Las máscaras, vol. 1/2 - 01

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OBRAS DE R. PÉREZ DE AYALA
TINIEBLAS EN LAS CUMBRES. _Novela._ Publicada con el seudónimo «Plotino
Cuevas».
A. M. D. G. LA VIDA EN UN COLEGIO DE JESUITAS. _Novela._
LA PATA DE LA RAPOSA. _Novela._
TROTERAS Y DANZADERAS. _Novela._
LA PAZ DEL SENDERO. EL SENDERO INNUMERABLE. _Poemas._
PROMETEO. LUZ DE DOMINGO. LA CAÍDA DE LOS LIMONES. _Tres novelas
poemáticas._
HERMAN, ENCADENADO. Notas de un viaje al frente de guerra italiano.
POLÍTICA Y TOROS. _Ensayos._
LAS MÁSCARAS. Volumen II.


RAMÓN PÉREZ DE AYALA
LAS MÁSCARAS
VOLUMEN I
_GALDÓS_, _BENAVENTE_, _LINARES
RIVAS_, _VILLAESPESA_, _MORANO_
MCMXIX
EDITORIAL “SATURNINO CALLEJA” S. A.
CASA FUNDADA EL AÑO 1876
MADRID
PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADOS
PARA TODOS LOS PAÍSES
COPYRIGHT 1919 BY
RAMÓN PÉREZ DE AYALA
Imprenta Clásica Española.--Madrid.


