El origen del pensamiento - 11

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sonrisa dulce, cerrando los ojos con un sentimiento de completo
bienestar, habló de esta manera:
--Señores, en este momento acaba de producirse aquí un fenómeno del
orden natural, y siendo del orden natural, absolutamente necesario. ¿Y
por qué es necesario? Porque como ha dicho muy bien un ilustre pensador,
las leyes de la Naturaleza son eternas e inmutables. El fenómeno que
aquí se ha producido es el de dos cuerpos que, caminando por el espacio
en sentido contrario, se encuentran. ¿Qué acontece entonces? Que si la
fuerza de ambos es idéntica se neutraliza y quedan en reposo; si la del
uno es mayor que la del otro, el primero consigue arrastrar al
segundo... Yo espero, señores, que en el presente caso sucederá lo
último...
La sonrisa de Sánchez se hizo aún más dulce. Sus ojos opacos, benignos,
pasearon una mirada por los circunstantes, que le escuchaban con la boca
abierta.
--Señores: una piedra que no esté sostenida por algo caerá seguramente.
Es un hecho comprobado por la experiencia. Éstos son los hechos que nos
competen a mi amigo Moreno y a mí. Pero hay otros hechos, tales como las
ideas de Dios, de la inmortalidad, de lo bello y de lo justo, que no
están comprobados por la experiencia y esos os competen a vosotros.
Vosotros representáis la infancia de la humanidad; por eso en vosotros
existe la debilidad y la inocencia que caracterizan a los niños, algo
amable y hasta cierto punto digno de respeto, que yo me complazco en
reconoceros. Nosotros representamos la edad viril; por eso en nosotros
existe la fuerza, el poder, la dureza si es caso, que son las
cualidades del hombre en la plenitud de la vida. Vosotros sois los
apóstoles dulces de los sueños infantiles: encariñados con vuestras
ideas como los niños con sus juguetes, tembláis y suspiráis cada vez que
un hombre inflexible como mi amigo Moreno extiende brutalmente su mano
para arrancároslos... Por desgracia, tal dureza es de absoluta
necesidad, y así como a los niños se les quita los juguetes para
encaminarlos a la escuela, mi amigo Moreno ha necesitado mostraros su
poder y su fuerza para que os hagáis cargo de que ha llegado el momento
de someter vuestro criterio al yugo inflexible de los hechos. La
ciencia, incansable en la investigación de la verdad, ha arrancado a los
dioses el cetro y la corona. ¿Y para qué les ha arrancado el cetro y la
corona? Para dárselo al calórico, al magnetismo, a la electricidad...
Pero vosotros permanecéis fieles a las antiguas ilusiones; lloráis la
ruina de vuestras creencias: no seré yo el que os recrimine por esto.
Sin embargo, creo que ha llegado ya la hora de secarse las lágrimas, de
abandonar los lirismos, de despojaros de esos hábitos y poneros la
blusa del operador. ¿Y para qué os habéis de poner la blusa del
operador? Para ayudarnos a desterrar de la humanidad todo lirismo, toda
poesía, toda superstición. Es necesario abrir los ojos y comprender que
el misterio de la existencia no es tal misterio. La ciencia lo ha
explicado ya cumplidamente. Es necesario entender que no hay un solo
Dios, sino cuatro, que son el oxígeno, el hidrógeno, el carbono y el
ázoe...
Al llegar a este punto dio una gran voz el párroco y se levantó de la
silla, irguiéndose su figura recia, avellanada, sobre todas las demás,
fulminando rayos por los ojos.
--¡Alto ahí, señor mío! Yo no puedo consentir que en mi propia casa, en
la casa de un sacerdote y en presencia de otros sacerdotes, profiera
usted semejantes blasfemias. Hemos estado escuchando por no faltar a la
hospitalidad; ya mi paciencia se ha acabado y no toleraré que usted
pronuncie otra sola palabra...
Los demás clérigos se levantaron también, y pálidos y trémulos y
clavando en nuestro sabio antropólogo miradas de indignación, gritaban
agitando los puños:
--¡Eso es!... ¡No debemos escucharle!... ¡A la calle!... ¡a la calle!
