El origen del pensamiento - 04

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remediar; siempre que voy a decir algo importante a Pantaleón, me sucede
lo mismo, me pongo temblorosa; toda me aturrullo... Mire usted cómo me
tiembla la mano, Costa.
Mario apretó la mano de su futura suegra, pero no pudo comprobar el
temblor. Lo único que advirtió es que estaba fría.
--Sí, sí--dijo galantemente,--y además está fría.
--¡Friísima!... Lo mismo me pasa siempre... Vaya, armémonos de valor.
Voy antes a beber una copita de Jerez para criar fuerzas... Hasta luego,
hijos míos, hasta luego y ¡buena suerte!
Todavía desde la puerta se volvió con semblante risueño, radiante de
condescendencia.
--¡Cómo me late el corazón!--exclamó llevándose la mano al
pecho.--¡Adiós! ¡Buena suerte!
A quien le latía hasta querer saltársele del pecho era al pobre Mario.
No se atrevió a mirar a Carlota. Tampoco ésta volvió su rostro hacia él.
Felizmente vino a sacarlos del apuro la bella Presentación. Entró seria,
ceñuda y, sentándose cerca del balcón, exclamó con un suspiro:
--¡Ea! ¡Ya estoy en funciones!
Lo mismo Carlota que su novio no pudieron menos de sonreír.
Trascurrieron algunos minutos en silencio.
--Pero vamos a ver--profirió después volviéndose airada hacia
ellos,--¿cuándo me van ustedes a dejar en paz? ¿Se quieren ustedes casar
pronto, empachosos?
--De eso se trata--respondió gravemente Mario.
Y como la joven le mirase sorprendida, su hermana añadió tímidamente:
--Mamá se lo está comunicando en este momento a papá.
La cara de Presentación expresó un gozo sincero.
--¿Es de veras? ¡Cuánto me alegro, hermana de mi alma!--exclamó
levantándose y abrazándola con efusión.--¡Toma un beso, toma dos, toma
veinte!... Sea enhorabuena. Démela usted a mí también, Costa, y pídame
perdón por las mil iniquidades que ha hecho conmigo... ¡Qué gusto,
Virgen de Atocha!... Ya concluyeron las centinelas. Ahora son ustedes
los que me van a guardar a mí. ¡Y que no te voy a dar poca tarea,
Carlota! Me vas a sacar a paseo todos los días, ¿sabes? todos, sin
faltar uno. Y por la mañana me llevarás a misa... y después... después
unas vueltas entre calles para lucir este cuerpecito...
Daba saltos de alegría y batía las palmas la revoltosa niña, tanto por
la perspectiva de aquella bienandanza como por ver a su hermana feliz;
porque en el fondo no era mala, aunque Timoteo la apellidase casi todas
las noches ingrata y orgullosa con el violín.
Mas he aquí que en lo más recio de esta alegría turbulenta aparece D.ª
Carolina. Nada más que con mirarla comprendieron Mario y Carlota lo que
había. Traía la cara larga, larga como si viniese de un entierro. ¡Ay,
sí, el entierro de las esperanzas de Mario! Mientras se acercaba
lentamente hacia ellos ejecutó un sinnúmero de muecas y visajes,
expresando alternativamente el dolor, la protesta y la resignación.
Sentose de nuevo en silencio entre los dos, y en silencio también y con
rara energía apretó las manos a Mario fijando en él al mismo tiempo una
mirada de indefinible tristeza.
--No se apure, señora--exclamó éste haciendo de tripas corazón,
esforzándose por sonreír.--¿No puede ser? Lo siento muchísimo; pero lo
mismo Carlota que yo sabremos tener calma y esperar con paciencia.
D.ª Carolina se llevó el pañuelo a los ojos como si quisiera llorar.
--¿Qué es eso? ¿No hay boda?--preguntó Presentación; y, levantándose con
ademán desabrido, añadió:--¡Bah, bah! La culpa ya sé yo de quién es.
No hubo más remedio que resignarse. Don Pantaleón hallaba prematuro el
matrimonio. Los hombres, según decía su esposa, miran las cosas de un
modo prosaico; se fijan en el porvenir, en las necesidades y
obligaciones que trae consigo; todo lo ven de color negro. Nosotras
procedemos de otro modo, por entusiasmo, por cariño; cuando se nos
interesa el corazón no queremos ver las dificultades. Por mi parte,
aunque no tuviese usted empleo ninguno, aunque fuese un pobre de la
calle, bastaría el afecto que le tengo para que le entregase a mi hija
sin reparar en nada.


