Las máscaras, vol. 1/2 - 03

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lejos llevan su propia fatalidad, aquellos que más desarrollan su propia
naturaleza. El mejor veneno es aquel que sobrepuja y repele toda suerte
de contravenenos. El mejor contraveneno es aquel que destruye toda
ponzoña. Cuando se menciona a los dos ladrones crucificados a diestra y
siniestra de nuestro Redentor, se incurre, ordinariamente, en
anfibología de concepto y defecto de dicción. Dimas, el que se conoce
por el «buen ladrón», es precisamente el mal ladrón; por eso fue santo.
Malo en cuanto ladrón, por haberse arrepentido; tan mal ladrón como mal
cuchillo el que se mella, aun cuando sirva para espátula. Lo que se
quiere significar es que aquel mal ladrón era un buen hombre. Pero la
denominación es tan defectuosa y arbitraria como si de un remendón
chabacano, por lo demás intachable en su vida privada y familiar,
dijéramos «el buen zapatero».
Procuremos ahora extraer algún corolario de todos los ejemplos
anteriores. Observamos que, en la creación, cada ser y cada cosa,
tomados individualmente, obedece a una fatalidad que le ha sido
impuesta; cada ser y cada cosa no es sino la manera aparente de obrar de
un principio elemental, cuya última raíz se alimenta de la sustancia
misteriosa del Creador. Pues esta conciencia de los elementales, es el
espíritu liberal. El lobo es antipático a la oveja, y la oveja es
antipática al lobo. Pero con perspectiva dilatada, más arriba aún de la
estrella Sirio, desde el sitial de la voluntad divina que los creó a
ambos, desde el manantial de origen, oveja y lobo son amables en la
misma medida. Pues esta simpatía cordial con cuanto existe, es espíritu
liberal. Tanto derecho tiene la oveja a no dejarse devorar, como el lobo
a devorarla. Por eso dijo un filósofo, con gran penetración, que «el
drama de la vida y de la historia no está planteado entre lo justo y lo
injusto, sino entre dos maneras contradictorias de justicia». Pues esta
creencia en la justicia que a cada cual asiste de ser como es, y el
respeto a todas las maneras de ser, esto es espíritu liberal. Todo es
bueno en cuanto obedece a su naturaleza y cumple el fin a que está
destinado. Lo mejor es lo más eficaz, dentro de su acción, oficio o
menester. Pues este buen deseo de que la infinita diversidad de
actividades logren el máximo desarrollo y eficacia, es espíritu liberal.
Así es la creación, así es el mundo, así es la vida, así es una buena
novela, así es un buen drama.
Yo ya sé que la vida no es así en ciertas novelas y dramas; por ejemplo,
las novelas de don Ricardo León y las comedias de don Jacinto Benavente.
Hay autores que le enmiendan la plana al Creador y arreglan a su modo
las leyes universales. En un examen superficial, pudiera parecer que si
le hubieran encargado a un León o a un Benavente hacer el mundo de la
nada (que es como esta clase de escritores hacen sus obras, de la nada),
las cosas andarían mejor gobernadas y más en orden de lo que ahora
están. No lo creáis. ¡Estaríamos apañados si la divina Providencia se
abanderizase definitivamente en el partido de las ovejas o en el de los
lobos! Hasta al más insignificante juez pedáneo le pedimos
imparcialidad; esto es, que se ponga con la intención en el caso de cada
litigante. ¡Qué grado infinito de serenidad por fuerza hemos de imaginar
en el autor y juez al propio tiempo de todas las cosas!
Si la novela y el drama son las artes que más tienen de creación, el
novelista y dramaturgo serán los que más se asemejen al Creador. Luego
para ser propiamente creadores, la levadura de su genio ha de ser un
generoso espíritu liberal. Algunos exégetas y hermeneutas de Cervantes
han descifrado en sus obras no sé qué sistema sutil de ideas liberales.
