El origen del pensamiento - 08

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--Nada... he tenido una conversación algo seria con tu madre. Me ha
dicho--añadió sonriendo tristemente y tomándole las manos--que tu papá
no puede sostenerme más tiempo en su casa...
Carlota se puso blanca como un papel.
--¿Ha dicho eso de veras?
--Sí; a mí no me sorprende; creo que lleva razón. Ya ves, parece feo un
hombre sin trabajar, comiendo la sopa boba... Así que me voy desde
luego... Pero no te apures, que yo encontraré ocupación; todo se
arreglará.
Al proferir estas palabras sonreía con esfuerzo, apretando las dos manos
a su esposa. Ésta permaneció muda y pálida mirando con insistencia por
encima de su cabeza a un punto fijo. Al fin sus ojos grandes, serenos,
se nublaron de lágrimas y dijo sin que los rasgos de su fisonomía se
alterasen poco ni mucho:
--Está bien; me voy contigo.
--¡No!--exclamó Mario aterrado.--¿Dónde quieres ir?
--A pedir limosna, si es necesario--repuso tranquilamente.
--¡Pero eso es una locura! No te precipites...
Y con palabra fogosa le puso de manifiesto los terribles inconvenientes
de tal resolución. Un hombre puede rodar por cualquier lado, dormir en
un desván, al sereno si es necesario; ¡pero una señora y en el estado en
que ella se encontraba! La separación era de absoluta necesidad por el
momento. Cuando diese a luz y él hallase medio de vivir, que lo hallaría
pronto seguramente, entonces vendría a sacarla para siempre de casa y
vivir juntitos hasta la muerte.
Carlota se dejó convencer. La idea de causar el más insignificante daño
al ser cuya aparición esperaba con impaciencia la llenaba de congoja.
Quedaron, pues, en que él sólo se marcharía.
--¿Pero dónde te vas?--preguntó clavándole una mirada de estupor
doloroso.
--No te preocupes de eso. Tengo infinidad de sitios donde ir. Lo
importante es que tú estés tranquila. Piensa en que se trata de muy poco
tiempo.
Carlota permaneció algunos instantes inmóvil con la cabeza baja.
--Bueno, te arreglaré la ropa--repuso al cabo enjugándose las lágrimas.
Y ahogando los suspiros en la garganta y reprimiendo los sollozos que
pugnaban por estallar, su naturaleza tranquila, razonable, valerosa,
concluyó por triunfar. Empezó a sacar ropa de la cómoda y a colocarla
esmeradamente en un baúl. En aquella operación se mostraba su carácter
paciente y sólido. Mario la contemplaba con interés, trataba de
ayudarla, pero lo hacía tan mal que renunció en seguida. Poco a poco, en
la absorción de aquel trabaja mecánico, se fueron olvidando de su pena.
Discutían lo que se había de meter en el cofre como si se tratase de un
viaje. A Carlota todo le parecía mucho, creyendo así reducir los días de
separación. Mario, al contrario, insistía suavemente en que se pusieran
más camisas, calcetines, etc. Preveía que el viaje iba a ser largo,
aunque se guardaba de manifestar esta opinión.
Al fin quedó arreglado el equipaje. Entonces permanecieron turbados uno
frente a otro sin saber qué decirse, afectando serenidad, insistiendo
una y otra vez en tono indiferente sobre pormenores ya resueltos. La
emoción que les embargaba advertíase en el timbre velado de la voz, en
el leve temblor de las manos. El corazón se les quería salir por la
garganta.
--Bueno--dijo al fin Mario poniéndose el sombrero.--Quedamos en que
tendrás el baúl preparado. Ya enviaré por él, y me mandarás al mismo
tiempo la sombrerera. Por los útiles de modelar ya mandaré más adelante.
Estas palabras provocaron en Carlota una explosión del sentimiento
comprimido. Quedaron abrazados estrechamente y llorando en silencio
largo rato. Mario logró desasirse, y besando con efusión las manos de su
esposa, exclamó sonriendo, mientras bañaban su rostro las lágrimas:
--¡Qué niños somos! Parece que me estoy despidiendo para el fin del
mundo.
Y salió de la estancia precipitadamente. Carlota le siguió, y en lo alto
de la escalera volvieron a abrazarse.


X

Cuando hubo salido a la calle y traspuesto la esquina, se detuvo.