IV

Esperaron, pues, pacientemente a que Sánchez se ablandara. La vida
siguió deslizándose en la misma forma que antes, creciendo de día en día
la confianza y el cariño entre nuestro joven y la familia de su novia.
No salía de la casa. Cuando iban a paseo por Recoletos, Mario y Carlota
marchaban delante y detrás D.ª Carolina y Presentación. Al poco tiempo
todo Madrid los conocía. «Ahí vienen _los novios_,» se decían los
paseantes al verlos. Entre algunos chistosos comenzó a llamárseles _I
promessi spossi_. Y como suele suceder, al cabo de algunos meses
llegaron a aburrir a la gente. ¡Pero, señor! ¿cuándo se casan estos
chicos?
D.ª Carolina consintió al fin, a ruego de Mario, en tutearle, y hasta
llevó su condescendencia a permitir que la llamase mamá, todo en secreto
por supuesto y cuando Sánchez no se hallaba presente. Un día que delante
de éste se le escapó llamarle de tú, ¡Jesucristo, lo colorada que se
puso la buena señora! Mario estaba hechizado; la adoraba.
Pocos meses después acaeció un cambio en la política. Cayó el ministerio
y se formó otro nuevo. El ministro de Ultramar saliente se acordó de
Mario por la amistad que había mantenido con su padre y le dejó
ascendido en lo que se denomina en términos burocráticos testamento.
Tenía diez y seis mil reales de sueldo. D.ª Carolina mostró al saberlo
una alegría verdaderamente maternal. Tanto que a los pocos días le llevó
sigilosamente hacia un rincón y le dijo con misterio que si se lo
permitía iba a dar «otro tiento» a Sánchez: desconfiaba bastante del
éxito, pero iba a hacer un esfuerzo supremo... «Ya veríamos.»
En el pecho del joven escultor renacieron súbito las esperanzas. Se puso
tan nervioso, que la bondadosa señora, para completar su caritativa
obra, mostrose propicia a ir en aquel mismo momento al cuarto del severo
esposo. Mario no pudo contenerse; poco menos que la hizo salir a
empujones de la habitación. Ella sonreía dulcemente llamándole loco.
¡Qué zozobra! ¡qué congojas las de los novios mientras permaneció por
allá! Llegó a tal extremo, que Mario ¡pobre muchacho! consintió en rezar
con Carlota algunos padres nuestros para obtener un resultado favorable.
El cielo escuchó sus oraciones. D.ª Carolina se presentó al cabo de
media hora radiante de dicha. Y antes de que saliese una palabra de sus
labios, corrió hacia su hija y la abrazó estrechamente derramando un
torrente de lágrimas. Después hizo lo mismo con Mario. Éste experimentó
tan fuerte emoción, que quiso volverse loco. Lloró, rió, bailó, besó las
manos a su futura suegra llamándola madre, prometiéndole amarla y
obedecerla siempre como un hijo sumiso; en fin, mil ridiculeces que
harán sonreír a todo el que no haya estado de veras enamorado.
Desde entonces no se habló más que de la boda. Comenzaron a comprar la
ropa blanca; esto es, comenzó el único período de la existencia que
puede dar idea aproximada de lo que acontece en el cielo. Esta memorable
etapa de la ropa interior ejerció tal influencia en la felicidad de
Mario, que muchos años después, al pasar delante de un bazar de ropa
blanca y ver colgadas en el escaparate algunas enaguas y camisas de
señora, aún sentía latir su corazón conmovido. D.ª Carolina fue el
Espíritu Santo de este almo cielo. Cuando nuestro joven la veía ponerse
las gafas y tomar entre sus dedos una chambra, frotarla cuidadosamente,
acercarla a los ojos para ver si descubría alguna pérfida hebra de
algodón entre su cándido hilo, un estremecimiento de dicha inefable
corría por su cuerpo; la emoción le ahogaba; necesitaba volverse de
espaldas para no caer a sus pies y expresarle en términos fervorosos
delante de los horteras toda la veneración, todo el entusiasmo que su
conducta generosa le inspiraba.
