El origen del pensamiento - 12

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la moralidad. ¿Y cuáles son los fundamentos positivos de la moral? Se
creía hasta hace poco tiempo que era algo extraño a las fuerzas que
obran dentro de nuestra naturaleza física. ¡Error profundo! Uno de
tantos sueños como han turbado la mente infantil de nuestros
antepasados. La moral es el resultado de una de tantas combinaciones en
que descansa el desarrollo orgánico del animal humano. La moral no es
más que el instinto social arraigándose cada vez más de generación en
generación. Pero este instinto puramente animal que el hombre comparte
honrosamente con los demás seres vivientes, en particular con las focas
y los bisontes machos, cuyo sentido moral es admirable, no tiene más
razón de ser que el bien general. La moral está fundada, pues, en el
bien general. ¿Qué era lo que exigía el bien general cuando ese
desgraciado viejo se arrojó al agua? ¿Exigía que mi yerno expusiese su
vida por salvarle? No, ciertamente, porque la vida de ese infeliz, sin
fuerzas para el trabajo y sin ninguna cualidad sobresaliente, era inútil
para la humanidad, mientras que la de mi yerno, joven, inteligente y
activo, tiene importancia. Luego Mario, al arriesgar una existencia
valiosa por otra que no tiene valor, ha atentado contra el bien general.
Luego ha cometido un acto inmoral.
Nadie pudo contrarrestar el empuje de aquella lógica inflexible. Rivera,
que era quien solía comentar las proposiciones de Sánchez (siempre con
el espíritu frívolo que le caracterizaba), no se hallaba en el café.
Asistía en aquel momento a Mario, presa de una pulmonía. El único que se
atrevió a protestar, «aunque sólo desde el punto de vista de la
estética,» fue D. Dionisio Oliveros, el bardo del ministerio de
Ultramar. Oliveros confesaba con su voz de bajo profundo que él no era
filósofo, odiaba el análisis.
--Usted, amigo Sánchez, al observar cualquier suceso tratará de
investigar su razón de ser. Consiste en que usted es filósofo. Yo no veo
más que la situación, porque soy poeta, poeta dramático principalmente.
Así que no diré que el acto de su hijo político sea bueno o malo. Lo
único que afirmo es que es un acto bello. Para mí basta. Puede usted
decirle de mi parte que en cuanto termine el segundo acto de la comedia
que ya conoce (que será en la semana próxima, Dios mediante), pienso
escribir sobre su acción heroica unos tercetos que mandaré a _La
Ilustración Española_. Quizá esto le sirva de consuelo en su enfermedad,
porque Mario es, como yo, artista ante todo.
Al pronunciar estas consoladoras palabras la voz del poeta burocrático
resonaba lúgubre, profunda, como si en vez de ofrecer a la imaginación
imágenes brillantes de dicha y alegría se hallase invocando a los
espíritus infernales en algún cementerio a las doce de la noche.
Los tertulios, bajo la influencia de esta voz sepulcral, quedaron
sombríos y mudos. El mismo D. Pantaleón, con ser un espíritu tan
analítico, no pudo menos de experimentar el sentimiento de desolación
que la voz de D. Dionisio producía. Atusose el desmayado bigote con
inconcebible gravedad, tosió ligeramente y manifestó por lo bajo a su
amigo Moreno que la poesía no era más que un estado congestivo y muchas
veces morboso del cerebro. Moreno hacía ya tiempo que había adquirido
esta preciosa certidumbre; pero acogió la observación con el respeto
debido a las grandes verdades del orden físico.
Guardó silencio unos momentos, y al cabo respondió que en su concepto
los poetas no eran otra cosa que alienados. También D. Pantaleón sabía
esto hacía tiempo, mas no por eso dejó de mostrarse satisfecho por
escucharlo una vez más. Moreno prosiguió sus observaciones en voz baja,
afirmando que donde se conocía perfectamente la identidad del poeta y
del loco era en la orina. En uno y en otro aumenta considerablemente la
urea en ciertos períodos.
--Verá usted--añadió tocando en el muslo a Sánchez--cómo comprobamos en
seguida este dato.--Oiga usted, D. Dionisio--siguió, dirigiéndose al
bardo,--después que usted termina de escribir una composición poética
¿no siente usted cierto prurito en la vejiga?
