Las máscaras, vol. 1/2 - 06

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que parecen haber nacido ya viejas, envejecidas y estrenadas allá en un
antaño remoto, y que, sin embargo, y a lo que se murmura, con renovada
virtud constantemente se ofrecen como estrenos. Esta verdad, obtenida
por la experiencia, es aplicable lo mismo a las cosas que a las ideas y
a las personas. Por ejemplo, un político en España es una persona sin
cesar inédita. Jamás se gasta, jamás se usa, jamás fracasa, jamás se le
arrumba; antes por el contrario, siempre se mantiene flamante, aun
cuando alcance la longevidad de un patriarca bíblico o de un mamut,
siempre está en vísperas de estrenarse, siempre aguardamos que haga
algo. En cuanto a las ideas, acontece lo propio. Ideas rancias y
manidas, más que la momia de Sesostris, vemos que no falta quien nos la
quiere hacer pasar por ideas mozas, fecundas y pudorosas en su
inmaculada doncellez. Y basta de divagación.
Don Jacinto Benavente, escritor ilustre y popular, de industrioso y
habilísimo ingenio, ha acertado a introducir en el mundo teatral la
costumbre de estrenar las obras varias veces seguidas. _La ciudad alegre
y confiada_ se estrenó por lo menos tres veces en pocos días. La primera
vez, por la tarde. La segunda, por la noche. La tercera, interpretando
el propio autor el personaje culminante de la obra, por cierto con
facultades histriónicas nada comunes. En los tres estrenos, obra y autor
obtuvieron sendos éxitos ruidosos.
A raíz del primer estreno, los espectadores echaron de ver que la obra
carecía de novedad. Esta carencia de novedad se fué acusando, claro
está, en los estrenos sucesivos. Pero, en esta vejez ingénita, que se
dijera cumplimiento de la profecía de Hesiodo: «llegará un tiempo en que
los hombres serán ya viejos dentro del vientre de su madre»; repito que
en esta vejez ingénita radica precisamente el mérito de la obra, y no es
paradoja. Aquí es obligada otra divagación explicativa.
Todos se muestran conformes en que la obra dramática, ha pocos días
requeteestrenada, como tal obra dramática es sobremanera deficiente.
Igualmente, todos se hallan de conformidad en considerar que el señor
Benavente no se había propuesto ofrecer al público un dechado de
comedia, antes bien, dejando de lado vanidosas ínfulas estéticas y
artísticas, atento a sus deberes de buen español, quiso despertar en
nuestro pueblo, de suyo harto distraído e indiferente, el sentimiento
del patriotismo.
Ahora bien: en cuantas ocasiones se hable de patriotismo,
inevitablemente se evocan las mismas ideas, se sugieren las mismas
emociones y se pronuncian las mismas palabras. El sentimiento patriótico
es connatural al hombre, por cuanto su historia es tan antigua como la
historia humana. De aquí la falta de novedad en la obra del señor
Benavente, y de aquí precisamente su mérito. Tanto vale como decir que
el señor Benavente ha elegido para su obra un tema eterno. ¡Y qué tema!
El patriotismo es el sentimiento que con más fuerza mueve el corazón y
la voluntad del hombre. Es más fuerte que el amor humano, puesto que por
él se deja la madre, la novia, la mujer, los hijos. Es más fuerte que el
amor divino, puesto que por él el religioso quebranta su regla, y,
habiendo ordenado el Divino Maestro «no matarás», no obstante esto, el
religioso, convertido en soldado, mata, y mata creyendo cumplir su deber
y ser grato a su Dios. Es, en suma, más fuerte que la misma muerte, ya
que por él se da la vida, más que de buen grado, con fervor. Así es el
patriotismo, en su grado supremo de exaltación, una especie de locura
sagrada. Pues si es así, piénsese cuán peligroso, temerario y criminal
será provocar con ligereza y por fatuidad o vanagloria esta santa
locura, enderezándola hacia un mal fin o simplemente sin propósito
ninguno. Y ya que no un caso de conciencia, parece de buen sentido que
del patriotismo exaltado hasta este grado supremo no debe hacerse uso
sino en circunstancias supremas.