No es fácil representarse el estupor que se apoderó del ingenioso
Sánchez al ver a aquellos energúmenos vociferando frente a él y
metiéndole los puños por la cara. Todo su discurso estaba lleno de
benevolencia, de ideas conciliadoras; creía estar lisonjeándoles; hasta
esperaba verlos enternecidos como él andaba cerca de estarlo. Y he aquí
que de repente se levantan frenéticos, amenazadores. Tan estupefacto
quedó que no acertaba a decir palabra. Inmóvil, con la copa en la mano,
les contemplaba con ojos de espanto. En cambio a su amigo Moreno se le
desató la lengua mejor de lo que hacía al caso y, encarándose con ellos,
les dijo en términos crudos que aquella intolerancia era bien propia de
los defensores del oscurantismo, que cuando faltan las razones se acude
a las amenazas, y que su amigo Sánchez había hecho mal en malgastar su
ciencia con quien no había de entenderle.
--¡Ah! ¿Chillas todavía, pendón?--gritó entonces el presbítero gordo,
espíritu impetuoso como ya sabemos. Y alzando la mano, le sacudió un
terrible bofetón.
Fue la señal. Más de veinte manos se posaron alternativa o
simultáneamente sobre las mejillas del joven naturalista. D. Pantaleón
acudió a socorrer a su amigo y también le tocaron algunos porrazos. El
furor se enseñoreó de todas las cabezas clericales. Ruedan las sillas,
quiébranse platos y botellas; la pequeña sala resuena con los gritos de
los enfurecidos presbíteros. Godofredo, llorando a lágrima viva, trata
de contenerlos, implorando, persuadiéndoles con palabras fervorosas. El
padre Laguardia le ayuda en esta tarea, haciendo lo posible por sujetar
al presbítero gordo, el más sanguinario de todos.
--¡Dejadme, dejadme!--gritaba con voz estentórea.--Quiero arrancar todas
las muelas a ese _esprit fort_.
Y este deseo extravagante, más propio de un dentista que de un
licenciado en sagrada teología, llenaba de terror el alma de Moreno.
Cada vez que llegaba a sus oídos se le doblaban las piernas. Porque
nunca había imaginado necesitar, tan joven, dentadura postiza.
Acudieron al estrépito el ama del cura y las mozas que le ayudaban en la
cocina; pero en vez de echar aceite a las olas irritadas, soplaron sobre
ellas el viento de la cólera. El ama imaginó en seguida que su señor
estaba en peligro de muerte por las asechanzas del cura de F..., con
quien mantenía rivalidad desde la compra de cierta mula que ambos
apetecían, y sin más reparar, con la paleta del fogón le dio un golpe en
la cabeza. _Similia similibus curantur._ Gracias a este revulsivo
poderoso apaciguose la cólera de los clérigos. Todos acudieron al pobre
cura de F..., que yacía herido en el suelo. La lluvia de bofetadas que
caía sobre las mejillas de Moreno cesó como por ensalmo. Hízose el
silencio y vino el arrepentimiento. El ama lloraba y pedía perdón. El
presbítero gordo también se recriminaba duramente como causante
indirecto de aquella desgracia. El párroco dictaba disposiciones para
curar la herida de su colega. Entre ellas, la primera fue enviar en
busca del médico. Y mientras llegaba se le pusieron compresas de agua
fría y se le trasladó a la cama. La desolación reinaba en aquel recinto
donde pocos momentos antes todo era júbilo. Y en resumen, ¿por qué? Por
si Moisés había echado mal o bien la cuenta de los días de la creación.
¡Una cosa tan lejana!
Los clérigos debieron de entender que se habían excedido un poco en la
defensa de aquel patriarca, porque dirigían la palabra con semblante
humilde tanto a D. Pantaleón como a Moreno. El mismo presbítero gordo
vino a decirles que retiraba todas las bofetadas que había dado. Con
esto D. Pantaleón se dio enteramente por satisfecho, y no comprendía
cómo Moreno se mostraba aún torvo y enojado.
El médico no estaba en el pueblo. En su lugar vino el albéitar. Los
sabios antropólogos dieron un paso atrás, abriendo los ojos
desmesuradamente al ver entrar al Pollo.
--¿Quién es ese hombre?--preguntó D. Pantaleón a un clérigo.
--¿Quién ha de ser? El albéitar.
Los dos sabios se miraron uno a otro largamente, con sorpresa por parte
de Sánchez, con sorpresa y reconvención por la de Moreno.