Luego se fijó el día: se discutió la forma en que había de celebrarse.
Antes se había convenido en que los novios no vivirían aparte «por
ahora.» El pequeño sueldo de Mario no lo consentía. D. Pantaleón
manifestó por boca de su esposa que mientras el matrimonio no se hallase
en condiciones de establecerse, viviría en su compañía. El mismo D.
Pantaleón resolvió que la boda se celebrase con un día de campo en los
Viveros, como era uso y costumbre entre el elemento distinguido del
comercio de Madrid.
Fue en el primer domingo de Agosto. Mario convidó a sus amigos los
tertulios del café del Siglo, Miguel Rivera, Adolfo Moreno, Llot,
Oliveros, Romadonga y tres o cuatro compañeros de oficina: los señores
de Sánchez, a varias distinguidas familias del comercio, y entre ellas a
la del mismísimo presidente de la _Liga de Productores_, propietario de
una gran fábrica de ladrillo refractario en las afueras de Madrid. Los
esposos Sánchez no mantenían amistad muy íntima con esta familia; pero
comprendiendo todo el lustre que sobre la fiesta recaería si lograban
que asistiese a ella, les escribieron una rendida carta. Los señores de
Corneta, que así se llamaba el presidente de la Liga, respondieron con
una muy amable esquela aceptando y enviando al propio tiempo una precisa
licorera, que enriqueció la serie de regalos que los novios recibieron
en aquellos días. D.ª Carolina los había colocado todos en un gabinete
de la casa en medio de una bonita decoración de percalina para que
hiciesen más impresión. Había muchos y muy lindos, pero entre todos
predominaba una rica colección de barómetros y termómetros de todas
formas y tamaños. Los amigos habían comprendido, con admirable instinto,
que nada puede interesar tanto a unos recién casados como la observación
atenta de los fenómenos meteorológicos.
El primer domingo de Agosto amaneció tan espléndido, tan claro y
caliente como casi todos sus colegas del estío en Madrid. Los asistentes
a las primeras misas en la iglesia de Santiago pudieron ver en una de
las capillas laterales a un joven correctamente vestido de negro hincado
delante de un confesonario. Nada tenía de particular. Pero en el
confesonario de enfrente había una joven también vestida de negro con la
cara pegada a la ventanilla. Esto era ya grave. Así lo entendieron los
fieles, y por eso, pecando contra el tercer mandamiento, no les quitaron
ojo mientras duró la confesión.
El cura tenía abrazado al joven, de suerte que los asistentes no podían
observar más que sus piernas, que no decían nada. Pero la joven dejaba
ver un cacho de mejilla, y este cacho de mejilla, por lo suave, por lo
terso, por lo sonrosado, interesaba profundamente al auditorio, y muy
especialmente al monaguillo que ayudaba a la misa.
«Son unos novios,» se dijeron los fieles rebosando de curiosidad y
penetración. En efecto, eran ellos, la fresca y simpática Carlota y el
venturoso Mario.
Después de la ceremonia y de tomar chocolate en la morada de D.
Pantaleón, trasladaronse los recién casados y su cortejo en dos grandes
ómnibus a los Viveros. Los Viveros guardan entre las filas de sus
árboles enanos y bajo sus cenadores rústicos toda la poesía del comercio
madrileño. Los gremios expresan allí en los días festivos que no son
insensibles al encanto misterioso de la Naturaleza ni ajenos a las
dulces emociones del campo. Como testimonios mudos pero elocuentes de
este fondo poético que algunos pretenden negar, suelen verse bajo los
frescos emparrados, donde la luz se cierne mansa y dormida, o sobre el
fino tapiz de la yerba, entre setos de boj y cinamomo, algunas cabezas
de sardina y no pocos residuos de huevos cocidos.
El Sr. Sánchez, que a pesar de su temperamento meditabundo y soñador no
olvidaba ningún pormenor interesante, había contratado el día antes un
piano mecánico. No fue obstáculo el calor para que aquella juventud
florida se pusiese inmediatamente a bailar con frenesí. Un caballero
tuvo la ocurrencia de quitarse la levita; los demás le imitaron. Se
bailó en mangas de camisa, con esa grata familiaridad que caracteriza a
los hombres de negocios en momentos de alegría. Así y todo, se sudaba
como en los primeros días de la creación. Las mejillas de las damas
echaban fuego. ¡Ah, si pudieran utilizar el hielo que envolvía en aquel
instante el corazón del violinista del café del Siglo, qué bien se
refrescarían!
