El origen del pensamiento - 03

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acudía invariablemente todas las noches a tomar un vaso de grosella y a
leer la cuarta plana de _La Correspondencia_. Era campechana, servicial
y sencilla hasta la simpleza, pero en sus negocios de prendera y
prestamista mostrábase inflexible y astuta como pocas.
--Acérquese un poquito si ha concluido de tomar su grosella.
D.ª Rafaela trasladó su silla cerca de la joven y en seguida se pusieron
a departir amigablemente en voz baja. Claro está que el tema de su
plática fue el acontecimiento de la noche, la presentación de Mario a la
familia de Sánchez.
--Al fin parece que eso lleva buen camino. Me alegro mucho... mucho. No
deje de decírselo a su mamá, y que sea para bien. Es un chico muy
decente, y si tira a su padre... ya ve usted... Por supuesto que
Carlota, por lo guapa y bonachona, merecía un infante de Ingalaterra...
Pero, hijita, los tiempos no están para andar a escobazos con los
hombres. Así se lo digo muchas veces a la gazmoñita de mi sobrina, que
hace melindres al vidriero de la esquina... Ahora, si usted me pregunta
mi sentir, le diré que el que más me gusta de esa cuadrilla que se
sienta en el rincón es aquel muchacho rubio que llaman Godofredo. No es
que tenga que decir ni pensar nada malo de éste. Al contrario, me parece
bastante formal y simpático; guapo no lo es... ¿para qué más de la
verdad?... pero el otro... el otro es una alhaja, un bendito... ¡Si le
viese usted, como yo le veo muchos días, comulgar en San Antón!...
Vamos, que enternece hallar un chico tan humilde y devoto ahora en que a
todos les da por despreciar las cosas santas y decir mil borricadas y
escandalizar a las personas honradas. A veces se pasa media hora y más
de rodillas delante del altar de la Virgen... Hijita, ¡qué feliz será su
madre! Y la mujer que le lleve bien puede decir que no tiene que
envidiar a ninguna duquesa.
Presentación se ruborizó levemente con estas palabras y dirigió una
mirada rápida hacia el rincón, tropezando sus ojos vivarachos con los
suaves y místicos de Llot, que estuvieron posados buen rato sobre ella.
D.ª Rafaela lo advirtió bien, y adoptando un semblante enteramente
picaresco, le dijo bajando aún más la voz:
--Ya sé, ya sé, querida, que usted y él... ¡vamos!... Apriete, hijita,
apriete, y que no se escape, que bien merece la pena... Al que no puedo
ver ni en pintura es a aquel otro que se come los periódicos, aquel de
las barbas y las gafas...
--¡Ah, sí, Moreno!...
--¡Un moreno bien desaborío!... tan desgarbadote y tan sucio... Creo que
no tiene más gusto que escandalizar a ese pobrecito de Godofredo.
¡Desalmadote! ¡pordiosero! ¡Puhá!
Y miraba al mismo tiempo con ojos coléricos a la mesa donde Adolfo
Moreno seguía enfrascado en la lectura, muy lejos de pensar que en aquel
instante excitaba la cólera de la prendera.
Mario y Carlota habían desaparecido, no corporalmente, pero sí en
espíritu. Timoteo gemía y se lamentaba amargamente, por conducto de su
violín, de que la niña menor de Sánchez se hubiese vuelto de espaldas y
hablase tan animadamente con la señá Rafaela, sin cuidarse para nada del
_Día de sol_ ni de su intérprete. D.ª Carolina decía a Romadonga
mientras su marido se atusaba gravemente el triste y pacífico bigote:
--No necesito decirle, Sr. Romadonga, que entiendo perfectamente la
intención con que su amiguito se ha hecho presentar por usted esta
noche. Sabía hace tiempo que Carlota y él se miraban con buenos ojos, y
cuando lo supe yo lo supo éste, porque yo no tengo costumbre de ocultar
jamás nada a mi marido. Le pregunté si le parecía mal el muchacho. Me
dijo que no, y entonces pensé: bueno, pues que corra el agua por donde
quiera. El otro día me dijo Carlota: «Mamá, ese chico desea ser
presentado.--¿A mí qué me cuentas? le respondí. Díselo a tu papá.--Es
que yo no me atrevo... Si tú te encargases...--Está bien, hija, para mí
han de ser todos los apuros.» Y armándome de valor me atreví a decírselo
a éste. Crea usted que temblaba como una hoja, porque no sabía cómo lo
iba a tomar; tenía miedo que me echase con viento fresco.
