Las máscaras, vol. 1/2 - 10

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espíritu de Don Juan. Y esta característica, o verdadera esencia del
donjuanismo, es el poder misterioso de fascinación, de embrujamiento por
amor. El verdadero Don Juan es el de Tisbea, en Tirso de Molina, mujer
brava y arisca con los hombres, pero que apenas ve a Don Juan se siente
arder y pierde toda voluntad y freno: el Don Juan de doña Inés en
Zorrilla. Y en lo que aventaja Zorrilla a Tirso es en haber exaltado
poéticamente esta facultad _diabólica_ de Don Juan. Don Juan no es Don
Juan por haber ganado favores de infinitas mujeres con mentiras y
promesas villanas, sino por haber arrebatado, aun cuando sea a una sola
mujer, por seducción misteriosa; y empleo aquí la palabra seducción en
su sentido propio, como en hechizo. De esto se olvidó Molière, o no lo
echó de ver, acaso por el medio en que vivió. Su Don Juan es más
natural, más como los pseudodonjuanes que conocemos; es frío, voluptuoso
e incrédulo. El Don Juan español es un torbellino de pasiones, y, más
que incrédulo, tiene algo del mismo demonio. ¡Qué bien ha visto esto
Zorrilla, y qué bien lo expresó! Don Juan tiene algo del mal absoluto,
con las añagazas gustosas e irresistibles del mal absoluto, que por lo
mismo que es mal absoluto anda tan cerca de semejar bien absoluto, y que
por tal lo tomemos. Nada hay que tanto se parezca a Dios como el mismo
Diablo. Los santos, que son quienes más saben de estas cosas, lo
aseguran...
También _Clarín_ lo vió claro. He aquí algunas de sus palabras a este
respecto. «Ana, clavados los ojos en la hija del Comendador, olvidaba
todo lo que estaba fuera de la escena; bebió con ansiedad toda la poesía
de aquella celda casta en que se estaba filtrando el amor por las
paredes. ¡Pero, esto es divino! (tanto valiera decir que era diabólico),
dijo volviéndose hacia su marido, mientras pasaba la lengua seca por sus
labios secos. La carta de Don Juan escondida en el libro devoto, leída
con voz temblorosa primero, _con terror supersticioso después_, por doña
Inés, _la proximidad casi sobrenatural_ de Tenorio; _el espanto que sus
hechizos_ supuestos producía en la novicia, que ya cree sentirlos; todo,
todo lo que pasaba allí y lo que ella adivinaba, producía en Ana un
efecto de magia poética, y le costaba trabajo contener las lágrimas.»
Doña Inés no conocía de vista a Don Juan.
De los intérpretes de los muchos Tenorios madrileños nada hay que decir,
ni en loanza ni en menosprecio. Con todo, me permitiré insinuar una
pequeña observación, _in genere_, a los donjuanes, relativa al ritmo de
los movimientos. Citaré, por último, otras frases con que un personaje
de _La Regenta_, gran devoto del teatro clásico, comenta los aires y
maneras de Don Juan, que lo incorporaba un actor que imitaba a Calvo:
«¡Qué movimientos tan artísticos de brazo y pierna...! Dicen que eso es
falso, que los hombres no andamos así... ¡Pero debiéramos andar! Y así,
seguramente andaríamos y gesticularíamos los españoles en el siglo de
oro.»
Y añado, por mi cuenta, que sí, que andaban con garbo y airoso
movimiento de brazos; por una razón, y es que no llevaban pantalones con
bolsillos, ni americanas con bolsillos, ni gabanes con bolsillos. Esta
verdad me la ha descubierto _el Guerra_, famoso torero. Cierta vez, este
torero me encarecía «lo bonito y _grasioso_ que era _Lagartijo_, lo bien
que se movía y andaba, que sólo verle el paseíllo valía dinero». Y
añadía: «Los toreros de ahora tienen tan mal ángel porque andan vestidos
siempre de señoritos, con las manos en los bolsillos, y cuando se ponen
el traje de luces, que no tiene bolsillos, no saben qué hacerse con las
manos ni cómo mover los brazos.» Pues lo mismo les sucede a los actores
modernos. Como en la mayor parte de las obras que representan se pasan
la noche con las manos en los bolsillos, _con gran naturalidad_, cuando
el atavío no tiene bolsillos no saben accionar ni moverse. Todo actor
que se estime debe hacer gimnasia a diario, para dar elasticidad y
gracia a los movimientos y para evitar el vientre. Porque eso de ver un
Don Juan tripudo..., la verdad, es indecente.