En circunstancias normales el sentimiento del patriotismo se manifiesta
con locuciones normales. Y así es lógico que se manifieste, so pena de
incurrir en ficciones lucrativas. Así como todos los modos de
sentimiento amoroso de hombre a mujer se reducen a dos tipos, el tipo
Werther y el tipo Don Juan, el hombre que está dominado por el
sentimiento y el hombre que es dueño de su sentimiento, así también el
sentimiento normal del patriotismo se presenta en la vida nacional por
dos estilos: el optimista o alardoso y el pesimista o voluntarioso. El
credo del primero es: el deber patriótico nos exige, sin ningún género
de disculpa, creer y proclamar que nuestro pueblo es el pueblo más
grande de la tierra. El credo del segundo es, en cierto modo, más
modesto y en cierto modo más orgulloso: el deber patriótico nos exige
hacer de nuestro pueblo un pueblo tan grande como otro cualquiera, en lo
cual va implícito que todavía no lo es. En opinión de primero, nuestros
antepasados lo han hecho todo para nosotros. En opinión del segundo,
tenemos que hacerlo todo por nosotros mismos y lo que se pueda para
nuestros descendientes. La gran herejía patriótica, según el primero, es
la crítica. Según el segundo, la rutina. Para el primero, el gran pecado
es la actividad renovadora. Para el segundo, la pereza tradicional.
Fracasada desde el primer estreno _La ciudad alegre y confiada_ como
obra literaria, éramos muchos los que fiábamos, llenos de esperanza, en
que gozase de larga vitalidad política. Nos prometíamos que apasionase y
suscitase saludables polémicas; y la obra no interesa a nadie ya, ni
literaria ni políticamente. Por varias razones. Helas aquí: La obra
encierra una contradicción radical. Aparentemente cae dentro del segundo
estilo de patriotismo a que aludimos con anterioridad; el patriotismo
crítico y negativo. El señor Benavente no saca en su obra sino ciertos
pormenores de cosas y personas que él, individualmente, halla muy
enojosos y nocivos para el bien común. Pero el verdadero patriotismo
crítico no se conforma con señalar el mal, y hasta piensa que hay el
peligro de la mala fe en señalarlo sin razonarlo y acompañarlo del
remedio. En cambio, el señor Benavente, tan penetrativo para denunciar
el mal, se vuelve asaz romo a la hora de aconsejar el remedio. Por otra
parte, el patriotismo crítico es una forma normal que no admite la
caprichosa, inoportuna y profanadora aplicación del supremo patriotismo
con ocasiones de poco momento. Y en la obra del señor Benavente se da
la promiscuidad (tal es la contradicción radical más arriba indicada) de
un patriotismo crítico normal y de un patriotismo exaltado sin motivo
suficiente. Viene a ser algo así como entonar la marcha real y ponerse
en pie cuando la doméstica entra en el comedor con la fuente de cocido,
el plato nacional. Consecuentemente, los que aprueban el patriotismo
crítico sospechan que, si bien la obra pretende estar inspirada en este
linaje de patriotismo, debe de haber algo de insinceridad o de
atolondramiento en la pretensión; y los indicios que conducen a esta
sospecha son la ausencia de soluciones concretas y prácticas, y la
explosión intempestiva y falsa del patriotismo retórico. Y no les queda
otro recurso que volver la espalda con desdén. Por otra parte, los que
comulgan en la necesidad frecuente del patriotismo exaltado, venga o no
a cuento, en el fuero interno han de condenar necesariamente las
tentativas, aunque tímidas, de patriotismo crítico que en la obra asoman
aquí y acullá. Las condenan, aunque no lo declaren y se contenten, en
tales casos, con no aplaudir y torcer el gesto. En definitiva, lo que le
sucedió al señor Benavente es como si un hombre que se ha vestido
aceleradamente se da cuenta, ya en la calle, que se ha puesto mal las
botas, la del pie izquierdo en el derecho, y viceversa. Con las botas
trocadas, no se pueden andar muchos pasos. Con los públicos y los
conceptos trocados, una obra teatral no puede durar muchos días.