Afortunadamente, estaba de buen humor aquel día, ¿verdad, querido?
D. Pantaleón bajó los párpados, manifestando de este modo solemne y
augusto que su esposa no se equivocaba acerca del estado de su espíritu
en aquella ocasión.
--Me respondió que no tenía inconveniente en que lo presentasen con tal
que fuese por medio de una persona respetable. ¿Te parece bien D.
Laureano?--Perfectamente.--Pues ya está hecho. Ahora no nos resta más
que darle a usted las gracias por la molestia que ha querido tomarse.
Romadonga levantó la mano para alejar de sí aquellas gracias que no
merecía, y volvió la cabeza para mirar a la hermosísima chula, que en
aquel instante se levantaba del asiento para marcharse. Al pasar junto a
ellos D. Laureano le dijo familiarmente:
--Adiós, Concha: hasta mañana.
--Buenas noches--respondió ella sonriendo tímidamente.
Su padre se llevó la mano al sombrero. Romadonga siguiola con la vista
hasta que desapareció por la cancela. Antes de trasponerla Concha se
volvió a medias y le echó una rápida mirada de latiguillo. Lo cual le
puso de tan excelente humor, que desde entonces no cerró boca y
consiguió tener suspensos y embelesados con su charla insinuante lo
mismo a D. Pantaleón que a su esposa.
Pero la noche corría. Habían sonado ya las once y media, hora en que
aquella respetable familia tenía por costumbre retirarse. Doña Carolina
se inclinó hacia el oído de su hija Carlota, y le dijo en voz baja,
aunque no lo bastante para no ser oída de Mario:
--Por mi gusto, querida, estaríamos aquí un ratito más; pero ya ves, tu
papá acostumbra a retirarse a esta hora... y ahora más que nunca
necesitamos tenerle contento, ¿verdad?--añadió con un guiño picaresco.
Luego, volviéndose a su marido:
--Pantaleón, nos iremos cuando tú lo ordenes.
--Bien, pues vámonos ya--respondió el venerable jefe de la familia
levantándose de la silla.
Los demás le imitaron. La señá Rafaela y Romadonga manifestaron que
también se iban. Mario no se atrevió a acompañarlos, aunque bastantes
ganas se le pasaron. La despedida fue tímida y significativa por parte
de Carlota, franca y afectuosa por la de su hermana, propia de una
futura hermana política; por la de D.ª Carolina maternal, aunque
templada por el respeto que le merecía la autoridad de su marido; y por
éste tan cortés, tan suave, tan condescendiente, que Mario se mostró
hondamente conmovido, y apenas pudo articular con voz temblorosa algunas
palabras de ofrecimiento.
Quedó solo al fin. El corazón no le cabía en el pecho. Permaneció un
instante inmóvil contemplando la puerta, por donde acababa de
desaparecer, la última, su gentil Carlota. Y bajando de pronto desde las
nubes de oro y rosa donde se mecía a esta tierra prosaica, se dirigió a
la mesa del rincón, donde sólo se hallaba ya Adolfo Moreno. El salto no
podía ser mayor. Moreno era, en sentir de Mario, el ser más distante de
la poética idealidad que en aquel momento inundaba su espíritu, el menos
a propósito para recibir la confesión de sus impresiones. Sin embargo,
eran éstas tan vivas, tan avasalladoras, que si no se desahogaba pronto
de ellas, era de temer una congestión. Sentose enfrente de su amigo,
pidió un vaso de leche y esperó a que aquél, en gracia del trascendental
acontecimiento que acababa de efectuarse, se dignase hacerle algunas
preguntas. Nada. Moreno había dejado los periódicos políticos y leía con
atención uno ilustrado que andaba siempre de mesa en mesa metido en una
carpeta sucia y despellejada. Mario no pudo más. Comprendía que era una
humillación, pero no tenía fuerzas para resistir al anhelo de
confesarse.
--Adolfo.
--¿Qué hay?--respondió éste sin apartar la vista del periódico.
--Dame la enhorabuena.
Al pronunciar estas palabras se ruborizó.
--¡Ah, sí!--exclamó el otro alzando la cabeza y mirándole con sonrisa
entre burlona y benévola.--Al cabo has logrado la dicha de sentarte a la
misma mesa que D. Pantaleón Sánchez.
