El origen del pensamiento - 13

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de las casas. Su genio colosal ansiaba apoderarse del secreto. Algunos
sostenían que era imposible. El ingenioso Sánchez sonreía y meditaba.
Las noticias que los fisiólogos anteriores a él le suministraban eran
muy vagas. Uno sostenía que el pensamiento era una secreción semejante a
la bilis o a la orina. D. Pantaleón en sus experimentos no había hallado
señal de estas secreciones en la masa encefálica. Otro, que el
pensamiento se producía en el cerebro por un método análogo al de la
fabricación del pan. Era más verosímil. Sin embargo, pensaba que debía
de parecerse más a la fabricación de la cerveza a causa del sistema de
destilación, pues no le cabía duda de que las sensaciones para
trasformarse en ideas debían de pasar por un finísimo alambique. Mas a
pesar de cuantos esfuerzos llevó a cabo para descubrir con el
microscopio este cedazo, no lo había logrado hasta entonces.
La resolución de este gran problema le agitaba a todas las horas del día
y en muchas de la noche. Su labor era incesante, hasta el punto de no
dejarle pensar ni sentir apenas otra cosa. Sin embargo, en los actuales
momentos un suceso, al parecer insignificante, le preocupaba bastante,
le tenía más silencioso y meditabundo que de costumbre. Viniendo al
café aquella noche había tropezado en la calle con un hombre tendido
sobre la acera. Quiso levantarle. El hombre no podía tenerse en pie a
causa de su extrema debilidad: según dijo no había tomado alimento en
treinta y seis horas. Lleno de compasión le arrastró como pudo hasta un
_restaurant_ próximo; hizo que le sirviesen caldo y le pagó una buena
comida. Después le dejó casi todo el dinero, que llevaba en el bolsillo.
Pues bien, el célebre antropólogo estaba pesaroso, descontento de sí
mismo. Sabía muy bien que los llamados sentimientos de humanidad y
filantropía son, como el sentimiento religioso, peculiares de las
sociedades primitivas. Una sociedad civilizada no puede admitirlos
porque se oponen abiertamente a las leyes de la selección y de la lucha
por la existencia, que se cumplen en el organismo social como en los
inferiores. En esta lucha los débiles deben perecer: así es conveniente
para el progreso de la especie. Protegerlos, ayudarles a eludir las
leyes indeclinables de la Naturaleza es indigno de un hombre civilizado,
y mucho más de quien como él se dedicaba al estudio de la ciencia
positiva. El que deba vivir que viva; el que deba caer que caiga. De
aquí su remordimiento y tristeza. Y lo que más le avergonzaba era que,
viendo comer a aquel desgraciado con apetito voraz, había llorado de
ternura. Resabios de su educación primera, llena de juicios absurdos y
de imaginaciones infantiles.
Este hecho insignificante probará hasta qué punto aquel hombre insigne
había sacudido de su inteligencia el polvo de las preocupaciones y había
avanzado en el camino de la perfección positiva.
Una de las cosas que logró dar más luz a sus lóbulos cerebrales fue la
compra de un mono. Era el sueño de su vida. Por fin tropezó con ciertos
bohemios que se prestaron a venderle uno valetudinario y sarnoso. Se lo
hicieron pagar bastante caro, visto el afán que por él mostraba. Cuando
nuestro fisiólogo se encontró a solas en su laboratorio en presencia de
aquel ser, su precursor inmediato, sintió emoción indefinible. Un
respeto profundísimo se apoderó de su mente. Delante de sí tenía al
hombre, al hombre primitivo en toda su augusta sencillez y verdad, sin
absurdas ideas metafísicas, sin religión, sin moral, sin los tristes
idealismos que tuercen y adulteran el curso sagrado de la Naturaleza.
¡Ah, no! Aquel hombre no pretendía ridículamente oponerse, como
nosotros, a sus leyes inflexibles, a la ley de la lucha por la
existencia, o de la selección. Era el producto espontáneo de la
Naturaleza, resplandeciente como ella de majestad y de inocencia.
Acurrucado en un rincón, el hombre primitivo clavaba en el secundario
una mirada inquieta y temerosa. Pero viendo que éste no trataba de
hacerle daño, concluyó lógicamente por rascarse la barriga, ejecutando
después otra serie de maniobras candorosas que el gran antropólogo
seguía con mirada escrutadora y reflexiva. La ciencia estaba de
enhorabuena. En el cerebro del ingenioso Sánchez germinaban pensamientos
fecundos, admirables proyectos de experimentación. Desgraciadamente no
pudieron realizarse por una alteración funesta de los nervios de la
esposa del fisiólogo.
