Las máscaras, vol. 1/2 - 09

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respondemos de ello) se siente al pronto bachillera, y de lo que le
acaba de suceder deduce una ley general y absoluta, cuya proposición es
como sigue: «Sólo las mujeres son honradas. Los hombres no tienen
honra. Lo que se llama la honra de los hombres no es sino la vanidad.»
Cae el telón, y el público masculino queda turulato y boquiabierto.
En dictamen casi unánime de la crítica, la última obra del señor
Benavente guarda semejanza con otras muchas, hasta con una novela
folletinesca de Luis del Val, según indica don José María Carretero,
cuyo juicio crítico acerca de _La honra de los hombres_, aparecido en
_El Fígaro_, es notable por su exactitud y agudeza. Dejando de lado
otros antecedentes de poco fuste, se ha señalado el parecido de _La
honra de los hombres_ con otras dos comedias célebres: _A woman of no
importance_ (Una mujer cualquiera), de Wilde, y _Et Dukkehjem_ (Casa de
muñecas), de Ibsen. Por lo que atañe a la similitud entre la obra de
Wilde y la de Benavente, se parecen como un huevo a una castaña; no
existe entre ellas asomo de parecido. Respecto a _Casa de muñecas_, ya
es harina de otro costal. La obra de Benavente es, a trozos, una
imitación de Ibsen; pero una imitación desdichadísima y desprovista de
todo discernimiento. Por lo pronto, el personaje espectral, a que hemos
aludido más arriba, es un calco de otro personaje de Ibsen. En la obra
española se llama Cristián; en la noruega, el doctor Rank. Cristián está
enfermo sin esperanza de curación, ama platónicamente a la muchacha que
se hace pasar por madre, adivina y comprende su sacrificio, y guarda el
secreto. (¿Por qué no lo ha de guardar si no va a ser su marido ni nadie
le moteja de manso?) El doctor Rank está reblandecido y se va a morir en
seguida, ama platónicamente a Nora y la comprende mejor que su marido.
Sólo que Cristián es un personaje inútil, decorativo y episódico, que
interviene únicamente a fin de rellenar escenas, mientras las cosas
interesantes se supone que acaecen entre bastidores; si se le
suprimiese, no por eso cambiaría en un ápice la comedia ni su pretendido
significado moral. En tanto, el doctor Rank es, en la comedia de Ibsen,
el personaje más significativo; y no se exige ser muy lince para
desentrañar lo que significa. El doctor Rank está pagando culpas ajenas;
es un enfermo a causa de los desórdenes de su padre. Ahora bien: como en
_Casa de muñecas_ se solventa un conflicto de personalidad entre Nora y
su marido Torvaldo, al cual pone fin Nora abandonando el hogar conyugal,
esposo e hijos, a fin de vivir su propia vida, claramente se advierte
que esta arrebatada resolución es errónea como lo demuestra el ejemplo
del doctor Rank, víctima de los errores paternos; por donde el
espectador, por su cuenta, y sin que el dramaturgo le formule con
pedantería una ley general y absoluta, infiere de los personajes
conocidos y de los hechos observados, que las personas casadas, si
atienden más al cultivo de la propia personalidad y a la satisfacción
del propio apetito que al cuidado y responsabilidad de la prole, acaso
hagan pagar sus propios excesos a los hijos. O sea, que en los
disturbios matrimoniales hay un factor que ha de tenerse muy presente:
la responsabilidad de la descendencia. Y por si no estuviera bastante
claro, Ibsen escribió Espectros a continuación de _Casa de muñecas_.
La última escena de _La honra de los hombres_ es imitación de la última
escena de _Casa de muñecas_. Pero ¡qué imitación, Dios santo! Pase que
un muchachuelo principiante incurra en tales torpezas y disparates...