--Como tú comprenderás, Adolfo, lo que menos me importa a mí es D.
Pantaleón. Lo que me interesaba, y mucho, era hablar con su hija. No
puedes figurarte la impresión que he sentido. Ya sabes que estaba
enamorado, ¡pero de verdad! Pues bien, ahora lo estoy mucho más, cien
veces más. ¡Qué mujer tan simpática! ¡Qué tranquilidad, qué dulzura
respiran todas sus palabras y movimientos! ¡Qué timbre de voz tan
delicioso! Parece que viene impregnado de la claridad y armonía que
reinan en su alma. Es una voz que suena más en el corazón que en el
oído, que nada dice a los sentidos, que despierta el anhelo de las
alegrías íntimas y serenas del hogar; una voz hecha como los bálsamos
para curar las heridas que el mundo nos infiere... Nada nos hemos dicho
de nuestro amor, pero en el brillo de sus ojos, en el cuidado con que
evitaba el mirarme, he gustado más dicha que si me prometiese amarme
eternamente. El único signo que advertí de su emoción fue cuando le di
la mano al acercarme. ¡Qué encarnada se puso la pobrecita!
Moreno continuaba sonriendo con la misma condescendencia, mientras su
amigo se desahogaba tan fogosamente. Al cabo le atajó.
--No te forjes muchas ilusiones por eso del rubor ni te subas al
trípode. El rubor es un fenómeno muy prosaico, querido. No significa más
que un cambio de la circulación sanguínea. Las arterias, al aumentar o
disminuir de diámetro, enrojecen la piel o la hacen empalidecer. Ni te
vayas a figurar que sólo las vírgenes se ruborizan, o que sea este
fenómeno privativo del ser humano. Los animales también se enrojecen. El
conejo es un animal tan sensible que con la más leve impresión se tiñen
de carmín sus orejas, y se ha observado que los conejos jóvenes se
enrojecen más fácilmente que los viejos.
Mario quedó acortado. Le miró fijamente con ojos de asombro y al fin
murmuró entre triste y colérico:
--Pero, Adolfo, ¡por Dios! ¿qué tienen que ver ahora los conejos
jóvenes?...
--No... yo no quería decirte... Es simplemente un dato fisiológico.
Recobrose el joven y volvió a coger el hilo de sus impresiones. Las iba
narrando con entusiasmo, de un modo incoherente, como si estuviese solo.
Tal vez comprendía vagamente que lo estaba; porque Moreno, a juzgar por
su mirada distraída y su continente reflexivo, debía de hallarse en
aquel momento meditando sobre algún oscuro problema de la morfología.
Después de describir y pesar una por una las gracias de Carlota y
colocarla sobre un rico pedestal de mármol ornado de bajos relieves de
Fidias, por encima de todas las mujeres de este mundo, casi a la altura
de la Niobé de Praxíteles, vino a soñar despierto, a pintar de un modo
plástico la única dicha a que aspiraba uniéndose a ella...
--No soy hombre de grandes ambiciones, Adolfo, bien lo sabes. Para ser
feliz, no necesito más que cariño, sosiego y un mediano pasar. Un
cuartito al Mediodía con ventanas al campo aunque esté sobre el tejado;
una mujercita sana, risueña, que venga a abrirme la puerta; oírla
teclear después de comer alguna sonata de Beethoven... y que me dejen
libre alguna hora para modelar cualquier muñeco. Estoy solo en el
mundo. Apenas he conocido a mi madre. Mi padre se esforzó toda la vida
en hacerme menos terrible esta pérdida. ¡Dios le bendiga por ello! Pero
el amor de una madre es insustituible, no tanto por lo vivo y profundo,
sino por lo que tiene de femenino. El hombre necesita en todos los
momentos de su vida del amor de la mujer; primero de la madre, luego de
la esposa, más tarde de la hija. Además, el hombre sin familia no se
comprende; es un ser incompleto, absurdo, está fuera de la naturaleza.