D.ª Carolina no tenía noticia de la compra del mono. D. Pantaleón, que
sabía cuán poca simpatía le inspiraban los adelantos de la ciencia,
había cuidado de ocultársela. Hallábase, por tanto, la buena señora
ajena enteramente a la presencia del hombre primitivo en su domicilio,
cuando aquél se encargó de hacérsela notar en la forma más inconveniente
que pudo verse jamás. Una noche, atravesando el corredor de la casa con
una bujía en la mano, sintió que dos brazos peludos la agarraban por el
cuello, y unas uñas infernales se le clavaban en el rostro. La infeliz
pensó que el mismo demonio venía a arrebatarla. Dio un grito horrísono y
se le cayó la palmatoria de la mano. Cuando la gente de casa acudió
yacía en el suelo privada de conocimiento. El mono se balanceaba en lo
alto de una percha, revelando en su fisonomía expresiva la sublime
indiferencia que caracteriza a los seres no adulterados aún por ideas
metafísicas.
Claro está que desde entonces no volvió a hablarse de él en la casa del
fisiólogo; es decir, sí se habló, y mucho, pero fue siempre para vejar
al ilustre antropólogo, quien por largo tiempo no pudo gozar de
tranquilidad a la hora de comer.
Por fortuna, un suceso próspero vino a borrar aquella impresión fatal.
Ya sabemos que la hija menor de Sánchez, desde que perdiera su belleza
en aras de la ciencia, apenas pisaba la calle. Al café del Siglo no
había vuelto jamás. El desengaño de Godofredo al tiempo mismo que le
había herido la desgracia, no poco contribuyó también a dejarla en el
profundo abatimiento en que vivía. Silenciosa y melancólica la que antes
era todo ruido y alegría, parecía una sombra vagando por la casa. A
veces se la oía gemir. Su madre sacudía entonces la cabeza, terrible,
amenazadora como una euménida; el ingenioso Sánchez bajaba la suya,
sometiéndose a aquel castigo, pero satisfecho en el fondo de sus lóbulos
cerebrales de haber sacrificado una hija en el altar de la ciencia, no
en el del fanatismo metafísico. Si en aquellas negras horas de
desesperación todos sus pensamientos eran para el ingrato Llot, sin que
un vago e insignificante recuerdo mereciese la pasión de Timoteo, no es
fácil averiguarlo. Lo que sí puede afirmarse es que el violín de aquel
desgraciado joven seguía exhalando quejas melancólicas por la noche lo
mismo que en los tiempos de esplendor de su adorada. Para él no existían
quemaduras ni costurones; todo era como antes tersura, nácar y
alabastro; sus notas se arrastraban siempre lánguidas, voluptuosas,
enamoradas.
En casa del fisiólogo nada se sospechaba del fondo sensual que
encerraban. Sánchez no podía reparar en tales futilezas. D.ª Carolina
iba poco por el café y estaba muy lejos de presumir que existiese en la
tierra tal desinteresado amor. Así que fue viva su sorpresa al recibir
un día la visita del artista en traje de ceremonia. La esposa del
antropólogo no estaba sola. Su hija Presentación bordaba a su lado cerca
del balcón. El artista avanzó con tan amable sonrisa que su boca se
dilataba de un modo imponente.
--Buenas noches, D.ª Carolina... ¡digo no! Buenos días, D.ª Carolina;
buenos días, Presentacioncita.
Inmediatamente el heroico joven quedó envuelto en una nube de lluvia
menudísima, de la cual por fortuna sólo algunas gotas vinieron a caer a
los pies de la buena señora. Después se creyó en el caso de refrenar el
vuelo de su fisonomía, dándole la gravedad apropiada al caso; pero tan
pronto como consiguió llevarlo a cabo, su boca volvió a dilatarse,
recobrando la posición anterior como un resorte que se suelta. Tornó a
cerrarla con esfuerzo y de nuevo volvió a soltarse, repitiendo la
operación algunas veces antes de pronunciar una palabra. Esto, unido a
cierto modo extraño y constante de sobarse las rodillas con la palma de
las manos como si estuviera dándoles fricciones de algún bálsamo
antirreumático, produjo en D.ª Carolina un movimiento de impaciencia que
procuró refrenar con su amabilidad característica. Al cabo rompió.