[Nota: _EL ACTOR MORANO_]

Deseabamos ardientemente ver al señor Morano. Desde que
este actor comenzó su temporada en el teatro de la Princesa,
aguardábamos la solemne coyuntura de su presentación al público; pero
esta solemne coyuntura se dilataba día tras día, y no llegaba nunca.
Cierto que el señor Morano estuvo saliendo al tablado histriónico
durante muchas noches seguidas, representando un buen número de piezas
teatrales. Y, sin embargo, no hacía su presentación de actor ante el
público. Expliquémonos. La primera parte de la temporada del señor
Morano se compuso de un repertorio naturalista. Y empleo el término
naturalista, no por exacto y expresivo, sino por acostumbrado.
Seguíamos, a través de la Prensa, la temporada del señor Morano.
Leíamos, en son de sumo encarecimiento, que tal o cual obra representada
por el señor Morano, era un prodigio de naturalidad; que en ella las
personas dramáticas se producían y hablaban como en la vida misma; que
el señor Morano se producía y hablaba en ella como en la vida misma.
Este linaje de encarecimiento no es de naturaleza a propósito para
sacudir nuestra acidia y atraernos hacia un teatro; antes al contrario,
nos mueve a rehuirlo. Porque la vida, eso que los gacetilleros llaman la
vida misma, es de tal condición que no exige que nos desatemos en
buscarla, sino que ella viene a nosotros, y por todas partes nos
estimula, nos cerca y nos saca de nosotros mismos. Esto quiere decir que
no vale la pena arrostrar todas las irritaciones y molestias que lleva
aparejado un espectáculo público--la pesada romería por el empedrado
madrileño, la atmósfera sofocante y fétida del teatro, la exigüidad del
asiento, la tortura de vecindades enojosas, la longitud de los
entreactos, y mil más--; digo que no vale la pena arrostrar todo esto
para ver a la postre lo que a todas horas estamos viendo. Una vez yo
tenía un portero muy impertinente. Hubiera pagado por no verlo delante.
En la misma casa vivía un actor cómico, el cual tomó de modelo al
portero para una de sus obrillas. Y resultó que, habiendo ido yo, por
casualidad, al teatro en donde se representaba la obrilla, hube de pagar
por ver una mala copia del original aquel que, por no verlo, yo hubiera
pagado con gusto. Tales son las desagradables paradojas del teatro
naturalista. Teatro naturalista que, por lo mismo que así se llama, es
el menos naturalista, pues de todas las afectaciones la peor es la
afectación de naturalidad.
Cortamos aquí estas consideraciones sobre el naturalismo, porque el
asunto es de tanto momento que sobre él hemos de volver con insistencia.
Como que el problema del teatro contemporáneo, y más en general aún, del
arte contemporáneo, estriba en concluir con el absurdo de lo que se
llama naturalismo, mal llamado.
En resolución, y es a lo que íbamos, que el señor Morano ha estado
representando, en la primera parte de la temporada, obras que pudiéramos
denominar en zapatillas, obras en que el comediante anda por la escena
como andaría por su casa. En estas obras, al actor no se le exige que
sea propiamente un actor, sino que siga siendo en público como es en la
vida privada. En este sentido el señor Morano dilataba la coyuntura de
presentarse al público como tal actor. Lo que estuvo haciendo fué
simplemente presentarse como don Francisco Morano, caballero particular,
de maneras mejores o peores, y desde luego muy señor nuestro de toda
nuestra consideración, claro está que extramuros o a lo más en los
aledaños del arte escénico.

[Nota: SOBRE LAS CUALIDADES FÍSICAS]
Para la presentación del actor es fuerza que haya una obra en que el
actor incorpore el carácter--la manera íntima de reaccionar ante la
realidad--de un hombre y no como acontece en el teatro llamado
naturalista, que el actor se reduce a mostrar las maneras externas de un
individuo social.