Si con esto se quiere afirmar que Cervantes era partidario del
matrimonio civil, del sufragio universal o de la secularización de
cementerios, así, expresamente, la afirmación es harto discutible. Pero
que Cervantes era un espíritu liberal, en el sentido que hemos expuesto,
¿qué duda cabe? Repitamos, sin temer la saciedad, que el espíritu
liberal consiste en mirar al lobo con ojos de lobo, y a la oveja con
alma de oveja; a Monipodio, con criterio de Monipodio, y no con criterio
de golilla; en ver en Don Quijote un cofrade de nuestra misma orden de
andantesca caballería; en contemplar a Sancho con ojos de Sancho, y a
Maritornes como ella se veía en el espejo; en suma: en mirarlos a todos
como a nosotros mismos. Probablemente simpatizaréis más con unas que
con otras de las figuras o personajes cervantinos; pero es seguro que su
padre, en el momento de engendrarlas, simpatizó con todas por igual.
Otro tanto diremos de los personajes galdosianos. Habréis oído alguna
vez que Pantoja o doña Juana Samaniego son simpáticos, que tienen razón.
¡Naturalmente que son simpáticos y que están cargados de razón, si se
pone uno en su caso! Como que en Galdós no hay monstruos, como no los
hay en Cervantes, ni los hay en la creación. Porque esto de la
monstruosidad es una cosa muy relativa. Figuraos que un dragón de siete
cabezas y un chorlito se encuentran por primera vez. El chorlito piensa:
«¡Qué monstruo! Tiene siete cabezas.» Y, de su lado, el dragón dice
entre sí: «¡Qué monstruo! No tiene más que una cabeza, y esa, diminuta.»
Pero el Creador juzga al dragón conforme a la ley de los dragones, y al
chorlito, conforme a la ley de los chorlitos; a cada cual según su ley.
En esto se asemejan el novelista y el dramaturgo a Dios. El espíritu
liberal y la facultad creadora vienen a ser una cosa misma. El Creador
imprime en el tuétano o más encerrada sustancia de cada criatura un
anhelo simple, un elemental, una ley o arquetipo. Según se acerque más o
menos a la plenitud de su arquetipo, afirmando su propia ley íntima,
cada criatura es más o menos buena, sobreentendiéndose que siempre es
buena en alguna proporción. Bondad vale tanto como derecho que cada cual
tiene a existir tal como es. El espíritu liberal o facultad creadora
procura como fin excelso y único de la vida la plena expansión de la
personalidad, de cada personalidad. Y veréis cómo aspirando cada ser y
cosa a esta plena expansión de la personalidad, y cómo siendo
innumerables y contrarias las unas a las otras, cuanto más se acusen las
diversas personalidades y con más claridad se defina la oposición, con
tanta mayor naturalidad sobrevendrá la solución o el equilibrio de
tendencias y leyes entre sí adversas, de donde se concierta la gran
armonía universal. Si en efecto, la personalidad de la oveja es de
mansedumbre y voluntad de sacrificio, realizará la plena expansión de su
personalidad, con el goce o satisfacción consiguiente que esta plenitud
trae aparejado, al encontrarse con el lobo. ¿Sonreís escépticamente?
¿Qué otra cosa significa el espíritu de sacrificio? ¿Qué otra cosa
significa la corona triunfal del martirio? ¿Cómo se las hubiera
arreglado el gran autor del drama universal, el creador del mundo, para
que hubiera mártires, si al tiempo que el mártir no hubiera creado el
verdugo? Suprimid a Judas, y ya no hay drama de la Pasión. Si el Supremo
Hacedor, a la manera de los malos novelistas y dramaturgos, no le
hubiera consentido a Judas alcanzar la plena expansión de su
personalidad, deshaciéndole sus planes inicuos, a fin de que el justo
triunfase, como sucede en los melodramas, se hubiera frustrado la
redención del género humano. ¿Qué culpa tuvo Judas? Judas era necesario,
era imprescindible, era uno de los contrarios que entraban en la
combinación de la tragedia del Gólgota. Tan necesario e imprescindible
como el oxígeno enfrente del hidrógeno para que haya agua, sin la cual
no podríamos vivir.
