El origen del pensamiento - 06

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antiguo jefe Oliveros le había advertido que el director no estaba
satisfecho de él. La culpa no era de Carlota, como pudiera presumirse.
Al contrario, su mujer tenía buen cuidado de recordarle la hora, ponerle
el almuerzo y la ropa a punto para que no se retrasase. Pero aquella
bendita afición a modelar el barro enajenaba sus sentidos. Cuando tenía
entre manos una obra que le agradase, o no iba al ministerio, o iba
tarde. La casa estaba llena ya de adornos esculturales: cabezas, brazos,
torsos, andaban diseminados sobre las mesas y cómodas o colgados de la
pared. Carlota sentía un desprecio profundo hacia estos cachivaches
aunque se abstenía de manifestarlo abiertamente por miedo de disgustar a
su marido. Pero cuando se quedaba sola y tenía que sacudirles el polvo,
en la displicencia con que empuñaba el plumero y en el gesto desabrido
con que tarareaba cualquier cancioncilla de zarzuela se advertía
perfectamente que el arte de Fidias no había logrado apoderarse de su
alma.
Mario fue un lunes algo tarde a la oficina, como de costumbre. En el
despacho, a más de la de él, que era el jefe, había otras tres mesas
para los oficiales. Éstos no levantaron la cabeza cuando entró, ni menos
le recibieron con las alegres chanzas que usaban de continuo, pues
nuestro joven era muy estimado de sus subordinados, por su tolerancia.
Aquel silencio lúgubre le sorprendió un poco. Avanzó hasta su mesa y vio
encima de la carpeta un pliego cerrado con el sobre escrito a su
nombre. Lo abrió con mano trémula, presintiendo su contenido. En efecto,
era la cesantía. Quedó un instante suspenso y pálido; pero, reponiéndose
en seguida, exclamó con alegre semblante:
--¡Caballeros, ya no soy jefe de ustedes!
--Lo habíamos comprendido--dijo uno tristemente.
Y todos a la vez se alzaron de la silla y vinieron a él, expresando su
disgusto con afectuosas palabras. Mario hizo de tripas corazón. Se
mostró tranquilo, risueño; hasta se autorizó algunas bromitas. Pero
cuando después de despedirse cariñosamente salió a la calle, pensó que
el mundo se le venía encima, sintió su corazón atravesado por vivo dolor
y casi se le doblaron las piernas. No se daba razón de tanta congoja.
Era un contratiempo, no una desgracia. Sin embargo, algo lloraba allá en
el fondo de su alma, la ruina de su felicidad.
No quiso ir a casa directamente. Necesitaba refrescar la cabeza,
coordinar las ideas, pensar en algo que pudiera contrarrestar aquel
golpe. Paseó algún tiempo entre calles: al cabo, rendido moral y
físicamente, entró en el café Suizo y pidió una botella de cerveza. Allá
en un rincón, formando tertulia con algunos señores graves, vio a su
amigo Romadonga, que le dirigió un cariñoso saludo con la mano. Poco
después, aburrido de la conversación, o quizá por su característica
necesidad de variar de compañía, se vino hacia él con su paso silencioso
de gato, balanceando gentilmente el torso.
--¿Qué hay, hombre feliz?--dijo sentándose enfrente.--A nadie envidio
hoy en Madrid más que a usted. ¡Qué buenos ratitos! ¿eh?
Mario, a quien molestaban muchísimo las bromas cínicas de D. Laureano,
hizo un esfuerzo penoso para sonreír y no contestó.
--La verdad es, querido Costa, que en nuestra corta y miserable
existencia sólo hay un punto luminoso, un oasis ameno, la mujer.
Chupó en silencio y con placer su cigarro habano, cerró los ojos, como
para mirar el pasado, y prosiguió:
--Ríase usted de la caza, de la música, de los viajes, de todos los
placeres en general. Los he gustado todos. No valen la pena de
molestarse. El único que tiene sabor exquisito, delicado, embriagador,
es la mujer... Mejor dicho, las mujeres, si es que usted no se
ofende.... ¡Las mujeres! ¡muchas mujeres!... Unas por uno, otras por
otro, casi todas merecen ser amadas. La que no tiene el rostro bonito,
tiene un cuerpo escultural; si la mano es fea, el pie es un primor...