Se anunció _Hamlet_. Acudimos al teatro a ver al señor Morano como
Hamlet. Era la primera vez que veíamos al señor Morano. Ansiábamos
recibir de su arte, acoplado al de Shakespeare, las emociones más puras
y elevadas. Habíamos leído que era un magno y genial actor, y solemos
fiar en la opinión ajena.
Apenas apareció ante nuestros ojos el señor Morano y emitió las primeras
palabras, echamos de ver la imposibilidad física en que se halla para
ser un gran actor. Para esto se requiere cierta dignidad corporal,
cierta relación clásica de proporciones en los miembros y ciertas
cualidades fisiológicas en la voz. No van tan lejos estos requerimientos
que se pida al actor hermosura y perfección de rostro y cuerpo tan
cumplidas como las de aquel Milón de Crotona, a quien los griegos
elevaron a la jerarquía de semidiós en razón de su belleza Basta con la
relación clásica de los miembros; esto es, que la cabeza sea pequeña, el
cuello elevado, hombros anchos, cintura enjuta y sin vientre, caderas
angostas, brazos y piernas en buena medida y robustez. Basta con la
dignidad corporal; esto es, actitudes mesuradas y siempre conformes a un
cierto compás. Basta con que la voz sea plástica y emotiva. El señor
Morano tiene la cabeza evidentemente voluminosa, defecto que se acusaba
con señalada comicidad en _Hamlet_, a causa del hiperbólico pelucón que
se había encasquetado. Es cuellicorto, de vientre asaz rotundo y piernas
harto frágiles, dada la corpulencia del torso. Su pergeño en _Hamlet_
evocaba más bien el recuerdo de Cuasimodo. Ello podrá corregirse y
disimularse con malicia y fáciles recursos de tocador y guardarropa. En
cuanto a la dignidad o prestancia de la figura, el señor Morano parece
no conceder atención a esta circunstancia; sus movimientos son siempre
descompasados y violentos. Y, sin embargo, no es posible olvidar que el
teatro tiene estrecho parentesco con la escultura, ya desde sus
orígenes. Las figuras en la escena querían los griegos que se agrupasen
con un orden escultórico, equilibrado y armonioso, al modo de un friso
en relieve exento. El actor debe tener presente en todo punto que sus
actitudes sean en alguna manera un tema escultórico. En cuanto a la voz,
el señor Morano peca por exceso. No es voz, es un vozarrón. Este volumen
sobrado de la voz trae consigo consecuencias bastante penosas, así para
el usufructuario del susodicho vozarrón como para el espectador
paciente; tales son: la falta de gracia y agilidad en la dicción, porque
es evidente que no se pueden hacer juegos malabares con un colchón; la
proclividad o propensión al bramido, que en jerga teatral se denomina
latiguillo, con que tan cómodamente se agitan el entusiasmo de los
cándidos y las manos de esos cuadrumanos de la claque, pues por el ruido
que meten se dijera que aplauden a cuatro manos; el traumatismo auditivo
del espectador, y otras no menos penosas. La cantidad de voz del señor
Morano es copiosa con exageración. La calidad es fría, apática e
incolora; el timbre, mate y oxidado. Por fría, es voz que puede servir
para expresar superficies del carácter, apariencias y externidades, como
la violencia, la petulancia; pero no discretos y púdicos caudales
recónditos; por ejemplo, la ternura. Por apática, se manifestará a veces
con energía puramente mecánica, pero sin _pathos_, sin pasión
comunicativa, que es la sustancia del drama. Por incolora, es árida en
los recitados descriptivos. Se creerá que el sugerir con palabras
emociones que afectan a los ojos corresponde al autor y no al actor
dramático. Y es un error. Esa virtud sobrenatural (más allá del
naturalismo) reside en la calidad de la voz, en sus aleaciones de tono,
modulaciones y vibraciones. He aquí un caso, por vía de explicación.