Lo opuesto a la facultad creadora y espíritu liberal, es la facultad
crítica y espíritu faccioso; o, con voz más amplia, espíritu
conservador. El espíritu liberal sostiene que todo es bueno, puesto que
todo obedece a algo y debe servir para algo. ¿Queréis un ejemplo de
admirable trascendencia? Recordaréis el viejo León de Albrit, al
«Abuelo» galdosiano. En su alma rinde culto al honor caballeresco y a la
limpieza de sangre, como las más altas normas de vida. Sobreviene una
catástrofe, que le rompe el corazón. Echa de ver, aterrado, que el honor
familiar, que la fuerza de la sangre y continuidad del linaje no son
nada, peor que nada. En la mente del «Abuelo» surge una comparación
despectiva, repugnante. El honor es lo más bajo, es lo más vil y sucio,
es... El «Abuelo» no osa pronunciar la fea palabra, busca un rodeo y
dice: «El honor es una cosa que sirve para abonar las tierras.» Ya
sabéis lo que es el honor en el sentir del «Abuelo». ¿Hay nada más
miserable y asqueroso? ¡Ah! Pero sirve para algo. Y no así como quiera.
Sirve para una de las funciones más nobles y reproductivas: para abonar
las tierras. Esto es espíritu liberal. Para el espíritu liberal, lo malo
es transitorio y relativo; aparece cuando las cosas son desencajadas de
su fin propio, o cuando se constriñe a los seres a que desvíen el curso
de su personalidad.
Por el contrario, para el espíritu faccioso y conservador, y para la
facultad crítica, en el fondo de todas las criaturas yace un mal
esencial. Llegan a esta afirmación por un procedimiento negativo,
juzgando cada ejemplar por las leyes de su contrario: al chorlito, por
las leyes del dragón, y al dragón, por las leyes del chorlito. Comparan
en lugar de penetrar. Y así, motejan en la oveja la falta de
independencia y de acometividad, y en el lobo la falta de mansedumbre. Y
a tal punto extreman esta comezón cicatera de corregir las obras de
creación que, en el conflicto entre la oveja y el lobo, desearían con
toda su alma que la oveja se comiese al lobo. Con lo cual resultaría, en
puridad, que la oveja era lobo, y el lobo era oveja; y todo estaba como
antes, porque la naturaleza no admite enmienda.
Si a la facultad creadora y espíritu liberal los hemos simbolizado y
encarnado, primeramente, en Dios, fuerza será simbolizar y encarnar el
espíritu faccioso y a la facultad crítica en su contrario el Diablo. Ya
en otro lugar hemos dicho que el jefe honorario de todos los partidos
conservadores del mundo es el Diablo. Entiendan los conservadores que me
leen que esto se dice únicamente en sentido alegórico.
No se me oculta que, a estas alturas de mi disertación, algún impugnador
me propondrá un serio reparo. Helo aquí: «Si para el espíritu liberal
todo es bueno, en cuanto es necesario, también serán para él buenos y
necesarios el espíritu conservador o faccioso y la facultad crítica.»
Respondo que sí. ¿Se concibe a Dios sin su viceversa, el Diablo; ni al
Diablo sin su viceversa, Dios? Escuchad las últimas palabras de _La loca
de la casa_: «Eres el mal, y si el mal no existiera, los buenos no
sabríamos qué hacer... ni podríamos vivir.» Lo cual sugiere que las
cosas son buenas miradas por la cara, y malas miradas por el envés, o
viceversa. Por el equilibrio inestable, se produce el equilibrio
estable. Todas las especies tienen los miembros pareados a derecha e
izquierda. Con una sola pierna no podríamos andar sino a brincos, ni
podríamos hacer alto por mucho tiempo. El brazo derecho es el órgano de
la acción. ¿Para qué sirve el izquierdo? ¿Está colgado del torso por
escrúpulo de simetría? El brazo izquierdo, de acuerdo con el derecho,
sirve... para la consumación de la actividad y de la armonía. Sirve
para abrazar. El espíritu liberal y el espíritu faccioso, Dios y el
Diablo, las dos Potencias que Íñigo de Loyola se representaba
plásticamente disputando el imperio de la humanidad, se darán al fin y a
la postre el abrazo de Vergara. Diré aún más. En la penumbra de la
conciencia del hombre se abrazan el Bien y el Mal, como la luz del día y
la sombra de la noche se mezclan en el crepúsculo. Aquí está el toque
que marca la diferencia entre la creación natural y la creación
artística. En la creación natural, la moral es natural, o, por mejor
decir, no hay moral. Los conflictos son luchas entre fuerzas materiales
y ciegas. Es el reinado del liberalismo absoluto, del verdadero sufragio
universal. El lobo obedece a la ley de la violencia, y el cordero a la
de renunciamiento. Pero en la creación artística, el conflicto se
traspone al terreno de la conciencia. El lobo, no sólo obedece a su ley,
sino que tiene conciencia de ella, la formula y hasta la eleva a
jerarquía filosófica, como vemos en las doctrinas nietzscheanas y
pangermanistas. Tanto vale decir que el lobo tiene conciencia de la ley
a que obedece, como que el hombre, impersonando el tipo lobo, se
posesiona de la conciencia lobuna. En la creación natural todo es claro
y resabido. Que el lobo es lobo, es bien claro. Que no estaría mal que
el lobo en ocasiones no fuera tan cruel, no es menos claro y resabido.