--¿Ha tomado usted con exactitud las medidas?--dijo éste, al fin, en voz
baja.
--Perfectamente--repuso D. Pantaleón muy quedo también.
--¿No se habrá corrido el compás?
--Ni un milímetro; estoy seguro.
Moreno sacudió la cabeza con gesto dubitativo, mientras su amigo
continuaba asegurando por medio de expresivos ademanes la exactitud de
los datos antropométricos que había tomado.
El albéitar reconoció al herido y recetó un bálsamo. Al levantar una de
las veces la cabeza y reconocer a sus compañeros de viaje preguntó con
semblante risueño:
--¡Hola, camarás! ¿están ustedes por aquí? ¿Quieren explicarme por qué
han escapado de mí hace poco, como si fuese del diablo?
Los fisiólogos se pusieron colorados.
--No escapamos--balbuceó Sánchez,--es que teníamos prisa de llegar al
pueblo.
El albéitar les miró un instante con sorpresa y bajó de nuevo la cabeza
para atender a la del herido.
Moreno y Sánchez se hicieron una seña, y aprovechándose de la
distracción general, se escabulleron bonitamente, bajaron la escalera y
se plantaron en la calle. Desde allí dirigiéronse a la estación del
tranvía, y metiéndose en el primero que salió, regresaron en pocos
minutos a Madrid, no muy contentos del resultado de aquella famosa
salida antropológica.


XIII

Durante año y medio Mario desempeñó atentamente cuantos trabajos le
encomendaba su amigo y protector Rivera. Mas no se despidió por eso de
su antigua afición a la escultura. En su gabinete, a las horas que tenía
libres, seguía rindiéndole el mismo culto fervoroso y humilde. Miguel
había hecho poco caso hasta entonces de aquellas aficiones. Mas un día,
al pasar por delante del cuarto de su amigo, viendo por la puerta, que
se hallaba entreabierta, una figura tapada con un lienzo, se decidió a
entrar. Levantó la tela y quedó gratamente sorprendido. Era una pequeña
figura de cuatro pies de alto que representaba a Ofelia coronada de
flores. Había tanto desembarazo en la postura, tal delicadeza en las
facciones, tanta inocencia en la expresión, que jamás había visto una
interpretación más viva de la inmortal heroína de Shakespeare. Quedó
pensativo y preocupado. Cuando Mario llegó a comer le preguntó afectando
indiferencia:
--¿Cuándo has terminado esa figurita que tienes en el cuarto?
Mario se puso colorado.
--Aún no está terminada; faltan algunos detalles.
--No está mal hecha. Hay verdadero sentimiento en ella; se conoce que el
Hamlet te ha impresionado hondamente.
Como Miguel era parco en los elogios y su espíritu más propenso a la
burla que al entusiasmo, al menos en apariencia, Mario experimentó al
oír tales palabras vivo placer.
Trascurridos algunos días, Rivera volvió a sacarle la conversación de la
escultura. Se anunciaba una exposición de bellas artes para la próxima
primavera. Con tal motivo hablaron de los pintores y escultores más en
boga, ponderando los méritos de cada uno. Después de larga pausa en que
Miguel quedó pensativo, dijo de pronto:
--¿Por qué no haces algo para la exposición?
Mario pareció confuso. Bajó la cabeza balbuceando algunas frases que
revelaban su modestia.
--Creo que estás un poco equivocado respecto a tus fuerzas--replicó
Rivera.--No es malo, porque el artista que se engríe se amanera: precisa
estar descontento siempre de lo que se hace para progresar. Pero no
basta que tú te juzgues: es necesario que te juzguen los demás, y no
sólo los amigos, sino el público, o por mejor decir, los hombres de
gusto que hay dentro de él. Cuando conozcas una muchedumbre de juicios,
comparándolos después con el tuyo, podrás formar idea aproximada de lo
que vales. El mío es que tienes aptitud para el arte que cultivas. Si
creyese que no la tenías me guardaría de proponerte que presentases obra
alguna en el certamen, porque te quiero demasiado para exponerte a
hacer un papel desairado o ridículo. Piénsalo, pues, bien, y si hallas
en tu imaginación algún asunto adecuado a tus facultades, dímelo y
hablaremos.