Pero un escritor curtido, de la edad del señor Benavente... Nora,
enamorada ardientemente de su marido y por salvarle en cierta ocasión
apretada, contrae compromisos de dinero. Por fortuna, y después de
muchas congojas de Nora, todo se arregla bien. El marido desconoce el
sacrificio de Nora. Nora, por su parte, se cree una heroína, y, cuando
ya ha pasado el peligro, decide contárselo todo a su marido, en la
esperanza de que él se lo agradecerá infinitamente y la tratará en lo
sucesivo, no ya como una chiquilla, que tal era su manera, sino como una
mujer capaz de colaborar en los negocios parafernales. Por el contrario,
el marido la reprende con frialdad, lleno de miedo retrospectivo ante la
idea de que el compromiso no se hubiera resuelto favorablemente, con que
su buen nombre padecería y se truncaría su carrera por ligereza de su
mujer. Nora permanece como estupefacta. Se recoge en su conciencia. «¿He
podido vivir en la intimidad con este hombre tan extranjero a mí misma,
a mis sentimientos, tan indiferente y egoísta?» Y Nora abandona el
hogar. Tendrá o no tendrá razón Nora en huir, según el criterio moral
que se le aplique. Lo que no se puede negar es que su conducta es
humanamente lógica.
Vengamos ahora a _La honra de los hombres_. La fingida madre se ha
sacrificado; pero no por su novio, ni por prestarle un servicio. ¡Vaya
un flaco servicio! El novio carga pacientemente con el sambenito. ¿No
era esto bastante para que su novia se sintiese enternecida, reconocida
y doblemente enamorada? Luego, al pobre hombre le aguijan sin piedad, y
esto, unido a que había bebido un poco de más, le impele a soltar la sin
hueso. La cosa no es mayormente grave, sobre todo si se considera que,
al dejar el novio, limpia su honra y reivindica, asimismo, el honor de
su prometida. Pero ésta se había obstinado en sentar plaza de
deshonrada; y, al recobrar, a pesar suyo, la honra, se autoanaliza y
concluye con que existe un divorcio espiritual entre ella y su novio.
Sencillamente absurdo y estúpido.
Pero no es esto lo peor. Cabe una obra dramática, y aun una obra
dramática intensa y artística, en la cual así la acción como los
personajes sean absurdos y estúpidos. Si la obra del señor Benavente
terminase en el momento en que la imbécil novia rompe con el bobalicón
del novio (¡lástima de azotes!), no demostraría sino que el señor
Benavente no había acertado en esta obra singular. Pero con la añadidura
del colofón, moraleja o tesis final, lo que se demuestra es que, a estas
alturas, después de tantas obras como lleva escritas, el señor Benavente
no se ha percatado aún de lo que es y en qué consiste una tesis
dramática.
El señor Benavente se figura que una tesis dramática encierra una ley
general y absoluta, al modo de una ley científica. No vale salir con que
la ley sobre la honra de los hombres no ha querido el autor que fuese
regla universal, sino mera opinión de uno de los personajes. Entonces el
señor Benavente no hubiera titulado la comedia _La honra de los
hombres_. Una ley se obtiene por observación y acumulación de casos
innumerables, y ni aun así la mayor parte de las veces es ley cierta,
antes bien hipótesis explicativa y provisional. En una obra dramática no
tiene cabida más de un caso, convenientemente desarrollado en sus
aspectos elementales. Pues sobre un caso concreto, ¿cómo asentar una
regla universal? No hay ni puede haber aquí congruencia entre el dato o
premisa y la consecuencia. Equivaldría a aquello de: «dadas la manga y
eslora y altura del palo mayor de un buque, deducir la edad del
capitán». ¿Que un novio pazguato y quisquilloso descubre por vanidad un
secreto de su novia? Consecuencia, según el señor Benavente: la honra de
los hombres reside en la vanidad. Con la misma garantía de certidumbre
podríamos derivar otra porción de reglas universales de la última obra
del señor Benavente: los hijos que tienen las mujeres casadas no son de
sus maridos; los hijos que tienen las solteras no son de ellas, sino de
sus hermanas casadas, etcétera, etc.
La tesis de una obra dramática no coincide nunca con una regla
universal. Si el caso concreto que estudia el dramaturgo cae dentro de
una regla universal, claro es que ya no hay tesis. La tesis dramática
jamás podrá consistir en el caso general, sino en la excepción. Por lo
tanto, la tesis dramática jamás podrá demostrar la verdad de una ley
general, pues con un solo caso nada universal se demuestra; pero sí
podrá demostrar la falsedad o limitación de una ley con sólo mostrar un
caso singular que pugna lícitamente con aquella ley. La tesis en la
dramaturgia viene a ser como el departamento de «No fumadores» en los
trenes de nuestra Península: un asilo de las excepciones.
