El origen del pensamiento - 10

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Tardaban en abrirle: creyó oír un gemido doloroso y llamó de nuevo con
sobresalto. La criada tenía la fisonomía descompuesta y le miró con ojos
extraviados.
--¿Qué pasa?--exclamó anhelante.
Pero en aquel instante su suegra salió de uno de los cuartos y se abrazó
a él sollozando.
--¡Ay, Mario del alma, no sabes lo que acaba de suceder!
El joven se puso horriblemente pálido y profirió con voz ronca:
--¡Carlota!...
Su mujer apareció por el extremo del pasillo pálida y grave y avanzó
lentamente.
--¡Carlota! ¿el niño?...--volvió a gritar acongojadamente.
Carlota hizo un signo negativo con la cabeza. En aquel momento, un grito
desgarrador hirió sus oídos. Era la voz de Presentación.
D.ª Carolina quiso contarle lo que pasaba, pero los sollozos le impedían
hablar: no articulaba más que frases incoherentes, de dolor unas y de
indignación otras. Su mujer entonces le cogió por la muñeca, le arrastró
hacia la sala y le puso al cabo de lo que ocurría. D. Pantaleón había
dado como otras veces una retorta a Presentación para que la pusiera al
fuego. La niña cumplió el encargo, pero al llevársela de nuevo a su
padre, cuando éste se la pidió, el líquido se había inflamado y le quemó
la cara espantosamente. Se llamó al médico corriendo y la estaba curando
en aquel momento.
Mario experimentó vivo dolor. Aunque la desgracia no hubiera recaído en
los dos seres que más amaba en el mundo, era tan afectuoso y tenía tal
predilección por su cuñada, que el disgusto no fue mucho menor. Trémulo,
acongojado, acudió al cuarto de la enferma. La desdichada Presentación
exhalaba gemidos lastimeros mientras el médico reconocía las heridas
minuciosamente. Eran tan fieras, que Mario al verlas volvió la cabeza
con espanto. Sin embargo, pudo vencerse y dijo esforzándose en dar a su
voz una inflexión natural:
--No te asustes, mujer, que eso no vale nada. Tu madre y tu hermana me
habían asustado. ¿Verdad, doctor, que eso no es nada?
--¡Mario! ¿Eres tú, Mario?--gritó la niña.--¡No te veo, Mario!... ¡No te
veo!... ¡no te veo!
Y su grito era cada vez más alto y desgarrador.
--Ya me verás... No te asustes--repuso el joven, a cuyos ojos acudieron
las lágrimas.
Al mismo tiempo hizo un signo interrogativo al médico. Éste respondió
sacudiendo la cabeza con expresión de duda.
Un ayudante preparaba hilas. La criada iba y venía atortolada. D.ª
Carolina sollozaba en un rincón. Sólo Carlota tenía ánimo para sostener
a su hermana y mirar sin pestañear las horribles quemaduras. Su honda
emoción no se leía más que en la blancura de cera de su tez.
La desdichada Presentación no cesaba de exhalar quejas a las cuales
añadía frases desesperadas que desgarraban el alma.
--¡Dios mío, qué pronto se ha concluido el mundo para mí!... ¡Quién
había de pensar hace un instante que no os volvería a ver más! Decidme,
mamá, Carlota, Mario, ¿he sido tan mala que merezca este horrible
castigo?
--Calla, calla, Presentación--decía suavemente su hermana.--Es más el
susto que el daño. Dentro de ocho días no tienes nada.
Cuando terminaba la cura, Mario preguntó a su esposa en voz baja:
--¿Y tu padre, dónde está?
No lo dijo tan bajo que no llegara a los oídos de D.ª Carolina.
--¡En el infierno!--exclamó con acento rabioso.--¡Allí debía estar ese
bárbaro!
Todo el respeto que durante una larga vida había ido acumulando sobre la
cabeza de su marido huyó repentinamente, barrido por la tempestad que
rugía en su alma. ¡Qué recriminaciones! ¡Qué desprecios! ¡Cuánto
denuesto! Carlota y Mario hacían esfuerzos inútiles por calmarla.