LAS MÁSCARAS


[Nota: PREÁMBULO]
Considero que el presente volumen necesita de un breve preámbulo
explanatorio.
Compónese el volumen de varios ensayos sobre crítica teatral, aparecidos
aquí y acullá, en publicaciones de naturaleza y orientación nada
semejantes, con intersticios de tiempo, en alguna ocasión, de varios
años. Dada la diversidad de circunstancias y épocas en que fueron
escritos, pudiera presumirse que los ensayos carecen de criterio
constante y preciso. Sin embargo, ya ensamblados, y en conjunto, fácil
es echar de ver que se acomodan a la exigencia de la unidad, condición
primera para que un volumen, esto es, un mero agregado de páginas
impresas, se trasmute en una realidad superior del espíritu, en un
libro.
Hay tantas obras excelentes, y el azacaneo de la vida moderna consiente
tan corto vado en que leer las antiguas y consagradas, que reputo gran
alarde e impertinencia salir a la plaza pública con un nuevo libro, si
no se acompaña de justificación, o, cuando menos, excusa. Está excusado
el autor de un libro cuando, a falta de nuevos asuntos, ha enriquecido
un asunto tradicional con algunas ideas originales, fruto de la
meditación. Justificación no hay otra que la novedad del asunto. Un
asunto nuevo pide un libro nuevo.
Schopenhauer clasificaba a los escritores en tres categorías: los que
han meditado antes de ponerse a escribir, los que van meditando al
tiempo que escriben, y los que escriben sin detenerse a meditar. No he
de disimular, por falsa modestia, que la unidad de estos ensayos, tal
vez su cualidad única, demuestra que el autor había meditado sobre el
asunto, antes de aventurarse a esclarecerlo con algunas ideas
originales. Por ideas originales mías entiendo, en un sentido estricto,
ideas que han tenido origen en la espontaneidad de mi espíritu, y que
luego han adquirido expresión concreta, mediante el esfuerzo metódico de
mi inteligencia. En tal sentido, nada daña a la originalidad de mis
ideas el que se le hayan ocurrido a otros antes que a mí, como es
probable que suceda con la mayor parte de ellas. Esto, en cuanto a la
excusa con que va acompañado el presente libro.
No satisfecho con excusarlo, aspiro, por añadidura, a justificarlo en
alguna medida.
A primera vista, el teatro se nos presenta como uno de los asuntos de
especulación literaria más viejos y agotados; pero, si bien se mira, el
teatro es un asunto estético nuevo. Los géneros literarios, tal cual hoy
existen, han cristalizado en formas definitivas. No se vislumbra que
evolucionen hacia otras normas, distintas de las clásicas. Sólo hay una
excepción: el teatro. Que el teatro se halla en un período de transición
fuera de España, es evidente. No falta quien preconice ese presunto tipo
de teatro, que aun está en gestación, como el género literario por
excelencia de un futuro próximo. Consecuentemente están en alguna manera
justificadas cuantas contribuciones, serias en la intención, se
enderecen al estudio de la literatura dramática y del arte escénico, que
tal es el propósito del presente libro.
El sucinto ensayo sobre _Casandra_, de Galdós, que va el primero en este
libro, es también la primera crítica teatral que he escrito en mi vida.
_Casandra_ se estrenó en la temporada teatral 1909-1910. Mi artículo de
crítica apareció en la revista _Europa_, dirigida por don Luis Bello, y
fué reproducido en algunos periódicos y revistas. Todas mis ideas y
orientaciones sobre la naturaleza del arte dramático se contienen en
este primer ensayo. Mi segunda crítica de teatros, por orden
cronológico, fué sobre _El collar de estrellas_, de don Jacinto
Benavente, recogida en este libro. De una a otra corrió un intervalo de
cinco años. Cuando apareció en la revista _España_ mi crítica sobre _El
collar de estrellas_, algún escritor malicioso la atribuyó a
animadversión que yo sentía contra el señor Benavente, por no sé qué
fútiles motivos del momento. El lector cotejará mis dos primeras
críticas, en donde hallará las mismas ideas esenciales, sintéticamente
apuntadas en la una, ya que a la sazón eran ideas nacientes, más
afirmativas y desarrolladas en la otra, como ideas maduras y firmes que
son. La coincidencia no obedece a que en el punto de escribir sobre _El
collar de estrellas_ tuviera presente aquel breve ensayo sobre
_Casandra_, sino que en el entretiempo había consagrado no pocos afanes
y diligencia a ahondar en el problema del arte dramático, habiendo
logrado coordinar un esbozo de teoría, basada en la interpretación y
análisis del _Otelo_, de Shakespeare, la cual forma parte de mi novela
_Troteras y danzaderas_, publicada dos años antes del estreno de _El
collar de estrellas_. En un libro que ha sido escrito con perfecta
honradez, como lo ha sido éste que ahora tienes ante ti, lector, y
cuantos anteriormente he dado a la estampa, debiera holgar toda alusión
a nonadas y pequeñeces, propias de gente ociosa y mordaz; pero lo
menguado de nuestro mundillo de las letras me obliga, aunque con
repugnancia, a entrar en estas explicaciones.
Una última advertencia: los estudios sobre Galdós y Benavente, que
forman este libro, son simplemente ensayos fragmentarios sobre una obra
particular o tanteos de interpretación de la obra general de aquellos
autores. Este libro es el primero de una serie dedicada al teatro y a
los autores teatrales. Mucho se me ha quedado por decir, así de Galdós,
como de Benavente, que diré en volúmenes venideros.
Entre los ensayos que ahora publico, hay dos (coloquio con ocasión de
_La leona de Castilla_ y _La maja de Goya_, dramas poéticos del señor
Villaespesa), harto ligeros y palmariamente escritos en chanza. Los
he puesto, a manera de interludio y de fin de fiesta, para divertir
al lector del curso de tantas disquisiciones, acaso demasiadamente
trascendentales, con el contraste y respiro de un tema cómico, como lo
es siempre un drama poético del señor Villaespesa.


[Nota: _CASANDRA_]

En el teatro Español se ha estrenado un drama; su
título, _Casandra_; su autor, don Benito Pérez Galdós.
Muchas de las personas que asistieron al estreno, señaladamente los
escritores profesionales y los críticos de oficio, los _plumíferos_, no
se han enterado. No parece sino que lo específico en las tales personas
(la pluma) posee la virtud de la impermeabilidad.
La pluma de los gansos, y, en general, la de los palmípedos, disfruta de
la propia virtud.