Con estas palabras Mario quedó profundamente meditabundo. Anduvo varios
días inquieto, preocupado, silencioso. Al cabo, dirigiéndose a Miguel
con brusco ademán y una particular sonrisa, cuya amargura no se le
escapó a aquél, le dijo de pronto:
--He pensado en aquello, D. Miguel. No se me ocurre nada. Más vale que
olvidemos eso y sigamos como hasta ahora rindiendo culto al arte de
Fidias en secreto y en los ratos de ocio.
Miguel le miró en silencio y con atención algunos momentos.
--No es verdad. Me estás engañando y te invito a que no lo hagas. Creo
tener derecho a que me hables con franqueza.
Se obstinó todavía algún tiempo; pero viendo a su amigo triste y
disgustado, le dijo al fin esforzándose por sonreír:
--Hace ya tiempo que se me ha ocurrido un pensamiento; pero no me creo
con fuerzas para llevarlo a cabo... Además, se exigen una porción de
medios...
--Explícame el pensamiento.
Se trataba de un grupo representando la profecía del Tajo al rey D.
Rodrigo tal como se describe en la famosa poesía del maestro Fray Luis
de León. Aparecerían en él tres figuras: la del rey y la Cava en tamaño
natural; la del río en colosal. El pedestal iría cubierto de bajos
relieves representando diversos episodios de la invasión árabe y la
caída del imperio gótico.
--Ya usted ve que necesito todo mi tiempo--concluyó diciendo,--si he de
terminarlo para la época de la exposición, y un local a propósito.
Miguel no respondió. Se apartaron en silencio. Al día siguiente le
condujo de paseo al barrio del Pacífico. Al pasar por delante de unos
almacenes sacó una llave, abrió una puerta y empujándole dijo:
--Ahí tienes taller. El tiempo también es tuyo. ¡A trabajar!
Mario le abrazó con efusión. El recinto era espacioso, de techo elevado,
lleno de luz. Se trasportaron los útiles inmediatamente, se compró lo
que hacía falta y desde la mañana siguiente bien temprano Mario apenas
salió de allí más que para dormir. Por espacio de algunos meses vivió en
un estado febril; apenas comía, apenas dormía; tan profundamente
distraído, que se le olvidaban los menesteres más corrientes de la vida.
Si Carlota no le vigilase saldría a la calle con las botas rotas o sin
corbata. Hablaba poco y no siempre acorde.
Algunas veces Miguel y Carlota iban a visitarle al taller. Pero, aunque
no lo manifestase, estas visitas le turbaban. Únicamente cuando traían a
su hijo olvidábase de la obra que tenía entre las manos, como del resto
del mundo; lo estrechaba contra su corazón, lo besaba con frenesí y
parecía que de aquel contacto mágico sacaba nuevas fuerzas y nueva
inspiración.
Una tarde Rivera y Carlota llegaron al taller. Al empujar la puerta
vieron al joven revolcándose por el suelo y mesándose los cabellos
mientras lanzaba imprecaciones y palabras incoherentes. Carlota quiso
precipitarse a su socorro, pero la retuvo Miguel.
--¡Silencio!--le dijo al oído.--No temas. Tu marido se halla en la hora
negra del artista. Las sacras musas duermen o están ocupadas en este
momento y no pueden atenderle. Pero descuida, no tardará en levantarse.
Dieron una vuelta por los alrededores, y en efecto, cuando tornaron
Mario se hallaba de nuevo trabajando y con tal ardor que no advirtió su
presencia hasta que le tocaron en el hombro.
Pero Carlota no concedía la importancia que Miguel a los trabajos
artísticos de su esposo. El arte para ella era un recreo, una
distracción: nada tenía que ver con el problema serio de ganar el
sustento, que aún no estaba resuelto. Así que no podía menos de mostrar
su indiferencia cuando se trataba de la escultura. En cambio se enteraba
con gran interés de cualquier empleo vacante de que le hablasen. Mario
notaba esta indiferencia y no podía menos de sentirse entristecido y
desalentado. Un día, muy tímidamente, porque adoraba a su mujer, se
atrevió a quejarse a Miguel. Quedó éste pensativo unos momentos y le
dijo:
--No te pese de la manera de ser de tu esposa. Carlota es un espíritu
sensato, lúcido, equilibrado. No tiene la imaginación propensa a los
sueños, ni facultades para introducirse en el mundo del arte y la
poesía. ¡Qué importa! La poesía es ella misma. Basta mirar su bella
figura escultural y contemplar sus grandes ojos suaves, claros,
hermosos; basta escuchar sus nobles palabras y ver sus acciones, más
nobles aún, para sentirse cerca del origen de toda poesía... Además,
nunca he creído que al artista le convenga una esposa de imaginación
exaltada, de temperamento nervioso, inquieto y refinado como el suyo.
