El origen del pensamiento - 07

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--No me figuro más que la verdad, don Laureano--profirió con voz
alterada el pobre hombre sin abandonar su postura.
--Convengo en que a primera vista esta proposición parece fea; pero,
créame usted, aceptándola, evitamos mayores males. Se mudará a un barrio
lejano donde no la conozcan, cambiará de nombre mientras no pueda
ostentar el mío honrosamente, se guardará el mayor sigilo posible...
El señor Ángel levantó sus ojos doloridos y exclamó con amargura:
--¡Proponer eso a un padre, D. Laureano!
--¡Vamos, señor Ángel, tenga usted mundo!--exclamó Romadonga dándole
palmaditas cariñosas en el hombro.--Hoy la sociedad es muy distinta de
cuando nosotros nos criamos. Lo que a nuestros padres les parecía
imperdonable, ahora es cosa corriente... Mozo, échanos otra copa... Al
contrario, en la actualidad se considera de mal gusto y hasta cursi esa
virtud austera de nuestros mayores. Los tiempos cambian, amigo D. Ángel,
y no hay más remedio que transigir y acomodarse al progreso. La vida se
compone de transacciones.
--¡Proponer eso a un padre!--volvió a exclamar el pobre diablo, con la
misma amargura, vaciando la copa en el estómago.
--No se fije usted en su condición de padre. Colóquese usted en un punto
de vista más elevado. En seguida comprenderá usted que es el acuerdo más
conveniente. Si usted se obstina en retenerla en casa y consigue que
rompamos nuestras relaciones, un día u otro, créame usted, Concha caerá
en la perdición. Usted, entregado a sus quehaceres, no puede vigilarla;
yo sí. Y si llega a caer, como es probable, ¿no será para usted un
remordimiento el pensar que la ha privado de acomodarse con un hombre
que está en posición de sostenerla decorosamente? Además, usted se hará
viejo, no podrá trabajar... Para ese caso Concha le podrá ayudar,
mientras que de otra suerte...
Todavía prosiguió el viejo seductor por largo rato amontonando
argumentos con la fluidez insinuante que caracterizaba su discurso.
Su elocuencia, secundada poderosamente por el manzanilla, logró al cabo
marear, si no convencer, al sillero.
Una hora después salían ambos del café con sendas brevas en la boca,
colorados, risueños; despidiéndose muy afectuosamente en la primer
esquina.


VIII

Seis meses nada más bastaron para que el genio que dormía en el fondo
del espíritu de D. Pantaleón Sánchez se levantase y echase a andar por
la tierra. En este corto espacio de tiempo su mirada penetrante abarcó
de una vez la existencia toda y sondó sus inefables arcanos. En el mundo
no había más que hechos, hechos _constatados_, como decía un libro
traducido del francés que Moreno le había dado.
Todas las supersticiones se borraron de pronto de su privilegiada
inteligencia: no sólo la superstición de Dios, la del alma y la moral,
inventadas por la debilidad de los hombres secundada por la ambición de
los sacerdotes, sino ciertas nociones ridículas en que el género humano
se había entretenido puerilmente hasta ahora; las ideas de lo verdadero,
lo bueno y lo bello. Risa inextinguible le causaban los que sostienen
que se ignora el origen de estas ideas. Lo ignorarían ellos. Moreno y él
sabían perfectamente a qué atenerse. Eran sensaciones, nada más que
sensaciones, agradables o desagradables, como las que produce la
humedad, el calor o la fetidez de las alcantarillas.
Las profundas observaciones que había llevado a cabo en los últimos
tiempos sobre las cebollas, las patatas y otros ejemplares del reino
vegetal, lo mismo que el estudio atento de algunos animales domésticos,
le habían empujado tan fuertemente al análisis que no comprendía otro
método. Lo que por medio del análisis no se hallara, inútil era buscarlo
por otro procedimiento. Es así que ni el escalpelo ni el microscopio
habían tropezado jamás con el alma ni con un Ser Supremo; luego, etc.
Esta inclinación al análisis despertó en su inteligencia poderosa una
tendencia razonadora de tal precisión que ni el más pequeño argumento
podía escaparse entre sus apretadas mallas. Caía sobre las ideas como un
águila, las sujetaba entre sus garras, las examinaba por todas partes y
sólo después que mostraba a sus oyentes todos los aspectos las dejaba
escapar.
--Papá, ¿te parece que vayamos hoy al Retiro?