La tesis tiene que ser negativa y crítica.
Cuando toma aires afirmativos y dogmáticos
no es tesis, que es monserga y ganas de perder
el tiempo. Perder el tiempo; no otra cosa
nos hemos propuesto en este folletón,
por olvidar, por distraernos de
la cosa pública, bastante
más dramática que las
cosas del señor
Benavente.


[Nota: EL TEATRO DE BULEVAR]
[Nota: _(Teatro de la Zarzuela. Compañía francesa dirigida por M.
Brulé.)_]

OÍMOS DECIR: FULANO es hombre de sociedad. O bien:
Perencejo hace vida de sociedad. Examinamos a Fulano, con rápido mecer
de la mirada, y el signo más conspicuo de sociabilidad que en él echamos
de ver es un impermeable de apretado cinturón, bien que hoy gozamos un
día soleado, sin nubes. Inquirimos qué actos señaladamente sociales
suele ejecutar Perencejo, y nos responden que, a veces, almuerza en el
_Ritz_; que asiste también al _Palace_ y a _Maxim_; que entra de visita
en casas de gente _bien_; que sabe bailar el tango argentino, y que es
joselista. He aquí a lo que se reduce ser hombre de sociedad y hacer
vida de sociedad. ¿Es que los que no hacemos vida de sociedad somos
hombres primitivos, salvajes, presociables?
La disyuntiva es terrible: o se es hombre de sociedad, o no se es hombre
de sociedad. El que no lleva impermeable de cinturón ceñido, se supone
que anda ataviado con hirsuto casullín de piel de dromedario, al estilo
de los beduínos del desierto. El que no va a tomar té al _Palace_, se
supone que devora carne cruda en penumbrosas cavernas protohistóricas.
El que no baila el tango argentino, es que todavía no se ha determinado
en adoptar la postura erecta. Terrible disyuntiva. Aceptemos, pues, el
contrato social. Seamos hombres de sociedad, como quiera que el tránsito
del estado salvaje a esta especie de sociabilidad no es nada
dificultoso. Penetremos en una camisería, y aquí procurémonos cierto
pergenio sociable. Y, ahora, a cultivar el trato de los seres de
sociedad. Paremos atentas mientes, escudriñemos, deduzcamos algunos
principios fundamentales. ¿En qué se distingue este estado de sociedad
del supuesto estado de salvajismo que ha poco hemos abandonado?
Lo que distingue los varios grados y maneras de civilización es el
repertorio de ideas dominantes en cada uno de ellos. Se diferencian una
nación de otra nación y una época de otra época, por sus preocupaciones.
Tres preocupaciones permanentes dominan en el puro estado de salvajismo:
la libidinosidad, la voracidad, la combatividad. Al sumarnos a este
mundo nuevo de seres sociales, observamos: primero, que todos los que en
él viven padecen la obsesión del sexo, y todo lo que hacen tiene por
objeto satisfacerla o estimularla; segundo, que las comidas son
copiosas, y, para entre comidas se han inventado ciertos ingeniosos
arbitrios: el _lunch_, el té, el _whisky_, mediante los cuales puede uno
hacerse la ilusión de estar comiendo y bebiendo a todas horas; tercero,
que, cuándo por la hembra, cuándo a consecuencia de abusivas potaciones,
los hombres se van a las manos, o, como se dice en términos de sociedad,
sobreviene un lance entre caballeros. En resolución: libidinosidad,
voracidad, combatividad. ¿Es que hemos adoptado nuevamente el estado
salvaje? Sin duda. El hombre es, naturalmente, progresivo, y es,
naturalmente, regresivo. Va el hombre, como un remero, aguas arriba. Si
deja de remar, no se está quedo, sino que desanda lo andado. Si el
hombre se empereza; si rehuye el esfuerzo; si permite que la
inteligencia, que es la cualidad activa y progresiva, se le amodorre; si
se deja arrastrar a merced de la vida, retorna insensiblemente hacia
primitivos estados de salvajismo y de barbarie.