A fuerza de inteligencia y diplomacia había logrado Timoteo que D.ª
Carolina le invitase a la boda. Por cierto que este rasgo de generosidad
le valió un disgusto. Su hija menor armó la de San Quintín al enterarse,
profiriendo tan pesadas palabras que la buena señora se vio necesitada a
zanjar la cuestión por el método usual, con un par de pellizcos. La niña
puso el grito en el cielo. Y en estas simpáticas disposiciones hacia el
violinista fue a la boda de su hermana. ¡Qué había de suceder! Un
desastre. A la primer coyuntura aquellos dos pellizcos se los aplicó en
el alma al causante de todo.
--Presentacioncita, ¿me haría usted el honor de bailar conmigo esta
polka?
--Gracias, no bailo.
Pocos instantes después llega otro joven y le hace la misma invitación.
Presentación vacila un momento, mira de reojo al violinista, sonríe
maliciosamente y se deja arrastrar al baile por tal odiosísimo sujeto, a
quien desde aquel punto dedica Timoteo toda la hiel que elabora su
organismo.
Este ser repugnante y abyecto, llamado Grass, dedicaba las horas en que
no medita o ejecuta alguna acción vergonzosa, a llevar los libros de
comercio en dos camiserías de la calle del Príncipe. De aquí que
pretendiese eclipsar a todos los demás por el brillo y la forma de su
cuello a la marinera y por el esplendor de la corbata de raso azul con
lunares blancos. Timoteo sentía la superioridad de Grass en este punto,
pero antes le hicieran rajas que confesarlo.
Presentación era, con mucho, la más linda de las niñas que la industria
y el comercio habían enviado a la boda de Mario. Por eso todos los
jóvenes le bailaban el agua, acudían a servirla y festejarla como un
tropel de esclavos. Quién solicitaba humildemente la honra de tener por
su abanico, quién extendía la levita sobre la yerba para que se sentase;
los unos corrían a buscarle un vaso de agua cuando tenía sed y se lo
presentaban con azucarillo y gotas de azahar, o con anís o con jarabe de
grosella, para que eligiese; los otros se consideraban felices con que
de lejos les enviase una ligera sonrisa. Con esto la niña, que había
mostrado siempre marcada inclinación a las pompas mundanas, se puso
insufrible. Parecía una sultana cruel y despótica. A fuerza de ver
inmediatamente obedecidos sus caprichos, ni sabía ella misma lo que
quería. Tan pronto llamaba a un mancebo y le permitía sentarse a sus
pies y le escuchaba y le miraba amablemente, como le arrojaba con ademán
feroz y viento fresco. Unas veces exigía que le contasen algo, otras les
obligaba a permanecer inmóviles y silenciosos. Fortuna fue que no se le
ocurrierra mandar ahorcar de un árbol a Timoteo, porque en el estado en
que se hallaban los espíritus, ¡quién sabe lo que sucedería!
Pero el que logró presto sobreponerse a sus colegas y fijar la atención
de la bella fue Grass. Y esto no sólo por el prestigio de su corbata,
sino porque además era hombre de iniciativa y ocurrente. Cada una de sus
frases, un poema de gracia. Cuando tenía que referirse a su propia
cabeza, la llamaba «la calabaza.» «Yo conocí en Sevilla una
señora--decía--que comía por la boca.»
Poseía asimismo una imaginación fecunda y audaz para toda clase de
farsas divertidas y talento especial para imitar la voz, el gesto y el
modo de andar de cualquier persona. Corría y brincaba con agilidad
pasmosa, a pesar de su obesidad bien pronunciada. Cantaba con voz de
tiple, de tenor, de barítono y bajo, y se sabía que proyectaba figuras
en la pared con la sombra de las manos de modo maravilloso. Finalmente,
era un prestidigitador consumado. A ruego de varias muchachas, hizo
algunos juegos de manos que produjeron entusiasmo en los invitados.
Claro está que para efectuarlos necesitaba ayudantes. Grass los elegía
entre las jóvenes más lindas. Y aunque todas le servían con agrado y
diligencia, se distinguía particularmente por su entusiasmo
Presentación. ¡Las diabluras que aquel hombre festivo llevó a cabo con
ella, sacándole monedas del pelo, de las narices, del cuello!...
