento resplandecen dos grandes luminares, dos grandes
amores: el amor de Dios y el amor al pueblo, a nuestro pueblo, España,
y señaladamente a Castilla. Religiosidad y españolismo son los rasgos
familiares de ésta, como de todas las obras galdosianas.
El público recibió la obra como es ya obligado en estas solemnidades del
espíritu, que son los estrenos de nuestro glorioso patriarca: con calor
de culto sincero. Don Benito adora a su pueblo, y su pueblo le devuelve
redoblada la adoración.
La presentación fué escrupulosa de verismo y carácter, entonada y bella.
La interpretación, digna de loa. Nombraré singularmente a la señora
Segura y a doña Margarita Xirgu, que acreditó, como reina fingida, ser
de verdad reina de la escena.


[Nota: _COLOQUIO CON OCASIÓN DE UNA TERRIBLE LEONA_]

Terminada la representación de _La leona de Castilla_, y
antes de retirarme a descansar de los afanes y azacaneos del día, hice
recalada en un café. Como mis nervios estaban un tanto cuanto
encalabrinados a causa de las tamañas proezas y atroces rugidos de la
susodicha leona, me pareció lo más oportuno pedir un vaso de leche de
vacas, ese licor o jugo orgánico tan inocente, tan suculento, tan
benigno. Pues, estando ya con la cándida leche ante mí, sobrevino un
amigo, el cual se sentó a mi misma mesa y comenzó a hablarme.
--Ya, ya le he visto a usted--dijo--en _La leona_, riéndose mucho.
--Usted perdone... Yo me reía en _La casa de los crímenes_, esa
piececilla disparatada que representaron a continuación de _La leona_,
pero no en _La leona_.
--Se rió usted en _La leona_ o de _La leona_, desde la cabeza hasta la
cola, y sobre todo de la cola; esto es, en el final del tercer acto y
del drama.
--Usted perdone... Insisto en que padece usted una equivocación.
Cierto que en donde yo estaba muchos espectadores se reían, y a
carcajadas, como usted ha observado; pero yo no me reía. A mí me daba
mucha lástima.
--¿Del autor?
--No sea usted malicioso; de la pobre leona, de las luctuosas peripecias
que le acaecen, de su dolor de viuda, de madre, de gobernadora... Yo
había entrado en la obra.
--Sin duda habré visto mal, cuando usted me lo asegura; pero yo juraría
que se había estado usted riendo de muy buena gana.
--No me atrevo a desmentirle, ya que usted reitera con tanta certidumbre
su afirmación. Sí, me habré reído sin darme cuenta, a causa de la
emoción; pero no por burla o en mofa. No ignora usted que las emociones
fuertes así solicitan las lágrimas como inducen a la risa, nerviosa e
incontinente. Ya le he declarado a usted que yo había entrado en la
obra, dejándome arrastrar, según los designios del autor, sin voluntad,
en un modo pasivo, abandonando por entero mi espíritu al balanceo o
vaivén de la rima, hasta sentirme como mareado, y aun lo estoy, que tres
horas de rima o vaivén no son para menos. Si usted se ha embarcado
alguna vez, habrá advertido cómo muchas horas después de haber echado
pie en tierra firme perdura la sensación del balanceo, y es como si
todas las cosas graves y aplomadas perdieran su gravedad y aplomo y se
pusieran a danzar voluptuosamente sin pizca de circunspección ni
decencia. Yo estoy mareado, estoy mareado todavía, amigo mío, a tal
punto, que temo que este líquido manso, sustancioso y eucarístico (me
refiero a la leche), y he dicho eucarístico acaso porque en este
instante sufro de cierta contaminación poética; digo que esta leche temo
que no se compadezca con mi estómago. Quizás no ignore usted que las
obras de Esquilo hacían abortar a las mujeres grávidas, y añaden
fidedignos autores de aquellos tiempos que, viendo sus tragedias, muchos
espectadores caían accidentados. Tal es la rara virtud de las obras de
verdadero linaje trágico. Como, desgraciadamente, nosotros, hombres y
mujeres del siglo XX, no tenemos tan delicada susceptibilidad, las
tragedias, por muy trágicas que sean, y esta malhadada leona lo es
sobremanera, no llegan a producir tan desastrosos efectos. A lo sumo, y
ya es bastante, un pronunciado malestar de estómago, que también puede
achacarse a la mala costumbre española de las cenas copiosas y tardías,
costumbre contra la cual ya se pronunciaron en la antigüedad Hipócrates