¡Usted no ha escogido mal, picarillo!... Carlota no tiene las facciones
correctas de su hermana, pero es una estatua. Mejor que yo lo sabrá
usted. Delgada de talle y ancha de caderas, la cabeza graciosa y bien
plantada, el pecho alto, firme, valiente...
Mario estaba en brasas. Al llegar aquí no pudo reprimir un gesto de
disgusto. Don Laureano lo observó, y soltando la carcajada y poniéndole
una mano sobre el hombro, exclamó:
--Pero ¡qué empeño tienen ustedes los maridos en que nadie admire a sus
mujeres! ¿Por qué? Yo imagino que debiera ser lo contrario. La
convicción de que sólo ustedes son poseedores de sus encantos y que los
demás nos morimos de envidia, debiera ser para ustedes un manantial de
goces. ¿Te gusta mi mujer, eh? Pues contempla y rabia. Nada más
agradable. Ahora también debo de advertirle que yo no serviría para
marido. Una sola mujer me aburre pronto. La misma Carlota, a pesar de
ser tan escultural, pienso que llegaría a cansarme. Es cuestión de
organismo. El mío pide la variedad. A otros les basta la unidad...
Entre el hondo pesar que le embargaba y aquellas palabras desvergonzadas
que le herían como latigazos, el pobre Mario no podía disimular ya más.
Su rostro se iba poniendo sombrío por momentos. Tanto que Romadonga,
aunque no solía fijarse en el semblante de sus amigos, concluyó por
preguntarle:
--¿Qué tiene usted? Me parece que está usted preocupado.
Mario lo negó.
--Vamos, algún disgustillo matrimonial. ¡La ley, querido, la ley! Si el
matrimonio no fuese más que el placer, ¿quién no se casaría? Pero
entiendo que ante todo es sacrificio y que sólo conviene a los hombres
virtuosos. Por eso yo, que no me tengo por tal, he renunciado a sus
placeres como a sus dolores. Es el estado más decoroso, más noble, no lo
niego; pero a las naturalezas egoístas y sensuales como la mía (según
dice Godofredo Llot) les va mejor el celibato. Tiene también sus
quiebras; el hombre jamás puede ser feliz por completo. Los solteros no
tenemos quien nos repase los calcetines ni quien nos enfríe el caldo al
lado de la cama cuando estamos constipados; pero en cambio hay otras
ventajillas, y bien pesadas las de uno y otro estado, me parece que
nosotros no llevamos la peor parte.
Volvió a chupar el cigarro entornando un poco los párpados. Una sonrisa
feliz se esparcía por su rostro correcto y expresivo. Cuando exponía sus
teorías acerca del matrimonio solía hacerlo con moderación: no quería
ofender a nadie. Pero allá en su fuero interno diputaba a los casados
por unos mentecatos que habían venido a hacer el _primo_ a la
existencia. No se hartaba de felicitarse a sí propio de haber tenido
bastante habilidad para no haber caído en la red.
--Amigo Romadonga, por esta vez se ha equivocado usted. No hay tal
disgusto matrimonial--dijo resueltamente Mario.
--Me alegro, me alegro muchísimo. Ojalá no haya entre ustedes jamás
motivo de discordia--repuso Matusalem con amabilidad.
Pero en su afable sonrisa se advertía un leve matiz de duda, algo que
decía: «Si no han venido aún las reyertas, vendrán, querido, no lo dude
usted.»
--Le confieso que tengo un disgusto, pero es de orden más inferior y más
soportable. Acabo de saber que he quedado cesante.
Romadonga se mostró sorprendido. Después procuró poner la cara triste
adaptándose a las circunstancias. Quiso enterarse de los pormenores.
--¡Bah! Yo creo que eso se arreglará. No se apure usted. Su papá tenía
muy buenas relaciones. En cuanto los amigos se enteren, será usted
repuesto. ¿Y no ha habido razón alguna para esa cesantía? ¿Ha tenido
usted algún choque con los jefes?
Mario confesó avergonzado que desde hacía algún tiempo no asistía a la
oficina con la asiduidad que antes.
--...Qué quiere usted, me ha vuelto otra vez la manía de modelar en
barro. Cuando tengo entre manos alguna figura que me interesa no me
acuerdo de nada. Comprendo que hago mal, ¡pero se pasan tan buenos
ratos!
Romadonga le miró risueño, embelesado, con su acostumbrada benevolencia
para todas las locuras.