Al cabo éste, pensando en la tribulación de su suegro, le buscó por toda
la casa sin hallarlo. Subió a la buhardilla, que le servía de
laboratorio, y antes de llegar escuchó sus pasos, firmes, acompasados,
por la habitación. Miró por el agujero de la cerradura. En efecto, el
célebre fisiólogo se paseaba lentamente, con las manos en los bolsillos,
de un rincón a otro de la estancia, atestada de frascos y retortas,
estampas de anatomía e instrumentos de física. Tenía los bigotes aún más
caídos que de ordinario; los ojos aún más opacos. Éstas eran las únicas
insignificantes alteraciones que se observaban en su continente. Por lo
demás, la misma suave serenidad se esparcía por su rostro reflexivo; la
misma dignidad científica surgía de sus movimientos. Mario empujó la
puerta. D. Pantaleón detuvo el paso y volvió hacia él su mirada vaga.
Avanzó algunos pasos y le estrechó largo tiempo entre sus brazos en
silencio. Al cabo dijo, apartándose, con acento solemne:
--Transformaciones de la materia. ¡Una mártir más de la ciencia!
Mario le contempló lleno de pasmo, como siempre que se acercaba desde
hacía algún tiempo a aquel hombre extraordinario.


XII

Presentación no quedó ciega, pero sí desfigurada. Era un dolor ver aquel
rostro, tan hechicero en otro tiempo, ultrajado por repugnantes
costurones. La infeliz no cesaba de llorar, aunque con esto dañase a sus
ojos, aún no curados por completo. Una honda tristeza dominaba a toda la
familia.
Sin embargo, su digno jefe D. Pantaleón, por virtud de una actividad
incesante, atenta siempre a los hechos, aun los más insignificantes, del
mundo de la Naturaleza, y resguardado por las grandes verdades del orden
físico y químico que había podido adquirir, se hallaba fuera del
alcance de toda emoción penosa. Había publicado ya la _Terapéutica del
comercio_ y la _Patología administrativa_. Pero su inteligencia había
crecido de tal manera con el régimen de los alimentos fosfatados a que
se hallaba sometido, que estos interesantes libros nada valían al lado
de las empresas prodigiosas que su mente proyectaba. Por de pronto,
entre él y Moreno comenzaron a redactar dos revistas científicas
mensuales, una titulada _El Mundo Orgánico_ y la otra _El Mundo
Inorgánico_, para dar a conocer al público las observaciones que en los
dos mundos iban haciendo con maravillosa penetración.
Estas observaciones no se limitaban al laboratorio. El estudio directo
de la Naturaleza y de la vida social se las ofrecía muy varias. Para
ello hacían frecuentes excursiones a los alrededores y pueblos
comarcanos de Madrid. Generalmente las hacían a pie, vistiendo ambos el
largo y vueludo gabán característico de los sabios, sombrero de alas
amplísimas y zapatos claveteados; en la nariz, las imprescindibles gafas
de cristales ahumados y en la mano sendos paraguas de tela de algodón.
Con este arreo nadie dudaría que aquellos hombres estaban destinados a
arrancar a la Naturaleza sus secretos. Pero D. Pantaleón llevaba gran
ventaja en este punto a su compañero. Ningún sabio moderno estuvo dotado
de figura más grave, majestuosa y verdaderamente científica. Era
necesario remontarse con la fantasía a Solón o a Anacharsis el Viejo
para representarse algo tan profundo y reflexivo.
Las excursiones duraban siempre un día. Era condición imprescindible que
había puesto Moreno. Y aun así apuraba casi siempre para la vuelta a fin
de no llegar después de las siete de la tarde. Traía maravillado esto al
ingenioso Sánchez y un sí es no es inquieto, porque ¿cómo acordar estas
costumbres metódicas y sedentarias con la existencia azarosa que su
amigo había llevado hasta entonces? ¿Cómo no sorprenderse de que un
hombre nacido en el arroyo y en lucha constante con la sociedad tuviese
tal cuidado de retirarse cuando las gallinas? Llegó a pensar en estas
perplejidades si Moreno estaría afiliado a la secta de los anarquistas,
y fuese la hora destinada para reunirse y concertar sus planes
siniestros de destrucción. Y andaba receloso y observándole; porque
Sánchez era un revolucionario del pensamiento nada más y no le hacía
gracia alguna hallarse complicado en el asunto de los explosivos.