--Sí, señor; suelo tener deseos de orinar, sobre todo cuando estoy
demasiado tiempo sentado a la mesa--respondió con extremada amabilidad
Oliveros.
--¿Y no ha observado usted si en la orina suelen quedar algunos
sedimentos?
--Muchos sedimentos. Yo orino casi siempre barroso.
Moreno dirigió a su amigo una sonrisa triunfal, hizo algunos guiños
expresivos y por último le dijo al oído:
--Fosfato úrico. La orina de los dementes se caracteriza por el
predominio de la urea.
--Y diga usted--prosiguió en voz alta,--¿no suele usted tener los pies
fríos?
--Helados. En el invierno gasto dos pares de calcetines porque no los
puedo sufrir.
--Y la cabeza ¿no se le calienta a usted?
--¿La cabeza? ¡hecha un volcán!
D. Dionisio comprendía que se trataba de ciertas particularidades
propias de los poetas y estaba satisfechísimo de ostentarlas.
--Los locos--repuso Moreno a la oreja de su amigo--tienen siempre las
extremidades frías y la cabeza caliente.
Con esto el ingenioso Sánchez se creyó en el caso de responder que
muchos de los hombres que la humanidad admira como genios sublimes han
sido verdaderos dementes. Moreno se hallaba tan conforme con esta
observación, que la hizo extensiva no sólo a los poetas, sino a los
grandes filósofos, reformadores, matemáticos, historiadores, y por
supuesto a todos los santos y santas que la religión venera. Sócrates,
Newton, Rousseau, Corneille, Séneca, Catón, Beethoven, Dante y otros
varios, fueron verdaderos orates. Estudiando con atención la vida de los
grandes hombres, se encontraría siempre un ramo de locura en ellos.
--Lo que ha dado en llamarse genio, para mí es una enfermedad de los
lóbulos cerebrales--resumió Moreno.--La santidad, una declarada locura.
¿Qué me dice usted de San Francisco de Asís abrazando y besando a los
leprosos? ¿No es un caso de locura inmunda como la de esos desgraciados
que suelen verse en las celdas de los manicomios gozando en revolcarse
entre sus excrementos? ¿Qué opina usted de Santa Teresa de Jesús? ¿No le
parece a usted increíble que haya aún quien tome en serio los desatinos
que escribe?
--¡Oh! Santa Teresa es un curiosísimo caso de alucinación. El doctor
Charcot hubiera sacado gran partido de ella a haber vivido en su
tiempo--respondió Sánchez reflexivamente.
Hubo algunos instantes de silencio. Los dos fisiólogos meditaban. Al
cabo se dibujó una significativa sonrisa en los labios de Moreno y
profirió, dando a sus palabras marcada intención irónica:
--¿Y qué me dice usted del gran judío?
--¿Quién?--preguntó Sánchez sin comprender.
--¿Quién ha de ser? El judío de Nazareth.
--¡Ah! Jesucristo... ¡Oh! ¡oh! ¡oh!...
D. Pantaleón fue atacado instantáneamente de una risa convulsiva.
Aquello realmente era cosa perdida.
Mientras los sabios antropólogos se solazaban experimentando esa
inefable alegría del que se siente en posesión de la verdad entre
tantos seres como se hallan sumidos en el error, nuestra antigua
conocida D.ª Rafaela saboreaba sola, como siempre, en una mesa su
invariable refresco de grosella. Los dedos, cargados de sortijas de
todas las épocas y todos los tamaños, apenas podían jugar para llevar la
copa a los labios. Su traje, debajo del mantón alfombrado, brillaba con
reflejos metálicos de oro viejo como una casulla de la Edad Media. Quizá
fuera el traje de corte de alguna dama de las que acompañaron a María
Luisa de Saboya cuando vino a desposarse con Felipe V. La señá Rafaela
tenía la costumbre de ponerse las antigüedades de indumentaria femenina
que venían a parar a su tienda. Era a la vez un prospecto y un goce para
ella.
Como estuviese leyendo con atención la cuarta plana de _La
Correspondencia_, vino a distraer su atención la presencia de un joven
que se acercó dándole las buenas noches con acento melifluo.
--¡Hola, Godofredito! ¿es usted?
--¿Cómo sigue usted, D.ª Rafaela? Me había dicho Timoteo que no había
usted venido en dos días, y temía que estuviese indispuesta; pero la he
visto esta tarde en las Góngoras a las cuarenta horas y me tranquilicé.