Aquellos infinitos sitios de que había hablado a Carlota eran una
piadosa mentira. Quedó inmóvil, con el pensamiento vacío y el corazón
apretado. Unas ansias atroces de sollozar le subían del pecho a la
garganta amenazando ahogarle. Pero logró tenerlas encerradas: sólo
algunas lágrimas brotaron a sus ojos sin darse cuenta hasta que vio la
mirada de los transeúntes fijarse con curiosidad en él. Entonces se
llevó el pañuelo a la cara como para sonarse, y prosiguió su camino.
¿Adónde iba? Marchó a la ventura largo rato, tratando de coordinar sus
ideas. Al fin no halló otra cosa mejor que dirigirse a su antiguo
alojamiento. Pero esto le causaba profundo disgusto y humillación. ¿Cómo
responder a las preguntas de su antigua patrona? ¿Qué explicación iba a
dar a sus compañeros? Al llegar a la puerta cambió de resolución y pasó
de largo sin entrar. Subió a la primera fonda que tropezó, alquiló una
habitación y volvió a salir. Su inquietud y dolor no menguaron por esto.
Al contrario, la idea de que no tenía dinero para pagar el pupilaje le
atormentó de modo indecible. Pensó entonces en algún amigo con quien
comunicar sus pesares y que le diese algún buen consejo, y los pies le
guiaron a casa de Miguel Rivera. Aunque le llevase éste bastantes años y
tuviese un carácter burlón y agresivo que a menudo pinchaba a los que se
le acercaban, Mario sentía hacia él irresistible inclinación: debajo de
aquella cáscara amarga adivinaba un corazón dulce y generoso. Además, si
para alguno limaba un poco la punta afilada de su lengua Rivera, era
para nuestro joven. Fácilmente se advertía su predilección cuando se
hallaba en la tertulia del café.
El antiguo periodista vivía solo con su hijo en un cuarto sin lujo, pero
limpio y agradable, de la calle de Recoletos.
--¿Qué traes por aquí a estas horas, Praxíteles?--exclamó alegremente al
ver a nuestro joven entrar en su despacho.
--Molestias para usted, D. Miguel. ¿Está usted muy ocupado?
La sonrisa de Rivera se desvaneció al ver la triste y penosa que
contraía los labios de su amigo. El semblante de Mario expresaba
abatimiento profundo.
--¡Ocupado! Sólo lo está el que espera algo. Yo he renunciado a todo
hace tiempo, querido. Di lo que quieras y tómate el tiempo que se te
antoje.
Tímidamente y ruborizándose muchas veces, Mario le contó lo que le
pasaba, rogándole con insistencia el secreto. Cuando terminó de hablar,
Miguel permaneció grave y pensativo. Al cabo dejó escapar un leve bufido
de desprecio.
--¡Camarada, qué suegra te ha tocado! Es de lo más fino que he visto en
su género.
--¡Si mi suegra no se ha mezclado para nada en este asunto! No ha hecho
más que cumplir las órdenes de su marido. ¡Anda, pues si dependiera de
mi suegra, ni ahora ni nunca saldría yo de su casa! Usted no sabe el
cariño que me profesa la buena señora. Me quiere como una madre, una
verdadera madre, don Miguel.
Este le contempló en silencio unos momentos asombrado de su inocencia.
Tuvo impulsos de proferir una de sus chufletas sangrientas, pero se
contuvo. La maciza bondad y el candor de aquel muchacho le conmovían.
Después de todo, pensó, ¿qué se adelanta con sacar a los hombres de los
errores que los hacen felices?
--Sí, sí; D.ª Carolina es muy buena--dijo al cabo, sin gran
calor.--Puede que tenga en realidad la culpa el loco de su marido.
--Yo creo que mi suegro nada tiene de loco, D. Miguel--se apresuró a
decir Mario.--Aunque un poco difuso en sus explicaciones, siempre le he
hallado muy razonable. Y además, crea usted que es bastante instruído y
que tiene un corazón excelente.
Volvió a contemplarle Rivera con sorpresa, y repuso sin poder evitar una
sonrisa de lástima:
--Puede, puede ser. Yo le he tratado muy poco, ¿sabes? Desde que ese
idiota de Moreno le ha tomado por su cuenta, temía que se hubiese
extraviado.
Mario sonrió algo contrariado.
--¡Qué duro está usted con Adolfo, D. Miguel!