y Galeno, y a la no menos mala costumbre de asistir al teatro recién
cenado. Por donde vea usted que cierto reparo, con visos de oprobio, que
algunos autores ponen al público español, tal vez no está cimentado en
justicia. Consiste este reparo en motejar al público de aburguesado,
conservador, frívolo, obtuso y egoísta, que no gusta en el teatro sino
de obrejas livianas y solazadas, y abomina, o se retrae, de aquellas
otras de mayor empeño, que, según frase ya consagrada, perturban la
digestión. Nada hay, en efecto, que perturbe la digestión como una
tragedia. Y yo reputo por plausible cordura que el público no quiera
tragedias a raíz de la cena. La esencia de la tragedia declaró
Aristóteles que era la _catarsis_, voz griega que literalmente significa
purgación. ¿Podemos, por lo tanto, exigir que el público de buena fe se
someta a esa terrible _catarsis_ apenas ha concluído de cenar? Más
acertado y discreto sería que la representación de esas obras
demasiadamente trágicas y poéticas se traspusiera a la tarde, ya que la
trasposición de la cena me parece empeño harto dificultoso. Advierta
usted que cuando digo trágico y poético quiero que se entienda lo que de
común se entiende y recibe como trágico y poético, que cada cual tiene
su alma en su almario, y yo, como cada hijo de vecino, mi concepto de
las cosas; pero si empleo un vocablo frecuente sin acompañarlo de
explicación, es que de momento lo acepto como el empleo frecuente me lo
brinda. Y a lo que íbamos. Crea usted que esa tragedia de la leona es
para cortarle la digestión a cualquiera. Mire usted que cuando en el
tercer acto se levanta aquella algarabía, que nadie se entiende, y el
arcediano, que, al parecer, estaba aguardando detrás de la puerta, sale
vestido de pontifical, y fulmina aquellos horrorosos anatemas sobre la
infeliz leona, y ésta se irrita, y con aquella espada sin hoja, es
decir, con la empuñadura de una espada que providencialmente lleva en la
mano, precipitándose contra el arcediano le da aquel concluyente golpe
sobre el morrillo que lo deja exánime... Aquello, reconocerá usted que
es tremendo, es como una pesadilla. Yo me preguntaba: ¿es esto sueño, o
es espantosa realidad? Y me tentaba el cuerpo, y me aplicaba cautelosos
y moderados pellizcos, y miraba en torno, y veía gente batiendo palmas,
otras riéndose con las manos en las ijadas. Y yo me preguntaba
nuevamente: ¿estoy soñando? ¿Estoy de verdad en Madrid, en 1916? Y no
podía creerlo. Aun no lo creo. Porque todavía estoy mareado, amigo mío,
y se me figura que he soñado.
--En parte sí que ha soñado usted, o ha visto mal, porque la leona no
mata al arcediano como usted dice. Lo que llevaba en la mano la leona no
era una empuñadura sin hoja. ¿Para qué iba a llevar tan extraño e
incongruente adminículo? Ni le dió el arcediano en el morrillo.
--Perdón. Le digo a usted que le dió un desapoderado golpe en el
morrillo.
--Lo que llevaba escondido en la manga, y con su objeto, era una
puntilla o cachete, como esos de descabellar reses bravas; y donde le
dió fué en el cabello; por eso cayó como apuntillado. De todas suertes,
tiene usted razón; aquello es tremendo. Muy fuerte, muy fuerte... Y de
los versos, ¿qué me dice usted?
--Muy bonitos, muy fáciles, muy sensuales.
--¿Lo dice usted en serio?
--Claro que sí. Habrá usted oído asegurar que el autor es el legítimo
heredero de Zorrilla.
--Lo he oído asegurar, por lo menos, de otros seis o siete autores. De
manera que, si todos lo son, el patrimonio que hayan heredado habrá
padecido no floja merma. Pero, en fin, yo deseaba que usted me hablase
del teatro poético. ¿No intenta usted hablar o escribir sobre este tema?
--Sí, señor.
--A ver. ¿Cómo piensa usted que debe ser el teatro poético?
--Ya le he dicho que estoy mareado todavía.
¿No ha estado usted nunca mareado? Cuando
estamos mareados, se nos da una higa por
todo; nos parece que la vida es profundamente
ilógica y nauseabunda, que no es llevadera; si
no deseamos morir, apetecemos lo que más se
le asemeja, dormir. Sí, hablaremos del
teatro poético, pero en sazón oportuna;
porque, después del estreno
de _La leona de Castilla_,
usted comprenderá...
Ahora, vayamos a
dormir.