--¡Ah! ¿Estuvo usted en las Góngoras? ¿Y por qué no se llegó a
saludarme, pícaro?
--Salía con el padre Iturralde cuando usted entraba, y no podía
detenerme porque íbamos de prisa a la conferencia de San Vicente.
--Pues yo estuve dos días con un catarro, pero ya pasó. Siéntese usted,
criatura, que me da pena verle en pie.
Godofredo Llot, elegantemente vestido, y con el mismo rostro nacarado y
candoroso de siempre, obedeció a la invitación y se sentó frente a la
prendera.
--¿Y cuándo es la boda?--preguntó ésta después de algunas frases
insignificantes.
El hijo predilecto de la Iglesia sonrió lleno de confusión.
--¡Oh! No hay aún plazo señalado, D.ª Rafaela, pero contando con la
voluntad de Dios, me parece que no está muy lejos.
--Me alegro, me alegro, hijo. Ella va bien y usted lo mismo. Creo que
es muy rica.
--Señora, esas cosas son para mí tan secundarias que no he querido
averiguar nada--respondió Llot modestamente.--Sólo sé que es muy piadosa
y que pertenece a una familia cristiana.
--Eso es lo principal, querido--repuso la señá Rafaela adoptando
repentinamente una actitud de mística beatitud.--Los bienes terrenales
¿qué son comparados con los del cielo? Hay que sembrar aquí para recoger
allá. Los sentimientos religiosos ante todo. Pero voy a decirle una
cosa: las muchachas ricas son tan buenas como las pobres... y además son
ricas.
--Es lo mismo que me dice el padre Laguardia--manifestó Godofredo con un
acento de inocencia que conmovió a la buena prendera.
--D. Jeremías es hombre de muchas letras. Algo me parece que habrá
mojado en este matrimonio, porque le quiere a usted mucho.
--Es quien lo ha hecho todo--respondió con la misma inocencia el
joven.--Él me presentó a la familia y fue quien dio todos los pasos...
¿Quiere usted conocer a mi novia?... Voy a darle un ejemplar de la
_Historia de Santa Isabel_ que trae su retrato...
El hijo predilecto de la Iglesia, sonriente y ruborizado, sacó del
bolsillo del gabán un librito de cubierta elegantemente impresa a dos
tintas, lo abrió por la primera página, donde aparecía el retrato de la
santa duquesa de Turingia grabado en madera, y lo entregó abierto a la
señá Rafaela.
--Es guapa la chica y muy joven... y le sienta bien la corona--manifestó
la prendera después de calarse los lentes.--Oiga, Godofredito, tengo una
idea de que había usted pedido el retrato a Presentación, su antigua
novia, para este mismo libro...
--Sí, señora, se lo había pedido--respondió el joven con embarazo.--Y ya
estaba grabado, pero las circunstancias... ya ve usted...
--Sí, sí; me hago cargo... La pobrecita está bien desfigurada. El otro
día la he visto con su madre en la calle del Carmen.
--No ha sido precisamente eso lo que me ha detenido.
--Tiene mucha razón; la hermosura es cosa pasajera... Pero no le
convenía por la posición. Usted merece una chica rica...
--Tampoco es eso--se apresuró a decir Llot.--Lo único que ha enfriado
nuestras relaciones y ha concluido por romperlas son las ideas de su
padre. De algún tiempo a esta parte ¡se ha vuelto tan impío y
materialista! No hace más que escandalizar en todas partes.
--¡Eso, eso es precisamente lo que yo estaba pensando!--exclamó la
anticuaria.--Un caballero de tanta religión como usted no podía
emparentar con un hombre tan escandaloso. ¡Toda, la culpa la tiene ese
bribón de las gafas!--añadió arrojando miradas fulgurantes hacia el
sitio donde estaba Moreno.--¡Si don Pantaleón antes era un bendito!
Recuerdo que una vez que estuve en su casa se levantó una tempestad de
truenos y relámpagos. Pues él fue quien cerró los balcones y encendió la
tenebraria y el primero que se puso a rezar a Santa Bárbara.