--Señora, aquí Presentacioncita sabe perfectamente...
Pero en el mismo instante la aludida se alzó bruscamente de la silla y
salió de la sala. El artista, detenido en los comienzos de su discurso,
la miró alejarse con sorpresa y dolor.
Presentación, desde que perdiera su belleza, se había vuelto suspicaz,
recelosa; pensaba que todos se burlaban de ella. Ésta fue la razón de su
brusca partida. Imaginó que Timoteo, desdeñado en otro tiempo, venía a
gozarse en su desgracia y a satisfacer una miserable venganza.
¡Cuán lejos se hallaba de la verdad! Lo que en aquel instante sentía el
corazón de Timoteo era idéntico a lo que vibraba en el alma de su
violín, todo lánguido, todo voluptuoso.
--Señora, yo sé que soy un gusano indigno...
Este comienzo no le pareció mal a D.ª Carolina y procuró dárselo a
entender con una sonrisa benévola.
--Un gusano... eso es...
--Vamos, Timoteo, cálmese usted. Le veo un poco agitado.
--¡Cómo no he de estarlo, señora! ¡Cómo no he de estarlo si lo que me
pasa a mí!...--exclamó el joven apretando las rodillas con sus manos
crispadas.
--¿Pero qué le pasa, criatura?--preguntó la señora con una entonación
que decía bien claro que lo sabía.
--Ya sé que soy un indigno gusano...
--¡Dale! ¡Cálmese usted, Timoteo, cálmese!
--Yo venía con intención de hablar con usted, señora... pero ya no puedo
hablar... ¡no puedo hablar!--profirió con creciente agitación.
D.ª Carolina le contempló un instante con sonrisa maliciosa y dijo al
cabo:
--Pues yo voy a decirle a usted lo que usted tenía que decirme a mí.
Timoteo la miró estupefacto.
--Señora--venía usted a decirme,--yo sigo tan enamorado de su hija
Presentación como el primer día. A pesar de su desgracia la quiero con
todo mi corazón, porque mi cariño no se cifraba en la hermosura del
cuerpo, que es perecedera, sino en la del alma, que jamás muere.
El violinista se puso horriblemente pálido. Alzose de la silla y comenzó
a dar vueltas por la estancia agitando el sombrero con frenesí. Todo su
amor, sus tristezas y anhelos, los pensamientos todos que ocupaban su
mente desde hacía tanto tiempo salieron de golpe en frases cortadas,
incoherentes, que resonaron lúgubremente en la sala como la confesión
de un reo en capilla. Pero venían envueltas en una nube tan espesa de
rocío que D.ª Carolina se vio precisada a apartarse más de una vez y
refugiarse por los rincones para no quedar completamente empapada.
Al fin se dejó caer otra vez en la silla, rendido, aniquilado. D.ª
Carolina también se sentó y le contempló largo rato con mirada
chispeante de malicia.
--¡Pícaro, qué bien me conoce usted!--exclamó dándole un pellizco.
Timoteo clavó en ella una mirada de besugo atónito.
--A usted no se le ha escapado el cariño con que siempre le he mirado.
Es una debilidad, una manía; nunca he podido remediarlo. Mis hijas me
tienen dicho un millón de veces: «¡Pero, mamá, no callas con Timoteo! ¿Y
qué le voy a hacer, hijas mías? El cariño no puede razonarse, y yo se lo
he tomado a ese muchacho. No digo a Presentación solamente: si diez
hijas tuviera y Timoteo me las pidiese, las diez le daría sin vacilar un
momento.»
Aquella prueba poligámica de simpatía conmovió de tal manera al
violinista que se alzó de nuevo agitando el sombrero; pero D.ª Carolina
logró hacer que se sentase tirándole de la levita.
Finalmente, el artista pidió con más humildad que ceremonia la mano de
Presentación, añadiendo que, si no lograba verse unido a ella, sus
medidas estaban ya tomadas, su resolución era irrevocable. Y no se
explicó más; pero bastaba y sobraba, atento el tono fúnebre con que
profirió tales palabras. Timoteo pensaba en divorciarse de la
existencia.