[Nota: GRAVEDAD Y PESADEZ]
_Defectos que apuntó la crítica en el drama «Casandra»_: Lo primero, hay
una rara unanimidad en calificarlo de _pesado_. El concepto de la
pesadez literaria es harto subjetivo, de relatividad suma. No existe una
escala de pesos específicos para las obras del espíritu, como la hay
para los cuerpos físicos. La llamada pesadez depende del interés, y éste
de la comprensibilidad del público. Toda obra literaria será interesante
en la medida que encaje dentro de las categorías intelectuales y
sentimentales de los espectadores. Lo no comprendido, o no sentido, es
lo no interesante. ¿Cómo ha de asombrarnos que _Casandra_ parezca pesada
a varios críticos?
Oyendo _Casandra_ advertimos que sobre nosotros gravita la sensación de
una gigantesca majestad y magnífica grandeza; mas nada tiene esto de
común con ese reconcomio hostil o despectivo a que la pesadez literaria
nos mueve.
Otro punto en que hay unanimidad crítica: los herederos de doña Juana,
con la codicia por todo móvil volitivo, son antipáticos; doña Juana,
contrariamente, es una figura que, equivocada o no en sus ideas, por su
entereza moral, merece nuestra simpatía. Así es: los unos resultan
antipáticos; simpática, en cierto modo, la otra.

[Nota: UNA CLASIFICACIÓN]
La producción normal artística puede clasificarse en tres linajes:
soslayada, sentimentalista e intelectualista (Azorín y Baroja,
verbigracia); semirrealista, rápidamente intuitiva (de _intuere_, ver),
en un abrir y cerrar de ojos, pudiéramos decir (Blasco Ibáñez); lateral
o parcial, de tesis previa (Dicenta). Los que practican la primera,
suelen ver y entender; pero al hacer derivan la actividad creadora hacia
el sentido personal, dando a la obra artística un contenido de emoción
sentimental o de comentario, de insinuación, que no existe en la
realidad externa. Son poco objetivos. Insuflan su espíritu en las cosas
ambientes, y de aquí que cuanto producen sea--más o menos expresivo--un
índice autobiográfico. Otros ven de las cosas no más que lo plástico y
superficial, la sucesión aleatoria de líneas, masas y colores, sin
adivinar el ritmo interno ni oprimir la carne del mundo. Son objetivos
en demasía. Por último, hay quienes, por mala fe o por temperamento
apasionado, no ven sino un costado de lo existente. Escribirán obras
tendenciosas y sectarias. Uno de estos últimos os hubiera presentado a
los herederos de doña Juana llenos de cualidades atractivas y heroicas,
y a la tía como nauseabundo basilisco, o viceversa, según lo que se
hubiera propuesto demostrar. ¿Hubiera estado bien?
Por encima de la producción normal está la supernormal, la genial. En el
alma del creador de genio muévense con igual desembarazo las criaturas
reputadas de malas y las que consideramos buenas, obedeciendo a la ley
de su desarrollo lógico, no a una tiranía externa y caprichosa; de
manera que, entre todas, componen una armonía natural y profunda. Hijas
son todas del mismo padre, el cual, así como ajenado de la conducta de
sus criaturas, una vez que las formó, permanece con un noble gesto de
serena eternidad. ¿Podéis decirme si en Shakespeare o en Galdós existe
alguna vez el propósito previo de hacer odioso a tal personaje o amable
a tal otro? Yago y doña Juana Samaniego son microcosmos, pequeños
universos morales, representan un sentido de la vida, y son de tan bien
urdida hilaza que nos fuerzan a considerarlos y admirarlos según su
valor. Dentro del creador de genio observaremos siempre absoluta
impersonalidad y un a modo de respeto divino a la norma fatal que seres
y cosas llevan dentro de sí. Tal es el eterno problema de la vida. ¿Por
qué hemos de pedirle a Pérez Galdós que nos plantee en sus dramas nuevos
problemas? Equivaldría a solicitar de él que rompiese el equilibrio de
la vida humana poniendo su corazón como en un platillo de balanza. No.
Presentemos la realidad tal cual es, si bien con luz más viva, luz que
mana de la síntesis artística. Y que el espectador sesudo y atento
desentrañe el problema.