--¡Bravo! Es usted un hombre original. No deja de tener gracia eso de
perder un empleo por hacer figuras de barro. Comprendo que usted se
arruinara por mujeres de carne y hueso... pero por muchachas de barro o
de mármol, eso, francamente, excede para mí los límites de lo
comprensible.
Pocos momentos después nació en su espíritu la sospecha aterradora de
que la conversación empezaba a aburrirle. Apresurose a levantarse, y
dando algunas palmaditas amicales a su amigo en el hombro y deseándole
que se arreglase pronto el asunto, se alejó balanceando su figura
distinguida, como los perros cuando ya no hay terrones de azúcar que
ofrecerles.


VII

No se arruinaría él, no, por mujeres de mármol. Tampoco por las de carne
y hueso, aunque lo comprendiese mejor. Hasta entonces al menos ninguna
había logrado tomar de su bolsillo más que lo que en cuenta corriente
había destinado a este ramo exquisito de sus placeres. A fuerza de
experiencia y de cálculo, cuando emprendía alguna nueva conquista, sabía
de antemano lo que iba a costarle; trazaba su presupuesto con la
exactitud de un experto maestro de obras.
El de la pobre Concha, la hermosa chula que hacía algunos meses había
conocido en el café del Siglo, fue de los más modestos que en su
carrera galante había formado.
--Estas chicas populares son el género más barato, y no por eso menos
sabroso--solía decir a sus amiguitos del café.
--Supongo, D. Laureano--replicaba alguno,--que el más caro será el de
las entretenidas de alto rango.
--Tampoco. Las más caras de todas son las mujeres ricas--manifestaba
profundamente aquel hombre ingenioso y erudito, para quien la naturaleza
femenina no guardaba secreto alguno.
El cerco de Concha siguió las mismas vicisitudes que el de todas las
plazas de este orden. Sin embargo, la hija del sillero, aunque inocente
y simple como humilde menestrala, tenía un genio impetuoso, arrebatado,
que en más de una ocasión estuvo a punto de dar al traste con los
proyectos de D. Laureano, quien procedía con tiento, con la habilidad
suprema que había logrado adquirir en cuarenta años de práctica. Un
bloqueo prudentísimo primero, intimando poco a poco, acercándose
algunos ratos a la mesa y cambiando con la chula bromitas más o menos
picantes. Después, un día, con pretexto de que llevaba el mismo camino,
les acompañó de noche hasta cerca de su casa. Estos acompañamientos se
hicieron frecuentes. Otro día les trajo butacas para uno de los teatros
por horas. Más tarde les facilitó entradas para las exposiciones, y
sabiendo lo aficionado que era el sillero a los toros, fingiéndose
ocupado, más de la mitad de los domingos le daba el billete de su abono.
Finalmente entró en la casa.
Romadonga era hombre flexible y dúctil hasta un grado increíble. Con el
mismo aplomo entraba en la casa de un grande de España que en la de un
menestral. En todas partes desplegaba la misma franqueza cordial, un
buen humor y una gracia que hacía apetecer su compañía. Necesitaba
pretexto para visitar a menudo la pobre vivienda de Concha. Hallolo en
la ignorancia supina de ésta. La infeliz no sabía siquiera leer y
escribir. Romadonga, lleno de celo pedagógico, se brindó a enseñarla en
poco tiempo. Y todos los días sin faltar uno pasaba una hora o más
haciéndole combinar letras y sílabas
(_ma-ña-na-ba-ja-ra-cha-fa-lla-da-la-pa-ca-ta-ra-ga-sa-lla-da_) o seguir
con mano inexperta los trazos de un curso de escritura inglesa.
Cuando la vio medianamente impuesta en estas materias no por eso se
apagó su ardor instructivo. Prosiguió su obra civilizadora con creciente
entusiasmo. Y determinó iniciarla en los misterios de la Geografía
enseñándole cuántas son las partes del mundo y las capitales de los
principales países, y con más interés aún en la Historia sagrada,
haciéndole aprender de memoria las grandes vicisitudes por que pasó el
pueblo de Dios antes de la venida de Nuestro Señor Jesucristo.
En el café del Siglo se tenía noticia de estos cursos instructivos. Se
le embromaba con ellos, se comentaban con gracia por toda la tertulia.