--¡Alto ahí, amigo! Pase por tu suegro y tu suegra, pero lo que es ése
me lo tienes que dejar entre las uñas. En todos los días de mi vida he
conocido un ser más pedante y grotesco. ¡Es un infame!
--¿Cómo infame?--exclamó asustado.
--Sí, cuando la tontería llega a cierto límite degenera en infamia. Creo
haberlo leído en Santo Tomás.
--Pues Adolfo estudia mucho: se pasa la vida entre libros.
--No importa, es un infame. ¿Tú has estudiado lógica? Bien, pues sabrás
que para que el conocimiento se produzca son necesarios dos términos:
_sujeto_ y _objeto_. Aquí falta sujeto... Pero dejemos eso ahora.
Hablemos de ti. ¿Qué piensas hacer? ¿Cuáles son tus proyectos?
Mario alzó los hombros sonriendo y no despegó los labios. Aquel gesto
volvió a poner serio y meditabundo a Rivera.
--Es necesario ante todo buscarte una ocupación lo más pronto posible.
La carrera de que te he hablado en los ferrocarriles aún tardará en
organizarse... ¿Quieres ayudarme en los trabajos de la secretaría? Hace
falta un empleado inteligente... Aunque el sueldo es pequeño.
--¡Cualquier cosa, D. Miguel!--exclamó Mario, viendo el cielo abierto.
No existía tal plaza vacante en la secretaría, pero Rivera la inventó
proponiéndose pagarle con una parte de su sueldo. Además le obligó a
quedarse en su casa. Nada le estorbaría: al contrario, en la soledad en
que vivía le estaba haciendo falta un amigo con quien comunicar sus
pensamientos. Mario, embargado por la emoción, le apretó la mano
llorando de gratitud.
Poco después escribió una larga carta a su esposa rebosando de ternura.
Al final le decía que al día siguiente iría a verla. Al despertarse por
la mañana recibió la contestación de Carlota.
«No vengas a verme. No quiero que pises esta casa. Espera a que te
indique el sitio y la hora donde podemos vernos. Eres demasiado bueno,
Mario.»
Y otras frases por el estilo que indicaban que la fiel esposa volvía por
la dignidad de su marido con más cuidado que él mismo. En cambio, ella
se humillaba la pobrecilla y siguió padeciendo los desdenes de su madre
y de su hermana sin quejarse.
Mario no pudo resistir la tentación de pasar aquella mañana por delante
de la casa. Los balcones estaban cerrados y no vio a nadie. Pero al
llegar de nuevo a la de Rivera se encontró con una esquela de Carlota.
«A las cinco espérame en la plaza de la Independencia, esquina a la
calle de Alfonso XII.»
Y una hora antes de la convenida ya estaba nuestro joven en espera con
la impaciencia de un galán primerizo. Al verla llegar, al cabo, con su
vestidito gris, soportando gallardamente las dos existencias en que su
ser se partía, una emoción intensa hizo palpitar su corazón. Corrió
hacia ella y se apretaron las manos y se miraron a los ojos con
embeleso. Luego, cogiéndose del brazo, entraron en el Retiro, y pasearon
charlando bajo los árboles. Carlota no se cansaba de preguntarle todos
los pormenores de su existencia en aquellas veinticuatro horas. Mario no
tenía tiempo para darle completas explicaciones. Se quitaban la palabra
de la boca, se perdían en divagaciones insustanciales, gozando el placer
de hallarse juntos, como si no se hubiesen visto en largo tiempo.
Carlota aprendió que su marido tenía ya un sueldo, aunque pequeño, y que
esperaba en plazo no muy lejano obtener la plaza en los ferrocarriles
que le habían prometido.
--Creo que no se pasarán muchos meses sin que vuelva otra vez a casa y
vivamos unidos--dijo dando palmaditas cariñosas en el dorso de la mano a
su esposa.
Ésta se puso repentinamente grave.
--No pienses en eso, Mario. Nosotros no podemos vivir ya con mis padres.
Aunque sea en una buhardilla viviremos si es preciso. ¡En casa, nunca!
--¡Oh, qué orgullosita!--exclamó él pellizcándola.--¿Y por qué, si yo no
me doy por ofendido?
--Porque yo no quiero, y basta--replicó ella con firmeza.
Mario se había acostumbrado a obedecerla y no le iba mal. Así que no
insistió.