Un personaje de _La loca de la casa_ advierte: «Las cosas muy claras y
muy resabidas son para los tontos. Del misterio de las conciencias se
alimentan las almas superiores.» Porque en el misterio de la conciencia,
lidiando por encontrar coyuntura en que abrazarse y acoplarse en una
moral superior y fecunda se enfrentan el espíritu liberal, que justifica
al lobo, y el espíritu conservador, que lo reprueba. Y de este abrazo y
común concordia resulta que el lobo, sin dejar de ser lobo, es oveja.
¿Cómo? Volviéndose perro; lobo, para el adversario; oveja, para el
amigo.
Toda novela o drama que con dignidad ostente tal denominación debe ser
reflejo fidelísimo del espíritu liberal, en cuanto a sus elementos
componentes (llamadlo _realismo_, si gustáis; yo lo llamo _idealismo_),
y en cuanto a su desarrollo, debe ser conflicto de conciencia, o, al
menos, conflicto susceptible de ser trasmutado en conflicto de
conciencia. Es de sentido común que los elementos componentes de la
novela y del drama se ajusten a los modelos de la creación natural. Que
la piedra caiga y la pluma vuele es de sentido común. Como que
liberalismo no es sino sometimiento voluntario al sentido común. ¿Qué
son los grandes artistas, los creadores excelsos, sino sagaces videntes
del vasto sentido común con que se ilumina la conciencia universal, por
encima de las claudicaciones y absurdos de las conciencias singulares?
El sentido común cósmico se cierne sobre todas las criaturas, a la
manera de atmósfera, aire y luz, con cuya linfa impalpable respiran, y
los ojos se les despiertan al amable milagro de la visión. A todas las
pone en maridaje, aun sin ellas saberlo, las encadena, las liga, como en
un cuerpo invisible o unidad espiritual y religioso parentesco. En
Trafalgar, el primero de los _Episodios Nacionales_, leemos: «Churruca,
como todo hombre superior, era profundamente religioso.» Churruca, que
en vísperas de aquella batalla se daba cuenta de que era de sentido
común que los ingleses salieran victoriosos de los españoles. Y, sin
embargo, luchó y entregó su vida en holocausto de la fatalidad, de la
solución inexcusable, por otro nombre, sentido común. ¿Qué es religión,
en su alcance más íntimo y venerable? El respeto a la obra del Creador.
¿Qué es sentido común? Otro tanto. ¿Qué es liberalismo? Lo propio.
Si todas las grandes obras, así de la conducta como del arte, se
alimentan por modo arcano y difuso del espíritu liberal, cada obra en
particular plantea un conflicto concreto de liberalismo. Es decir, que
toda obra de arte nos inculca, de un lado, un sentimiento general e
indefinido de liberalidad, de aptitud para la comprensión amplia de
todas las cosas en conjunto; y, de otro lado, nos concentra la atención
sobre el problema determinado de cómo cierta fatalidad, hostil a las
demás criaturas en torno de ella, últimamente desemboca en el curso
caudaloso y ecuánime de la armonía universal. Esto es, de cómo el lobo,
sin dejar de ser lobo, puede trocarse en oveja, por ejemplo.
En _La loca de la casa_ se nos muestra destacado el aspecto económico
del liberalismo. Todos sabéis que el liberalismo, además de ser una
manera de enfocar la vida en un sentido complejo y tolerante, o una
modalidad de los espíritus, o una propensión sentimental, es una
doctrina económica y política. ¿Será ligereza afirmar que el apetito y
concupiscencia económica es el germen primero de toda especie de
liberalismo?
Henos aquí ante Pepet, una figura descollante en la comedia. ¡Y qué
transparente, como de cristal de roca, es la esfera de este carácter!