Esa llamada, por antonomasia, sociedad es una junta aleatoria de
individuos a quienes la abundancia de hacienda consiente que se
emperecen, supriman el esfuerzo fecundo, disipen el espíritu y vivan
para la carne. Es un salvajismo disfrazado con impermeable de cinturón
ceñido.
Pero eso que se llama sociedad no es toda la sociedad, ni siquiera lo
que pretende ser: sociedad elegante, buena sociedad. Es una sociedad
_sui géneris_, que la cómoda promiscuidad internacional de los tiempos
modernos ha engendrado, y cuyo centro de irradiación se hallaba en
algunos estrechos sectores de París: los bulevares. En toda sociedad
verdaderamente social hay algo de universal y algo de continuo. Pero en
esta llamada sociedad, por incongruente capricho de lenguaje, como se
llama rabón al perro que no tiene rabo, lo universal, que es lo
profundo, se ha sustituído por lo cosmopolita, que es lo pegadizo, y lo
continuo, que es propiamente la elegancia, por lo pasajero, que es la
moda.
Esta sociedad, de rostro plebeyo y contrahecho visaje aristocrático, que
comenzó por ser un rasgo típico de la vida parisién, acentuado en el
último tercio del pasado siglo; que antes de la guerra europea había
destacado pequeños emporios y grupos coloniales a todas las capitales
del mundo, menos a Madrid, y que, después de la guerra, ha desaparecido
de todas las capitales del mundo y ha comenzado a mostrarse en este
aldeón de la Mancha y corte de las Españas; esta sociedad, repito, se ha
aprovechado para fijar y propagar sus cánones de un medio singularmente
insinuante y deleitoso: el teatro.
La comedia de costumbres pasó a ser comedia de costumbres de sociedad,
nuevo género dramático en que lo de menos es la moral de la obra, o el
desarrollo de la intriga, o el movimiento de los afectos, o la
motivación de las acciones, y lo único que importa es que en escena se
tome el té, que se baile un _kake-wal_ o un _fox-trot_, que se juegue al
_tennis_, que suene un vals entre bastidores, que haya personajes
exóticos y que comediantas y comediantes luzcan los figurines de la moda
que ha de imperar en la temporada.
El drama pasó a ser drama de sociedad. Pero ¿es que en esta sociedad
puede haber dramas? Sin duda. El conflicto dramático es una situación
tensa que se produce por haber sido lastimadas las preocupaciones
fundamentales y permanentes de una persona. Ya sabemos cuáles son las
preocupaciones permanentes de las personas de sociedad: libidinosidad,
voracidad y combatividad. En la obsesión del amor carnal, sólo puede
existir una causa de conflicto: la infidelidad. Conflicto de la
voracidad: quedarse a media ración. Adviértase que la voracidad bien
entendida es una preocupación que se ramifica en infinitas necesidades:
los mantenimientos caros, los vinos caros, los cigarros caros, la buena
casa, la buena digestión, ejercicio no violento que abra el apetito, y,
a este efecto, nada como el automóvil; buen golpe de servidumbre; en
suma, necesidad de riqueza. Combatividad, prolífica en conflictos, como
perrillo flojo que dispara el arma cuando menos se piensa. De donde se
infiere que los tres temas del moderno drama de sociedad, son: el
adulterio, las altas especulaciones bursátiles y las cuestiones de honor
con ocasiones fútiles. Estos tres temas admiten abundantes combinaciones
y transformaciones. Pero como la casi totalidad de los humanos arrastran
su existencia aguijados por preocupaciones más perentorias, más
complejas, más elevadas y más trascendentales que la libidinosidad, la
voracidad y la combatividad, síguese que los temas dramáticos del
adulterio, el agio y la caballerosidad de _Club_ ofrecen escaso interés
y ninguna emoción. El choque entre dos hombres, a causa solamente del
amor carnal a una hembra, no es un drama; será, cuando más, un
espectáculo, como la lucha de dos bisontes en celo. Para el que vive de
su trabajo, no puede revestir aspecto trágico la situación de un
holgazán que, por haber desbaratado sus bienes de fortuna, se ve
constreñido a trabajar para vivir. Y en cuanto a las cuestiones de
honor, siempre se percibe en ellas lo bufo latente.