--No; está muy húmedo. La humedad es mala para el organismo. ¿Y por qué
es mala para el organismo? Porque ataca los tejidos. ¿Y por qué ataca
los tejidos? Porque les roba calórico. ¿Y de dónde procede este
calórico? De la introducción del oxígeno en la sangre.
--¿Sabes una cosa, Carlota?--decía Presentación otra vez a su
hermana.--Margarita está enamorada del chico de Roda. Ella misma me lo
confesó ayer.
D. Pantaleón sonrió benévolamente.
--¿Sabéis por qué está enamorada? ¿A que no?
--Toma, porque le gusta. Es un chico muy guapo.
--No, hija, no es eso. Está enamorada porque es joven aún, y como es
joven hay un desequilibrio entre la asimilación y la desasmilación. Ésta
es la única y positiva razón de ese amor, como de todos los demás. La
ternura de las mujeres, ese cariño que os impulsa a hacer locuras, a
llorar, a quitaros la vida, no significa sino que los productos de la
nutrición, la albúmina, la grasa, el azúcar y el almidón, entran con
exceso en la sangre y no bastan para expeler el sobrante la urea, el
ácido carbónico y las deyecciones intestinales.
--Pero, papá, ¿qué dices ahí?
--El amor no es más que un exceso de nutrición.
--Ésas no son cosas tuyas, papá--exclamó con indignación la hija
menor.--Tú no eres capaz de inventar tales extravagancias. Eso viene del
pelmazo de Moreno que, como no hay chica que le quiera, se venga
diciendo borricadas de nosotras.
--Las mujeres, hija mía--repuso Sánchez con toda la calma y la autoridad
del verdadero sabio,--no podrán jamás llegar a darse cuenta de estas
profundas verdades. Yo he hecho mal en revelároslas sabiendo que hay una
imposibilidad física para que las entendáis. Si no lo tomaseis a mal, os
diría que vuestro cerebro pesa algunos gramos menos que el del hombre
por término medio.
--¿También dice eso Moreno? Pues tiene mucha razón. ¡Cómo no ha de pesar
menos mi cabeza que la de ese fenómeno! ¡Tendría que ver!
D. Pantaleón sonrió lleno de lástima, y con la flexibilidad peculiar de
los grandes hombres se apresuró a llevar la conversación a otro asunto
más adecuado a la capacidad craneana del sexo femenino.
Toda la vida había sido un hombre excesivamente sensible. Su mujer se
reía de la facilidad que tenía para llorar. La música era su pasión más
viva. Para él no había placer comparable a escuchar en una delantera del
paraíso del teatro Real con su hija Carlota, aficionada también a la
música, la _Sonámbula_ o la _Norma_, o cualquier otra ópera del género
dulzón y pegajoso. Lloraba y moqueaba copiosamente en los pasajes más
líricos, avergonzando no pocas veces a su hija.
--¡Papá, que te están reparando!
--¡Qué quieres, hija mía, esto enternece a una roca!
Después de la música lo que más le placía eran los dramas y novelas
sentimentales. Había visto infinidad de veces _La huérfana de Bruselas_,
_La aldea de San Lorenzo_ y _La carcajada_. Se sabía de memoria la
comedia _Flor de un día_ y su segunda parte _Espinas de una flor_. Nunca
le fue posible recitar aquellos famosos versos:
«Si oyes contar de un náufrago la historia,
ya que en la tierra hasta el amor se olvida, etc.»
sin hacer pucheritos y que la voz se anudase en la garganta. Y lloraba
también como un buey con las aventuras de las costureras sentimentales y
reinas afligidas de las novelas por entregas.
Pues bien, Moreno le infundió en seguida un desprecio supremo hacia
estos lirismos que retrasaban la marcha de la humanidad en el camino
del progreso. Se avergonzó de haber empleado tanto tiempo en leer tales
quimeras, cuando estaban ahí los hechos, los hechos _constatados_, la
albúmina, el ácido úrico, el almidón, en triste e injustificado
abandono. Y un día que se trató de la prensa en el café sostuvo con D.
Dionisio Oliveros, el vate burocrático, una acalorada discusión.
Entonces fue cuando profirió aquella frase felicísima que más tarde dio
la vuelta al mundo en alas de la fama.
--Ha concluido el reinado de los poetas y comienza el de los fisiólogos.
Llegó la hora de arrancarse la toga y ponerse la blusa del operador. El
alma está hecha de sustancia gris, el corazón es un músculo encargado de
dar movimiento a la sangre.