[Nota: LA PRINCESA BEBÉ]

Examinando en conjunto, como un panorama, la obra
teatral completa de don Jacinto Benavente, echamos de ver a seguida que
se trata de un paisaje cuya flora y fauna no corresponden a la zona
tórrida ni a la zona fría, sino a una zona epicena, de transición, en
donde el clima se muda arbitrariamente del calor al frío y del frío al
calor, sin alcanzar nunca grandes extremos. No es la zona de la palmera
ni la tierra del abeto; no es el país de la pasión ni la patria del
ensueño. Es la comarca del álamo blanco, con sus hojuelas plateadas,
como sonajas de pandereta; la comarca del sauce llorón y sentimental.
Además del abedul y el sauce, hay sinnúmero de diversas especies, a que
la templanza del cielo favorece, tan pronto terrizas, enmarañadas y
rampantes, tan pronto ascendentes, arbóreas y gentiles. Y no sería raro
descubrir una palmera o un abeto, que han sido trasplantados allí, si
bien la palmera es estéril y el abeto está raquítico.
Las dos cualidades de estos paisajes de zona templada son: versatilidad
y elegancia, entendiendo por elegancia cierta reducción de las
proporciones y pulimento de las formas. Es una manera de elegancia que
linda con la afectación y el artificio. Ante un paisaje menudamente
ordenado por obra natural, ¿no aceptamos la idea de que la misma
Naturaleza, en ocasiones, incurre en afectación? Son paisajes en donde
no falta sino una tilde, un detalle sutil, para que al punto se truequen
en parques públicos o en jardines de realeza. Lo cual no sucede con los
paisajes tropicales ni con los paisajes norteños y de altura. Sobre
arena o sobre nieve es imposible trazar un Versalles.
La obra teatral completa del señor Benavente está compuesta con aquella
elegancia que participa de lo natural y del artificio. Y en cuanto a su
versatilidad, es simplemente prodigiosa. El señor Benavente ha cultivado
todos los géneros: el monólogo (_Cuento inmoral_) y el diálogo, el
pasillo cómico (_No fumadores_), el sainete (_Todos somos unos_), la
comedia burguesa (_Al natural_), la comedia aristocrática (_Gente
conocida_), teatro infantil y fantástico (_El príncipe que todo lo
aprendió en los libros_), la comedia rústica (_Señora ama_), el drama
espeluznante (_Los ojos de los muertos_), el drama simbólico
(_Sacrificios_), el drama policíaco (_La malquerida_), la comedia
moralizante, a lo Eguilaz (_El collar de estrellas_, _Campo de armiño_),
y, por último, un nuevo género, que llamaremos la comedia patriótica
(_La ciudad alegre y confiada_).
Entre los géneros enumerados, hemos de propósito dejado sin clasificar
un tipo teatral en que el señor Benavente ha reincidido con evidente
delectación. Nos referimos a aquellas obras cuyos personajes son
emperadores, reyes, príncipes, grandes duques y señores en amalgama
promiscua con una taifa copiosa de tahures, criminales, ladrones,
mujeres cortesanas, saltibancos y sus similares; todo el almanaque de
Gotha del crimen, y el otro; en suma, ese haz de gentes que constituyen
el mundo libertino y esteticista de la opereta; mundo apenas presentido
y a medias inventado por los autores que escriben ese linaje de obras;
mundo meramente literaturesco y escénico, sin existencia real. A este
orden pertenecen _La noche del sábado_, _La princesa Bebé_, _La escuela
de las princesas_ y otras obras del mismo autor, pero de menor cuantía
que las citadas.
Son obras que producen inquietante impresión; pero una impresión
truncada, como si les faltase algo. Les falta la música de vals. Serían
excelentes libretos de opereta. En ellas no hay argumento, o si le hay,
es una mínima aprensión de argumento, diluída en la vena quebrada de lo
pintoresco.
No interesan los personajes por su alma, sino por su traje.
Interiormente son almas indistintas: las princesas parecen mujeres
cortesanas, y las mujeres cortesanas, princesas. La fuerza artística no
reside en la figura aislada, sino en las figuras sumadas, en el
espectáculo, en el coro de figurantas y suripantas. No emana de todo
ello ninguna emoción espiritual, pero sí algo que guarda con la
verdadera y pura emoción cierto parecido falaz, y que es turbación del
alma, deleitable acaso, pero siempre enfermiza. Es una turbación que
nace de la sugestión del sexo, imperando sobre toda otra norma.