--Permíteme, querido--manifestó Moreno extendiendo la diestra con
solemnidad y acentuando aún más la superioridad de su sonrisa.--Más vale
que no te metas a definir las leyes de la naturaleza. Esas cosas hay que
estudiarlas con atención y tú no creo que te hayas entretenido hasta
ahora en ello. El que la familia sea una ley natural y que no podamos
pasar sin ella me parece una de tantas afirmaciones gratuitas como
sientan los metafísicos. No se apoya en ningún dato experimental. Entre
los Bochimanos no existe la familia; entre algunos pueblos polinésicos
tampoco... En cambio se encuentra algo semejante establecido entre
ciertos monos ordinarios. Y desde luego entre los antropoides. El
chimpanzé y el gorila suelen constituir familia.
La exhibición de este preciosísimo dato le dejó tan satisfecho que, en
el exceso de su alegría, tosió dos o tres veces de un modo modesto,
indicando que estaba dispuesto a rechazar toda enhorabuena. Acto
continuo echó mano a la botella de agua, se escanció un vaso y lo apuró
lentamente con majestuoso ademán, a fin de serenarse.
Mario le contemplaba fijamente.
--Mira, Adolfo--dijo al fin procurando reprimir la indignación,--yo
nunca he dudado de tu ciencia. Reconozco que sabes mucho más que yo, y
aunque a mí no me interesen gran cosa los Bochimanos, les concedo toda
la importancia que tú quieras, por más que tú mismo dices que son unos
salvajes... Pero, francamente--añadió poniéndose fuertemente colorado y
clavando una mirada colérica en la mesa,--eso de que hablándote yo de mi
amor por Carlota, que es un ángel bajado del cielo, me saques a relucir
el gorila y el chimpanzé, no es decente... no es decente... ¡vamos, que
no es decente!


III

Vivió desde aquella noche memorable en un estado de exaltación próximo a
la locura. En su casa dejó de ser, con sorpresa de la patrona, el
huésped silencioso, tolerante, que ésta se complacía en ofrecer de
modelo a los demás. Se mostró impaciente, huraño, imperioso; armaba con
la criada cada pelotera que la vajilla retemblaba con los apóstrofes;
todo porque le había servido el almuerzo diez minutos más tarde de lo
que le había ordenado, o no había podido llevarle el sombrero a
planchar. De igual modo andaba constantemente a la greña con la
planchadora sobre si los puños, sobre si los cuellos, y con la camarera
sobre si las botas, sobre si el botón de la levita. La misma D.ª Romana,
su respetabilísima patrona, a pesar de su continente digno y talento
persuasivo, no se libraba de las amargas recriminaciones del joven, y a
veces de sus violentísimos apóstrofes.
--Pero, D. Mario--decía la diplomática señora mientras los ricitos
postizos de su cabeza se agitaban con elocuencia,--¿cómo quiere usted
que la comida esté sazonada o no se la sirvan fría, cómo quiere usted
que le tenga el cuarto arreglado a tiempo ni las cosas a punto, si desde
hace una temporada no tiene hora fija para nada; tan pronto se le ocurre
almorzar a las once como a las dos, unas veces se levanta a las siete de
la mañana, otras duerme hasta las tres de la tarde? Y sobre esto, los
criados siempre en danza, a casa del sastre, del camisero, a llevar
cartas y recados a la calle de Ramales.
Era el mismo Evangelio lo que la buena señora alegaba. Los tirabuzones
sujetos a su frente lo corroboraban con vivos movimientos de
trepidación. Mario cometía estos desórdenes y otros más. La causa
estaba en la calle de Ramales, bien lo sabía D.ª Romana; pero no se
atrevía a expresarlo, aunque lo indicaba recalcando un poquito la
palabra. Es decir, no estaba en la calle de Ramales. Donde estaba
realmente era en el cerebro exaltado del joven escultor. Porque ¿qué
culpa tenía Carlota de que se levantase a las seis de la mañana,
habiéndole dicho la noche anterior que oiría misa a las diez en el
Sacramento? ¿Ni por qué pedía a grandes voces el almuerzo a las once, si
le constaba que hasta las dos lo menos no había de salir de tiendas D.ª
Carolina con sus hijas? Tampoco era Carlota responsable de que nuestro
joven perdiese la razón al ver una minúscula arruga en el planchado de
los puños o las botas sin el conveniente brillo, porque no tenía la
costumbre de reconocer minuciosamente ni los puños ni las botas de su
novio. Es más, aunque advirtiese la arruga del planchado o la opacidad
de las botas, era tan bonachona que se lo perdonaría sin gran esfuerzo.