¡Qué regularidad y coordinación perfecta entre la hora que marca y el
mecanismo interior! Pues, con todo, ninguno de los otros personajes, a
excepción de Victoria, su mujer, se han tomado la molestia de examinar
por dentro la maquinaria. No han querido ver sino la caja, de acero
tenaz, que, aunque la tiren al suelo, el reloj no se para. Visto así por
fuera, con espíritu faccioso y facultades críticas, Pepet es un «bruto,
un vándalo, un don Judas de California, un Holofernes de manos puercas,
un hereje, un feroz vestiglo, un lobo», y otros calificativos del mismo
jaez, que le aplican, en la comedia, caballeros y señoras que con él han
tenido la desdicha de tratar.
Aceptemos por un instante que Pepet es eso. ¿Qué culpa tiene él?
Oigámosle hablar: «¿Soy acaso la naturaleza? ¿Soy yo quien ha hecho las
cosas como son? ¿Puedo yo mudar las causas, quitar y poner los efectos?
Si soy así, ¿qué remedio hay más que tomarme o dejarme?»
Pepet es un terrible ricacho. Está ya enormemente rico, y todavía su
solo afán es crear más y más riqueza. «Aseguro--dice--que el dinero es
bueno. Tengo bastante sinceridad para declarar que me gusta... que
deseo poseerlo y que no me dejo quitar a dos tirones el que he sabido
hacer mío con mis brazos forzudos, con mi voluntad poderosa, con mi
corta inteligencia.» En esto de la inteligencia, ya veremos después si
Pepet es tan corto como él mismo se pinta.
¿Qué es, según esto, Pepet? ¿Es la avaricia? No. Es algo anterior aún a
la avaricia: es el egoísmo, el sagrado egoísmo. Y ¿qué es el egoísmo?
Por lo pronto es una fuerza del mundo orgánico correlativa a la fuerza
de cohesión del mundo inorgánico. Sin la fuerza de cohesión las cosas
materiales se desmoronarían, se derrumbarían, se aniquilarían, volverían
a la nada primieva y letárgica. El egoísmo es la voluntad de vivir, de
robustecer y afirmar la propia personalidad. Su manifestación más simple
es el apetito. Cuando un hombre ha perdido el apetito, lo ha perdido
todo: la energía, el sentimiento, el pensamiento, todas las demás
facultades. Cuando un pueblo o una nación carece de unos cuantos Pepets,
que son al cuerpo social lo que los apetitos y voluntad de vivir al
cuerpo individual, indica que las demás facultades sociales, la voluntad
y energía políticas, la aptitud para las ciencias y las artes, o no
existen, o amenazan desaparecer, o malograrán su crecimiento. En la base
del liberalismo está el amor de la salud física, el cuidado por la
robustez del cuerpo. ¿Qué libertad de conciencia será valedera sin
equilibrio y satisfacción orgánicos? El enfermo, el flojo, el tibio, el
triste, el sospechoso, el desganado, el epiléptico, el místico, no gozan
ni pueden gozar linaje alguno de libertad de conciencia. «Mi salud es de
bronce. No sé lo que es estar enfermo. Nací para vivir mucho, y viviré.»
Así dice Pepet. Sin el egoísmo germinador y voluntarioso no puede darse
civilización próspera, y sin próspera civilización no hay cultura del
espíritu, sólida y satisfactoria. Bien lo ha comprendido Pepet, aun
cuando a sí mismo se declare corto de inteligencia. Estas son sus
palabras: «Como me he formado en la soledad, sin que nadie me
compadeciera, adquiriendo todas las cosas por ruda conquista, hállome
amasado con la sangre del egoísmo, de aquel egoísmo que echó los
cimientos de la riqueza y de la civilización.»