¡Timoteo ansiaba beber su sangre!
A las once, poco más o menos, hizo su entrada triunfal en el Vivero la
familia del presidente de la Liga de Productores. En cuanto se tuvo
noticia de que un carruaje estaba a la puerta, la mayor parte de los
invitados abandonaron los placeres y corrieron hacia allá, deseando
hacer ostensible su amistad con personas tan distinguidas, que hacían
viso en la sociedad madrileña y tenían carruaje propio. Venían el
presidente, su esposa y dos hijas. El Sr. Corneta tenía la misma
elegante figura que un carnicero en día de fiesta. Pequeño, obeso,
colorado, con gabán muy largo, las enormes manos aprisionadas por
guantes de color de sangre. Llevaba la cabeza echada hacia atrás y
hablaba a gritos. Los millones, la Liga, la fábrica de ladrillo
refractario, todo le salía de una vez a la cara, pugnando por arrojarse
sobre los infelices que se le acercaban y aplastarlos. ¡Qué modo de
tender la mano mirando hacia otro lado! ¡Qué voz ruda e impertinente
para saludar de lejos! Imposible imaginarse una superioridad más
protectora. Y, sin embargo, mucho más protectoras aún las miradas, las
sonrisas y los saludos de su amable esposa e hijas. Era el juicio final.
Los dos pimpollos vestían con pintoresca elegancia, y la mamá, a pesar
de sus años, no les iba en zaga. Ni feas ni bonitas, pero majestuosas;
con esa calma imponente que presta a los seres superiores la conciencia
de su gloria. Las tres venían provistas de sendos impertinentes, con los
cuales empezaron inmediatamente a llevar a cabo atentas y concienzudas
observaciones sobre los invitados, como el naturalista que estudia al
microscopio la figura y los movimientos de algunos infusorios.
Naturalmente, bajo el poder de esta mirada investigadora, las niñas del
comercio se ruborizaron y los jóvenes dependientes no sabían dónde poner
los pies ni las manos, sobre todo las manos.
--¿No viene Juanito?--preguntó no se sabe quién.
--¡Oh, Juanito!
Las tres damas cayeron al escuchar tal pregunta en un acceso de alegría
que les impidió responder, aunque sin interrumpir por eso el estudio
microscópico de aquellos curiosos seres.
--Juanito no acostumbra a levantarse a estas horas--dijo al cabo una de
ellas.
«¡A estas horas! ¡Las once de la mañana! ¡Qué elegancia! ¡qué
distinción!» pensaban los dependientes a quienes el hado adverso
obligaba a levantarse de la cama a las seis todos los días.
La familia Corneta fue conducida en triunfo hacia uno de los cenadores,
donde Mario y su esposa fueron agasajados por ellos con algunas frases
amabilísimas, de las cuales tanto D.ª Carolina como su digno esposo D.
Pantaleón conservaron por mucho tiempo vivo recuerdo.
Nadie osaría poner en duda entre los convidados la inmensa superioridad
de las señoritas de Corneta en cuanto a brillo aristocrático y gracia
protectora. Sobre todo permaneciendo calladas tales cualidades
adquirían maravilloso relieve. Cuando tomaban la palabra quizá algún
crítico escrupuloso pusiera reparos a la voz bronca un poco aguardentosa
de la menor y a las frases libres y a los ademanes harto sueltos y
descocados de la mayor. Tal vez le arrastrase su espíritu analítico a
encontrar algún vago parecido entre estas distinguidas señoritas y las
jóvenes que comercian con churros y buñuelos en los parajes excéntricos
de la población. Y ¡quién sabe! una vez puesto el pie en el camino de la
investigación, es posible que llegara a explicar este fenómeno por las
leyes de la evolución, viendo en él la supervivencia o degeneración
patológica de las aptitudes orgánicas de su abuela, que freía y vendía
tales comestibles cerca de la puerta de Segovia. Pero como en aquella
florida juventud comercial no imperaban los procedimientos analíticos,
se aceptaron sin controversia alguna el señorío y los privilegios de las
citadas señoritas y se las colocó en el cenador en unión de sus papás
como dioses mayores, a quienes D.ª Carolina y D. Pantaleón y algunas
otras personas de edad asistían como dioses menores.