Al principio nuestro joven iba dos veces por semana a pasar un ratito
después de la oficina a casa de D. Pantaleón. Poco después, un día sí y
otro no; luego, todos los días. Esto sin perjuicio de verse y hablarse
diariamente en el café del Siglo y de las salidas extraordinarias a misa
y a tiendas, en que _casualmente_ se tropezaban. Pero no bastaba todavía
a calmar las ansias amorosas del escultor. Todavía ideó el acudir
también algunas mañanas a casa de su novia con diferentes pretextos;
luego descaradamente y todos los días. De modo que, lo que decía
confidencialmente D.ª Carolina a la señora Rafaela:--Hija, estos
muchachos no me dejan tiempo para arreglar mi casa ni para vigilar la
cocina; no puedo cepillar la ropa a Pantaleón, no puedo escribir una
carta, no puedo hacer una visita. ¡Siempre clavada a la silla en el
gabinete! Luego, si Presentación me ayudase un poco a soportar la carga;
pero ¡que si quieres!
En efecto, cuando por algún apuro imprescindible D.ª Carolina la llamaba
para que se estuviese al lado de los novios, mientras ella permanecía
fuera, Presentación levantaba los brazos al cielo exclamando:
--¡Dios mío, qué pecado habré cometido para desempeñar tan joven estos
papeles!
Y si la señora tardaba mucho, se escapaba diciendo:
--No puedo más. Dispensadme. Cuidado con ser buenos.
En vano la pobre Carlota le gritaba ruborizada:
--¡Niña, niña! ¡Por Dios, no marches!
--No puedo más--repetía huyendo,--no puedo más. La carga es superior a
mis fuerzas.
D.ª Carolina, por estas y otras contrariedades, tenía frecuentes accesos
de mal humor; gritaba a sus hijas, las llenaba de improperios; a veces,
de esta marejada salpicaba también alguna espuma a Mario. Pero no se
daba por ofendido; al contrario, sentía cierto deleite en que la mamá de
su adorada le reprendiese, le tratase con tal excesiva confianza: le
parecía que de tal modo se acortaba cada vez más la distancia que
mediaba para ser su hijo.
Pero la gran dificultad para esto y para todo en aquella casa era D.
Pantaleón. No lo parecía. Mario hallaba en él un hombre grave, pero
dulce, afectuoso, de una cortesía exquisita. Apenas se le sentía en la
casa. Sin embargo, D.ª Carolina, a quien trasmitía sus órdenes, estaba
siempre pendiente de ellas, y no daba jamás un paso sin consultarle y
pedirle la venia. Así que nuestro joven, a fuerza de sentir su
influencia en todos los momentos sin escuchar su voz, sin ver el ademán
imperativo de su diestra, había llegado a profesarle un respeto
profundísimo, una veneración sin límites, contemplando su cara
enigmática y misteriosa como la de un dios impenetrable. Cuando le
tropezaba por los pasillos de la casa, y sucedía bastantes veces, porque
el Sr. Sánchez era muy dado a pasear por ellos con zapatillas, le daba
un vuelco en el corazón y le saludaba con una turbación que, lejos de
disminuir, aumentaba cada día.--He aquí el hombre--se decía al apartarse
de él--en cuyas manos se encuentra mi felicidad o mi desgracia.
La influencia de D. Pantaleón se sentía en todos los momentos y se
extendía a los pormenores más insignificantes de la vida doméstica. Para
salir a tiendas, para ir a paseo, para comprarse unas botas, para
suscribirse al periódico de modas, para cambiar de panadero, se
necesitaba acudir a su autoridad suprema. Mario la encontraba
asfixiante, pero se sometía.
La vida de aquel déspota no podía ser más sencilla. Levantábase
invariablemente a las nueve de la mañana, y después de desayunarse
terminaba la lectura de _La Época_, que había comenzado la noche
anterior. La leía toda, hasta el folletín y los anuncios, encerrado en
su habitación, sin que bajo ningún pretexto consintiese D.ª Carolina que
se le fuese a interrumpir. Esta escrupulosidad concienzuda aplicada a la
lectura de un periódico, que ordinariamente suele hacerse a la ligera,
¿no es indicio de un carácter reflexivo a investigador, de una
inteligencia firme y ansiosa de nutrirse? El curso de la presente
historia lo dejará cumplidamente demostrado. Aquella lectura, trivial
para la mayor parte de los hombres, despertaba en el cerebro de Sánchez
copiosa serie de pensamientos graves o frívolos, según su orden.