Cuando, en el segundo acto de _El alcalde de Zalamea_, Pedro Crespo se
acerca a una ventana y ve alejarse a su hijo, rumbo a la guerra,
Calderón no pone en labios del alcalde descripción ninguna de paisaje,
sino consideraciones breves dentro del orden de los afectos humanos; que
el padre no se halla a la sazón en estado de moverse con la admiración
estética del paisaje. Pues bien: don Enrique Borrás habla en aquellos
momentos de tal suerte, que el espectador cree contemplar el ancho
paisaje por donde camina el hijo de Pedro Crespo, y así, a la emoción
lírica de la situación se añade una emoción compleja de carácter
pictórico. Por lo que atañe al timbre de la voz, el ser mate, oxidado
como de esquilón hendido, le quita otra emoción complementaria, la de
musicalidad. En suma, el señor Morano tiene facultades laríngeas, pero
le falta voz dramática. Es como un navío con mucho trapo, pero sin
viento.

[Nota: LA ESCUELA]
El linaje de deficiencias que hemos señalado impiden en quien de ellas
adolece subir a la cima del arte escénico. No son ciertamente reputables
al designio o voluntad de quien las padece. Si yo me he detenido a
enumerarlas--con toda serenidad e imparcialidad--es por corregir, en
cuanto me sea dado, el daño que provoca en la pública opinión ese
frenesí báquico de la prensa diaria que no vacila en ungir de genio,
muchas veces con evidente ironía y palmario desdén, a todo el que vive
en público, con lo cual hemos llegado a términos de tan tenebroso
confusionismo que para saber dónde pisamos hemos de andar a tientas.
Yo creo lealmente que el señor Morano tiene condiciones para ser un
actor estimable, pese a sus deficiencias físicas, si él se propusiera
ser un actor estimable. Y me conviene hacer constar, de paso, que en la
escala de los elogios, para mí, el de estimable es quizá el más alto. Lo
malo es que se me figura que al señor Morano no le hace gracia ser un
actor estimable. Lo malo es que se me figura que el señor Morano no se
conforma con menos que con ser un actor genial. Y peor aun es que,
siendo el genio refractario a toda escuela, sin embargo, el señor
Morano sigue los dictados y recetas de una escuela que ya teníamos
olvidada y, la verdad, creíamos que ya estaba enterrada. La escuela de
fingir genialidad; esa escuela, común a actores y oradores, que confunde
la pasión con el alarido, el gesto con la mueca, el ademán con la gran
neurosis, el matiz con el salto de montaña rusa, que va del pianísimo
inaudible al estampido de cañón. ¿Y a esto es a lo que se llama
naturalismo? Por lo que a mí respecta, jamás en la vida me he tropezado
con este linaje de energúmenos, archivos vivientes del visaje,
personificaciones del movimiento continuo y del baile de San Vito.

[Nota: LA REFRACCIÓN]
El señor Morano ha interpretado _Hamlet_ por un procedimiento epiceno.
En partes, según la escuela de montaña rusa. En partes, según la escuela
del naturalismo en zapatillas. Aquellas obras que, como _Hamlet_, están
urdidas con la delgada urdimbre de los problemas eternos del espíritu
humano, es pecaminoso y funesto interpretarlas por procedimientos
epicenos. Es como si para ver una bella estatua sumergimos la mitad de
ella en agua, con lo cual la quebramos y achatamos. Agua, aire u otro
ambiente cualquiera más sutil, la atmósfera en que se envuelve ha de
tener unidad.

[Nota: IMPOSIBILIDAD DEL ACTOR PERFECTO.