La noche se echaba encima y bajaron despacio por la calle de Alcalá. Al
pasar por delante de un _restaurant_, Mario tuvo una inspiración.
--¡Si entrásemos aquí a comer!
Carlota se opuso. No estaban ellos para gastar el dinero tontamente. Y
siguieron caminando hacia casa. Pero Mario se había quedado silencioso y
melancólico. Unos pasos antes de llegar Carlota se volvió hacia él con
semblante risueño.
--¿Qué? ¿Estás triste porque no comemos juntos?
Mario sonrió avergonzado.
--Bien, pues volvámonos. Pero nada más que hoy, ¿sabes?
La alegría entró de nuevo como un torrente en el alma de nuestro joven.
Volvieron sobre sus pasos, entraron en el _restaurant_ y pidieron un
gabinete.
¡Qué hermosas y puras emociones experimentaron en aquella comida! Mario
parecía un colegial escapado. Todo lo hallaba sabrosísimo: hablaba por
los codos; cubría de atenciones y finezas a su esposa. Estaba como loco;
formaba proyectos descabellados; perdonaba a todo el mundo y se deshacía
en elogios de su suegra.
--¿Sabes lo que te digo, Carlota? Que quiero a tu madre como si fuese la
mía, y que me alegraría que viniese un día a comer con nosotros.
Ella, serena, tranquila, sonreía dulcemente contemplando la ruidosa
alegría de su marido con el placer no exento de protección con que se
miran los juegos de los niños. Cuando el camarero salía, Mario se alzaba
repentinamente, corría a su esposa, la besaba frenéticamente y volvía a
sentarse.
--No sé lo que tienes en la cara hoy, cielo mío, que me enajena. Hay en
tu fisonomía una dulce gravedad que me recuerda siempre la expresión de
la Diana cazadora del Louvre.
--¡Ya salió la mitología!
--Sí, ya salió y saldrá siempre, porque veo en tu rostro la misma
expresión dulce, grave, protectora que en las estatuas de las diosas;
porque no hallo en el mundo ninguna mujer que se parezca a ti, y sobre
todo, te comparo a ellas porque no tengo nada más hermoso a que
compararte.
Carlota sonrió y le tendió su mano por encima de la mesa. Mario la besó
con el mismo tierno respeto que Peleo besaría la de Tetis, su inmortal
querida.
Pero acabado de hacerlo, casi en el mismo instante pareció el mozo con
una fuente entre las manos, y Carlota reveló su condición mortal
ruborizándose hasta las orejas. Como la puerta hubiese quedado abierta,
Mario vio cruzar por el pasillo un hombre que por su figura arrogante y
proporcionada, por su alto desprecio de los cuidados terrenales, por la
varonil grandeza con que había matado en su corazón hasta los más
pequeños gérmenes de la sensibilidad, por la perfecta seguridad con que
gozaba de la vida debía de recordarle aún mejor que su esposa los seres
que habitaban en la cima del Olimpo. Este hombre privilegiado, semejante
a un dios, no podía ser otro que don Laureano Romadonga. Iba acompañado
de una joven con mantón y pañuelo a la cabeza.
--¿Has visto?
--Sí.
--¿Esa joven es la del café?
--Me parece que sí. ¡No obstante, como ese hombre trae tantos líos!...
El mismo D. Laureano, entrando repentinamente en el gabinete, vino a
sacarlos de dudas.
--¿Conque tenemos juerga conyugal, eh? ¡Bien por los esposos!... También
yo vengo a gozar honestamente como un burgués tranquilo... Mi Conchita
cumple hoy diez y ocho años, ¿sabéis? y me dijo: «Convídame a comer en
la fonda» (para Concha, comer fuera de casa es comer en la fonda). Yo le
contesté: «Sí, hija de mi alma, te llevaré a la fonda y beberás
champagne.» El champagne es para Concha algo elevado, de un orden
sobrenatural, inaccesible a todo el mundo excepto al patriarca de las
Indias, a los ministros y al capitán general.
--¿Dónde la ha dejado usted?
--Ahí, en un gabinete. Carlota, no me mire usted con severidad. Yo no
tengo más que un defecto. Soy aficionado a pasarlo bien en este pícaro
mundo. ¿Y quién no lo es? ¿Quién, pudiendo divertirse, opta por estar
aburrido?