De la riqueza, de la civilización y de algo más, amigo Pepet. También de
la moral social, de la moral más firme y mejor asentada, como garantía
de orden y mutua inteligencia en el trato normal y cotidiano. Porque «el
progreso de la moral social no es otra cosa que la más clara conciencia
del egoísmo radical que todos llevamos dentro y el mayor valor para
declararlo en público; de manera que contrastándose egoísmo con egoísmo,
mi egoísmo con el del vecino, ceda cada cual en aquello que puede y debe
ceder. El progreso moral consiste en aprender a no engañarse y a no
engañar, precisamente por egoísmo. La caballerosidad, el honor, no son
sino la moneda admitida en los contratos o chalaneos de buena fe entre
varios egoísmos»[A]. Esto es, que el reloj marque bien la hora, de modo
que se pueda confiar en él. Si la caja es de acero, no importa. El
mecanismo secreto que hace andar las manillas, no importa. Lo que
importa es que marque bien la hora. Pepet, que es un gran negociante,
bien sabe que el engañarse a sí propio o engañar a los demás, el ser
_pillo_, en una palabra, es el peor negocio, negocio que tarde o
temprano conduce a la quiebra. Y así, el egoísmo, poderosa y
racionalmente sentido, se va traduciendo en las siguientes etapas de
evolución moral. No engañar a los demás: _sinceridad_. (Pepet afirma y
prueba repetidas veces su sinceridad.) No dejarse engañar por los demás:
_dignidad_. Ser esclavo del compromiso adquirido: _honradez_. «El primer
artículo de mi ley es cumplir estrictamente lo pactado», dice Pepet. En
otra ocasión dice que «su palabra es como el evangelio». Un hombre
esclavo de su palabra, difícilmente será un sentimental ni usará de
misericordia. «El segundo artículo de mi ley es no dar nada a nadie
graciosamente», dice Pepet, y añade: «la compasión, según yo lo he
visto, aquí principalmente, _desmoraliza_ a la humanidad. De ahí, viene,
no lo duden, este sentimentalismo que todo lo agosta, el incumplimiento
de las leyes, el perdón de los criminales, la elevación de los tontos,
el poder inmenso de la influencia personal, la vagancia, el esperarlo
todo de la amistad y de las recomendaciones, la falta de puntualidad en
el comercio, la insolvencia. Ustedes no ven las verdaderas causas del
acabamiento de la raza». ¿Y dices, amigo Pepet, que eres corto de
inteligencia? ¿Y dicen los demás que eres un bruto y un vándalo? ¡Oh!
¿Por qué no sobrevendrá en España una invasión de vándalos como tú?
Tienes razón, Pepet: el sentimentalismo habitual es el peor pecado,
porque es el pecado de acidia, padre de todos los pecados, y lleva hasta
el crimen de pobreza, padre de todos los crímenes.
[Nota A: _Troteras y danzaderas._ Novela por R. Pérez de Ayala.]
Pepet tiene sobre lo malo y lo bueno un criterio liberal. Bueno es lo
que sirve para algo cuando se emplea en aquello para que sirve. Malo es
lo que no sirve para el fin en que se emplea. Es decir, que lo bueno es
lo apto y lo eficaz, aprovechado mediante el trabajo. Es de sentido
común. Pepet no involucra la acepción de los términos. Al mal ladrón no
le llama buen ladrón aun cuando sea santo. Es mal ladrón, puesto que no
sirve para ladrón. Si Pepet se resolviese en robar por los caminos, no
se asociaría con un santo, sino con un buen ladrón. Pepet no transige
con el criterio faccioso que así desmoraliza a la humanidad y enerva a
los pueblos; ese criterio que, para indagar la aptitud y la capacidad
profesionales, lo primero que averigua es si el que ha de ejercer la
profesión comulga en las propias ideas facciosas, y si así resulta,
sirve para el caso, y si no, no. Al remendón chabacano, de vida privada
honesta, el espíritu faccioso le busca parroquia; y ¿qué más da, si
luego, por obra de sus zapateriles prevaricaciones, se suscita legión de
enojosísimas callosidades? Al licenciado que comulga y sabe ganar el
jubileo, se le concede una cátedra, aunque sea un bodoque. Y así
sucesivamente. Pepet se revuelve contra este desquiciamiento del orden
natural. «El que no puede o no sabe ganarlo, que se muera y deje el
puesto a quien sepa trabajar. No debe evitarse la muerte del que no
puede vivir. El náufrago, que se ahogue.»
Ante todo, la capacidad en el servicio. Es lógico; es de sentido común.
«Yo soy rudo--confiesa Pepet orgullosamente--, pero a manejar bien la
lógica, no me gana nadie.» Pepet no querrá sus muros fabricados con
plumas, ni sus colchones mullidos de pedruscos.