LA SERIEDAD]
Es excusado declarar que no me empuja animadversión ninguna hacia el
señor Morano. Yo quisiera que el señor Morano fuera, en efecto, un gran
actor, un actor perfecto. La culpa no es mía, ni de él tampoco. La culpa
no es de nadie, o, si acaso, lo será de la naturaleza misma de las
cosas. Quiero decir que quizá sea imposible que haya un actor
verdaderamente grande, acabado, perfecto y tal que a todo el mundo
satisfaga. En todas las demás artes se puede llegar a la perfección, o,
cuando menos, a un grado de excelencia que linde con la perfección. En
el arte escénico, no. En las demás artes el artista puede inspirarse en
un ideal de perfección, porque goza la libertad de poner límites a su
obra, conforme a su sensibilidad y facultades, y dentro de este recinto
que él, a su arbitrio, traza y delimita, le es fácil apurar los medios
de expresión, depurándolos más cada día. Por ejemplo: el pintor puede
seleccionar, como materia estética para su obra total, la figura, el
paisaje o la naturaleza muerta. Dentro de la figura, puede inclinarse a
los cuadros de composición o al retrato. El paisajista puede
circunscribirse a una manera única de paisaje; jardines, cumbres
nevadas, crepúsculos, grandes perspectivas, etc, etc., y aun a un
linaje exclusivo de árboles. Claro es que, cuanto más se limite la
materia estética, más probabilidades habrá de acercarse a la perfección,
a la maestría. Otro tanto ocurre con el escritor. El escritor puede, si
le place, y sin menoscabo de su fama, escribir solamente en prosa o
solamente en verso; puede, y en ocasionas, debe, cultivar solamente un
género de poesía, conforme a su sensibilidad y facultades. Tan perfecto
puede ser un poeta jocoso como un poeta lamentoso un poeta pastoral como
un poeta cívico, un poeta lírico como un poeta épico, cada cual en su
orden. Son, pues, todas estas artes, susceptibles de perfección, porque
el artista puede limitarse. Mas el arte del actor es, por naturaleza,
ilimitado. Exige del artista universalidad de sensibilidad y de
facultades. Sensibilidad y facultades para la música, ya que el elemento
musical es un hemisferio del arte escénico; recitado y coro valen tanto
como melodía y armonía. Actor que carece de sensibilidad y facultades
melódicas no habla, emite aire desagradablemente sonoro. Actor que
carece de sensibilidad y facultades armónicas convertirá el diálogo y la
voz coral de las muchedumbres, si por ventura intervienen en la obra
representada, en un ruido de patulea, siendo así que los diversos
timbres del diálogo y la sonoridad de la muchedumbre tienen un valor de
unidad armónica. El actor debe poseer sensibilidad y facultades
pictóricas, pues la visualidad del color es otro elemento del arte
escénico. Sin esta sensibilidad y facultades para la estética del órgano
visual, el actor habrá, por fuerza, de confiar al acaso la selección de
su atavío, del de sus subordinados, del atalaje y decorado de la escena.
De la propia suerte que toda obra dramática debe ser, auditivamente, una
sinfonía, debe ser, visualmente, una armonía de color. Tanto como
cualquier otro factor, la manera de vestir y presentar una obra puede
determinar su éxito, y, en todo caso, es imprescindible para su plena
realización artística. No se alude aquí a las ricas telas y los muebles
de precio. Con rasos y tisúes y costosos muebles, todos hemos visto
obras que revelaban, en el director de escena, absoluta ausencia de
sentido artístico y de buen gusto. Por el contrario, es empeño hacedero
dar una sensación artística con telas baratas y un ajuar modesto. Es
cuestión de saber entonar el conjunto. Las pocas veces que en Madrid
hemos visto la escena artísticamente aderezada y las figuras
artísticamente vestidas no ha sido en los grandes teatros, sino en las
salas de variedades; cierto que de raro en raro. En este sentido,
Tórtola Valencia ha sido una iniciadora; iniciadora de un arte en el
cual ningún gran empresario ni actor ha tenido a bien iniciarse. Y, sin
embargo, los arreos de la Tórtola Valencia, vistos de cerca, en su
camarín, eran sobremanera humildes y simples. Porque así como el
protagonista de un cuadro es la luz, por cuya virtud todo se
transfigura, en la zona pictórica del arte escénico la realidad suprema
es igualmente la luz. Actor que ignore el goce de la luz y los secretos
de la luz con que ha de mostrarse en escena, será siempre un actor
deficiente. El actor ha de poseer sensibilidad y facultades
escultóricas, por las razones que hemos apuntado en nuestro último
ensayo. Ha de poseer también sensibilidad y facultades para todos los
géneros literarios. Tomemos, como ejemplo aclaratorio, la representación
de una obra cualquiera de Shakespeare. En ella hallaréis, de seguro,
muestra, y aun diremos modelo y arquetipo de todos los géneros
literarios: de la novela, por la manera de desarrollar la fábula y de
presentar los caracteres; de la literatura ética, sentenciosa y docente,
pues cada personaje encierra, al fin y a la postre, la síntesis de una
norma moral; de esa literatura, de todo punto sutil y casi etérea, que
llamaríamos platónica, cuya sustancia es el éxtasis del comprender, del
penetrar, del puro conocer, emoción intelectual, aunque estas dos
palabras, a primera vista, se dijera que no se avienen; de todas las
variedades de la poesía, la épica, la patética, la lírica en todos sus
visos y gradaciones, la bucólica, la satírica y la bufa sin intención
satírica, todas, en suma. Por esta razón, lectores y comentadores de
Shakespeare sostienen que este autor es irrepresentable. Pero es que
toda obra que merezca la pena de representarse es igualmente
irrepresentable.