Y, sin embargo, después de escuchar tan grandes pensamientos, todavía D.
Dionisio se obstinaba en escribir sonetos en la oficina.
Todos en la casa experimentaban los efectos benéficos de las corrientes
científicas que soplaban en el privilegiado cerebro del jefe de la
familia. Pero la que los sentía más a menudo era Carlota por su buena
pasta. Mario se sustraía cuanto le era posible; inventaba cualquier
pretexto para irse; se hacía el ocupado. Si esto no daba resultado,
escuchaba distraído las disertaciones fisiológicas de su suegro: al cabo
solía dormirse beatamente en la butaca. Presentación era mucho más
expedita.
--Mira, papá, no me des más jaqueca con el ovario, la fecundación y todo
eso. Son porquerías que no debo oír. El confesor me lo ha prohibido.
--Lo creo--respondía con acento profundo el sabio.--Pero si el confesor
tiene interés en mantenerte en la ignorancia, mi deber de padre me
obliga a disipar las tinieblas en que vives. Has de saber que los
espermatozoos...
--¡Dale! Te digo, papá, que no quiero saber eso.
--Son unos microrganismos dotados de movimientos rápidos...
--¡Vaya, esto es insufrible! Me voy a coser a otro lado.
Aquella rebelión contra la ciencia producía en Sánchez grave desaliento.
¡Cuánto tiempo se necesita aún para que la humanidad marche exenta de
preocupaciones por el camino de la experimentación! se decía
tristemente.
Con su esposa no se atrevía a comunicar aquellos altos pensamientos que
continuamente le embargaban. ¡Tenía un genio tan raro! No obstante,
cierta noche, hallándose acostados, habló D.ª Carolina con admiración
del talento y la bondad de una amiga suya que, dando lecciones por las
casas, mantenía a sus padres ancianos y a una caterva de hermanos. La
pobre, no teniendo tiempo a almorzar, llevaba algún fiambre en un papel
y se lo comía en el portal de cualquier casa. ¡Y a pesar de eso siempre
contenta y siempre ingeniosa!
D. Pantaleón se atrevió a decir con voz temblorosa:
--¿Sabes lo que es eso?
--¿El qué?
--¿Esa caridad y ese talento que te admiran?
--¿Qué es?
--Cloruro potásico.
--¿Cómo?
--Que no depende más que de una mayor cantidad de cloruro de potasa en
el cerebro.
--Pero, hombre, ¿qué jerigonza es la que estás hablando?
--Para entenderlo es necesario que sepas que todas nuestras ideas y
sentimientos dependen exclusivamente de los alimentos que ingerimos en
el estómago. La albúmina...
--Mira, Pantaleón, déjame en paz, que quiero dormir. ¿Qué te importan a
ti esas cosas? Bien se conoce que estás ocioso. Por ningún motivo nos ha
convenido dejar la tienda.
--Únicamente te quería decir que la albúmina y la fibrina...
--¡Pues yo te digo que no quiero oír sandeces, ea!... Buenas noches.
Y se volvió del otro lado. D. Pantaleón suspiró hondamente y se volvió
también para dormir.
Pero a los pocos días, lleno de celo científico y de buena fe, dijo otra
vez a su esposa:
--Carolina, la otra noche estaba equivocado y te dije una falsedad.
--¿Qué falsedad?--preguntó la buena señora sorprendida.
--El talento de nuestra amiga Felipa no es cloruro potásico, sino ácido
fosfórico.
--¿Volvemos a las andadas?--exclamó irritada.
--El hombre de ciencia debe rectificar con nobleza todos los errores.
--Tú no eres hombre de ciencia, sino de tejidos de algodón y de hilo y
géneros de punto. A mí no me vengas con embelecos, porque no estoy de
humor de oírlos, y además te prohíbo que digas borricadas a la niña,
porque la tienes escandalizada. ¡Vergüenza es que necesite yo recordarte
tu deber!
D. Pantaleón se abstuvo en adelante de verter ninguna de sus fecundas
ideas delante de D.ª Carolina. ¡Era tan severa aquella señora en el seno
de la intimidad!