Algunos meses después del desgraciado accidente de Presentación, el
causante directo y el indirecto de aquella desgracia resolvieron hacer
una excursión al vecino pueblo de G... distante unas dos leguas, donde
les dijeron que había un reo de muerte que sería ejecutado a los pocos
días. Uno y otro deseaban tener con él una conferencia, estudiar sus
anormalidades orgánicas y comprobar sobre el terreno los datos
antropológicos que ya conocían teóricamente. Salieron bien de madrugada
una mañana en la disposición que otras veces y caminaron por la
empolvada carretera sin hablarse, entregados a las profundas reflexiones
que les sugería siempre el gran libro de la Naturaleza, que hoja por
hoja se proponían leer hasta el fin. El sol nadaba en un cielo azul y
límpido; el cielo de Madrid. Por todas partes se extendía una tierra
ondulante de lomos anchos redondeados y vestidos de verde por el trigo y
la cebada nacientes. D. Pantaleón, saliendo al fin de su mutismo, hizo
en voz alta la observación de que «las gramíneas estaban muy hermosas,»
a lo cual respondió su compañero que «era la época del crecimiento de
las monocotiledóneas.»
Prosiguieron en silencio su camino, y poco antes de llegar a G..., se
detuvieron en un ventorro a refrescarse. Había allí un hombre de baja
estatura y recias espaldas que paladeaba un vaso de vino para marcharse
también. Este hombre trabó inmediatamente conversación con ellos, lo que
no es raro en España. El ingenioso Sánchez aprovechó la ocasión para
pedirle datos acerca del reo que iba a ver.
--¿Quién, el _Pollo_? ¡Anda, que buen polvo lleva a estas
horas!--exclamó soltando la carcajada.
--¿Cómo?
--¡Na, que se ha fugado esta misma noche de la cárcel! Abrió un agujero
en la pared con una palanqueta, que nadie sabe quién se la dio ni cómo
la escondía, y se tiró al patio. De allí gateó por la pared y subió al
tejado de un almacén, y de allí se echó a las huertas. Hay quien cree
que está escondido en el pueblo: los civiles vigilan mucho los
alrededores.
D. Pantaleón y Moreno quedaron muy disgustados. Había fracasado su
excursión. Pagaron los refrescos y salieron de la taberna. El hombre que
les diera la noticia salió con ellos, y al verlos tomar el camino de
Madrid, les preguntó con sorpresa:
--¿Pero no iban ustedes a G...?
--Sí, señor, pero íbamos a visitar al _Pollo_.
El hombre se les quedó mirando con respeto.
--¿Son ustedes, por casualidad, de la Audiencia?
Los sabios quedaron un poco embarazados. Al cabo Moreno dijo:
--No, señor; somos antropólogos.
El hombre les contempló con gran sorpresa y mayor respeto aún. No sabía
qué era aquello, pero calculaba que debía de estar relacionado de cerca
con el gobierno.
--Pues si quieren pasar por V..., adonde voy, tendrán compañía y menos
polvo.
Aceptaron la oferta. Tomaron la vereda que a aquel pueblo conducía, y
Moreno y Sánchez, que no perdían la ocasión de enriquecer su cuaderno de
notas con las observaciones antropológicas que podían recoger, le
abrumaron instantáneamente a preguntas. El caminante les respondía de
buen grado. Era de fisonomía inquieta, ademanes sueltos y voz propensa a
alterarse. Parecía de carácter franco y alegre. Moreno, encargado de las
observaciones botánicas, geológicas y zoológicas, le hizo bastantes
preguntas sobre la naturaleza del suelo y sus productos. El ingenioso
Sánchez, a quien competían las biológicas y sociológicas, se informó
minuciosamente del carácter y costumbres de los habitantes. La
conversación vino por fin a recaer sobre el _Pollo_.
--¿Tiene familia?--preguntó D. Pantaleón.
--Sí, señor; cinco hijos.
--¡Ah! Pues entonces no se hubiera hecho nada con ahorcarle si no se
ahorca también a sus cinco hijos.
--¡Cómo!--exclamó el caminante dando un paso atrás.--¿Quería usted que a
esas criaturas, que la mayor tiene nueve años...
--Desde luego--repuso grave y firmemente D. Pantaleón.--Para destruir el
delito es absolutamente indispensable destruir los gérmenes.