Para meditarlos, para clasificarlos, para extraerles el jugo, se salía
al pasillo, y envuelto en su bata alfombrada y provisto de silenciosas
zapatillas suizas, paseaba grave y acompasadamente hasta la hora de
almorzar. Después del almuerzo y de reposar algunos minutos, se salía a
dar un largo paseo contemplativo por el Retiro. Cualquiera que le viese
recorriendo lentamente, con las manos atrás y la cabeza inclinada hacia
la izquierda, los arenosos caminos del Parque, diputaríale por un
ocioso, un militar retirado, un propietario, algo, en suma, vulgar y
hasta inútil en la sociedad. ¡Cuán engañosas son las apariencias! Algo
así pensaban los habitantes de la ciudad de Heidelberg cuando el gran
Emmanuel Kant cruzaba de paseo con su paraguas bajo el brazo. Y si le
hallasen sentado en un banco frente al Estanque grande, inmóvil, con la
mirada fija, tal vez imaginaran que aquel hombre no pensaba en nada. Y
así era, en efecto. D. Pantaleón en aquellos momentos tenía el
pensamiento tan inmóvil como su cuerpo; yacía entregado a una sensación
de bienestar animal, que inundaba su ser como una ola tibia y lo
paralizaba. Muchas veces duerme así el espíritu cuando se prepara a una
actividad enérgica, como el luchador que reposa para disponer de toda la
fuerza de sus músculos. El genio dormía en el fondo de su alma, sin que
nadie, ¡nadie! ni él mismo, sospechase su presencia.
D. Pantaleón Sánchez no era rico. Sólo tenía un pasar adquirido en el
comercio de géneros de punto a fuerza de economías y privaciones. Y aquí
salta una observación, que merece ser expresada, es a saber: que casi
ninguno de los hombres que han influido poderosamente sobre sus
semejantes o han dado impulso y dirección al progreso dispusieron de
grandes bienes de fortuna. Después de traspasar la tienda al primero y
único de sus dependientes, sólo poseía en valores del Estado una renta
de ocho a diez mil pesetas. Gracias al orden y economía de su fiel
esposa podían vivir cómoda y decorosamente.
A los quince días de entrar en la casa ya nuestro joven escultor ardía
en deseos de formar parte integrante de la familia. Pero no se atrevió
a expresarlo sino de un modo indirecto y vago, y con las mejillas
coloradas, a Carlota, que a su vez le respondió, ruborizada también, que
«no se pensase todavía en aquello.» Pero ambos siguieron pensando, cada
cual por su lado; de tal suerte, que si sus bocas estaban calladas, se
lo decían a todas horas con los ojos. Cuando estaban juntos y se
quedaban algunos instantes silenciosos con la mirada extática, bien
podría apostarse doble contra sencillo a que ambos pensaban en
_aquello_.
Un día, después de larga pausa, dijo Mario repentinamente:
--¿Por qué no se _lo_ dices a tu mamá?
--No me atrevo. Díselo tú--respondió la joven anudando naturalmente la
tácita conversación que sus pensamientos mantenían hacía tiempo.
--¡Oh, si yo me atreviera!
Hizo coraje algunos días: al fin se atrevió. ¡Cuánta duda, cuánta
vacilación antes que las abrasadoras palabras saliesen de sus labios!
Estaba D.ª Carolina subida encima de una silla sujetando un visillo del
balcón. Carlota había salido en busca de tijeras. Sin saber cómo,
aprovechándose tal vez de que la buena señora se hallaba de espaldas y
no podía anonadarle con una mirada fulgurante, dijo con voz bastante
entera:
--D.ª Carolina, cuando usted termine ahí voy a darle un susto.
--¿Un susto?--repuso la señora volviendo la cabeza con sorpresa.
--¡Sí, un susto!--repitió el joven sonriendo alegremente, cada vez más
animado.--Pero no tenga usted miedo. Es un susto puramente moral.
--¡Bueno!--exclamó en actitud vacilante, sonriendo también.--No sé qué
será... Voy a concluir.
En los breves instantes que duró la operación tuvo tiempo a perder todo
el valor que había mostrado. De suerte que cuando D.ª Carolina se bajó
de la silla, con la misma ligereza que una niña, y se volvió, encontrose
con un hombre desencajado, tembloroso, que daba pena mirarle.
--Usted me dirá... ¿qué susto es ése?