Turbación que el compás de tres por cuatro, que es el compás del vals,
contribuye a exaltar. Por eso, esta especie de obras literarias necesita
de la música de opereta para su máxima intensidad.
Un personaje de _La princesa Bebé_ dice muy seriamente (con tanta
seriedad como cabe en un personaje de opereta): «De las fiestas del alma
queda siempre el recuerdo de un vals.» ¡Carape! Claro está que, para
estas criaturas, las fiestas más gozosas del alma deben celebrarse en un
Casino cosmopolita o en un restaurante, al son de un sexteto de
tziganos. Síguese lógicamente de aquí, que la música que aspira a una
mayor elevación y trascendencia es soporífera farsa, cuando no codicia
pecuniaria, a propósito para fascinar a los tontos y servir a los cursis
de pretexto con qué dársela de seres superiores. Y así, en _La princesa
Bebé_ aparecen tres personajes, irrisorios y estúpidos sobre toda
ponderación, que muy a las claras representan a la viuda de Wagner, al
hijo del compositor y a un discípulo entusiasta de aquel maestro
teutónico.
En definitiva, el mundo de la opereta es el mundo de la incomprensión
voluntaria. Es un camino descarriado hacia la felicidad. Ya con voz de
la _Biblia_ se nos advierte que el comprender acarrea dolor. El
personaje de opereta huye la operación del comprender por ahorrarse la
secuela del dolor. Evita las realidades profundas y se apoya en
realidades superficiales y fugitivas. Cuando cosas y personas le van
siendo familiares, las abandona para no comprenderlas. Su norma de
conducta es el cambio, el contraste, la diversidad de decoraciones. En
invierno busca las tierras solares y en verano se acoge a los parajes
ateridos. Abomina de la pasión y del ensueño, que son dos formas de
inmovilidad y constancia. Su tono favorito es la sátira personal y
ligera, que es un modo de incomprensión, puesto que consiste en mirar
las cosas sólo por el revés. Su inquietud predominante y casi única se
refiere a las relaciones sexuales; inquietud que vanamente procura
esquivar mediante una transacción, despojando a la inquietud de su
carácter de problema que se ha de resolver una vez por todas, para
convertirlo en una sucesión de ensayos experimentales y de cópulas
efímeras. El clima psíquico templado induce a esta transacción. En el
clima tórrido no hay solución para el problema, sino en la muerte. En el
clima frío, la solución es la castidad.
Que la opereta sea el mundo de la incomprensión voluntaria no arguye que
el autor de una excelente opereta--pues en todo cabe excelencia y primor
de arte--sea un hombre voluntariamente incomprensivo. Por el contrario,
para reproducir con la imaginación, vivo, animado e interesante este
mundo de opereta, en todo lo que es y significa, se exige poseer un
talento sobremanera plástico y comprensivo. Si giramos los ojos en
torno, observaremos que vivimos en un mundo de opereta, entre farsantes
escénicos sin existencia real. Pero, para crear una obra de arte, no
basta trasladar a la escena algunos fragmentos de la cotidiana opereta,
habiéndolos copiado fielmente; es menester trasponerlos, fundirlos e
infundirles una nueva vida imaginaria. Tal es el caso de _La Princesa
Bebé_.
Bebé, la princesita linda y aventurera, que se arroja a campo traviesa
en persecución de la alegría, y no halla sino tristezas; la mujercita
voluntariosa y desenfadada, que se tiene por un poco anarquista, porque
le gusta hacer su santísimo capricho; que siente deseos de llorar cuando
escucha un vals; que celebra que la hayan tomado por una ramera; que se
mete en aventuras terribles, y la más terrible que arremete es conocer
de cerca un baile de candil; que recita a d’Annunzio, aplicándole la
misma hermenéutica que a las coplas de Calaínos; que quiere «vivir su
vida», esto es, pasársela diciendo y haciendo graciosas tonterías; esta
amable y simpática princesita es como símbolo delicado y expresión
florida del mundo de la opereta.