--¡No, si yo no le recrimino a usted ni con los ojos ni de
palabra!--exclamó la joven sonriendo.--Lo único que me atreveré a
decirle es que valdría más que usted se divirtiera con placeres lícitos.
--No lo crea usted. Yo no he podido gozar jamás los placeres lícitos. Me
aburren. Soy una naturaleza móvil y subversiva. Necesito saber que soy
independiente en todos los momentos de la existencia. La idea de que el
goce que disfruto es un goce impuesto le quita todo su encanto... Pero
perdone usted, Carlota, yo no sé si debo...
--Siga usted, siga usted; no me escandalizo.
--El matrimonio no ha tenido nunca para mí color. Y ya sabe usted que yo
soy excesivamente colorista. Considero esto como una desgracia, pero si
he nacido así, ¿qué culpa tengo? ¿Por qué disfrutar de una sola obra
hermosa de Dios, me he dicho, cuando en el mundo existen tantas y tan
preciosas? ¿Hay nada más agradable que repetir la luna de miel, ese
feliz estado en que ustedes se encuentran ahora, una y otra vez? Crea
usted que aquellos versos de Musset
_Parlons de nos amours; la joie et la beauté_
_Sont mes dieux les plus chers, après la liberté._
deben tomarse por divisa. Mientras el corazón tenga fuerzas, echarle
combustible para que palpite con las dulces emociones de la pasión.
Quiero cantar endechas como el ruiseñor mientras me quede un soplo de
vida.
El rostro varonil, expresivo, de Romadonga se contraía con sonrisa
mefistofélica al pronunciar estas palabras. Se había sentado; puso los
codos sobre la mesa con su habitual libertad y enviaba columnas de humo
al aire, revelando un estado de beatitud envidiable. Mario reía; pero en
el fondo de su alma estaba inquieto y molesto, como siempre que don
Laureano hablaba delante de su esposa.
--No está mal que usted ame lo que quiera--dijo ésta.--Lo malo que hay
es que ese amor de usted cuesta muchas lágrimas a algunas criaturas
inocentes.
--¡Es la ley de la vida!--repuso el seductor alzando los hombros con
resignación y sacudiendo la ceniza del cigarro con su dedo meñique
cubierto de sortijas.--Balzac ha dicho muy bien que en el amor hay
siempre un dios y un esclavo... Después de todo--añadió al cabo de una
pausa,--el destino de la mujer es ése, amar y llorar. El amor en las
mujeres engendra fatalmente el llanto, y esto consiste en que es más
vivo y más tierno que en nosotros. No hay, pues, que compadecerlas a
ustedes tanto, porque si la pena es mayor, mayor ha sido también el
goce... Pongamos el caso de esa muchacha que está ahí. Esa chica vivía
en un estado de marasmo casi vegetativo. Comer, dormir, barrer la casa,
lavar la ropa. Si se hubiera casado con un hombre de su misma condición,
ese estado se hubiera prolongado hasta la muerte, corregido y aumentado
por los mil dolores que la vida miserable trae consigo. Llegué yo, y no
por mis méritos, sino por cierta práctica del oficio, he logrado
despertar esa alma, infundir en ella nueva vida, hacer vibrar su corazón
con ciertas emociones y gozar de ciertos placeres que probablemente
hubiera desconocido...
--¡Pobrecilla!--exclamó Carlota.--¿Y no sentirá usted pena y
remordimiento cuando abandone a esa niña y la deje entregada a la
desesperación?
--¿Pena? ¿remordimiento? No sé lo que es, ni quiero saberlo. Sospecho
que será algo triste que me impida divertirme a mi gusto. No es mi
negocio. Creo que la vida no se nos ha dado para sentir pena,
remordimiento, sino amor, alegría. Si se desespera cuando deje de
quererla, suya será la culpa. Yo, cuando entablo relación con una mujer,
no me considero comprometido a amarla siempre, sino mientras pueda. Lo
que hace la desgracia de las mujeres es esa inclinación particular que
sienten hacia la eternidad. Si vivieran convencidas de que en este mundo
todo es temporal y finito, comprenderían que el amor no puede sustraerse
a esa ley y estarían de antemano resignadas a todo lo que pueda
sobrevenirlas. Por mi parte, tengo horror instintivo a la eternidad. La
palabra _siempre_ me crispa los nervios.
--¡Oh, qué malvado!--dijo riendo Carlota.--No puedo creer, por más que
usted lo asegure, que le falte a usted de tal modo el corazón.