[Nota: EL PROBLEMA DE «CASANDRA»]
Por lo que atañe a _Casandra_, el problema se muestra transparente,
claro. Los sobrinos de doña Juana representan dos órdenes de actividad
económica: agricultura e industria. Son laboriosos, inteligentes,
cultos. Tienen ambiciones: hoy por hoy, la ambición es el estimulante
del trabajo. Doña Juana encarna la vida contemplativa. He aquí el
problema de los problemas. La vida contemplativa es el polo negativo, es
la anulación de la especie, es reducir el universo a la incógnita de
salvar la propia alma individual, es tomar la existencia terrenal como
tránsito efímero y senda pedregosa que conduce a la inmarcesible
ventura. La vida activa es el polo positivo, es la consagración del
esfuerzo, es poner el último fin del perfeccionamiento individual en el
perfeccionamiento y futuro bienestar de la especie, y es trasplantar los
árboles que dan tibia sombra en los edenes del Eterno a los pegujares
del hombre de buena voluntad que trabaja aquí abajo. ¿Que el agricultor
y el industrial son codiciosos? Bien. ¿Hemos de amarles menos por eso?
¿No les basta, como títulos que reclaman nuestro amor, la voluntad de
crear nuevos bienes? De otro lado, ¿que doña Juana es desprendida y es
abnegada en cuanto se le toca a salvar su alma? Bien. ¿Hemos de amarla
más por eso? ¿No es bastante, para que la repudiemos, el que nos induce
a la negación de la vida? Claro que doña Juana se nos muestra con una
perfección moral propia, si se la coteja con sus sobrinos. Pero es una
perfección aparente tan sólo, y, desde luego, es una corrupción social y
un morbo de tal índole que daría al traste muy presto con el organismo
colectivo más recio. Imaginad una sociedad en donde todos los elementos
capitalistas tengan los ojos en blanco por mantenerlos desleídos en el
reino interior o en las sombras ultraterrenas. ¿Qué acontecería? Que la
riqueza creada, sin cuyo amparo es punto menos que imposible crear otra
nueva, afluiría a las manos tenebrosas de los gestores de la
bienaventuranza, dejando huérfanas de toda protección a las actividades
vitales, cuyo oriente es el mejoramiento humano. Agricultor e
industrial, en el drama _Casandra_ piensan en sus hijos, viéndose
burlados y sin blanca por la doña Juana, la cual transmite su fortuna a
ciertos ociosos institutos, compuestos por gente contemplativa. ¿Hemos
de ser tan romos que entendamos los hijos de la carne? No: los hijos son
los trabajadores, son los labradores, son la nación entera; son, en
último extremo, los campos yermos y los talleres vacíos.

[Nota: EN SUMA...]
En suma: los sobrinos de doña Juana, con todos sus defectos, son la
fecundidad social; doña Juana es la esterilidad social.
¿Acaso Pérez Galdós nos informa por gusto y a humo de pajas de que doña
Juana fué estéril en sus entrañas? ¿No significa nada esa terrible
maldición que abochornó a las mujeres en todo tiempo, y contra la cual,
si no estoy mal enterado, son abogados sinnúmero de celestiales
patronos; San Gil, San Renato, San Esteban y San Antonio de Padua?
Todo viene al mundo con la misión de propagarse. Cuando esta misión se
frustra, a causa de la esterilidad, diríase que se rompe la congruencia
y armonía cósmicas. Si el ser estéril es consciente, siéntese como
enquistado e inútil entre el tejido jugoso y prolífico que le envuelve,
y, por natural inclinación, desdeñando la vida finita que él no puede
perpetuar, imagina un orden más alto de vida, del otro lado de los
umbrales de la muerte. Esterilidad... Su agrura desentona en el
concierto universal; torna acedo el ánimo del ser estéril y le hace de
condición dañina. Es un fenómeno que podemos observar cotidianamente en
el ganado mular y en los criticastros.


[Nota: _SOR SIMONA_]

Procuremos precisar varios puntos. Precisarlos, nada
más, y tan brevemente como nos sea dado. Se trata de incidencias en
torno al estreno de _Sor Simona_, drama de don Benito Pérez Galdós.
Primero: un hecho y sus interpretaciones.