Esta paridad de humores produce casi siempre funestos resultados. Tú
sabes muy bien, y perdona lo indecoroso de la comparación, en gracia de
su exactitud, que a un caballo demasiado vivo y fogoso se le pone por
compañero en el tronco otro firme y resistente, aunque de menos sangre,
para que contrarreste sus ímpetus. Pues en el matrimonio sucede lo
mismo. Si el hombre de imaginación tiene una compañera de temperamento
fantástico como el suyo, ambos corren peligro de precipitarse en la
desgracia. Duerme, pues, tranquilo sobre el corazón de tu Carlota;
acepta su cariño con gratitud y bendice a la Providencia que te ha
concedido una mano fiel para atravesar esta existencia tan triste y
oscura... ¡Ay! ¡Yo también tuve una mano!... ¡también tuve un corazón
sobre el cual mi alma reposaba sin cuidado!...
Los ojos del antiguo periodista se rasaron de lágrimas al pronunciar
estas palabras. Mario le estrechó la mano en silencio.
Llegó por fin el mes de Febrero, época en que debía inaugurarse la
exposición de Bellas Artes. Mario hizo un esfuerzo supremo, y el magno
grupo quedó terminado a tiempo y vaciado en yeso. Cuando Rivera, que
había dejado de ir al estudio en los últimos tiempos adrede, lo vio en
esta forma, quedó gratamente sorprendido. La obra superaba a todas las
esperanzas que había concebido. Sin embargo, temiendo que su cariño por
el artista le cegase, llevó a algunos amigos suyos entendidos en el
arte. Los inteligentes confirmaron su juicio. La obra se apartaba
bastante de las tendencias dominantes en la escultura. Sus figuras eran
menos activas y movidas, pero en cambio brillaban por la gracia y la
ingenuidad. Se conocía a la legua que su espíritu se hallaba
profundamente impresionado por la estatuaria griega, y que adoraba en
ella el sentimiento de la medida, la vida en el reposo, la grave
serenidad, el desdén de los efectos. Pero este desdén, que se advertía
demasiado en el grupo del joven escultor, en concepto de los amigos de
Rivera le perjudicaría mucho para el éxito en el certamen.
Felizmente no fue así. El público se detuvo con placer delante de
aquellas nobles figuras ejecutadas sin esfuerzo. La delicadeza y
valentía con que estaban modelados los bajos relieves llamaron asimismo
la atención. Aunque hubiese en la sala obras de más apariencia y
estuviesen firmadas por escultores reputados, al cabo de algunos días
nadie dudaba que el autor de la _Profecía del Tajo_ era un artista
sobresaliente que se revelaba con originalidad e independencia. Un
periódico llegó a decir que parecía un griego resucitado y que si
continuase con la misma fortuna trabajando llegaría a desempeñar en
España el papel que hizo Canova en Italia, esto es, sería un regenerador
de la escultura.
Estos elogios prematuros le perdieron. El artista cuyos límites se
perciben pronto encuentra fácil y llano el camino: las puertas se le
abren, las bocas le sonríen. Mas ¡ay! aquel cuyo alcance no se mide de
golpe eternamente tropezará con la desconfianza y la aversión de sus
émulos. Éstos ocultaban artificiosamente el favor que el público
tributaba a la obra del joven escultor. Cuando _un maestro_ se veía
obligado a emitir su opinión acerca de ella, lo hacía con esa habilidad
que todos conocen.
--¡Oh! ¡Costa!... ¡Buen muchacho!...No cabe duda que tiene felices
disposiciones. Cuando se le quite ese encogimiento natural del que
principia será un verdadero artista. Hay algunos pormenores en su grupo
dignos de llamar la atención... ¿Pero ha visto usted el _Titiritero_ de
Suárez? ¡Qué admirable! ¿verdad? ¡Qué expresión! Es la obra de un
maestro.