D.ª Carolina adoptó inmediatamente un continente grave, protector, de
una importancia tal que el violinista comprendió que su vida estaba en
manos de aquella señora. Largo rato estuvo pensativa. Luego manifestó
que por ella todo quedaría arreglado en seguida. ¡Ah, por ella no había
dificultad alguna! Desgraciadamente era necesario consultar otras
voluntades: primero la de Presentación...
La esposa del fisiólogo se levantó del asiento, tomó de la mano
gravemente al artista y le llevó consigo fuera de la sala. Timoteo se
dejó arrastrar presa de una emoción que le privaba por completo del uso
de sus facultades mentales y a medias del juego de las rodillas.
Llegaron al pasillo, y allá a lo lejos columbraron la silueta de
Presentación. Mas apenas los divisó ésta, corrió a refugiarse en su
cuarto, que cerró con un violento portazo.
D.ª Carolina dirigió una sonrisa dulce al violinista, en cuyos ojos se
pintaba el espanto.
--Presentación, abre--dijo aquélla llamando con los nudillos a la
puerta.--Timoteo necesita hablar contigo dos palabras.
--Nada tiene que hablar Timoteo conmigo--respondieron de adentro.
D.ª Carolina volvió de nuevo su fisonomía condescendiente hacia Timoteo,
dibujándose en ella otra dulce sonrisa.
--Sí, hija mía, sí. Es una cosa seria lo que tiene que decirte. Abre.
--Ni seria ni risueña: no quiero oír nada--repuso Presentación.--Que se
vaya.
D.ª Carolina sonrió nuevamente y apretó la mano del violinista. Éste se
hallaba consternado.
--Vamos, no seas terca. Abre, hija.
--¡Que se vaya! ¡que se vaya!--repitió la joven con más fuerza.
--Háblele usted por el agujero de la llave. No hay otro medio--dijo la
esposa del fisiólogo empujando a Timoteo.
Éste bajó la cabeza y aplicó su boca húmeda a la cerradura.
--¡Presentacioncita! Yo soy un indigno gusano...
--¡Váyase usted! No quiero oírle.
--Pero la adoro a usted con toda mi alma. Es usted desde hace mucho
tiempo la estrella confidente de mis amores, y adonde quiera que el
destino me arrastre bien puede estar segura que eternamente será mi
bandera, bajo la cual pelearé hasta derramar la última gota de mi
sangre...
La voz del violinista, al pasar por el agujero de la llave, producía un
zumbido oscuro, lamentable, en el cual apenas podían percibirse las
palabras. Presentación no respondía. Sin embargo, la imagen expresiva
de la bandera y de la gota de sangre debieron de enternecer un poco su
corazón. Al cabo de un rato repitió por máquina y con menos fuerza:
--Que se vaya... que se vaya.
--Presentacioncita--aulló de nuevo Timoteo,--¡quisiera morir por usted!
Quisiera morir cuando el sol traspone los montes lejanos del horizonte,
cuando muere la luz entre celajes de ópalo y grana. Quisiera morir, y
sería feliz si supiese que en mi tumba solitaria vendría usted a
depositar algunas margaritas silvestres...
Timoteo repetía los conceptos poéticos que más habían herido su
imaginación en la letra de los nocturnos y _canzonetas_ que tocaba.
Presentación guardó silencio. Al cabo de un rato aquél volvió a zumbar,
incurriendo en flagrante contradicción.
--¡Presentacioncita, por Dios, no me deje usted morir así!
Después de una larga pausa se oyó la voz de la niña que profería estas
notabilísimas palabras:
--Mamá, haz lo que quieras.
Inmediatamente Timoteo se sintió en los brazos de su futura suegra.
Pálido, trémulo, aniquilado de emoción, se dejó arrastrar de nuevo por
aquélla a la sala.
¿Qué pasó allí? Apenas es necesario manifestarlo. D.ª Carolina dio
rienda suelta a su corazón magnánimo. Se mostró ante los ojos húmedos de
Timoteo, no con la apariencia desagradable que hasta entonces se había
visto precisada a adoptar, sino como lo que era en realidad, un tesoro
de indulgencia y generosidad. Media hora de conversación íntima bastó
para que Timoteo se viese tratado con la confianza y cariño de un hijo
mimado. No sólo aquella bondadosa señora dio su pleno consentimiento
para la boda, sino que ofreció su apoyo para vencer la única grave
dificultad que para ella se presentaba, la voluntad de su marido. D.