--Pero ¿qué culpa tienen esos pobres niños?--exclamó cada vez más
estupefacto el hombre.--¿Qué culpa tienen esos pobres niños de que su
padre sea un bandido?
Una sonrisa de lástima contrajo los labios e hizo brillar un momento los
ojos mortecinos de Sánchez.
--¿Culpa? Esa palabra es un absurdo científico. El delito es un
fenómeno, ¿sabe usted? un fenómeno natural. Nadie tiene culpa de él. Al
criminal se le debe matar, no porque tenga culpa, sino porque produce
una perturbación en el organismo social. Y como esa perturbación se ha
de prolongar si tiene hijos por medio de la herencia, precisa eliminar
también a esos hijos.
--Me parece a mí, señor--repuso el caminante, que sólo vagamente había
comprendido las palabras de D. Pantaleón,--que si a esos niños se les
educara con cariño serían personas honradas. Yo conozco al mayor, y
parece muy humilde el pobrecillo.
--Sería inútil, créame usted. Hoy se ha adelantado mucho en esa materia.
Hoy se sabe perfectamente, examinando el cráneo y los antecedentes
hereditarios de cada hombre, quién ha de ser criminal y a qué clase ha
de pertenecer, esto es, si ha de ser asesino, incendiario, estafador,
etc. Así es que yo creo, y me propongo publicar un folleto
sosteniéndolo, que todos los hombres deben ser reconocidos al llegar a
cierta edad por antropólogos competentes, y si presentan los caracteres
del tipo criminal, que sean eliminados inmediatamente de la sociedad, si
no por la muerte, al menos por la deportación.
No respondió el caminante. Volvió a examinarlos con un poco de recelo y
cambió de conversación. Al cabo de un rato, deteniéndose, les propuso
desviarse de la vereda y tomar un atajo a campo traviesa. Nuestros
antropólogos aceptaron sin vacilar, porque estaban ya bastante
rendidos.
Marchaba el desconocido delante y ellos detrás. A los pocos minutos,
fijándose por necesidad en él D. Pantaleón, creyó notar en su figura
algunos signos que le llamaron la atención. Inmediatamente volvió la
cabeza y comunicó en voz baja sus observaciones con Moreno. Éste se fijó
con más cuidado y corroboró lo que su sabio compañero decía.
Cuchichearon animadamente a intervalos. Por último, D. Pantaleón, no
pudiendo resistir la gran curiosidad, con mezcla de inquietud, que
sentía, tocó en el hombro con su paraguas al desconocido y le dijo:
--Va usted a dispensarme que le pida un favor. Mi compañero y yo nos
dedicamos a los estudios antropológicos, como ya he tenido el honor de
decirle. Estoy observando en su cabeza, algo que me llama la atención, y
si usted no tuviera inconveniente, le agradecería me permitiese tomarle
algunas medidas...
El hombre se detuvo, les miró con estupor unos instantes y luego echó
una mirada recelosa en torno para cerciorarse sin duda de que se
hallaban en completa soledad. Esta mirada ávida causó gran impresión en
nuestros antropólogos.
--Bueno--dijo el desconocido.--Tomen ustedes las medidas que gusten,
pero les advierto que hace mucho tiempo que estoy cerrado.
Estas ambiguas palabras les puso aún más inquietos.
D. Pantaleón sacó de los profundos bolsillos de su gabán un compás de
gruesos y le midió la longitud de la cabeza. Luego leyó en voz baja los
milímetros a Moreno, el cual torció el hocico. Tomó después el ancho, y
su resultado tampoco les satisfizo. En ambos iba creciendo la inquietud.
Sin embargo, procuraban estar finos, y lo echaban a broma de modo que el
hombre no se incomodase.
--Cuidado con que no me apriete el sombrero--dijo éste riendo.
Le tomaron después la medida de la talla y la longitud de los brazos en
cruz. Al ver el número que señalaba la cinta se dirigieron una mirada
de ansiedad: la consternación más profunda se pintó en sus semblantes.
--El traje holgadito, ¿eh?
Pero ni Moreno ni el ingenioso Sánchez estaban de humor para reírse. Lo
hicieron, sin embargo, pero resultó la risa del conejo.
--Si usted me hiciera ahora el favor de la mano...--dijo D. Pantaleón
con voz temblorosa.
--Hombre, es usted muy viejo... pero, en fin, allá va.
--No, la derecha no, la izquierda.