[Nota: EL HECHO]
Al finalizar cada uno de los actos de _Sor Simona_ el público rompió en
un aplauso férvido, vehemente, desapoderado.
Permítaseme hacer, entre paréntesis, una declaración sentimental.
Conozco pocos espectáculos tan patéticos como esos instantes, obligados
ya, y, como quien dice, litúrgicos, de todo estreno o representación
galdosiana, en que, apenas cerrada la cortina sobre la creación
escénica, vuelve a alzarse ante el creador, quien, adelantándose
premioso y ciego, guiado en una manera de veneración filial por sus
criaturas, llega hasta el proscenio y allí permanece inmóvil y rígido,
con esa su prestancia perdurable, maravillosa, a despecho de la
pesadumbre de los trabajos y de los días, en tanto que del público se
levanta al vuelo una bandada copiosa de corazones que va, con aletazos
sonoros e impacientes, a circuirle la cana sien, como corona alada en
redor de una torre. Son momentos de emoción tan profunda e inefable, que
provocan las lágrimas.

[Nota: LAS INTERPRETACIONES]
El aplauso con que fué recibida _Sor Simona_, ¿era aplauso de
entusiasmo? O ¿era aplauso de amor? Esto es: ¿se aplaudía esta obra
concreta, _Sor Simona_? O ¿tal vez se aplaudía la larga y fecunda
historia literaria del autor? En suma: ¿gustó o no gustó la obra? A
juzgar por lo que, con mayor o menor sutilidad, se ha dicho en casi
todas las críticas teatrales de los diarios, la obra no gustó gran cosa,
y el público no aplaudía _Sor Simona_ precisamente, sino al autor de
otras hermanas mayores de esta andariega monjita. Mi sagacidad,
perspicacia, clarividencia, don penetrativo, o de segunda vista, no
alcanzan a obrar el milagro de sorprender los ocultos designios del
público. Pero no me cabe duda que hubo personas a quienes la obra no
gustó. Desde luego, la mayor parte de los críticos. Tampoco les debió de
hacer mucha gracia a la llamada gente de teatro. Esto es ya una
historia vieja que data de las primeras obras de don Benito Pérez
Galdós, y va para largo. Después del primer acto de _Sor Simona_, un
autor dramático me decía: «Esto no es teatro. El teatro es otra cosa.» Y
pensé yo: «Si esto no es teatro, peor para el teatro.» Pero, además, sí
que es teatro. Así ha sido siempre el teatro, y así seguirá siendo
mientras haya teatro. Por lo que atañe a mi opinión personal, tengo a
_Sor Simona_ por tan excelente como el resto de las obras dramáticas
galdosianas.