Pero en aquellas bromas el que marchaba delante y brillaba por su
procacidad era él mismo.
--¿Qué tal, D. Laureano, se va instruyendo la niña?
--Admirablemente. Tiene disposiciones asombrosas, sobre todo para la
geografía política. Conoce al dedillo todas las capitales del mundo.
Ayer, porque se le olvidó la de Venezuela, lloró como una Magdalena y se
tiró de los cabellos.
--¿Y en Historia sagrada?
--Tampoco marcha mal. Tiene una memoria envidiable. Se sabe sin borrar
un punto ya desde la creación hasta Abraham. Ahora se está aprendiendo
desde Abraham hasta Moisés.
Y a los pocos días, si no le embromaban, él mismo tomaba la iniciativa.
--¡Estoy maravillado! Hoy me relató Concha desde Moisés hasta el
cautiverio de Babilonia sin errar un punto.
--Bueno; ¿y el amor cómo marcha?--preguntó uno.
--Eso es clase de adorno. Se deja para lo último--repuso con amable y
cínica sonrisa el viejo elegante.
¡Pobre Concha! ¡Qué ajena estaba de que aquel caballero tan fino, tan
suave, tan delicado, hacía escarnio de su inocencia en la mesa del
café!
Poco a poco se había ido interesando. Don Laureano era viejo (mucho más
de lo que ella suponía, por supuesto), pero conservaba gallarda figura,
un aire distinguido y varonil que a cualquier mujer podía impresionar;
mejor todavía a una humilde hija del pueblo que no había tratado más que
con hombres zafios y mal vestidos. Aquel señor tan pulcro despedía un
vaho de elegancia que despertaba el instinto del arte y la belleza que
en toda naturaleza femenina reside. El perfume de sus pañuelos la
embriagaba, deslumbrábale el brillo de sus joyas, y las palabras
lisonjeras, insinuantes, con que la envolvía sin cesar arrullaban
dulcemente su corazón virginal.
Según trascurría el tiempo iba perdiendo paulatinamente aquel humor
chancero. Se había hecho más grave, más reservada y tímida. Creció
asimismo su susceptibilidad hasta lo indecible. Cualquier broma de
Romadonga la interpretaba en el peor sentido, retorcía sus frases más
sencillas, queriendo ver en ellas algún signo de desprecio. Y con el
temperamento impetuoso de que estaba dotada, cuando menos podía
esperarse armaba una gresca de dos mil diablos, le cubría de dicterios y
le arrojaba de su presencia. D. Laureano no parecía disgustado con esta
nueva fase de su conquista, aunque se dilatase más de lo que había
imaginado. En esta materia había llegado a un sibaritismo refinado. Sólo
tenía valor para él lo que costaba trabajo. Sin impaciencia ni inquietud
esperaba alegremente que la naranja estuviese madura para sacudir el
árbol y hacerla caer en su seno.
Para lograr este dulce desenlace apelaba a los medios que los galanes
han usado siempre en tales casos; los mismos que Ovidio recomendaba en
su _arte amatoria_. Solía llevarle regalitos de poco valor, un abanico,
un dedal, peinetas para el cabello, etc. La niña los aceptaba con
regocijo y gratitud. Cierto día el experto seductor quiso dar un avance.
Se fue a una joyería y compró una sortija con tres brillantitos en forma
de trébol: total sesenta duros. La hermosa chula también aceptó este
regalo con un gozo que le hizo prorrumpir en exclamaciones. Aquella
tarde estuvo amabilísima y jovial como nunca. Mas he aquí que a la
tarde siguiente la decoración había cambiado por completo. Quizá alguna
amiga o conocida, al ver la sortija, le había hecho comprender lo que
significaba, le habría dirigido pérfidas insinuaciones. Lo cierto es que
D. Laureano halló a su ninfa con un semblante más negro y temeroso que
nube de galerna. Antes de cinco minutos estalló la tormenta. Gritó,
pateó, le arrojó la sortija a los pies y con ella todos los regalos que
le había hecho antes. ¿Qué se había creído el tío silbante? ¿que ella
era una tal y una cual? ¡Anda, que se había llevado buen chasco!
Sortijitas a ella, ¿eh? Ya vería lo que lograba con sus alhajas...