A los oídos de Mario no llegaban estos juicios de sus compañeros. Sólo
el rumor del público y de sus amigos le traían elogios y plácemes. Los
miembros del jurado se mostraban con él deferentes y afectuosos, le
ponían la mano sobre el hombro, le decían palabritas lisonjeras. Uno de
ellos, viejo escultor cargado de laureles, le dijo un día contemplándole
con admiración:
--¡Qué joven ha subido usted al pináculo de la gloria! Yo no he ganado
primera medalla hasta los treinta y seis años de edad y usted la
consigue a los veinticinco.
--Aún no la he ganado, señor--se apresuró a decir el joven, avergonzado.
--¡Bah, bah!--exclamó el gran escultor haciendo un gesto de
indiferencia.--Demasiado sabe usted que la tiene ganada.
Carlota gozaba tranquilamente del triunfo de su marido, aunque sin
comprender bien por qué la gente daba tal importancia a aquellos muñecos
de yeso. D.ª Carolina estaba igualmente asombrada de que se hablase de
dinero tratándose de estatuas. El día que supo que una de aquellas que
había en la exposición estaba vendida en tres mil duros no pudo menos de
abrazar y besar a su yerno. El mismo D. Pantaleón, aunque refractario a
estas frivolidades, pasó por la exposición para ver la obra de su hijo
político. El sabio fisiólogo, en presencia de varios amigos y del mismo
Mario, expresó sus opiniones acerca de las bellas artes, basadas todas,
como es lógico, sobre los últimos adelantos de las ciencias naturales.
No admitía más arte que el fundado en la experimentación. Todo lo que se
había hecho hasta entonces le parecía enteramente pueril. El método de
la experimentación debía de extenderse a la literatura también; los
poemas y novelas debían ser estudios de casos patológicos; la poesía una
clínica social del animal humano. Sin dos cursos de anatomía, uno de
patología quirúrgica y algunas nociones de química orgánica, D.
Pantaleón sostenía que era ridículo pensar en hacer versos.
Llegó por fin el día de la adjudicación de los premios. Mario supo el
fallo del jurado con una sorpresa que le dejó clavado al suelo. No
estaba comprendido entre los premiados con primera medalla, ni entre los
de segunda, ni entre los de tercera. Nada: su nombre no se veía
estampado en ninguna parte. Apenas podía creerlo. Leía y releía el papel
pensando que estaba ofuscado. Pero la compasión de varios colegas que se
le acercaron le hizo muy pronto cerciorarse. ¡Dios mío, cuánta compasión
le prodigaron en pocos minutos! ¡Qué lamentos! ¡Cuántas invectivas
contra el jurado! ¡Oh! ¡No hay nada más grandioso que la compasión de un
compañero de oficio!
Mario se mostró sereno. Les dio las gracias con sonrisa dulce y se
retiró. Marchó automáticamente al través de las calles, embargado por
una honda tristeza que le apretaba el corazón. No era vanidoso ni había
cifrado quiméricas esperanzas sobre su obra. Pero había sentido ya el
aroma de la gloria; el favor del público le había hecho soñar con
adquirir por medio de su arte una posición con que pudiera vivir
tranquilamente con su esposa y su hijo. Todo se derrumbaba de golpe.
Otra vez se sentía solo, pobre y desvalido; tornaba a ser un mísero
escribiente, el mismo ser vulgar en quien nadie fijaba la mirada. Pero
más cruelmente aún que este dolor le mordía el alma otro que pocos
conocen; el del artista que duda de sí mismo. Mientras trabajó en la
oscuridad tenía la vaga conciencia de su genio: una voz interior le
decía que las obras que salían de sus manos valían más que otras loadas
por la crítica. Sentíase con fuerzas para llevar a cabo algo grande y
bello. Cuando escuchó los elogios que se tributaban a su grupo no quedó
sorprendido: era la misma dulce canción con que su corazón le arrullaba
siempre. De repente un tribunal de hombres competentes le cierra las
puertas del templo de la gloria. Podría equivocarse el tribunal o estar
apasionado. Pero ¿no era más fácil que él y sus amigos se hubiesen
engañado? ¿No sería él uno de tantos aficionados que confunden el
entusiasmo por el arte con la inspiración, la voluntad con el ingenio?