Sin la satisfacción de todas las exigencias enumeradas, no imagino cómo
pueda haber un actor perfecto. Ni tampoco imagino cómo pueda haber
hombre capaz de satisfacerlas.
A causa de la ilimitación de la materia estética que se le ofrece, el
actor está condenado a no alcanzar la perfección del arte escénico. Es
inconcebible el actor universal. Así como los pintores, aun los más
afamados, repiten de continuo un tipo de mujer, los actores, aun los de
mayor nombradía, en habiéndolos visto en dos o tres obras
características, están ya vistos para siempre. No crean nuevos
personajes; reproducen el tipo ya creado. Pues precisamente estos
actores son los que tengo por buenos, aun cuando, vulgarmente y con
error, se entienda que el buen actor ha de ser diferente de sí mismo en
cada obra. Si la perfección sólo se alcanza mediante la limitación
impuesta a la obra, siendo, como es, el arte escénico ilimitado, el
actor debe, en fuerza de estudio y con sumo tino, crearse a sí mismo una
limitación, si aspira a la excelencia, cuando no a la perfección.
El error de quienes entienden que el buen actor debe ser diferente de sí
mismo en cada obra, proviene de creer que el arte escénico es
simulación. El arte escénico, como cualquier otro arte, es,
fundamentalmente, sinceridad.
Si el arte del actor ha de ser, ante todo, sincero, henos aquí que al
primer paso tropezamos ya con la primera limitación que el actor debe
imponerse. Debe formarse un repertorio de aquellos caracteres dramáticos
homogéneos y semejantes, por la naturaleza de sus pasiones y la manera
de reaccionar ante la vida, a la sensibilidad del actor que ha de
representarlos, y a propósito para que hallen en las facultades de dicho
actor expresión cumplida y conmovedora. Es decir, que, lo primero, el
actor debe limitarse a vivir escénicamente aquellos caracteres que
convienen con el suyo, que le emocionan en lo más recóndito de sus
entrañas y le captan el espíritu en su totalidad. En la representación
de estos personajes le es lícito adoptar procedimientos realistas
(realistas, no naturalistas). Pero como quiera que la gran mayoría de
las creaciones no convendrán con su sensibilidad y facultades, y, de
otra parte, no podrá eximirse de representarlas (ya que el arte
dramático no se ha hecho para ofrecer coyuntura en que el actor vanidoso
se muestre, como imagina el señor Morano, sino con fines más
provechosos, altos y trascendentales), en casos tales el actor deberá
impersonalizar, despersonalizar al personaje en cuanto le sea dado,
deberá reducir la parte realista de la acción a una extrema sobriedad y
encomendar la expresión del carácter a la voz, a modo de eco de un
espíritu. Sara Bernhardt, en _Hamlet_, era no más que una estatua
inmóvil, tras de una bruma, y una voz, que no se sabía de donde venía.
He aquí un dechado para representar todo un linaje de obras de difícil
encarnación.
En resolución: limitación del actor por medio de la sinceridad.
Respecto a las demás exigencias que antes enumerábamos, la mayor parte
de ellas se satisfacen con laboriosidad y estudio.
Cuando el arte escénico es simulación, entonces carece de seriedad. Se
dirá que el teatro es una diversión, que al teatro se va a divertirse.