Godofredo estaba inquieto, porque la plática se inclinaba demasiado a
la murmuración. Así que, bajando los ojos con suave expresión de
mansedumbre, dijo en voz apagada:
--A uno y a otro les ha de juzgar Dios. A nosotros no nos toca más que
compadecerlos y hacerles todo el bien que podamos.
La prendera le miró enternecida.
--¡Oh, qué dichosa sería su mamá si fuera todavía de este mundo! Desde
el cielo le estará bendiciendo.
--¡Así sea!--exclamó el joven levantando sus ojos límpidos al techo.--Mi
mamá era una santa, y podría suponerse que está en el cielo; pero como
nadie conoce los inescrutables designios de Dios, yo hago por su alma
cuanto puedo. Me haría usted, D.ª Rafaela, un favor inmenso, que no
olvidaría jamás, si la encomendase a Dios en sus oraciones.
--Con todo mi corazón. Pierda usted cuidado. No dejaré un día de rezar
por ella y en el aniversario confesaré y comulgaré por su intención.
--¡Oh, señora, eso es demasiado!--exclamó Llot abrumado por tanto
favor.
--Eso no significa nada. Ya sabe que yo me confieso cada ocho días.
--Sí, ya conozco sus costumbres piadosas; pero de todos modos, ya le
debo otras atenciones que aunque de categoría menos elevada...
--No hablemos de eso, Sr. Llot--se apresuró a decir la señá Rafaela
extendiendo la mano.
--Hablemos, sí, señora. Yo no puedo olvidar ni un instante los favores
que se me hacen. Precisamente había venido esta noche a arreglar
nuestras cuentas.
--¿Pero qué prisa corre, criatura? Tan seguro tengo el dinero en su
poder como en el mío.
--Sin embargo, por lo mismo que ha sido usted tan buena siempre para mí,
no quisiera perjudicarla en lo más mínimo. Vamos a ver lo que le debo.
Al mismo tiempo sacó del bolsillo un librito de memorias y leyó con voz
suave diversas cantidades que la anticuaria le había prestado en
distintas ocasiones: un día treinta duros, otro setenta, otro cincuenta.
Entre todas sumaban mil quinientas cincuenta pesetas.
--Bueno--dijo el joven metiendo la cartera de nuevo en el
bolsillo.--Vamos a hacer una cifra redonda. Le debo a usted dos mil
pesetas.
--No, señor; no me debe usted más que mil quinientas cincuenta.
--Sí, señora, le debo a usted dos mil, porque va usted a hacerme el
favor de prestarme otros noventa duros... Necesito hacer algún regalito
a mi novia y tengo poco dinero--manifestó el joven poniéndose rojo como
una amapola.
D.ª Rafaela quedó un poco sorprendida de aquel modo original de saldar
cuentas; pero viendo el rostro de Godofredo cubierto de rubor, sus ojos
serenos, inocentes, posarse dulcemente sobre ella con encantadora
expresión de vergüenza, no pudo menos de sonreír.
--¡Conque regalitos, eh! Vamos, no se ponga usted colorado.
El hijo predilecto de la Iglesia se puso mucho más rojo aún. Parecía que
iba a saltar la sangre de sus tersas mejillas.
A la prendera le hacía extremada gracia aquel rubor: para gozar más de
él le mortificó todavía algún tiempo. Al fin echó mano al portamonedas.
Pero Godofredo la detuvo dirigiendo una mirada de susto a la mesa de sus
antiguos amigos.
--No; aquí no, señora. Hay muchos curiosos. ¿Quiere usted salir a la
calle un momento?
--Con mucho gusto. De todos modos, es hora ya de retirarme.
D.ª Rafaela se levantó de la silla y salió. El hijo predilecto de la
Iglesia saludó a un amigo para figurar que no iba con ella, pero la
siguió inmediatamente.
Una vez en la calle, libre de la vergüenza que le producía la luz y la
presencia de la gente, dejó escapar los tiernos sentimientos de cariño y
gratitud que rebosaban de su virgen corazón. Mientras caminaba hacia la
Puerta del Sol en compañía de la prendera, con labio balbuciente y
seductora timidez le hizo algunas candorosas confidencias sobre su
situación y sus proyectos. La señá Rafaela sonreía siempre con
extraordinaria complacencia, sorprendida de hallar en estos tiempos
miserables un joven de corazón tan sano. Godofredo se mostraba hacia
ella atento y respetuoso, como pocos hijos suelen estarlo con sus
madres. Al llegar a una estrecha travesía la anticuaria se detuvo,
avanzó algunos pasos por ella y, protegida de la obscuridad, sacó su
portamonedas y le entregó la cantidad del pico en billetes. Godofredo
los tomó con mano temblorosa y permaneció mudo frente a su bienhechora
sin acertar a emitir una palabra de gracias, embargado enteramente por
la emoción. Al fin, con voz alterada, pudo exclamar:
--¡Oh, señora, cuántos beneficios la debo! ¡Si yo pudiera expresar lo
que pasa por mi corazón en este momento!