Había llegado hasta el Retiro, y por sus caminos arenosos iba a la
ventura sin darse apenas cuenta de dónde se hallaba. Al fin, rendidos el
cerebro y las piernas, dejose caer sobre un banco y metió la cabeza
entre las manos. Acordose de Carlota. ¡Qué triste desengaño para la fiel
esposa! Ya no vivirían juntos como pensaban; otra vez volvería a luchar
por una miserable plaza en cualquier ministerio, sin saber cuándo la
lograría. Las lágrimas se agolparon a sus ojos y sollozó amargamente un
buen rato.
El ruido de unos pasos precipitados le obligó a levantar la cabeza. No
muy lejos vio a un viejo trabajador con blusa azul, boina raída y
alpargatas, que venía corriendo, perseguido de un joven que, a juzgar
por las mangas postizas de tartán sujetas al codo y su cabeza peinada y
relamida, que llevaba descubierta, debía de ser dependiente de alguna
tienda de comestibles. El viejo pasó por delante de Mario sin verlo, y
al llegar a la orilla del Estanque grande se precipitó en él. El
dependiente sé paró. Mario corrió instantáneamente al sitio, y viendo al
viejo luchar con la muerte, sé despojó súbito de la levita y se arrojó a
salvarlo.
Aunque sabía sostenerse en el agua no era gran nadador: por otra parte,
los pantalones y las botas le embarazaban extremadamente. Frío, aunque
corría el mes de Marzo, no lo sintió, sin duda por la emoción de que iba
poseído. Acercose como pudo al viejo y trató de cogerlo; pero éste, al
sentir su mano, dio una vuelta rápida, y con las ansias de la agonía le
agarró por un brazo. Mario se sintió perdido y luchó en vano por
desasirse: con el brazo libre trató de ganar la orilla que estaba
próxima; pero el suicida le sujetaba férreamente; no era posible nadar.
Sumergiose por dos veces. Al salir la segunda gritó con fuerza:
--¡Socorro!
Estaba a punto de perder el conocimiento y dejarse ir al fondo.
Felizmente, dos dependientes del embarcadero que vieron al viejo tirarse
al agua, habían saltado en un esquife y bogaban con toda fuerza hacia
aquel sitio. Pocos segundos más, y hubiera perecido.
Izáronles a los dos. El viejo en mal estado, con mucha agua dentro del
cuerpo. Le pusieron cabeza abajo y se la sacaron como pudieron. Después
que recobró el conocimiento dijo los motivos que había tenido para
arrojarse al estanque. Debía tres duros al joven que le perseguía; no
podía pagárselos, y aquél, enfurecido, salió de la tienda para pegarle.
En parte por miedo y en parte por desesperación había querido matarse.
El hortera, a quien los guardas del Retiro habían detenido, no negó lo
que su deudor decía. Estaba perfectamente sereno y hasta parecía
encontrar justo que un hombre que no podía pagar tres duros se
suicidase. Mario, indignado, sacó del bolsillo esta cantidad y se la
entregó diciéndole al mismo tiempo algunas frases duras. Los guardas y
la gente que había acudido le hicieron coro.
Pero en estas contestaciones se pasó bastante tiempo. El joven sintió de
pronto un frío intenso. Se apresuró a salir del Retiro y tomó un coche
para dirigirse a su casa. Durante el camino fueron en aumento los
escalofríos; la vista se le turbaba; creyó no poder llegar sin
desmayarse. Al fin pudo subir la escalera y meterse en la cama. Poco
después se le declaró una fuerte calentura.


XIV

--Pues yo sostengo que lo que ha hecho mi yerno esta mañana es un acto
inmoral.
Los tertulios del café del Siglo quedaron estupefactos al escuchar tan
singular afirmación. Todos protestaron más o menos suavemente contra
ella. El arrojo de Mario había despertado admiración en la tertulia del
café. Se hacían elogios calurosos de su noble corazón y valentía.
El ingenioso Sánchez paseó tranquilamente sobre ellos sus ojos opacos,
reflexivos, donde se leía constantemente la concentración profunda de un
cerebro positivo, y dijo sin advertir siquiera la indignación de
aquellos hombres-niños:
--¿Y por qué es un acto inmoral? Porque ataca los fundamentos mismos de
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