[Nota: LA INCOMPATIBILIDAD]
Sí, es ya historia añeja esa incompatibilidad entre don Benito Pérez
Galdós y el mundillo teatral (autores y cómicos y los más de los
críticos). Digamos las cosas claras. Este mundillo teatral opina que la
obra dramática de don Benito Pérez Galdós es toda ella un tanto pesada,
un tanto aburrida, un mucho inocente, pueril, y, por lo tanto, poco
seria. A su vez, por lo que se desprende del concepto de sus obras y del
prólogo con que acompañó algunas de ellas, don Benito Pérez Galdós opina
que lo que el mundillo teatral entiende por arte teatral, y las leyes
por que este mundillo se rige, son una balumba de artificios aburridos,
inocentes, pueriles y poco serios. ¿Cuál de los dos antagonistas estará
en lo cierto? Me han asegurado que cuando don Benito Pérez Galdós
escribió su primera obra teatral no había asistido nunca a un teatro, y
de entonces acá, rarísimas veces. Con esto se explica la
incompatibilidad. Don Benito Pérez Galdós llega a un antro poblado de
sombras y ficciones, desde el universo de realidades vivas que la luz
acusa de bulto. El dice: «Aquí no se ve. Que abran más la puerta.» Y las
de dentro dicen: «Con esa luz cruda no se ve. Que cierren la puerta.» El
mismo Galdós presenta teatralmente este fenómeno en una escena de _Alma
y Vida_, obra admirable... que no gustó a los críticos. Se trata de una
fiesta en un jardín versallesco, en donde cortesanos y damas representan
una pastorela a la manera pulida y remilgada de la literatura bucólica,
disfrazados, con elegancia y primor sumo, de pastores y pastoras. Y
acontece que llegan allí, por ventura, pastores y pastoras de verdad,
los cuales no echan de ver que aquellos señores se hallaban
contrahaciendo la vida pastoril, así como tampoco los cortesanos pueden
creer que los pastores son tales pastores.
Conocí yo a un hombre, extraño en sus aptitudes y habilidades, que
comenzó por imitar el rugido del león, y llegó a extremos de tanta
pericia, que rugía mejor que los propios leones. Se entenderá esto
último cuando añada que, hallándose este hombre extraño en la casa de
fieras del Retiro, el león tuvo la osadía de rugir a su modo, a lo cual
el hombre se encaró muy irritado con el león, y le increpó con estas
palabras: «¡Muy mal! ¡Muy mal! No se ruge así. Se ruge así», y se puso
el hombre a rugir como se debía rugir. El peligro de toda ficción no
está tanto en fingir cuanto que a la larga se toma la ficción por
realidad permanente. Y en esto consiste, sobre todo, la falta de
seriedad y la puerilidad de las acciones: en tomar por realidad
permanente una ficción. Otro peligro de la ficción es el contagio. Y
así, ese foco de ficciones, que hemos denominado mundillo teatral--que
no es que sólo exista en Madrid, sino que existe en otros lugares y ha
existido en otros tiempos--, propaga su contagio al público que
habitualmente asiste a las representaciones, infundiéndole una segunda
naturaleza, una naturaleza teatral, en el peor sentido de la palabra. He
aquí un caso muy semejante al del león, sino que acaeció en la remota
antigüedad, en la época del teatro griego. Cuéntase que un actor tenía
que imitar en una farsa el gruñido del cerdo; pero sus gruñidos no le
daban al público impresión de tales gruñidos, y, consecuentemente, le
acarreaban al farsante todos los días una tormenta de rechiflas y
chacotas, acompañadas de pepinos y otras cosas arrojadizas. El actor
juraba y perjuraba que aquellos gruñidos eran dechado de perfección
imitativa, o mimética, como decía un crítico de entonces, Aristóteles de
nombre. Y el público continuaba negando que los gruñidos del infortunado
actor estuvieran tomados del natural, pues había oído gruñir a otros
grandes y aplaudidos actores y sabía a qué atenerse. Mas he aquí que un
día, cuando más tumultuosa era la baraúnda movida por los mal imitados
gruñidos, el actor se adelantó al público, y, extrayendo de debajo del
palio un lechoncito, se lo mostró, haciéndole ver que no había gruñido
él, sino un cerdo de carne y hueso.