Romadonga aguantó a pie firme y con bastante calma el chubasco. Luego
procuró calmarla con sofística dialéctica que hizo poca mella en su
ánimo irritado. Al fin, por sí misma se fue serenando y se avino a
volverle a su gracia con tal que se llevase todos los regalos que le
había hecho y le jurase solemnemente no traerle más.
D. Laureano cargó con todos aquellos chirimbolos. Por la noche decía en
el café, chupando con delicia un cigarro habano:
--No hay nada en el mundo como una chula de Lavapiés. Estoy hechizado
con mi Conchilla. Ni la mitad del presupuesto voy a invertir. El que
tenga la suerte de embarcarse en una de estas fragatas, puede viajar
hasta el fin del universo con tres pesetas.
Con razón lo pudo decir, pues a los pocos días había logrado rendirla.
La pobre Concha cayó en sus brazos por generosa y amante, no por
interesada.
Fue una luna de miel. Romadonga, en la alegría de su conquista, se dejó
arrastrar a mil delicadas atenciones, demostrando cerca de ella una
asiduidad que rara vez había tenido con otras. Iba a su casa dos o tres
veces al día; apenas salía de allí. De noche la acompañaba paseando por
las calles más extraviadas, donde tuviera seguridad de no tropezar a
algún conocido. Los domingos solía llevarla en coche a cualquier
pueblecito próximo; merendaban, bebían lo bastante para ponerse alegres
y regresaban con las mejillas rojas, diciéndose mil disparates
deliciosos. Hasta se aventuró varias veces a llevarla a un palco segundo
en el teatro y a permanecer allí metido detrás de las cortinas. Se
comprendía que aquel triunfo de última hora halagaba su amor propio, le
enajenaba de gozo.
Pero aunque ambos hacían esfuerzos de habilidad para engañar al sillero,
guardándose cuanto podían, inventando mil pretextos explicativos para
sus actos, el padre no pudo menos de advertir el nuevo género de
relaciones que entre ellos existía. El señor Ángel era un buen hombre,
hábil en su oficio y de sentimientos honrados, pero extremadamente
pusilánime. Cuando se hizo cargo de lo que pasaba, se entristeció
profundamente, mostrose serio lo mismo con su hija que con D. Laureano,
andaba cabizbajo y mudo por la casa; pero no se atrevió a adoptar una
resolución enérgica. Tan sólo una vez dijo a Concha que no le parecía
bien la confianza que había tomado con Romadonga. La chica rechazó con
indignación la malévola sospecha que había debajo de sus palabras, se
encrespó de tal manera que el pobre no volvió a entrar en
explicaciones.
Se retrajo de la compañía de sus amigos. Andaba avergonzado, siempre
temiendo que le echaran en cara aquella indecente complacencia. Y así
fue. Un día, en la taberna, se lo dijeron bien clarito.
--No eres hombre si no echas al viejo de tu casa.
No, no era hombre para hacerlo el infeliz. Se avergonzó, lloró y quiso
retirarse. Pero un amigo le dijo:
--No te amilanes, Ángel. Si no te atreves a armarle bronca al tío,
bébete unas copitas de más y le echas por el balcón.
El sillero hizo caso del consejo. Se atracó de vino, y cuando estuvo
hecho una cuba se fue para su casa dando tumbos, diciendo a voces que
iba a sentar las costuras a un caballero.
Romadonga estaba allí como de costumbre. El sillero se le plantó delante
con los brazos cruzados y le escupió más que le dijo:
--¿Y usted qué hace aquí, vamos a ver?
--¿Yo?...
--Sí, usted...
Y descomponiéndose de pronto comenzó a vociferar bárbaramente, a
proferir blasfemias y amenazas que hacían retemblar la casa. Concha
corrió a refugiarse en su cuarto. Romadonga trató de calmarle; pero
viendo que eran inútiles sus esfuerzos y que la vecindad se estaba
enterando, tomó el sombrero y se fue. Al bajar la escalera oyó que una
vecina decía a otra:
--El señor Ángel ha echado de su casa al tío... ¡Ya era tiempo!
De tal modo inopinado se cortó el curso de aquellas sabrosas relaciones.
D. Laureano no cejó por esto. Procuró ponerse inmediatamente en
correspondencia con su amante. Hubo cartas y recaditos y entrevistas.