_Teatro de bulevar_ es la denominación que mejor le cuadra a este género
dramático, cuyo lugar adecuado, como ya se indica en el nombre, eran
ciertos parajes de la metrópoli francesa, adonde iban a posarse todos
los avechuchos cosmopolitas. El menor defecto del teatro de bulevar es
su cursilería; cursi en el mismo París; con que, trasplantado y
degenerado, no digamos. Pues una desabrida imitación de esta especie de
teatro es el que desde hace cosa de veinte años ha procurado algún autor
imponer en España como arquetipo supremo del arte dramático. Si yo,
cuando he escrito sobre asuntos de teatro, he colocado en categoría
aparte a Galdós, Arniches y los Quinteros, es porque son los únicos
autores de nota que en todo punto se han mantenido limpios de
contaminación con el teatro de bulevar.
El teatro de bulevar estaba bien en su sitio: en el bulevar. Llegaban
los papanatas elegantes de los cuatro puntos cardinales, entraban en uno
de aquellos teatros, y con sólo ver una pieza aprendían muchos extremos
importantísimos del protocolo social; en cuántos grados de ángulo se ha
de colocar el dedo meñique al coger la taza de té; el número de botones
del chaleco; hasta cuál de las vértebras lumbares debe ir abierto el
descote por detrás y el área trigonométrica que ha de ostentar por
delante. En los programas era esencialísimo indicar puntualmente los
modistos y sombrereras que proveían a cada una de las artistas.
El teatro de bulevar exige, para ser tolerable artísticamente: finura,
levidad y buen gusto, en la comedia; sobriedad y ponderación, en el
drama; cualidades éstas con que sin esfuerzo se produce el espíritu
francés, porque dimanan de su idiosincrasia.
Era también tolerable en París el teatro de bulevar como una variedad
dramática, entre otras muchas. El teatro de bulevar no es todo el teatro
francés. En la dramaturgia francesa contemporánea se cuentan finas y
serias manifestaciones de arte, que estudiaremos más adelante en estos
ensayos. Por lo pronto, Francia es el único país del mundo que puede
envanecerse de una tradición dramática y escénica, oficialmente
conservada y protegida, que lleva ya cerca de dos siglos sin descarríos,
roturas ni soluciones de continuidad. En la Comedia Francesa son los
señores de la casa así los clásicos franceses como los griegos, sin
olvido de los autores modernos. En la presente temporada han
preponderado en aquel proscenio Eurípides, con una nueva traducción de
_Andrómaca_, y Sófocles, con _Edipo, rey_.
Por si no podemos ir al bulevar, el bulevar, de raro en raro, viene a
nosotros. Estos días el bulevar se ha instalado en la Zarzuela, por
medio de una amable embajada de cómicos franceses, de los cuales la
figura más iluminada por la fama es M. André Brulé. En los programas de
mano que repartían para las funciones consta una breve referencia
crítica sobre monsieur Brulé, a la cual pertenece este parrafito:
«A una distinción correctísima en el vestir, une un gusto que excluye
toda exageración, siendo éstas precisamente las características de este
_lanzador de modas_, gran jugador de _golf_ y campeón de _cricket_.»
No obstante tales virtudes extraartísticas, es un excelente actor, y sus
acompañantes son asimismo notables comediantes. Por donde ha flaqueado
la jira es por las obras, todas ellas excesivamente de bulevar, _avant
la guerre_. A lo que se dice, la dilección de M. Brulé por las obras que
aquí ha representado magistralmente obedece a que él es quien las
estrenó, criterio plausible para desposar una mujer, mas no tanto para
adoptar de por vida una pieza teatral.