--¡Vaya por la zurda!--exclamó el hombre alargándola.
D. Pantaleón sacó otro compás, parecido al cartabón de los zapateros, y
con las manos trémulas le dobló el dedo medio y se lo midió. Mientras
tanto Moreno inclinaba su rostro pálido haciendo esfuerzos para
averiguar el número de milímetros. Cuando Sánchez lo leyó en voz alta,
dio un salto y emprendió una carrera vertiginosa al través de los
campos. Don Pantaleón dejó caer el compás que tenía en las manos y le
siguió, esforzándose inútilmente en alcanzarle.
Corrieron hasta que la fatiga les obligó a detenerse. Volvieron la
cabeza, y observando que el desconocido no los seguía, se calmaron un
poco. El estallido de unos cohetes les hizo comprender que el pueblo
estaba cerca, y se dirigieron hacia el sitio donde sonaban a paso largo.
--¡Es el _Pollo_!--exclamó al fin D. Pantaleón con respiración
anhelante.
--¡Quién puede dudarlo!--repuso Moreno echando hacia atrás otra mirada
de terror.
Y mientras no se acercaron a las primeras casas, no cambiaron otra
palabra.
El pequeño pueblo de V..., contra lo que ellos imaginaban, estaba
animadísimo. Los vecinos, en traje de día de fiesta, discurrían por las
calles. Las jóvenes, adornadas con lindos pañuelos de colores, formaban
grupos a las puertas de las casas. Vendedores de frutas y confites
atronaban con sus gritos. Las tabernas rebosaban de gente, y los puestos
de vino entoldados que había en medio de las calles lo mismo. Repicaban
las campanas y estallaban sin cesar los cohetes. El sol reía en el
espacio.
Nuestros antropólogos se enteraron en seguida de que se celebraba la
fiesta de la santa patrona del pueblo, y no les pesó de llegar a este
tiempo, porque el estudio concienzudo del instinto religioso en el
animal humano les preocupaba hacía tiempo, sobre todo a Moreno. Así que,
después de descansar unos minutos en los bancos de una taberna, se
encaminaron a la iglesia, donde les dijeron que iba a comenzar pronto la
solemne misa cantada. Sus figuras, un poco raras, aunque científicas, no
dejaban de llamar la atención en el pueblo, aunque estuviese éste tan
próximo a Madrid. Quizá en Madrid llamasen también la atención; porque
en la capital de España, no hay más remedio que confesarlo, tampoco es
frecuente ver a los sabios en su verdadero traje por las calles.
La iglesia resplandecía por dentro de luces y ornamentos. Parecía, según
la expresión vulgar, un ascua de oro. Los fieles comenzaban a acudir y
se iba llenando lentamente; y según se iba llenando el calor se hacía
insoportable. Cerca del altar mayor, en otro portátil, estaba la santa
patrona rodeada de cirios y flores. Al cabo de larga espera el órgano
hizo vibrar sus notas poderosas por el ámbito del templo, y en la
puertecilla de la sacristía aparecieron los tres sacerdotes con sus
brillantes capas de tisú de oro y se dirigieron al altar. Detrás de
ellos entraron algunos otros clérigos y varios particulares
privilegiados, que se acomodaron en el presbiterio para oír la misa.
Nuestros sabios quedaron sorprendidos al ver entre estos últimos a su
joven amigo Godofredo Llot. A Moreno le hizo extremada gracia, y se
propuso sacar mucho partido cuando fuese por el café. A D. Pantaleón no
le hizo tanta por las relaciones especiales que entre ellos habían
existido. Cerca de él vieron al presbítero Laguardia, y esto contribuyó
aún más a ponerle de mal humor; porque odiaba a este clérigo como tal, y
además por el papel que había representado en el fracasado matrimonio de
su hija.
Pero la observación de aquellos curiosos ritos religiosos que ambos
examinaban como si por primera vez los hubieran visto en su vida, le
distrajo de todo incómodo pensamiento. De vez en cuando se comunicaban
en voz baja las profundas reflexiones que el culto les sugería.
--Siendo todas las divinidades en su origen, como usted sabe muy
bien--decía Moreno metiéndole la boca por el oído a su
amigo,--individuos humanos que han demostrado alguna superioridad y han
hecho algún beneficio, sería curioso saber quién era esa mujer que está
ahí en el altar antes de ser divinidad y a qué se dedicaba.