Tan bien le sentaba el embarazo que en aquel momento sentía que doña
Rafaela le dio una palmadita en el hombro, lisonjeada hasta un punto
indecible.
--Eso no vale la pena, querido. Para mí es un gusto el hacerle
cualquier pequeño favor como éste.
--Lo sé, señora, lo sé--exclamó con voz melodiosa el joven--. Pero me
siento turbado, porque desde que murió mi santa madre no hallé en nadie
tanta dulzura. No por el dinero, sino por el cariño que usted me
demuestra, no puedo menos de sentir hacia usted un afecto y un respeto
parecidos a los que se sienten por una madre... Todavía voy a pedirle a
usted un favor...
--Lo que usted quiera, Godofredito.
--Que me permita usted besar su mano.
La prendera quedó suspensa; vaciló un momento, pero viendo aquel rostro
infantil cubierto de rubor, viendo sus ojos azules y límpidos como los
de un querubín resplandecientes de gratitud, le entregó la mano
sonriendo de la humildad y la inocencia de aquel niño.
--¡Qué cordero de Dios!--murmuró la buena mujer mientras sentía su mano
mojada por las lágrimas de Godofredo.
Quiso éste acompañarla hasta su casa: la prendera no lo consintió.
Pero cuando se estaban despidiendo cruzó como un huracán a su lado don
Laureano Romadonga.
--¿Qué le pasa a ese hombre?--preguntó la seña Rafaela.
--No sé; va muy pálido.
--Nunca le he visto de ese modo.
La señá Rafaela se apresuró a despedirse de su protegido e hizo ademán
de irse hacia su casa; pero en cuanto vio a Godofredo lejos, dio la
vuelta hacia el café del Siglo, porque la picaba mucho la curiosidad.
Romadonga entró efectivamente en el café del Siglo en tal estado de
alteración que sorprendió a sus amigos. Sentose, o por mejor decir
dejose caer sobre una silla, pidió un vaso de agua con azahar al mozo y,
respirando trabajosamente, profirió roncamente:
--¡Si supieran ustedes lo que me acaba de pasar!
Eso es lo que todos querían: saber lo que le pasaba. Pero a pesar de sus
vivas instancias sólo después que hubo bebido el vaso de agua a sorbos y
limpiado repetidas veces el frío sudor que le manaba de la frente
consintió en explayarse.
El suceso era portentoso, inaudito. Para mejor comprenderlo Romadonga
hizo presente que desde hacía mucho tiempo mantenía amistad cariñosa con
la marquesa viuda de Zamara y con su hija Matilde, viuda también de un
primo comandante de ingenieros. Pues bien, de esta viudita tan linda
como ingeniosa tenía celos su querida, la Concha, la hija del sillero,
que todos ellos conocían. Celos infundados, por supuesto, porque jamás
se le había pasado por la imaginación mirarla sino como una buena
amiga...
La duda se infiltró en el pecho de los circunstantes al escuchar esta
afirmación. Pero nadie osó producirla. D. Laureano continuó.
Ya en varias ocasiones habían tenido peloteras sobre este vano supuesto.
Concha no quería que asistiese los lunes a la tertulia de la marquesa, y
se ponía frenética si sabía que las había acompañado en el paseo. Un día
le había amenazado con ir a casa de aquellas señoras y armarles un
escándalo. Pero él no había hecho caso. ¿Cómo suponer que su locura
había de llegar a tal punto? Sin embargo, llegó y aun pasó muchísimo más
allá.
--Hace un momento me hallaba en el teatro de la Comedia. Era el
beneficio del primer galán. La sala estaba de bote en bote. En el
segundo entreacto fui a saludar a la marquesa de Zamara y a su hija
Matilde, que estaban en la primera fila de butacas, cerca del pasillo
lateral de los números pares. Me senté al lado de ellas en una butaca
que había dejado un caballero, y estábamos bromeando alegremente, cuando
de repente veo delante de mí a Concha, de pañuelo a la cabeza y mantón.