[Nota: EL COLLAR DE ESTRELLAS]
[Nota: Las sobremesas]
[Nota: Sub-rosæ y sub-spinæ]

Los antiguos, después de sus festines, gustaban de
permanecer largo tiempo en torno de la mesa, platicando sobre temas
sutiles y elevados. Estas sobremesas se llamaban pláticas o
conversaciones _sub-rosæ_, esto es, debajo de las rosas, porque los
personajes se habían coronado con ellas las sienes, dando a entender por
esta manera alegórica que el discurso fuese apacible, manso el tono y
las palabras perfumadas. Es cosa sabida que las digestiones copiosas y
difíciles ofuscan o agrian el discurso y embotan el ingenio. Por eso los
antiguos, antes de iniciar aquellas pláticas _sub-rosæ_, exoneraban el
estómago con expedientes provocados.
Nuevas ideas o doctrinas que buscan propagarse no luchan con ideas y
doctrinas rancias que hayan hecho baluarte en las cabezas, sino contra
la plenitud de los estómagos. La cabeza es vulnerable, es susceptible de
rendirse a razones. El estómago es invulnerable y no entiende de
razones. Los enemigos de todo ideal son aquellos que San Pablo
denominaba vientres perezosos. En un estudio estadístico de las
diferentes dietas nacionales, con su índice digestivo, hallamos que el
garbanzo es el de digestión más prolija y onerosa. De aquí podemos
deducir una ley, que recomendamos a los propagandistas políticos, y en
general a todo linaje de propagandistas: «No hagáis propaganda después
de comer, porque perderéis el tiempo ante una muralla ciclópea de
vientres perezosos, y por lo tanto escépticos, y por lo tanto materia
absolutamente contumaz.» La razón de lo menguado de nuestro arte
escénico, y la responsabilidad de que lo excelente que tenemos, o sea
las obras--sin excepción--de don Benito Pérez Galdós, apenas si se
representen, no corresponde tanto al discernimiento del empresario
cuanto al abdomen del espectador. La sobremesa del garbanzo, sea en el
café, sea en el teatro, suele ser funesta.
Don Jacinto Benavente ha dado a sus artículos de _El Imparcial_ el
título genérico de _Sobremesas_, malicioso eufemismo que podríamos
traducir en estos términos: «No hay que calentarse los cascos, la
cuestión es pasar el rato»; en suma, una claudicación con los vientres
perezosos. Después de una larga interrupción, las Sobremesas volvieron a
aparecer hace cosa de cinco semanas. No recordamos si las _Sobremesas_
de la primera época eran pláticas _sub-rosæ_. Estas de la segunda época
son pláticas _sub-spinæ_. El señor Benavente tiene fama de escritor
agudo. También es aguda la espina. Pero antes que esta agudeza que
hiere, es la propia del ingenio la agudeza que penetra para mejor
comprender. No recordamos de ninguna agudeza del señor Benavente que no
sea alusión al sexo o menosprecio de la persona.
En todas las _Sobremesas_ que van publicadas esta segunda época, el
señor Benavente no puede disimular una obsesión de que adolece, y es la
de hacer víctimas de su agudeza a los redactores de la revista _España_.
Yo declaro que, en mi sentir, don Jacinto Benavente no pensó en
incluirme en las alusiones maliciosas y vituperios soslayados con que
pretende afligir a otros queridos compañeros que trabajan en esta
revista. Por esta razón puedo permitirme decir a don Jacinto Benavente
que ha cometido una injusticia que debe reparar. Sentimientos de
delicadeza, a los cuales presumo que el señor Benavente no es nada
refractario, me impiden argüir sobre esta afirmación. Al claro talento
del señor Benavente no se le puede ocultar que su juicio intelectual
sobre _España_, si fué sincero, no fué acertado. Y en cuanto al juicio
moral... Según el señor Benavente, los redactores de _España_ son unos
envidiosos.
[Nota: La envidia]
Una larga y atenta observación de los hombres me ha convencido de que el
único resquicio por donde podemos deslizarnos hasta el fondo oscuro del
corazón humano es a través de los juicios morales que uno hace sobre la
génesis de la conducta del prójimo. Nadie, aun cuando con ahinco se lo
proponga, puede declarar por entero su sentir ni hacer confesión sincera
de sí mismo, porque hay siempre una zona profunda y tenebrosa del alma
que el propio interesado desconoce: es la zona donde se engendran las
acciones, la zona de los motivos, de los estímulos. Esta zona se ilumina
de conciencia y adquiere expresión cuando nos aplicamos a interpretar el
origen de los actos ajenos, pues no teniendo otro criterio de juicio que
el que dentro de nosotros mismos hallamos; por fuerza hemos de explicar
la naturaleza de las acciones del prójimo conforme a la naturaleza de
nuestras acciones. Y así, cuando el hombre aventura un juicio último
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