--Yo imagino--respondía el ingenioso Sánchez en voz de falsete
también,--teniendo en cuenta su traje rico de brocado, que debía de ser
alguna señora pudiente de los contornos que en su tiempo se dedicaba a
proteger a los labradores, tal vez facilitándoles dinero sin interés o
semillas para la siembra.
--No; yo creo más bien que sería una comercianta que expendía los
géneros más baratos, y de este modo se captó la admiración del pueblo,
que después de su muerte la erigió en divinidad. ¿No ve usted la cajita
que tiene en la mano derecha? Parece un azucarero.
--Es un jarro; repárelo usted bien. Puede que tuviera una gran lechería
y diese los sobrantes de la leche a los pobres. El perro que lleva a su
lado parece confirmarlo, dado que los perros son los encargados de la
guarda del ganado. De todos modos, ya nos informaremos de los vecinos
más viejos.
Por más que hablasen bajo, aquel coloquio en el momento de celebrarse el
santo sacrificio de la misa estaba escandalizando a una vieja, que al
fin les reprendió ásperamente y les obligó a guardar silencio.
Obedecieron los sabios pensando que no era prudente despertar «los
instintos salvajes del hombre primitivo emocional.»
La misa duró una buena hora. Paulatinamente iban perdiendo la gana de
hacer observaciones antropológicas y sintiendo la necesidad de restaurar
el estómago, pues eran ya las doce del día. Cuando los clérigos se
retiraron, la muchedumbre, que se agolpaba a la puerta para salir, les
impidió hacerlo en un buen rato. Al poner el pie en el pórtico se
tropezaron con un grupo de clérigos, y entre ellos a Godofredo Llot, que
sin duda había salido por otra puerta. Aunque tuvo intentos de eludir
su saludo no pudo hacerlo: al cabo vino hacia ellos sonriente y
afectuoso como lo estaba siempre aquel joven eminente, y les abrazó con
efusión.
--¡Ustedes por aquí!... ¡Cuánto me alegro!
Moreno correspondió con agrado a este saludo, pero empezando a cultivar
la nota humorística, repuso:
--Pues nosotros al entrar en la iglesia casi teníamos la seguridad de
hallarte en ella.
Godofredo no hizo caso y les presentó a los clérigos con quienes se
hallaba. D. Pantaleón estuvo digno y cortés. Salieron todos del pórtico,
y cuando hubieron andado un corto trecho, Moreno preguntó a Llot si
sabía de algún sitio donde se pudiera almorzar medianamente. Oyó la
pregunta el párroco del pueblo, que venía entre ellos, y atajó la
respuesta diciendo en voz alta, imperativa:
--Ustedes, señores míos, no van a almorzar a ningún lado, sino a mi
casa. Los amigos de nuestros amigos son nuestros amigos.
Los antropólogos quisieron rehusar la invitación porque no les placía
comer entre curas; pero no fue posible.
--No se hable del asunto. Ustedes hacen hoy penitencia con nosotros.
Aquí ejerzo yo de pontífice: impongo ayunos y vigilias. Otra vez tengan
cuidado de no caer en mis dominios.
Era el párroco un hombre de cincuenta años de edad próximamente, alto,
seco, moreno, cabellos negros aún, revueltos y crespos, los ojos vivos y
severos, la expresión de su rostro franca y resuelta. A pesar de la
dureza que en él se notaba inspiraba confianza y simpatía desde luego.
Parecía un veterano afeitado y con los hábitos de sacerdote.
Su casa estaba próxima. Entráronse todos por ella, subieron la estrecha
y antigua escalera, y en una sala no muy espaciosa hallaron la mesa
puesta. Sentáronse presto y dio comienzo el festín. Estaban bien
apretados, porque eran más de veinte los comensales, casi todos
clérigos, y la mesa no daba comodidad para más de doce o catorce. Se
comió y bebió gallardamente. Moreno se mostraba torvo y receloso,
hallándose tristísimo en la aborrecible compañía de «tanto explotador de
la ignorancia humana.» En cambio D. Pantaleón, siempre grande y
profundo, parecía hechizado; no se cansaba de hacer observaciones
antropológicas sobre todo lo que veía y oía, sacando a cada instante su
cuaderno de notas y escribiendo en él, sin advertir la curiosidad de que
era objeto.