Quizá se añada que el arte ha sido un juego en sus orígenes y que
siempre conserva, en su esencia, algo de juego. Bien. Pero es que el
primer postulado del juego y la primera condición para el juego es la
seriedad. Seriedad que no consiste en la gravedad del rostro o en las
palabras severas, sino en una como graciosa enajenación de la propia
vida y voluntario sometimiento a una ley que nosotros no hemos
estipulado. Sin esta plenitud de entrega de nuestra vida y esta
disciplina a una ley rígida, no hay juego ni diversión. El juego, para
que sea juego, no se puede tomar en broma. La seriedad del juego puede
ir acompañada de la risa, pero no de la broma. Juego en que se hace
trampas, no nos divierte. Porque la trampa es la mayor falta de
seriedad; es la simulación, la insinceridad. Los juegos de azar son los
juegos más divertidos, porque son los más serios. Se juega en ellos
hasta con la muerte, y muchas veces la muerte gana la partida.
Pues bien: el arte dramático español contemporáneo y el arte escénico
español contemporáneo son tan aburridos (con raras excepciones) porque
son meras simulaciones, porque carecen de seriedad. Por eso el público
cada día se aparta más de los teatros, aburrido de las trampas.
El señor Morano se pone barbas postizas de todas las formas imaginables,
representa con naturalidad todos los personajes imaginables, se viste
con todos los colores imaginables, da todos los gritos imaginables, se
pone en todas las posturas imaginables haciendo todas las muecas
imaginables y eyaculando todos los estertores imaginables; pero el señor
Morano, como actor, carece de seriedad. Este es su único defecto.


[Nota: LA REALIDAD ARTÍSTICA]

CREEMOS SINCERAMENTE que los únicos valores positivos en
la literatura dramática española de nuestros días (nos referimos tan
sólo a los autores en activo, a los que proveen de obras los
escenarios), son don Benito Pérez Galdós, y, en un grado más bajo de la
jerarquía, los señores Alvarez Quintero y don Carlos Arniches. (No
aspiramos a imponer a nadie nuestra opinión. Cuantas opiniones se
sustenten a este respecto, nos parecen muy respetables).
Así como la obra dramática de don Benito Pérez Galdós es obra íntegra y
perfecta, en la cual la diversidad de elementos sociales, históricos,
éticos y estéticos se funden con rara armonía y grandeza, en la obra de
los señores Alvarez Quintero y de don Carlos Arniches, bien que no sea
de tan alta complexión como la obra galdosiana, se hallan vitalmente
encarnados cuándo unos, cuándo otros, algunos de aquellos elementos,
dándole, sin duda, una fuerza de continuidad y permanencia con que
presumo que ha de resistir los ultrajes del tiempo. La realidad y la
gracia son los elementos que, sobre todo, avaloran la obra de los
señores Alvarez Quintero y de don Carlos Arniches. En cuanto a la
realidad, me parece que son más densas de realidad las obras del señor
Arniches que las de los señores Quintero. En cuanto a la gracia, me
parece que la de los señores Quintero es de más noble alcurnia que la
del señor Arniches. No ignoro que habrá quien me salga al paso afirmando
que el pueblo bajo de Madrid y Andalucía no son tales y como aparecen en
la obra de don Carlos Arniches y de los señores Alvarez Quintero; que
estos autores inventan y falsifican a su placer. No seré yo quien lo
niegue. No conozco bastante al pueblo bajo madrileño ni la región
andaluza para dictar veredicto sobre su parecido o desemejanza con las
obras aludidas; ni me importa. Precisamente, ese mal llamado inventar y
falsificar es lo que, en términos de arte, se denomina crear. La
creación artística no se concibe que sea copia mecánica de la realidad
exterior, ni la realidad artística es tal realidad, por doblarse
meticulosamente a imitar la realidad exterior. La realidad artística es
una realidad _sui generis_. Las obras de arte son reales o no lo son,
viven o no viven, en virtud de un don peregrino de que está dotado el
verdadero artista, el don de crear, que no porque se ajusten o aparten
del modelo imitado. Para juzgar de la realidad de una obra no
necesitamos cotejarla con el modelo, ni siquiera se nos ocurre de
primera intención que haya podido tener modelo.
Hallábame yo en el estreno de _La Malquerida_, que, por cierto, fué
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