Pantaleón, el terrible D. Pantaleón, seguía pesando como una losa sobre
los deseos y aspiraciones de la familia. Aún más: D.ª Carolina llegó a
consentir que la llamase mamá cuando estuviesen solos, y le prometió
tutearle en el mismo caso. ¡Pero cuidado con que llegase a noticia de su
marido! No satisfecho su tierno corazón con esto, al despedirse, cerca
de la escalera, de su futuro hijo político le dio un beso maternal en la
frente. De tal modo que Timoteo bajó los peldaños tambaleándose de gozo,
no sin besar antes las manos de aquella adorable señora, derramando
sobre ellas un raudal de lágrimas y saliva.
Los dioses no se fatigan jamás cuando quieren hacer a un mortal feliz o
desgraciado. Aún le tenían reservado a nuestro artista un nuevo triunfo
que saboreó al llegar a su casa. En ella le aguardaba el padre
Laguardia, más huesudo y más inquieto que jamás lo había sido. Timoteo
no le conocía más que de vista. Después de saludarle rápidamente, el
presbítero le preguntó con agitación:
--Venía a que usted me dijese, si es que lo sabe, dónde vive actualmente
su amigo Llot.
--¿Mi amigo Llot?
--O su enemigo. Es igual. Dónde vive es lo que me importa averiguar.
--Pues no lo sé, ni lo he sabido nunca.
--¡Nadie! ¡nadie!--exclamó el clérigo terciando el manteo y comenzando a
dar vueltas por la habitación como un loco.--¡Nadie sabe dónde se
esconde ese pillo!... Porque es un pillo, ¿sabe usted?--añadió
encarándose con Timoteo ferozmente como si no esperase más que éste le
contradijese para arrojarse sobre él.--¡Un granuja! ¡un miserable! ¡un
estafador! ¡En cuanto le tropiece le piso la cara!
--¡No puede ser!--dijo Timoteo inundado de gozo.
--¿Que no puede ser?--chilló el cura abalanzándose a él y sujetándole
por la solapa de la levita.--¿Cree usted que yo no soy capaz de pisarle
la cara?
--No es eso. Lo que yo quería decir es que me extrañaba que un muchacho
tan inocente, que parecía una palomita sin hiel...
--¡Una palomita!--exclamó D. Jeremías sonriendo sarcásticamente.--¡Una
palomita!... ¡Un raposo!--profirió con grito horrísono.--Un raposo a
quien hay que cortar las orejas, a quien hay que desollar vivo.
Y comenzó de nuevo a dar paseos agitados lanzando al mismo tiempo
tremendas imprecaciones.
Al fin se dejó caer en una silla y se puso a contar lo que le pasaba.
Godofredo le había ido sacando poco a poco y con diferentes pretextos
algunas cantidades, las cuáles sumaban a la hora presente seiscientas y
pico de pesetas, desapareciendo de la noche a la mañana. No era eso lo
peor. Lo verdaderamente infame es que se había valido de su nombre para
estafar una porción de dinero a algunos amigos: al cura de San Ginés
sesenta duros, al capellán de las Adoratrices cuarenta y cinco, al
excusador de San Millán diez y seis, etc., etc. Iba pidiendo estas
cantidades como si fuesen para D. Jeremías. Cuando presumía que no
bastaba la palabra, presentaba una carta falsificando la firma...
Además, había encargado un sin fin de misas por el alma de su madre, y
de toda su parentela, sin que jamás hubiese dado un cuarto a los
sacerdotes que las dijeron. Resultaba, en fin, debiendo y estafando a
todas las personas con quienes le había puesto en relación...
D. Jeremías no podía estarse quieto mientras relataba tales infamias. Se
sentaba, se alzaba, paseaba, manoteaba, chillando al mismo tiempo como
un energúmeno.
Timoteo sentía correr por sus venas un estremecimiento dulcísimo. A la
agitación y cólera que reflejaba el rostro del presbítero oponía su
semblante una placidez verdaderamente paradisíaca.
Y más se acentuó esta expresión de beatitud celeste cuando vio salir a
D. Jeremías como un huracán, sin decirle adiós siquiera, gritando al
trasponer la puerta:
--En cuanto le tropiece, no hay más, ¡le piso la cara!