Y antes de que pudiera reponerme del susto, se arroja como una fiera
sobre Matilde a bofetada limpia...
Los tertulios lanzaron un grito de asombro.
--¡Qué atrocidad!... ¡No puede ser!
--Lo que ustedes están oyendo; a bofetada limpia y llamándola al mismo
tiempo cuanto puede llamarse a una mujer--profirió trabajosamente el
viejo libertino, volviendo a limpiarse el sudor.
--¿Y usted qué hizo?
--¿Yo?... Ya ven ustedes lo que hice... escapar. Los ojos se me
nublaron. No vi más que una masa de gente que se levantaba gritando,
riendo. Vi a Concha sujeta por dos acomodadores, gritando como ella sabe
hacerlo, y vi también que el rey, que estaba en su palco, precisamente
sobre nosotros, sacaba todo el cuerpo fuera del antepecho para
enterarse, y sonreía... Y no vi más... Es decir, me vi en medio de la
calle, sin abrigo y con el sombrero en la mano, lo mismo que estaba
cuando el cataclismo.
Las exclamaciones de los circunstantes ante aquel caso extraño fueron
interminables. Todos compadecían al viejo elegante: no tenían palabras
bastante fuertes para condenar el brutal proceder de la chica. Sin
embargo, debajo de los comentarios se adivinaba cierto regocijo que
hacía brillar los ojos y pugnaba por salir en forma de carcajadas. El
suceso era chistoso. Uno de ellos, cierto almacenista de camas que solía
acercarse a la mesa de vez en cuando, se atrevió a decir
respetuosamente:
--La verdad es que esa mujer, en mi pobre opinión, no le conviene a
usted, señor Romadonga.
--¡Ya lo creo que no me conviene!--exclamó el seductor con furia.--¡Vaya
una noticia que usted me da! Pero si usted hubiera visto la navaja que
trae consigo constantemente, de seguro no hablaría usted con tanto
desahogo.
--¿Pero sería capaz?...
--¿Capaz? ¡Anda con la niña! La mujer que tiene hígados para lo de esta
noche, los tiene para todo. Me ha jurado muchísimas veces que si algún
día la abandono me dará una puñalada por la espalda... Y yo estoy
convencido de que me la pega... ¡Vaya si me la pega!--profirió con
exaltación.--¿No lo cree usted, D. Dionisio?
--¡Qué situación, si pudiera llevarse al teatro!--exclamó el bardo con
voz sepulcral, saliendo de su abstracción poética.
--Pero, hombre, ¿la quiere usted más dentro del teatro todavía?--dijo
Romadonga sacudiendo la cabeza desesperadamente.


XV

Mientras una cruel pulmonía postraba en el lecho a Mario, su nombre
corría por la prensa periódica, era objeto de apasionadas discusiones.
El fallo del jurado, en lo que a él se refería, fue condenado como
injusto por varios críticos. Otros lo sostuvieron, o por convicción o
por amistad hacia los jurados, o por envidia al nuevo artista. Rivera
había quedado casi tan estupefacto como Mario y casi tan acobardado.
Temía que su cariño le hubiese ofuscado. Pero cuando vio la lucha
empeñada lanzose intrépidamente a ella. Y la pluma del viejo periodista,
tanto tiempo colgada, nada había perdido de su destreza y proverbial
causticidad; vibraba a impulso de la indignación con tal donaire y
desenfado que puso inmediatamente de su lado al público indiferente. Al
propio tiempo, como poseía y sabía tocar la cuerda del sentimiento, sacó
mucho partido de la enfermedad de su amigo, víctima de su arrojo heroico
en los momentos mismos en que lo era de una miserable injusticia.
De tal modo que cuando el joven escultor se levantó de la cama gozaba de
mayor reputación y gloria que si le hubiesen dado la medalla de honor.
Por esta vez la envidia había errado el golpe. La primer noche que se
presentó en el café, sus amigos se pusieron en pie y palmotearon
briosamente. Los demás asistentes siguieron el ejemplo: se le hizo una
ruidosa ovación, de la cual dieron cuenta al día siguiente los
periódicos.