Por esta razón y porque nadie podía disputar a Presentación el premio de
la belleza, aquélla continuó imperando despóticamente entre los jóvenes
invitados. Su caballero era siempre el odioso Grass, como observaba cada
vez con mayor encono Timoteo. Pero de vez en cuando dirigía intensas
miradas del lado de Godofredo Llot. Esto no lo observaba Timoteo. Aquel
piadoso joven apenas si osaba corresponder levantando de vez en cuando
hacia ella sus ojos místicos. La mayor parte del tiempo parecía no
advertir la honrosa atención de que era objeto, embargado sin duda por
los graves pensamientos ascéticos que continuamente ocupaban su mente.
Después de almorzar, bastante después, cerca ya de las cuatro de la
tarde, apareció a lo lejos la silueta elegantísima del primogénito del
Sr. Corneta. Se acercó sonriente, benigno, y todos pudieron admirar sus
botas de gamuza, el pantalón de punto con botoncitos de nácar a los
lados y la preciosa americana de franela que ceñía su talle. Este arreo
campestre y el látigo con que venía azotando suavemente las ramas de los
arbustos demostraba que había llegado a caballo. Los jóvenes
dependientes, al verle, quedaron petrificados de respeto y admiración.
Juanito era miembro del club de los Salvajes, y en calidad de tal solía
ponerse el frac todas las noches; tenía queridas, caballos, desafíos y
deudas, y pronunciaba mal las erres. A pesar de esto, hay que confesar
que en aquella ocasión no abusó demasiado del prestigio y la gloria que
el cielo había derramado próvidamente sobre él. Saludó al concurso con
impensada afabilidad, llevándose dos o tres veces el látigo a las
narices, y dijo con voz bastante clara que se alegraba de encontrarse
entre tantas chicas bonitas; así; palabras textuales. Naturalmente, las
jóvenes, al escuchar tan favorable sentencia, temblaron de gozo, se
ruborizaron hasta las orejas y la guardaron en el fondo de su corazón
como recuerdo de aquella dichosa tarde. Juanito estaba dotado de mil
preciosas cualidades que saltaban a la vista; pero la que realmente le
caracterizaba era la languidez. Imposible imaginarse nada más lánguido
que este glorioso joven. Cuando hablaba, cuando sonreía, cuando se
atusaba el bigote, cuando se estiraba las piernas, una irresistible
languidez resplandecía debajo de estos actos vulgares.
Presentación no pudo resistirla. Se encontró subyugada desde el primer
momento. En cuanto el joven Corneta, dando pruebas de buen gusto, se
acercó a ella y le hizo el honor de dirigirle algunas palabras galantes,
¡adiós Grass! ¡adiós Godofredo también! Aquellos lindos ojos maliciosos
ya no tuvieron miradas sino para Corneta; aquella fresca boca movible
sólo para él formó sonrisas.
Timoteo observó esto con mezcla de dolor y satisfacción. Le apenaba el
entusiasmo de su ídolo por el sietemesino; pero la derrota de Grass le
llenaba de regocijo. Y en la expansión de su alegría amarga no pudo
menos de acercarse al grupo donde aquel despreciable personaje se
empeñaba todavía en imponerse a la atención por medio de sus ridículos
juegos de manos. No trascurrieron dos minutos sin que le dirigiese una
pulla de mal gusto. Grass no hizo caso. Volvió a la carga con otra:
tampoco el catalán se dio por ofendido. Era hombre de buena pasta y
amigo de las bromas. Mas el violinista llegó a ponerse tan agresivo, que
al fin no pudo menos de decirle seriamente, suspendiendo su juego:
--Oiga usted, amigo, ruego a usted que sea más comedido en las bromas;
de otro modo, me parece que no vamos a parar bien.
Timoteo sonrió ferozmente. Y sin tomar nota de esta severa advertencia,
al poco rato volvió a las reticencias y sarcasmos; de tal suerte que
Grass perdió al cabo la paciencia. Ciego de ira alzó la mano... y el
dulce sosiego del bosque fue turbado por una estrepitosa bofetada.