XVI

Don Laureano Romadonga no era hombre que se dejase aprisionar fácilmente
por los artificios femeninos; que comprometiese el sosiego de su vida,
sus placeres, su independencia por una mujer, cualquiera que ella fuese.
Conocedor profundo de la existencia, había formado hacía mucho tiempo su
plan, y de él no se apartaba una línea. Sus días se deslizaban serenos,
risueños, libando voluptuosamente la corta cantidad de miel que sólo
proporciona este valle de lágrimas a los solterones ricos y sanos.
Desgraciadamente la impetuosidad absurda de su última querida había
venido a turbar el curso sereno de estos días. Hacía ya algún tiempo
que el viejo seductor comprendiera que le convenía cortar estas
relaciones enfadosas. Si no lo ponía en práctica, como en casos
semejantes había hecho, no era por falta de voluntad, sino por el
temorcillo que la navaja de la chula había logrado inspirarle. No
obstante, después de la escena escandalosa del teatro, la separación
quedó resuelta en principio. Aunque por un refinamiento de hombre
gastado le placiesen para queridas las mujeres de genio vivo y hasta un
poco agresivas, los arranques de la hija del sillero rebasaban ya los
límites de lo tolerable. No era posible continuar. Sus planes sabios
corrían peligro de hundirse para siempre con aquella chiquilla violenta
y caprichosa.
Era demasiado listo, sin embargo, para dejar traslucir sus propósitos.
Continuó en apariencia tan enamorado. Mantuvo a la Conchita en la
ilusión de ser su última y definitiva querida. Hasta le dejó entrever
algunos tenues y lejanos rayos de luz matrimonial. Mientras tanto, allá
en el fondo de su cerebro artificioso se elaboraba tranquilamente un
plan maquiavélico que iba a marchitar en flor tanta dulce esperanza.
Romper con la chula quedándose en Madrid era expuestísimo. Aunque
avisase a la policía, tenía la seguridad de que Concha le daba una
puñalada por la espalda. ¡La conocía bien! A aquella muchacha fiera y
escandalosa le importaba un bledo ir a presidio o a la horca con tal de
satisfacer su venganza. Era necesario escapar de Madrid. ¿Adónde?
Después de meditar varios días este punto, se decidió por París. Aquella
inmensa ciudad, emporio de todos los placeres, convenía admirablemente a
los fines interesantes que Romadonga perseguía en esta vida. Pasar el
invierno en París; desde allí, cuando viniese el verano, trasladarse a
Biarritz o San Sebastián; en el mes de Octubre, trascurrido ya cerca de
un año, regresar a Madrid. En todo este tiempo la hija del sillero le
olvidaría, hallaría otro acomodo, desaparecería de Madrid. ¿Quién sabe
lo que podía suceder?
Resuelto, pues, a llevar a cabo el proyecto, comenzó sigilosamente a
hacer sus preparativos. Vendió los coches y los caballos, giró a la
capital de Francia dinero, envió a su criado por delante con los objetos
necesarios, hizo la maleta; y una tarde se metió cautelosamente en un
coche del Sud-exprés y huyó de Madrid sin dar cuenta a nadie de su
viaje. Una hora antes había estado en casa de su querida. Con sarcasmo
mefistofélico pasó largo rato hablándole de planes para lo porvenir,
prometiendo llevarla pronto a vivir consigo y viajar con ella algunos
meses y comprarla una magnífica cama que juntos habían visto en un
escaparate de la calle de Alcalá. Estuvo jocoso y seductor como nunca.
Al despedirse le dijo que vendría de noche a buscarla para ir a un
teatrito por horas, y que estuviese ya vestida y no se hiciese esperar.
La sonrisa cruel que plegaba sus labios al bajar la escalera inspiraba
frío y miedo.
¡Pobre niña! ¡Cuán ajena estaba del pensamiento que bullía en la mente
de aquel hombre egoísta, sin entrañas!
Mientras corrió el tren por los campos de España, todavía la imagen de
la chula venía de vez en cuando a turbar su espíritu. Pero en cuanto
atravesó la frontera se le borró por completo. Al llegar a París buscó
un cuartito amueblado en lo más céntrico; alquiló coche, compró caballo,
se hizo socio de dos clubs aristocráticos y comenzó a hacer la vida a
que sus convicciones filosóficas le arrastraban. De tal suerte, que a
los quince días se encontraba infinitamente mejor que en Madrid, y
principiaba a sospechar que no sólo aquel invierno, sino todos los que a
Dios pluguiere concederle, iba a pasar en aquella hermosa capital.