El viejo emperador casa a Bebé con un marido un poco bruto. El autor
parece haber aludido a algún príncipe germánico. Bebé se enamora del
secretario de su marido y se escapa con él, moviendo tanto escándalo en
la Corte y en la Nación como es de suponer. Es un acto de rebeldía que
han celebrado mucho los estudiantes. «La rebeldía es tan hermosa...»,
dice Bebé. «Fué en el cielo, fué junto a Dios, y hubo un ángel rebelde,
que, por serlo, cambió el cielo por el infierno.» Pero, ¿es que Bebé ha
realizado este acto de rebeldía deliberadamente, pensándolo seriamente?
Sin esto no hay verdadera rebeldía.
Nada de esto. Cuando ya se va cansando del secretario, el cual le afea
su extremado desenfado en público, y le aconseja pensar las cosas
seriamente, ella responde: «Si yo lo hubiera pensado seriamente, no
estaríamos ahora juntos.» Entonces, ¿por qué lo ha hecho Bebé? «Porque
amo la alegría sobre todas las cosas.» Primera razón, según frase de
Bebé. Donde dice alegría, léase holgorio o juerga. Segunda razón:
«Porque quiero comprenderlo todo, amarlo todo, vivir en todo, vivir toda
la vida...» Ya salió aquello. ¡Pobre Bebé! Comprenderlo y amarlo todo
... Sin duda, como has comprendido y amado a tu marido y a su secretario
... Di más bien que te cansas de las personas por pereza de penetrarlas.
Hasta de ti misma huyes. Quieres descender, dejar de ser princesa, y te
enoja que los demás recuerden lo que ayer eras. Pues, si has cambiado,
¿qué te importa que te lo recuerden? Y, si te molesta, es que, habiendo
querido cambiar, no has sabido cambiar. Te molesta «la fe de erratas;
que no enmienda ninguna y las recuerda todas». Y, sin embargo, linda e
insustancial Bebé, hasta ahora no se ha hallado modo de enmendar una
errata a no ser reconociéndola primero.
Tú quieres aparecer como una cualquiera, habiendo nacido princesa. Estás
colocada accidentalmente entre personas que desean llegar a ser nobles
o, por lo menos, a parecerlo, habiendo nacido unos cualesquiera. Esto lo
consideras plebeyo, ridículo e irritante. No sabes que a las personas se
las debe juzgar, tanto como por los hechos, por el hito adonde apuntan.
Muchas veces, en la ingenua ficción, en eso que tú llamas _pose_, se
descubre la realidad más honda, el ideal de un alma, el «quisiera ser»,
que vale mucho más que el «soy». ¿Quién es más plebeyo, Bebé: tú, o
ellos?
Bebé quiso ser una cualquiera. Pero uno no es un cualquiera sino entre
sus semejantes. Cuando Bebé se tropieza con un príncipe, primo suyo,
adivinamos que se van a entender como un hombre y una mujer
cualesquiera. El comprenderlo y amarlo todo de esta traviesa princesita,
se reduce, en final de cuentas, a buscar un espejo en donde contemplarse
a sí misma; total: inconsciente amor propio. En este punto el autor nos
deja a media miel, y se con concluye la bonita comedia de la antojadiza
princesa Bebé, que se cansó de su marido porque la trataba como una
cualquiera, y de su primer amante porque la trataba como princesa. Por
el enunciado del contenido de la comedia se advierte que no está exento
de alguna filosofía moral.


[Nota: EL MAL QUE NOS HACEN]

El señor don Luis de Oteyza, al dar noticia, en _El
Liberal_, de la primera edición de mi libro _Las máscaras, ensayos de
crítica teatral_, me aconseja, a vuelta de elogios que por inmerecidos
agradezco doblemente, que deje de escribir críticas, porque Dios no me
ha llamado por este camino. El consejo no me coge desprevenido. Hay un
señor que me envía cartas anónimas, un día sí y otro no, dándome el
mismo consejo, y hasta me amenaza con acusarme al director de _El
Imparcial_ si no abandono de grado mis tareas de crítico. Pero como, por
otra parte, personas de mucha doctrina y autoridad me alientan y
persuaden a que persevere en mi labor, he decidido seguir escribiendo
críticas, aun a sabiendas de que lo hago mal. Me sirve de consuelo, si
no la certidumbre de que otros lo hacen peor, que esto jamás satisface a
un hombre discreto, la esperanza de que con el tiempo lo iré haciendo
mejor.