--Oiga usted, amigo--dijo al cabo con mal humor un presbítero que
reventaba de gordo y se había quitado el alzacuello para comer
mejor.--¿Es usted el encargado de las cédulas personales?
Sánchez le miró estupefacto.
--¿De las cédulas?... No, señor. Éste es un libro de memorias.
--El señor--dijo Moreno con sentido irónico y sonriendo
maliciosamente--no es el encargado de las cédulas, sino de las
_células_.
D. Pantaleón cambió con él una risueña mirada de inteligencia y quedó
admirado de la gracia y penetración de su amigo.
Los clérigos los miraban con sorpresa y desconfianza. Godofredo estaba
inquieto, y se apresuró a distraer a los comensales con nueva
conversación.
El vino despierta siempre con viveza los sentimientos tiernos y las
ideas metafísicas. Así que a los postres, varios de aquellos presbíteros
se juraban, estrechándose la mano, eterna fidelidad. Algunos se
prometían ayuda corporal en el caso de que el sagrado pasto de los
mansos parroquiales fuese violado por las ovejas de los incrédulos. Se
hacían reticencias oscuras sobre el obispo, que les hacía prorrumpir en
carcajadas desaforadas; se dirigían pullas amistosas acerca de los
derechos de pie de altar que cada cual recogía; se hablaba con
enternecimiento de la cosecha y se probaba matemáticamente la existencia
de Dios.
Esto último no quería oírlo Moreno, quien alimentaba hacia el Ser
Supremo un rencor que D. Pantaleón hallaba bien justificado. En
realidad, no se abandona así a un hombre en medio del arroyo, expuesto a
que todo el mundo lo pise. Y claro está, Moreno hacía contra él lo que
más rabia podía darle: le negaba la existencia. Sin embargo, como se
hallaba entre sus ministros, le guardaba ciertos miramientos que en otro
sitio se hubiera desdeñado de concederle.
--Con permiso de usted, a mí me parece que la existencia de un ser
creador de todas las cosas no es tan fácil de probar.
--Se prueba, como tres y dos son cinco--gritó un presbítero
escanciándose una copita de aguardiente.--Verá usted si lo pruebo...
Y así que la hubo bebido comenzó a soltar con calma una serie de
silogismos en latín que haría estremecer a Tito Livio en su tumba. Los
compañeros le escuchaban con poca atención, pero movían la cabeza
afirmando. Desde hacía muchos años no se celebraba en los contornos
ninguna fiesta parroquial en que después de la comida faltasen los
silogismos del cura de N... En cuanto bebía la tercer copa de anisado,
ya se sabía, era necesario probar las verdades de la fe.
--Todo eso estará muy bien--replicó atajándole Moreno,--pero dígalo
usted en castellano para que yo pueda contestarle.
El clérigo le echó una mirada de soberano desprecio.
--¿No sabe usted latín?... ¡Vaya, vaya a la escuela!
Los compañeros rieron mucho. Moreno, picado en lo vivo, replicó que el
latín sólo servía para hacer pedantes, que lo que se había escrito en
este idioma no tenía ya utilidad para los grandes adelantos de la
ciencia, y que las mismas Escrituras no se habían escrito en latín, sino
en hebreo. Con este motivo se empelotaron en una disputa violenta y
agria. En el curso de ella Moreno, aunque procuraba tener la lengua por
hallarse en casa ajena y entre gente fanática, no pudo menos de verter
algunos conceptos poco respetuosos hacia Moisés. El presbítero gordo,
que era sin duda el más irritable del concurso y había escuchado la
disputa con visible impaciencia, se enfureció de pronto.
--Oiga usted, amiguito, eso que está usted diciendo es herético.
--Yo digo lo que se me antoja.
--Es usted un badulaque.
--Y usted un...
--¡Alto, señores!... ¡Alto!... ¡Un poco de calma!... ¡No irritarse!...
Hubo algunos instantes de confusión. El presbítero quería arrojarse
sobre Moreno y Moreno sobre el presbítero. A duras penas lograron
contenerlos, sobre todo al primero, que era hombre de bríos.
Cuando se restableció un poco el sosiego, el ingenioso Sánchez, radiante
de majestad filosófica, se levantó de la silla, y con grave ademán y
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