Por la manera de expresarse--anotemos esta breve disquisición al
paso--se diría que Pepet es un lector asiduo de Nietzsche. Algunas de
sus locuciones son casi traducción de otras del filósofo tudesco. Lo
peregrino es que, en el momento de estrenarse _La loca de la casa_,
Nietzsche era absolutamente desconocido entre nosotros. Algunos años más
tarde, Clarín fué el primero en hablar de él. ¡Pasmosa intuición del
genio de Galdós!
Las ideas de Pepet son de un radicalismo asaz exagerado. Le producen
malestar todas las variedades de la fauna eclesiástica, sacristanesca y
conventual. No es para sorprender. Se observa con regularidad el
fenómeno de que las personas que por el propio esfuerzo han acarreado
bienes de fortuna y creado riqueza de mucha entidad suelen profesar en
las ideas radicales; de la propia suerte que, cuando el dinero pasa a la
segunda generación y se convierte en hacienda heredada y abundancia
conseguida sin esfuerzo, los poseedores se entornan del lado de las
ideas reaccionarias. Pasa el liberalismo entonces a ser plutocracia. El
liberalismo de los ricos por conquista presenta dos caracteres: uno,
_radicalismo_, enemiga al grupo de los hombres que viven vida
contemplativa y mendicante; aversión instintiva y natural de la mano
activa a la mano muerta. El otro carácter es de _liberalismo económico y
político_. El creador de riqueza quiere que se le deje en libertad de
luchar, de conquistar, de crear. La divisa de todos los creadores de
riqueza es la misma de los fisiócratas y liberales manchesterianos:
«Dejad hacer. Dejad pasar. Que el Gobierno no se inmiscuya en las luchas
económicas.» El placer del creador de riqueza es la misma voluptuosidad
del crear. En cambio, el que ha tomado la hacienda heredada, sin la
experiencia de cómo se adquiere, teme, ante todo, que otros creadores de
riqueza, apuestos e impacientes, se la disputen y arrebaten. Este ya no
simpatiza con la libertad económica y con la inhibición gubernamental;
antes al contrario, pide al Estado leyes protectoras, monopolios,
privilegios, inmunidades con que gozar apaciblemente de sus riquezas,
las cuales, para él, no valen por la delicia de la creación, sino por
los deleites, honras y vanidades que con ellas se pueden mercar. El
riesgo que consigo lleva la hacienda heredada, es: 1.º,
económico--disiparla, malbaratarla por ignorancia del concepto de
precio--, y 2.º, moral--rebajamiento y corrupción del espíritu--. El
riesgo a que expone la creación de riqueza, es también: 1.º,
económico--la demasiada riqueza, la pérdida del concepto claro del
valor--, y 2.º, moral--endurecimiento de corazón.
Hay un personaje muy pintoresco en una de las últimas comedias de
Bernard Shaw[B]. Se trata de un perfecto sinvergüenza, pero muy dado a
teorizar sobre ideas o normas morales, pertenecientes a un sistema
paradójico y chocante de ética, que él se ha inventado para su uso
particular. La hija de este sujeto se halla, por accidente, en casa de
un caballero. El padre se presenta, inopinadamente, en la casa,
amenazando con denunciar al caballero, por corrupción, si éste no le da
cinco libras esterlinas. Las razones con que el sujeto justifica su acto
son tan extrañas y agudas que el caballero le responde: «Me ha caído
usted en gracia, y en lugar de darle cinco libras le voy a dar a usted
diez.» Pero el moralista las rechaza, diciendo: «No quiero más que
cinco. Con esas cinco libras he pensado correr una gran juerga esta
noche y mañana. Si usted me da diez libras, me sobrecojo, cavilo sobre
la importancia de tanto dinero, vacilo en gastarlo, no corro la juerga,
me hago avariento, soy infeliz. Tengo pavor al mucho dinero.» Gran
filosofía se contiene en la afirmación de este cínico. Las riquezas son
como el agua y el fuego: elementos primordiales y los más benéficos,
mientras se les mantiene dominados, obedientes y en servidumbre; las más
avasalladoras, las más arrasadoras calamidades, cuando se insubordinan,
y en lugar de ser tiranizados por el hombre, son ellos los que le
tiranizan a él.
[Nota B: _Pigmalion._]
Cada abuso acarrea su morbo o dolencia específicos. El derroche de la
hacienda heredada viene a ser como el estragamiento del estómago, que
ya no admite ningún alimento. El desapoderado amontonamiento de riquezas
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