El señor Oteyza copia y desgaja de mi libro una sola afirmación, que
aparece hacia el final de él, justificada, a lo que presumo, por todo
lo precedente. Hela aquí: «Creemos que los únicos valores positivos en
la literatura dramática española de nuestros días (nos referimos a los
autores en activo, a los que proveen de obras los escenarios) son don
Benito Pérez Galdós, y, en un grado más bajo de la jerarquía, los
señores Alvarez Quintero y don Carlos Arniches.» Esto, el señor Oteyza
lo califica de enormidad.
En efecto: cuando la verdad desnuda sale por entero del pozo en donde
por pudor está casi siempre escondida, se nos figura enorme, cuando no
ridícula, y, a veces, hasta monstruosa.
El señor Oteyza pone en mi afirmación este comentario: «Así como suena;
Benavente no existe.» Sin embargo, el señor Oteyza ha podido ver que una
tercera parte, bien sobrada, de mi libro la ocupa el estudio de algunas
obras del señor Benavente. ¿Cómo iba yo a consagrar tan escrupulosa
atención a lo que en mi sentir no existe?
Al no mentar entre los «valores positivos» al señor Benavente, después
de haber estudiado sus obras con tanta prolijidad, claro está que no
quiero dar a entender que no exista, sino algo peor, que existe como un
«valor negativo».
He aquí el alcance concreto de mi afirmación, ya que, al parecer y
contra lo que yo esperaba, no he logrado elucidarla bastantemente en mi
libro. Jamás he puesto en duda las peregrinas dotes naturales del señor
Benavente--eso fuera obcecación o sandez--: talento nada común, agudeza
inagotable, fluencia y elegancia de lenguaje, repertorio copioso de
artificios retóricos y escénicos. Pero todas estas dotes reunidas
acarrean consecuencias particularmente vituperables y nocivas, porque
están puestas al servicio de un concepto equivocado del arte dramático.
Poco importa el error cuando su propagación y defensa le están
encomendadas a una inteligencia premiosa y obtusa. Lo funesto es el
error que arraiga en una inteligencia ágil y brillante, pero contumaz,
de donde viene, como fruto fatal, el fariseísmo, el sofisma, el
conceptismo, que son a las ideas lo que el retruécano a las palabras.
Todos, con rara unanimidad entre españoles, nos escandalizamos al
contemplar el estado de pobreza, confusión y anarquía que ha reinado en
los escenarios madrileños durante la última temporada. No ha habido
obras que levanten un palmo sobre lo vulgar. ¿Por qué? Apenas si hay
media docena de actores diseminados aquí y acullá por todos los teatros
de España; actores que, en justicia, merezcan este nombre. ¿Por qué?
Para hallar la causa es menester retraerse, en el tiempo, cerca de
veinte años, cuando el señor Benavente, con talento y habilidad que
nadie osará discutirle, comenzaba a imponer una manera de teatro imitada
de las categorías inferiores y más efímeras del teatro extranjero.
Suponíase entonces que el señor Benavente traía la revolución al teatro
español. Lo que traía era la anarquía. La revolución engendra un orden
nuevo, que, al fin y a la postre, ensambla con la tradición y la
continúa. La anarquía rompe con la tradición, es el reinado de lo
arbitrario y cada vez engendra más anarquía. Y así estamos donde
estamos.
El teatro del señor Benavente es, en el concepto, justamente lo
antiteatral, lo opuesto al arte dramático. Es un teatro de términos
medios, sin acción y sin pasión, y por ende, sin motivación ni
caracteres, y lo que es peor, sin realidad verdadera. Es un teatro
meramente oral, que para su acabada realización escénica no necesita de
actores propiamente dichos; basta con una tropa o pandilla de
aficionados. Y como quiera que durante los últimos años ha imperado el
teatro del señor Benavente, con sus secuelas o derivaciones, han ido
acabándose y atrofiándose los actores, como un órgano sin función, y
correlativamente ha desaparecido de un golpe para el público español
todo el teatro clásico nacional y extranjero, porque ya no hay actores
que sepan y puedan interpretarlo, y faltando la norma perenne de los
clásicos, que es el único término de comparación, el arte dramático y el
gusto y discernimiento del público se van corrompiendo y estragando cada
vez más.