Inauguró la jira _L’epervier_, de M. Francis de Croisset, obra con
todas las de la ley: adulterio, estafa y puñetazos, entre un griego, una
rusa, un yanqui y un francés corpulento (René ¿cómo no?), que solloza
porque le birlan a última hora la querida. Superfluo es poner en claro
que las costumbres pintadas en estas comedias son costumbres de
sociedad, que no costumbres particularmente francesas. Ya hemos
explicado lo que de ordinario se entiende por sociedad. El adulterio, en
las comedias de sociedad, es demasiado trivial, y en los dramas de
sociedad, demasiado bestial. Un amigo mío me refería un sucedido que
viene muy al caso. Fué en Biarritz, en un corrillo de hombres de
sociedad. Versó la charla sobre el adulterio. Un mozo andaluz, hombre de
sociedad, aterrado por la idea de ser _cocu_, exclamó: «_¡Ante, segá!_»
(Antes, cegar). Un viejo monsieur de sociedad, en habiéndole traducido
la frase, comentó: _Oh, jeune homme... Pas même une petite douleur des
dents._ (Ni siquiera un leve dolor de muelas.) Los dos eran hombres de
sociedad.
El mismo monsieur Francis de Croisset, autor de _L’epervier_, acaba de
estrenar, en la Comedia Francesa, una obra: _D’un jour a l’autre._ M.
René Doumie escribe en la _Revista de Ambos Mundos_, relatando el
estreno: «Este autor se había distinguido, antes de la guerra, en un
género de teatro agradablemente corrompido, y aun a veces se dejó
contagiar del teatro brutal. Su obra nueva es todo lo contrario.»
¿Dejará de existir el teatro de bulevar, después
de la guerra? No es probable ni verosímil
que acabe la llamada sociedad con sus preocupaciones
y sus modas. Todo el cambio consistirá
acaso en que, en lugar del _fox-trot_, la machicha
brasileña o el tango argentino, sea lo
elegante bailar un tripudio bosquimano. No
nos importa que el teatro de bulevar
persista, a condición que se esté en
su sitio y no desborde sus naturales
límites. El _argot_
de bulevar es intraducible.


[Nota: DON JUAN]

ESTAMOS EN LA semana de los Tenorios. Si hay una
afirmación clara y concreta en materias teatrales que pueda ser aceptada
con unanimidad, es ésta: _Don Juan Tenorio_, drama de don José Zorrilla,
es la obra más popular y conocida en España. Y, sin embargo, hay otra
afirmación, no menos clara y concreta que acaso no se haya formulado el
lector; pero que, en conociéndola, espero que sea aceptada también
unánimemente. Hela aquí: _Don Juan Tenorio_ es la obra menos conocida en
España. Menos conocida, porque el conocer con error, el tomar una cosa
por lo que no es, es menos y peor que el completo ignorar. El origen
primero de todo conocimiento es la experiencia personal del que conoce.
Sin esta condición es difícil alcanzar un conocimiento que sea de
provecho. Cuando el juicio u opinión sobre la cosa se ha adelantado o
sido inculcado en la persona antes de conocer la cosa, se le llama
prejuicio, juicio prematuro. Un hombre de prejuicios es un hombre que
está incapacitado para conocer las cosas. Respecto del _Tenorio_, cada
español lo conocía antes de haberlo visto por primera vez, es decir,
que no ha llegado a verlo por primera vez. Desde los primeros años,
mucho antes de haber asistido a un teatro, hemos oído alusiones,
paráfrasis, chirigotas, a costa del _Tenorio_. Esto quiere decir que
ningún español tiene la experiencia personal, la experiencia virgen y
emotiva del _Tenorio_; que ninguno lo ha visto por primera vez, pues el
_Tenorio_ que hubo de ofrecérsenos cuando por primera vez se nos
apareció en el tablado, no podía ser ya el _Don Juan_ que Zorrilla
sintiera e imaginara, sino la proyección fría del _Don Juan_, un tanto
abstracto y otro tanto ridículo, que estábamos avezados a figurarnos de
antemano. Recuerdo que, en una ocasión, viendo _Don Juan Tenorio_ en una
provincia, muy mal interpretado por cierto, me produjo una viva emoción.
Y yo pensaba: «Lo que daría por ver el _Tenorio_ por primera vez.» Este
es el canon estético fundamental: procurar ver las cosas por primera
vez. Lo torpe y risible de ese público especial de Madrid que asiste a
los estrenos, y nada más que a los estrenos, es que, en general, se
compone de personas incapaces de ver una obra por primera vez,
permítaseme la paradoja; un público que no busca en las obras sino el
parecido con obras anteriores.