Como hombre que sabía extraer delicadamente de este mundo amargo su jugo
azucarado, halló nuevo aliciente de placer en la contradicción del
sillero y en el misterio que se veía obligado a desplegar. Pero Concha
no se avenía tan de buen grado. Disipada la embriaguez de su padre, no
le perdonó aquel acto de energía. Comenzó a mortificarle con su
constante mal humor, con el descuido de sus obligaciones domésticas: la
comida fría, la cama sucia, la ropa sin coser. De vez en cuando le
dirigía venenosas indirectas o burlas insolentes, de tal modo que al
pobre hombre ya le iba pesando de haberse mostrado tan digno. La
dignidad no es absolutamente indispensable para vivir; la ropa y el
alimento sí. Finalmente, la resuelta chula, no pudiendo sufrir más
aquella situación y convencida de que su padre iría donde le llevasen si
se le sujetaba fuertemente por el cuello, aceptó la proposición que
tiempo hacía le había hecho D. Laureano: irse a vivir a un cuartito
independiente que él le alquilaría. Pero no había necesidad de
escaparse. Estaba segura de que su padre cedería si Romadonga sabía
hablarle con diplomacia.
Dio un salto el viejo elegante cuando Concha le propuso una entrevista
con el sillero. Sin embargo, le convenció de que su padre era un bendito
y, no estando borracho, incapaz de entregarse a ninguna violencia de
palabra y mucho menos de obra. Sobre esta base el afortunado seductor
no tuvo inconveniente en que la chula concertase el cuándo y el dónde de
aquella trascendental conferencia. En casa no podía ser. La dignidad le
impedía a D. Laureano ir a la del sillero sin obtener antes una
satisfacción. En la calle no era decoroso, ni en el café del Siglo
prudente. Se convino en que se hablarían en el de Platerías, de la misma
calle, a las seis de la tarde, hora en que solía estar solitario.
D. Laureano llegó el primero a la cita y esperó meditando los falaces
argumentos con que pretendía persuadir al sillero. Vino éste a los pocos
minutos y se acercó a la mesa acortadísimo, balbuciendo las buenas
tardes. Romadonga se apresuró a levantarse, y con franqueza campechana
le puso la mano en el hombro.
--¿Cómo va ese valor, amigo D. Ángel? En realidad no necesito
preguntarlo. Lleva usted la contestación en la cara. ¿Qué va usted a
tomar?
--Muchas gracias, no tomo nada.
--¡Hombre, tendría eso que ver!... ¡Mozo! Unas copitas de manzanilla...
Ya sabes, de la especial... ¿Y cómo está Concha?--añadió osadamente.
--No va mal--respondió con visible malestar el sillero.
--¿Le han dejado aquellas punzadas dolorosas en el estómago?... Ya le
decía yo que ella se tenía la culpa. No guarda regla alguna para comer.
Su placer mayor consiste en hacer comistrajos a las horas más
extravagantes: tomates, huevos duros, naranjas, todo revuelto con aceite
y vinagre. Se necesitaría tener el estómago chapado en cobre para
resistir este desorden. Yo le di unas pastillitas que no le han venido
mal... Pero lo principal es que tenga método.
D. Laureano hablaba de Concha afectando desembarazo, como si no hubiera
pasado nada, como si fuese todavía el amigo íntimo de la familia. El
señor Ángel asentía sonriente y turbado. Sin embargo, el aplomo y la
franca naturalidad de Romadonga fueron disipando poco a poco su
turbación. ¡Era un hombre tan llano, tan jovial y corriente aquel D.
Laureano!: le bastaban pocos momentos para inspirar confianza a
cualquiera y ganarle el corazón.
Como por la mano supo llevar el discurso desde la salud corporal de la
joven a las cualidades de su carácter. Era una pólvora aquella criatura;
buenísima en el fondo, con un corazón de cordera, pero arrebatada como
pocas. Dejándola serenarse, incapaz de hacer daño a una hormiga, pero en
un instante de cólera Dios sabe adónde podía llegar...
--Por supuesto--añadió con un guiño malicioso--que tiene a quien
parecerse; porque usted, señor Ángel, que ordinariamente es una malva,
¡tiene un modo de dispararse!
El sillero levantó el brazo y bajó la cabeza, manifestando con mímica
expresiva que de aquello no había que acordarse.