[Nota: LA SERIEDAD]
A mí me sucede también que el teatro, en general, me aburre. Voy a un
teatro, y se me figura que todo aquello carece, fundamentalmente, de
seriedad. (Echemos por delante que entre las excepciones en que el
teatro es asunto de esencia seria y humana se cuentan todas las obras de
don Benito Pérez Galdós. Digamos, de paso, que la finalidad de esta
serie de ensayos no es otra que contribuir, siquiera sea en corta
medida, a que el teatro se oriente en un sentido de mayor seriedad.)
Bien que suene a paradoja, en el hombre la falta de seriedad suele ser
casi siempre un ponerse demasiado serio, un tomar demasiado en serio lo
que no es acaso bastante serio, y señaladamente, tomarse demasiado en
serio a sí propio y cuanto a uno le atañe, imaginando realidades
permanentes y universales aquellas circunstancias en la vida de uno
mismo que, por naturaleza, son personales y efímeras. El hombre sólo
puede ser tomado en serio en aquella zona de su ser que se relaciona con
los demás hombres, o en donde se engendran normas aplicables a los demás
hombres. En todos los otros casos de su vida y personalidad, el
espectador, es decir, otro hombre, aun cuando simpatice con él, es
imposible que entre en situación, como se dice en términos teatrales, ni
que le tome fundamentalmente en serio. Hemos dicho, en alguna ocasión,
que la seriedad no es sino un sometimiento a una ley superior a nosotros
mismos, a una cierta fatalidad. Por eso el juego puede ser cosa seria.
Lo que no es serio es la simulación, la ficción que se ofrece como
realidad, la trampa. Y hemos advertido que el peligro de la ficción está
en que se concluye tomándola, de buena fe, como realidad permanente.
Toda nuestra vida sentimental está tejida con ficciones que reputamos
realidad permanente y tomamos demasiado en serio. Al cabo de algún
tiempo, emancipados ya de una ficción, nos maravillamos de haberla
tomado tan a pecho y nos reímos, a veces con benevolencia, a veces con
rubor, de nosotros mismos. Cotidianamente, en el comercio con nuestros
semejantes, les vemos atosigados por conflictos y ficciones efímeras,
que ellos toman por lo trágico, y suponen que es la realidad permanente,
porque no se toman el trabajo de salir de sí propios a contemplarse en
una relación general humana. Los niños, las mujeres, acostumbran tomarlo
todo demasiado en serio, y gritan o lloran a pretexto de nonadas, que
nos hacen sonreír, bien que casi siempre lo disimulemos en razón de la
ternura que nos inspira su candor y la compasión con que nos mueven,
viéndoles reducir el universo y el futuro al estrecho horizonte de su
corazón desolado. El hombre continúa siendo niño en gran parte, y es, en
parte, femenino, aun el ánimo más entero y viril; pero ha perdido el
candor, y en trueque de esta grave pérdida le exigimos que el horizonte
de su intelecto sea más dilatado que el de un corazón infantil o
femenino. Es decir, que para que el hombre sea serio y se le tome en
serio se le pide que la inclinación humana a tomar demasiado en serio y
como realidad permanente y total las minucias personales y pasajeras la
corrija con el sentido común, no tomando en serio sino aquello que puede
ser objeto de un común sentir y convertirse en norma humana, en ley.
Ante la falta de seriedad de la mayor parte de los hombres, los hombres
serios han adoptado diferentes posturas, que se pueden reducir a tres.
La primera, una especie de tolerancia intelectual, que proviene del
comprender, y se traduce en una forma superior de la sonrisa, tan cauta,
que los hombres poco serios, por exceso de seriedad, ni se percatan
siquiera, y presumen que se les toma en serio. Es lo que se llama
ironía. Segunda, una especie de simpatía sentimental y cordial hacia la
falta de seriedad de los demás hombres, y un como deseo arrebatado de
estrechar la hermandad humana, tomando en serio su falta de seriedad, y
dejando de tomarse en serio a sí propio. Es lo que se llama humorismo.
Tercera, una especie de vehemencia intelectual por emplear la
inteligencia propia en aquello en que los demás no la usan, o sea, en
corregir la falsa y vana seriedad, reduciendo la infatuación personal a
su justa medida y señalando las ficciones como tales ficciones. Es lo
que se llama sátira.
En la mayor parte de los casos, el autor dramático vulgar escoge, como
modelo de sus obras, aquella porción de la humanidad formada por
personas poco serias, por exceso de seriedad. Si hiciera esto con el fin
de aplicarles, docentemente, la medicina de la ironía, del humorismo o
de la sátira, escribiendo comedias del tipo clásico o farsas, bien
estaría. Pero ocurre que el autor suele ser también persona poco seria,
que toma en serio lo que no es serio, acepta las ficciones como
realidades y pretende que los demás las aceptemos igualmente. Es ya un
lugar común que no puede haber teatro sin pasión, y, viceversa, que una
pasión cualquiera basta para llenar una obra dramática. Error. Para que
la pasión pueda ser tomada en serio se necesita que llene una de estas
dos condiciones: que su objeto sea de interés humano, o que esté sentida
de una manera genéricamente humana, en cuya expresión vayan implícitas
todas las maneras individuales de sentir la misma pasión. Prueba de que
la pasión no es digna de que se la tome en serio, si no se somete a
estas condiciones, he aquí dos que se refieren, respectivamente, a los
dos extremos. Uno, la pasión de una solterona por un perro de aguas, aun
cuando sea, y, a veces, lo es, tan intensa y avasalladora, como la de
Julieta por Romeo. Otro, amor es la pasión más comúnmente
experimentada; con todo, los gestos de amor en el prójimo, las parejitas
amarteladas, los versos _a ella_, y mil apasionados desatinos de este
jaez, no inducen a nadie a que los tome en serio y por lo dramático, a
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