Todo esto es lo que encierra mi afirmación de que la dramaturgia del
señor Benavente es un «valor negativo». Si se me invita a prescindir del
error fundamental de concepto de esta dramaturgia de hogaño, concedo que
en lo accidental y accesorio ostenta ciertos primores y lindezas. Pero,
¿cómo se puede prescindir de lo primero y principal?
_El mal que nos hacen_, estrenado anoche, es una pieza que ajusta
perfectamente dentro del patrón que acabamos de describir.
En cuanto al concepto teatral, es cabalmente lo contrario de lo que debe
ser el teatro. La palabra, que en el teatro genuino no es sino vehículo
del alma de un personaje concreto, de suerte que cada persona o carácter
debe hablar de un modo propio e inconfundible, en _El mal que nos hacen_
es una forma genérica e indiferenciada de expresión, tejida con
sinnúmero de retruécanos, de ideas o conceptismos cuyo significado las
más de las veces no se puede descifrar, y adornado con metáforas y
sentencias piadosas del _Ancora de salvación_. Los personajes salen a
escena, se sientan, rompen a hablar por largo, y vienen a decir todos
las mismas cosas, sobre poco más o menos. Yo no tendría inconveniente en
aceptar una apuesta, a fin de demostrar cumplidamente que el lenguaje de
los personajes de _El mal que nos hacen_ es un flujo amorfo, impersonal
y antidramático. Y es que si se truecan la mayor parte de los
parlamentos de uno a otro personaje, los espectadores no echarán de ver
la trasmutación, ni la obra perderá nada. No negaremos que los
parlamentos son, ora elocuentes, ora suasorios, ora rutilantes; pero su
lugar adecuado no es el tablado histriónico; antes bien, el púlpito, el
confesonario o el artículo de fondo de un periódico, respectivamente.
Hay otra cuestión de fondo, además del concepto dramático en general, y
es la moral o moraleja concreta de una obra determinada.
_El mal que nos hacen_ tiene su moraleja, que no se puede incluir en la
doctrina de la moral esencialmente humana, sino que cae debajo del fuero
de la moral aleatoria y de los códigos de la casuística. «El mal que nos
hacen sin merecerlo--declara un personaje de la comedia--, es la
venganza del mal que otros han hecho.» Esto se entenderá mejor mediante
un ejemplo práctico. Están en un corrillo Pedro, Juan, Andrés y Tomás.
Pedro, por fatalidad, casualidad o mala intención, le pisa un callo a
Juan, que no ha merecido el pisotón. El pisotón que Juan padece es la
venganza del mal que le han hecho a Pedro, pisándole un callo, unas
horas antes, en la plataforma de un tranvía.
La venganza de Juan, a su vez, es pisarle a Andrés, y Andrés a Tomás,
hasta que, por último, éste, no teniendo a quién endosar el pisotón, se
lo devuelve al dador, que es lo que hace Valentina en la comedia,
alardeando mucho del desquite, porque, eso sí, aunque se advierta que el
señor Benavente se esfuerza en crear personajes nobles, porque sabe que
sin esta nobleza radical no cabe que haya drama, ello es que, a pesar
suyo, siempre le salen unas figurillas despreciables que obran movidas
de los impulsos más plebeyos y como estimuladas de vindicativa comezón.
Así sucede que el público, si bien aquí y acullá aplaude la faramalla
retórica, jamás penetra con toda el alma en el conflicto, y, a la
postre, se siente invadido de tedio y aridez cordial, mal disimulada.
En cuanto a la lindeza o primor accesorio del artificio escénico, el
primer acto de _El mal que nos hacen_ está desarrollado con notable
habilidad, aunque no con tanta maestría como otros actos del señor
Benavente. Los otros dos actos desfallecen y en algunos momentos
degeneran en lo absurdo y en galimatías. El público aplaudió con calor,
pero en los pasadizos dominaba la opinión adversa y despectiva hacia la
comedia.
Aunque para representar esta comedia, como casi todas las obras del
mismo padre, bastan aficionados, la señora Xirgu hizo el milagro de
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