La existencia de Romadonga se deslizaba serena, feliz, egoísta como la
de un dios, viviendo únicamente para sí y contemplando con augusta
indiferencia los dolores y las alegrías de los otros. Excusado es decir
que el sol que más iluminaba y amenizaba aquella existencia era la
mujer. Pero no una mujer determinada; la mujer en general; hoy una,
mañana otra. Después de paladear la fruta hermosa, pero un poco
insípida, de las burguesas madrileñas y morder en la guindilla de las
chulas, las cortesanas parisienses, tan elegantes, tan ingeniosas y
cultas, le parecían un bocado exquisito. Y hay que confesar que supo
aprovecharse. En poco tiempo fue popularísimo entre ellas. Le llamaban
riendo el _fidalgo español_. Su carácter frío, su ingenio reconocido y
el cinismo con que se expresaba logró dominarlas. Hasta el exagerado
acento extranjero contribuía a dar más gracia a sus frases insolentes en
el fondo y correctas en la forma.
Gozando de más libertad que en Madrid, con gozar aquí mucha, tan pronto
se le veía con una dama del brazo como con otra, creyendo a puño cerrado
que la Naturaleza sólo es bella por su rica variedad. A ciertas horas
del día hallaríasele invariablemente paseando por los boulevares con el
cigarro en la boca balanceando su esbelta figura entre la muchedumbre;
dirigiendo su mirada atrevida, escrutadora, a las bellezas que cruzaban
cerca, inclinándose a un lado y a otro para ver mejor; a veces teniendo
el paso y siguiéndolas con la vista largo rato.
--Es guapa esa barbiana, ¿verdá tú?
Romadonga sintió un escalofrío mortal correr por sus venas. Volvió el
rostro espantado y se encontró con la mismísima Concha. Instintivamente
puso las manos por delante.
--¡No seas tan jindamón, hombre!--profirió la chula con voz ronca,
apoyándose en cada sílaba y mirándole de arriba abajo con ojos torvos,
despreciativos.--¿No ves que soy una mujer?
La vergüenza hizo que volvieran los colores a las pálidas mejillas del
_fidalgo español_.
--Es que tú no eres una mujer como otras... ¡Ya lo creo, caramba!...
¡Pues si me descuido, caramba!
--¡Ya lo creo! ¡Si te descuidas, caramba!--exclamó haciendo burla la
chula.
En verdad que Romadonga estaba descompuesto y aturdido que daba lástima.
--Si te descuidas, ¡na!--prosiguió Concha.--El día que se me meta en el
moño te clavo el corazón, con cuidao o sin él... ¿Qué te has figurao,
viejo silbante, que después de lo que has hecho conmigo me ibas a tirar
a la barredura, como un papel sucio?... ¡Ja, ja!... Que se te quite,
infeliz.
El traje, la actitud y la voz de la chula habían hecho pararse a algunos
curiosos. D. Laureano, avergonzado y alentado al mismo tiempo, exclamó
irguiéndose:
--Vaya, vaya, déjame en paz y sigue tu camino. Nada tengo que partir
contigo.
--¿Nada tienes que partir conmigo, malvao? Y la criatura que he dejao en
Madrid ¿es la punta de un cigarro que tiras a la calle cuando empieza a
quemarte, verdá tú? Y mi honra es otra colilla ¡puf! que se escupe y no
se vuelve a mirar... Aquí tienen ustedes un hombre, señores (volviéndose
a los circunstantes, que no entienden una palabra y contemplan
asombrados la escena). ¿Ven ustedes este viejo baboso, que tiene más
años que Matusalén, más pintao que un monumento y más perfumao que una
corista? Pues este tío ha conseguío chalarme no sé por qué... por la
labia, por la fachenda, por las mentiras... en fin, por lo que a ustedes
no les importa. Y luego que me ha visto chalá, y me ha deshonrao, y me
ha tenío tres años sujeta como una mona, de la noche a la mañana y sin
decir «agur Conchita,» se escapa a París, y ¡venga juerga con las
suripantas!... ¡Qué bonito! ¿verdá ustedes?... Pero como yo soy hija de
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