--El arte es la apoteosis de la inutilidad--vertió sentenciosamente
Moreno al oído de don Pantaleón, ya que se hubo calmado el
entusiasmo.--Cuando los objetos útiles dejan de serlo, pasan a la
categoría de artísticos. Un ánfora antes servía para contener agua o
vino. Hoy es objeto decorativo sobre las chimeneas o sobre columnas.
Éstas, a su vez, antes servían para sostener los techos; hoy adornan los
rincones de los gabinetes.
El ingenioso Sánchez se mostró profundamente interesado por estas
observaciones luminosas. Cerró sus grandes ojos apagados en señal de
asentimiento y meditó.
--Se ha observado--prosiguió Moreno--que los países donde se hallan más
desarrolladas las tendencias artísticas son los que dan mayor
contingente a los manicomios. Y es porque el arte es ante todo un juego
estéril de la imaginación. El arte, lo mismo que el misticismo,
concluyen por alterar nuestro desenvolvimiento orgánico. En mi concepto,
lo mismo uno que otro deben ser rechazados como tendencias morbosas.
D. Pantaleón agitó las manos convulsivamente, abrió los ojos y profirió
una serie de exclamaciones corroborantes. Siempre le pasaba igual al oír
la palabra morboso. Este adjetivo ejercía sobre su organismo un efecto
extraordinario, mágico, una sensación de deleite inefable que se le
advertía en el brillo inusitado de los ojos y en el movimiento de
trepidación del bigote. Cuando tenía ocasión de pronunciarlo (y la
buscaba con harta más diligencia de lo que convenía a la armonía del
discurso), lo mascaba, lo paladeaba con gozo indecible, percibiendo en
los labios el mismo grato sabor que algunos santos experimentaban al
proferir el nombre de la Virgen María. Así que sin darse cuenta de ello,
el ingenioso Sánchez declaraba morbosas casi todas las cosas de este
mundo. En su entusiasmo por el vocablo hubiera declarado morbosa a la
misma madre que lo había parido.
Nada nuevo, pues, le decía Moreno. Muy de antemano sabía ya el ilustre
fisiólogo que el arte y el misticismo eran elementos morbosos del
organismo social. Lo eran también otra porción de cosas que Moreno no
sospechaba siquiera. D. Pantaleón, hay que decirlo con toda claridad,
había llegado más arriba en el camino de la indagación, poseía un
conocimiento más completo de los resortes de la Naturaleza que su
amigo. Apenas le faltaba explicación para ninguno de los infinitos
fenómenos de la creación natural. Como hay de ello muchos ejemplos en la
historia de la ciencia, el discípulo sobrepujaba notablemente al
maestro. En alas de su genio, Sánchez había volado de golpe a regiones
donde el pobre Moreno, a pesar de su aplicación asidua, no llegaría
jamás.
Por eso continuaba admirando en su joven amigo la fiera independencia
del carácter, la increíble fuerza de que había dado muestras para salir
triunfante en la lucha por la existencia que para él había sido tan
ruda, la brusca franqueza de su palabra propia del hombre primitivo
nacido para el combate. Pero en cuanto al conocimiento de los problemas
de la ciencia positiva no tenía por qué admirarle. Don Pantaleón poseía
lo menos veinte centímetros más de circunvolución en los lóbulos
cerebrales, como ha de probarse en el curso de esta verídica historia.
Desde hacía algún tiempo venía consagrando toda la fuerza de estos
lóbulos a la resolución de un problema magno, el mismo que había
anunciado vagamente a su yerno como algo que el mundo debía de acoger
con asombro y aplauso. Este problema, hora es ya de revelarlo, no era
otro que _el origen del pensamiento_. El ingenioso Sánchez, a la hora
presente, sabía de un modo perfecto la geografía cerebral. Con ayuda de
su microscopio había escrutado las innumerables células nerviosas de
varios animales, siguiendo con ojo avizor la inmensa red de fibras que
de ellos parten. Luego había obtenido algunos cerebros humanos y había
hecho lo mismo. Conocía las piezas de la máquina. En aquella vasta
ciudad de células gustaba de pasear a menudo y seguir la intrincada red
de sus caminos y senderos. Pero ignoraba por completo el secreto del
mecanismo: recorría las calles, pero nada sabía de lo que pasaba dentro
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