--Al contrario, precisamente por tener demasiado corazón es por lo que
cometo esos pecados que usted me echa en cara. Lo tengo tan grande, que
caben en él todas las mujeres hermosas que hay sobre la tierra. Con
todas quisiera poder hacer lo que con esa chica que está ahí.
--Infundirles nueva vida, ¿verdad?--dijo Carlota maliciosamente.
--¡Eso es!--repuso D. Laureano riendo.
En aquel momento apareció en la puerta la arrogante figura de Concha.
--Oye tú, guasón, ¿qué te has figurao? ¿Piensas que voy a estar hasta
que amanezca sola en esa alcoba?--profirió sin dirigir el más leve
saludo a la compañía, clavando su mirada colérica en Romadonga.
--No, hija, me iba a marchar en seguida--contestó aquél, bastante
confuso y apresurándose a levantarse.
--¡Te ibas, te ibas! Adonde te vas a ir es a lo que tú sabes, hablando
con perdón de estos señores. Pus hombre, ni que fuera una...
Hablaba con el desgarro peculiar a la chula de Madrid, acentuando cada
sílaba de un modo tan insolente que D. Laureano, avergonzado, no pudo
menos de salir por su dignidad.
--¡Niña, niña, cuidado con la lengua! Mira que te puede costar un
disgusto.
--¿A mí? ¡Ja, ja! ¡Qué infeliz eres!
--¡A ti, sí, desvergonzada!--profirió colérico el tenorio avanzando
hacia ella con ademán amenazador.
Concha permaneció absolutamente inmóvil con una calma provocativa capaz
de irritar a un santo.
Sus labios perdieron, no obstante, el hermoso carmín que tenían y sus
grandes ojos negros brillaron con expresión sombría.
--No corras tanto, que puedes tropezar--dijo con sosiego impertinente,
mientras una sonrisa de burla contraía sus labios descoloridos.
--Ahora verás--dijo Romadonga mordiendo los suyos de coraje,
abalanzándose a ella.
--No me toques, que puedes pincharte--manifestó con la misma
tranquilidad, sin mover un dedo siquiera.
--¡Sí te toco! ¡te toco, deslenguada!--gritó aquél, ciego de ira,
sacudiéndola violentamente por un brazo.
Concha cambió repentinamente de actitud. Todo lo que antes fue calma y
sorna se convirtió en feroz exaltación. Luchó valerosamente por
desasirse chillando al mismo tiempo.
--¿A mí me pegas tú, viejo gorrino? ¿A mí? ¿a mí?
No logrando arrancar de sí las tenazas que la oprimían, le echó la mano
a la cara y le clavó en ella las uñas.
La lucha había hecho rodar algunos vasos. Carlota estaba aterrada: se
había refugiado en un rincón, mientras Mario, ayudado por el mozo que
había acudido al ruido, trataba inútilmente de separarlos. Al cabo de
muchos esfuerzos lo consiguieron.
D. Laureano tenía un arañazo en la mejilla, del cual brotaban algunas
gotas de sangre.
--¡Qué loca! ¡qué loca!--decía limpiándose con el pañuelo.--Perdonen
ustedes el mal rato.
Concha, en pie debajo del dintel de la puerta, se arreglaba con mano
nerviosa la ropa y los cabellos.
--Ven aquí--dijo en tono imperioso a su querido.
Pero éste hizo un gesto de desprecio y se volvió hacia el matrimonio
para disculparse.
--¡Vaya unos postres que les he dado!... ¿Quién iba a suponer?...
Carlota, usted es muy buena y me perdonará esta grosería.
--¡Ven aquí!--gritó con más furia la joven.
D. Laureano la miró, sacudiendo al mismo tiempo la cabeza con
indignación.
--¡Allá voy, escandalosa, allá voy!--respondió entre resignado y
furioso, y volviéndose a los esposos añadió bajando la voz:--Me voy por
evitarles otro disgusto. El peor de los males no es tratar con animales,
sino con locos. Perdonen ustedes. Buenas noches.
Y salió detrás de su querida. En el pasillo se oyó la voz de la chula
que decía dirigiéndose al mozo:
--Chico, traiga usted un poco de agua y vinagre.
Los esposos quedaron solos. Se miraron uno a otro con asombro, y ambos a
la vez soltaron la carcajada.
--Me parece--dijo Mario cuando hubo sosegado la risa--que D. Laureano ha
infundido demasiada vida a esa chica.