--No, no lo traigo a cuento en son de queja. Únicamente quiero
significar que a Concha su genio le viene de herencia, y que por lo
tanto hay que perdonárselo... De todos modos, es una chica que se hace
querer, porque inmediatamente se ve que no hay allí doblez, que no hay
engaño...
--¡Eso no!--exclamó el sillero atacado de súbita vanidad.--En nuestra
familia nunca se ha engañado a nadie. Podremos, si a mano viene, dar un
golpe desgraciado o una cuchillada en un pronto, pero ha de ser por
delante. Hacer traición, ¡jamás!
No quedó muy satisfecho el viejo galanteador de estas cualidades nativas
de la familia. Casi casi, al golpe desgraciado o a la cuchillada francos
y nobles prefería la traición rastrera si no venía acompañada de
violencia en las personas.
--Perfectamente; tiene usted razón; pero los prontos hay que
refrenarlos, si no, ¡dónde vamos a parar!... Dejemos esto y vamos al
caso. Yo me he encariñado con su hija hasta el punto de que nada me
agrada ya en el mundo sin su compañía. No lo digo porque sea usted su
padre, pero no he hallado en ninguna parte una muchacha más hermosa, más
sencilla y al mismo tiempo mejor educada...
--¡Eso sí! ¡Bien criada sí! En ese punto ni su madre ni yo nos hemos
descuidado. Cada pie de paliza la hemos dado, que algunas veces se iba
a la cama y no podía levantarse en cuatro días. ¡No la hemos dejado
pasar una!... Ahí está ella que no me dejará mentir.
--La prueba mejor de que tiene buen natural y que sus instintos son
finos y distinguidos es que, en vez de enamorarse de cualquier pilluelo
de su edad, ha preferido un hombre maduro como yo, educado en una esfera
más elevada que la suya. Su falta tiene, pues, origen en las cualidades
más admirables de su corazón. Yo creo que, en vez de sentirse
avergonzado por ello, debiera usted estar satisfecho de tener una hija
de aspiraciones tan nobles y delicadas... Bueno; ya está consumada la
falta. ¿Y qué vamos a hacer ahora?... Pues ahora no nos toca más que
procurar remediar en lo posible las malas consecuencias que pueda traer
consigo.
El señor Ángel se puso muy grave, bajó la vista y mostró señales de
inquietud.
--Mozo, echa otra copita al señor... Lo primero que salta a la vista es
que su hija de usted y yo no podemos ni debemos separarnos. Nuestros
corazones se hallan tan compenetrados, que sería una verdadera crueldad
por parte de usted o de cualquiera otra persona tratar de romper el lazo
que nos une...
--Bueno, pues cásese usted con ella--murmuró con timidez el sillero.
--Le diré a usted--repuso sin inmutarse D. Laureano.--Hace ya muchísimo
tiempo que no pienso en otra cosa. Mi felicidad mayor consistiría en
poderla llamar esposa y presentarla en todas partes como tal... pero...
pero el hombre pocas veces consigue lo que apetece con ansia. En la
actualidad existen una porción de obstáculos que se oponen a la
realización de mi proyecto... Por supuesto que espero vencerlos--añadió
con un gesto soberbio de primer actor.--¡Vaya si los venceré!... Ahora,
si usted me preguntase ¿cuándo? ¿cómo? yo le respondería: «Querido señor
Ángel, soy ante todo un hombre sincero y leal. Si le dijese tal día, de
tal manera me casaré con su hija, como yo mismo no lo sé, mentiría, y la
mentira jamás ha manchado mis labios.»
Pausa. Romadonga vacía de un trago la copa que tiene delante, se limpia
con el pañuelo los labios que jamás manchó la mentira, y prosigue:
--En estas circunstancias especiales, especialísimas, en que nos
hallamos, ¿qué partido adoptar?... Conviene que meditemos.
Pausa y meditación.
--Si usted no lo tomase a mal... pero temo que usted lo tome en el
sentido peor... yo, teniendo presente que a lo hecho no hay remedio y
que mi entrada en su casa es más escandalosa y perjudicial a su decoro,
le propondría que Concha se fuese a vivir independiente en un cuartito
mientras no desaparezcan las circunstancias que me imposibilitan unirme
a ella...
El señor Ángel se puso pálido y reclinó la frente sobre su mano, mirando
fijamente al mármol de la mesa.
--¡Lo ve usted!... ¡Ya se está usted figurando una porción de
atrocidades!
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