A _Clarín_, que si fué un gran crítico fue precisamente porque sabía
ver las cosas por primera vez, con perfecta ingenuidad y, por decirlo
así, barbarie del espíritu, se le ocurrió ensayar la experiencia de ver
el _Tenorio_, por vez primera, sirviéndose de un personaje novelesco, la
protagonista de _la Regenta_. Es ésta una mujer joven y linda, de rara
sensibilidad e inclinaciones místicas, que ha llevado una vida triste,
hermética, colmada de sueños; casó con un viejo, y en el momento de
asistir al _Tenorio_ andaba a punto de caer indefensa bajo el hechizo de
un Don Juan moderno. Su nombre, Ana Ozores, de apodo _la Regenta_, por
haber sido su marido presidente, o como en Vetusta se decía, regente de
la Audiencia.
Las peripecias del drama, dice _Clarín_, «llegaron al alma de _la
Regenta_ con todo el vigor y frescura dramáticos que tienen y que muchos
no saben apreciar, o porque conocen el drama desde antes de tener
criterio para saborearlo y ya no las impresiona, o porque tienen el
gusto de madera de tinteros.» Y más adelante, hablando de la denominada
escena del sofá: «Estos versos que ha querido hacer ridículos y
vulgares, manchándolos con su baba la necedad prosaica, pasándolos mil y
mil veces por sus labios viscosos como vientre de sapo, sonaron en los
oídos de Ana aquella noche, como frases sublimes de un amor inocente y
puro que se entrega con la fe en el objeto amado, natural en todo gran
amor. Ana, entonces, no pudo evitarlo; lloró, lloró, sintiendo por
aquella Inés una compasión infinita. No era una escena erótica lo que
ella veía allí: era algo religioso; el alma saltaba a las ideas más
altas, al sentimiento purísimo de la caridad universal...; no sabía a
qué; ello era que se sentía desfallecer de tanta emoción.»
Lo que estorba a la inteligencia y emoción del _Don Juan_, esto es, lo
que le impide verle por vez primera, es su leyenda. Estoy por decir que,
no ya nosotros, pero ni aun los contemporáneos de Zorrilla, lograron ver
por primera vez su _Don Juan Tenorio_, ni los de Tirso de Molina su
_Burlador de Sevilla_ y _Convidado de piedra_. Con siglos de
anterioridad a Tirso de Molina existía la leyenda del muerto, o estatua,
que asiste a un convite, adonde sacrílega e impíamente se le brindó por
mofa. Estos sucesos sobrenaturales de la leyenda, traspuestos a aquellas
dos obras dramáticas, son los que, sobre todo, enardecen la imaginación
del público y le arrastran a presenciar la escandalosa vida y muerte
ejemplar de _Don Juan Tenorio_, como lo prueba en qué época del año es
uso poner en escena el drama.
Otro elemento que, sin duda, al público sencillo descarría, es la
sensualidad picaresca de Don Juan, que no hay hembra que no apetezca ni
traza que no se dé para conseguirla, lo que con voz actual se dice sus
calaveradas, y en clásico, burlas de amor. Este elemento ha sido
introducido en el carácter dramático de Don Juan por Tirso de Molina,
padre verdadero y legítimo de _Don Juan Tenorio_, con su nombre y facha
ya eternos. Antes de Tirso, el personaje que invita en chanza al muerto,
o estatua, era meramente un hombre impío y alardoso de su impiedad.
Tirso crea el tipo de burlador de hembras, le hace bravo y emprendedor,
hermoso y gallardo, y le mantiene impío, o, cuando menos, bastante audaz
para mirar con altivez y desprecio las cosas santas. Pero, aun cuando
toda esa suma de particularidades son de mucha importancia en el
carácter de Don Juan, desde luego las más visibles, y tales que sin
ellas no se le concibe, con todo no constituyen la verdadera esencia del
donjuanismo. Tirso lo adivinó con clarividente sutilidad y elevó el tipo
de Don Juan a la categoría de arquetipo, infundiéndole su verdadera
característica, un soplo de sustancia sobrenatural e imperecedera. A
partir de Tirso, el _Don Juan_ queda completo en todos sus elementos:
lo sobrenatural pasa de los actos, como acontecía en la leyenda, al
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