XI

Repitiéronse metódicamente aquellos festines conyugales todas las
semanas. Esta singular posición les apenaba y alegraba a un mismo
tiempo. Sentían dolor cuando pensaban en que vivían separados, como si
no estuvieran unidos para siempre por vínculo indisoluble. Pero sus
entrevistas tenían por esto mismo sabor dulcísimo, un encanto especial
que compensaba todos sus dolores. Hasta que una noche sintió Carlota los
precursores del alumbramiento. Se envió recado al médico y a Mario, y
éste corrió desalado a la casa de sus suegros, pisándola otra vez contra
la voluntad de su esposa. Vino al mundo un niño robusto y hermoso.
Según los datos suministrados por algunas vecinas que asistieron o
tuvieron conocimiento inmediato de su presentación, había motivos para
afirmar que poseía además ingenio profundo y ameno a la vez, unido a un
corazón verdaderamente heroico.
Con tal motivo, Mario siguió entrando en la casa, aunque sin comer ni
dormir en ella. Su suegra, viéndole en camino de hacerse independiente,
le acogía con más agrado, pero siempre mostrando reserva, apercibida a
romper toda relación en cuanto tuviese la osadía de quedarse sin qué
comer. D. Pantaleón comenzó a sentir por él una predilección tan
señalada que el muchacho estaba sorprendido. Al fin paró en lo que paran
generalmente estas predilecciones repentinas, en leerle un par de
folletos manuscritos que pensaba dar muy pronto a la imprenta. El uno se
titulaba _Ensayo para una patología administrativa_; el otro era una
_Terapéutica del comercio_. Se estudiaba en ellos lo mismo la
administración pública que el comercio desde un punto de vista
fisiológico, con los modernos métodos de la ciencia positiva,
explicándose admirablemente los reglamentos y los aranceles por la
acción combinada de las fuerzas naturales, como un simple fenómeno de la
vida orgánica, sin necesidad de acudir para nada a la voluntad de los
directores y jefes de sección.
Todavía le dio otra prueba de particular confianza y afecto. Después que
le hubo hecho saborear los interesantes fenómenos patológicos que su
penetrante inteligencia había logrado arrancar a la vida administrativa
y comercial, un día le llamó aparte con misterio y le dijo:
--Te voy a enseñar, Mario, una cosa que te ha de sorprender y admirar.
Abrió el cajón de la cómoda y sacó una cajita de madera, y de ella un
sello de cauchouc. Tomó un papel blanco después y lo selló.
--Mira.
--¿Qué es esto?
--Un sello que pienso aplicar sobre las dos obras que voy a dar a luz y
sobre todas las demás que escriba en adelante.
--¿Pero qué dice aquí? No leo nada.
--No hay palabras; no hay más que una figura. Obsérvala bien.
--Parece una mancha de tinta.
El ingenioso Sánchez sonrió con benevolencia.
--Fíjate bien.
--Pues no puedo descifrarla--repuso después de sacarse los ojos y dar
vueltas al papel cerca de la ventana.
--Es un zoófito.
--¿Cómo?
--La figura de un zoófito.
Y como viese el asombro pintado en el rostro de su hijo político, añadió
con sonrisa triunfal:
--Lo he escogido como blasón por ser un símbolo. El zoófito es el primer
peldaño de la escala animal. De él procede todo el género humano. Por lo
tanto, así como los nobles ponen en sus escudos las hazañas de sus
abuelos, yo, como hombre de ciencia, pongo en el mío con orgullo el
primero de mis antepasados. ¿Qué te parece? ¿No es una idea feliz?
Mario le contempló con la misma estupefacción, pero sin revelar que se
hallase poco ni mucho admirado. Y es porque su espíritu aún no se
hallaba maduro para las grandes concepciones científicas.
Luego su suegro le llevó a la buhardilla, donde él había modelado en
otro tiempo, y le mostró un verdadero laboratorio. Frascos, retortas,
cristales, cacharros grandes y pequeños, se hallaban esparcidos por el
suelo y sobre una gran mesa de cocina. Allí era donde don Pantaleón y su
amigo Moreno se encerraban para impulsar el progreso de la humanidad.
--De esta pequeña buhardilla saldrá al fin algo que el mundo acogerá con
asombro y aplauso--dijo con profética iluminación poniendo una mano
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