--¡El que yo tengo!--debió responder Mario, pero no lo dijo. Limitose a
llevarse la mano a la boca para toser, sin gana por supuesto, y profirió
con trabajo:
--Si a usted le parece, podemos sentarnos.
--Con mucho gusto. Nada nos darán por estar de pie.
D.ª Carolina aparentaba indecisión y sorpresa que no sentía. No se
necesitaba ser lince para comprender de qué se trataba.
--Debo ante todo... Cuando tuve el honor de ser presentado a ustedes...
Sentiría muchísimo...
No hallaba medio de tomar la embocadura. Estaba cada vez más turbado. En
aquel momento apareció en la puerta Carlota. Al ver su encantadora
figura, de formas elegantes y redondeadas, sus ojos animados, sus
mejillas frescas adornadas de un par de hoyos como dos nidos de amor,
sus labios de cereza, una verdadera rosa, en fin, de carne y hueso,
recobró de pronto todo el aplomo y dijo con voz segura:
--Me alegro de que venga Carlota y escuche lo que le voy a decir...
Carlota se acercó. En la actitud de su novio adivinó en seguida lo que
pasaba.
--Pues bien, señora, lo que tengo que manifestar a usted es que, lo
mismo Carlota que yo, deseamos casarnos cuanto más antes.
--¡No, no! ¡yo no!--exclamó la joven encendida en rubor y echando a
correr.
D.ª Carolina se mostró sorprendidísima.
--¡Pero eso es un escopetazo, Costa! Razón tenía usted en decir que me
iba a dar un susto. ¡Ave María Purísima! ¡Quién había de pensar!...
Y por algunos momentos no dejó de hacerse cruces y proferir
exclamaciones. Repuesta al fin un poco, llamó a Carlota.
--¡Niña, no seas ridícula, ven aquí!
Y en voz baja añadió:
--¡Pobrecilla! La ha puesto usted en un apuro.
Vino Carlota hecha una rosa de Alejandría por lo roja y por lo hermosa.
Sentáronse los tres en el sofá, la mamá en el medio, y cogiendo
amorosamente las manos de su hija y mirando a Mario de reojo, se expresó
de esta manera:
--A pesar del susto, no le guardo rencor. Me esperaba que algún día
había de suceder esto, aunque, a la verdad, no tan pronto. Mentiría,
Costa, si le dijese que no me es usted muy simpático y hasta que le
quiero ya como cosa propia. No tiene nada de particular. Basta que una
persona quiera a mis hijas para que la adore yo. Lo que mis hijas
desean, eso es precisamente lo que a mí me complace. Soy una débil
criatura sin voluntad propia; todo el mundo lo sabe. ¡Hablarme a mí de
que desean casarse!... ¿Para qué? De antemano tienen ya mi
consentimiento para eso como para todo lo que se les antoje. Mi carácter
es así. Aunque me parezca prematuro el matrimonio y que convendría
esperar algo más, porque usted no se halla, desgraciadamente, en
posición de sostener las cargas de una familia, no lo puedo remediar...
Por mí, mañana mismo les echa la bendición el cura. Es una desgracia
tener este carácter, señor Costa, créame usted. Mis amigas me dicen con
razón: «Tú no eres una mujer, Carolina, eres un trapo.» ¿Y qué le vamos
a hacer? Cada cual es como Dios le crió. De todos modos, le agradezco
en el alma que haya contado conmigo... Demasiado sé que es pura
galantería, pero lo agradezco... Vamos ahora a lo más principal, mejor
dicho, a lo único principal que hay en este negocio. ¿Quién se lo dice a
Sánchez? ¿Quién le pone el cascabel al gato?
--Mamaíta, díselo tú--manifestó Carlota, cuyas mejillas no habían
perdido su vivo color rojo.
--¿Lo ve usted?--exclamó la buena señora, volviendo el rostro lleno de
dulce condescendencia hacia Mario.--¡Cuando yo lo decía!... Bien, hija
mía, bien; yo se lo diré... Para mí será el desaire si lo hay. Prefiero
sufrirlo yo todo. Y para que vean ustedes adónde llega mi complacencia,
ahora mismo se lo voy a decir; ahora que está solo en su cuarto... ¡Ea,
valor!
D.ª Carolina se alzó del sofá y dio tres o cuatro pasos.
--¡Si supieran ustedes cuánto lo temo!--dijo parándose.--No lo puedo
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