Veinte manos vinieron instantáneamente a sujetarle. Otras tantas lo
menos acudieron a contener a Timoteo. Formáronse dos grupos a respetable
distancia el uno del otro. Y donde todo era antes alegría y expansión
reinó súbito silencio lúgubre y amenazador. Los de un grupo trataban
confidencialmente de convencer a Grass de que no era sensato ofenderse
por las palabras de un badulaque como Timoteo. Los del grupo de éste le
persuadían de que una bofetada no tenía valor alguno cuando la daba un
ser tan insignificante como Grass. Todos por acuerdo tácito hablaban en
falsete. No se oía más que un murmullo suave como el de un confesonario.
Pero la voz fuerte, estridente de Timoteo rompía de vez en cuando aquel
silencio.
--¡Lo que yo quiero saber es por qué me pega a mí ese tío gordo!
¡Chis! ¡chis! Un gran siseo sumergía y apagaba aquel grito interrogante.
Reinaba otra vez el silencio. Pero cuando parecía que todo iba a quedar
sofocado se oía otra vez a Timoteo que desde el centro clamaba con voz
agria:
--¡Es que yo deseo saber por qué me pega a mí ese tío gordo!
Al cabo estas preguntas peligrosas se fueron atenuando; se hicieron más
raras y débiles. Poco después aquella sociedad bulliciosa volvía con
ansia a los recreos inocentes.
No faltaron los brindis ni las improvisaciones poéticas, ni el joven que
canta a la guitarra con poca afinación y mucha gracia unas coplitas
picantes, ni la niña de seis u ocho años que en esta clase de
solemnidades recita siempre, comiéndose la mitad de las sílabas, un
monólogo de comedia. Don Dionisio Oliveros leyó un largo epitalamio en
tercetos, que pudo escribir, según confesó, robando a duras penas
algunos momentos a sus abrumadoras tareas poéticas, entre el tercero y
el cuarto acto de un drama. Romadonga gozaba de todo paseando su mirada
serena por los circunstantes, en particular por el sexo femenino,
recorriendo los grupos y dejando en cada uno testimonios de su gracia y
amabilidad. Al contrario de los jóvenes del comercio que gustaban de
vocear, don Laureano lo hacía y lo decía todo con sordina. No se le
sentía cuando profería suavemente alguna frase galante que conmovía y
ruborizaba a las doncellitas o hacía soltar alegres carcajadas a las
matronas. Placíanle, sobre todo, los apartes, las conferencias íntimas.
A pesar de los años, sus ojos, a la vez desvergonzados y respetuosos,
dulces y chispeantes, fascinaban a las damas. Todas se hacían lenguas de
él y le pregonaban como uno de los hombres más agradables que hubiesen
conocido en su vida.
Después de varias tentativas había logrado tener un aparte con la novia.
Allá lejos, al pie de un árbol, charlaban los dos animadamente; él
inclinando su gran torso para ponerse a la altura de ella, en actitud
insinuante; ella risueña y tan roja como una amapola.
Miguel Rivera, que paseaba con Mario, había mirado dos o tres veces con
inquietud hacia allá. Al fin, no pudiendo contenerse, exclamó:
--Mira, chico, haz el favor de llamar a tu mujer, porque ese bandido de
Romadonga debe de estar diciéndole alguna desvergüenza.
Mario se apresuró a cumplir el encargo, con gran satisfacción de la
pobre Carlota, que estaba en brasas. Don Laureano, sin darse por
ofendido, se fue deslizando pian piano hacia otro grupo.
En este momento crítico de la jira campestre se efectuó en el Vivero de
Migas Calientes un suceso insignificante en la apariencia, realmente de
una trascendencia tan grande que sólo otros tiempos y otras generaciones
podrán medir por completo su alcance. En la historia del género humano
suele presentarse cuando menos se espera uno de esos fenómenos
humildísimos que determinan por la fuerza portentosa y oculta que
consigo traen cambios radicales, trastornos inmensos en la esfera
científica y más tarde en la vida de los pueblos. Un día Newton, sentado
a la sombra de un pomar, ve caer una manzana. La caída de aquella
manzana le sugiere una idea. Se descubre la teoría de la gravitación.
Otro día Watt ve hervir un puchero. Observa cómo la tapa se levanta.
Medita sobre este hecho vulgarísimo. Se descubre la máquina de vapor.
Otro, cae por casualidad en manos de Carlos Darwin el libro de Malthus
sobre el _principio de la población_. La idea de la selección natural se
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