Sin embargo, cuando llegó la necesidad supo mantener sus derechos de
animal humano frente a su esposa y frente a toda la familia que trataba
de vulnerarlos. Por consejo de Moreno había prohibido que le sirvieran
en las comidas hortalizas, porque éstas no proporcionaban ningún ácido
fosfórico al cerebro, cosa que ellos necesitaban grandemente para sus
dificilísimas investigaciones sobre la naturaleza. A pesar de esta
prohibición, la cocinera se obstinaba en mandar a la mesa patatas,
coles, lentejas, incapaces de producir más que ácido carbónico, celulosa
y otras sustancias no menos despreciables e indignas. Sufrió con
paciencia algún tiempo. Pero llegó un momento en que la lucha por la
existencia exigió de él un rasgo de energía para salvar las
circunvoluciones de su cerebro amenazadas. Y lo tuvo.
--He dicho ya muchas veces, y lo repito ahora por última vez, que estoy
resuelto a no ingerir ningún alimento vegetal. De hoy para siempre sepan
todos ustedes que no quiero carbonatos en mi sangre, sino fosfatos. Si
ustedes se obstinan en servirme vegetales, seré capaz de volverme a mi
gabinete sin comer.
Aunque la amenaza no espantó a la familia tanto como era de esperar, se
convino, no obstante, en no servirle más que alimentos fosfatados.


IX

Sintió Carlota profundo pesar cuando su marido le notició la cesantía.
Quedaron ambos larguísimo rato silenciosos y tristes. Algo sonaba
también lúgubremente dentro del alma de ella, profetizando la muerte de
su dicha. D.ª Carolina la recibió con tranquilidad. Únicamente se le
advirtió más seria a la hora de comer. Después, habiéndose suscitado una
conversación propicia, expresó algunos conceptos acerca de la
holgazanería, de la presunción y la ligereza que a Mario se le antojaron
alusivos. Tal vez no serían: no había motivo fundado para suponerlo,
pues su suegra le había dado repetidas pruebas de afecto y
consideración. De todos modos, no pudo menos de sentir el corazón
apretado. Cuando se retiraron a su cuarto nada dijo de esta sospecha a
su esposa. Se acostaron en silencio y fuertemente preocupados.
La vida de la familia siguió el mismo curso metódico y apacible. No
había pasado nada. Mario, a las horas de oficina, se iba de paseo solo o
con su mujer. Por las noches continuaban asistiendo al café. A las
comidas la conversación solía animarse. Presentación embromaba a su
cuñado. Mario la embromaba a ella. Carlota escuchaba sonriente aquel
tiroteo, tomando parte alguna vez por su marido. D. Pantaleón les asaba
a explicaciones científicas: el vino, el pan, el azúcar, todo era motivo
para exponer largamente la muchedumbre de secretos que iba arrancando a
la naturaleza. D.ª Carolina seguía con el mismo humor benigno, rigiendo
la casa a su talante, aunque siempre por delegación de su esposo.
No obstante, una nube de malestar y tristeza, de la cual en el fondo
todos se daban cuenta, envolvía a la familia. Las relaciones entre ella
seguían siendo en la apariencia tan cordiales; pero cada cual percibía
un dejo de inquietud, cierto embarazo que procuraban ocultar exagerando
la sonrisa, acentuando la nota cómica. Mario sentía la falsedad de su
situación en aquella casa y notaba bien que todos los demás la sentían
igualmente. La mayor amabilidad de su cuñada con él era un modo de
expresárselo; el silencio de D.ª Carolina, la humildad de su esposa para
responder a una y a otra, lo mismo. Un sentimiento insoportable de
vergüenza iba apoderándose de él.
Carlota también lo padecía. D.ª Carolina y Presentación dejaron poco a
poco de llamarla a cónclave para resolver los asuntos domésticos. Entre
las dos se lo arreglaban todo, callando cuando ella aparecía. Con esto
se hizo más tímida, más humilde; no se atrevía a quejarse de las faltas
de la criada; trabajaba cada día más en la casa, echando sobre sí,
cuando podía, el trabajo de su hermana; hacía esfuerzos por aparecer
amable y simpática como si estuviera en casa extraña.
D.ª Carolina trataba a su yerno con más ceremonia. Mario se sentía
turbado por esta actitud, sin entender por completo lo que significaba.
No se le mandaba cerrar la puerta, ni escribir los sobres de las cartas,
ni que las acompañase hasta casa de unas amigas, ni se le daban encargos
para la calle. Cuando doña Carolina rechazaba cualquiera de sus
servicios el inocente exclamaba:
--¡Pero, mamá, no tiene usted confianza conmigo!
--Sí, hijo, sí; pero no hay necesidad de que tú te molestes. Pantaleón,
que no tiene nada que hacer, se encargará de ello.
¡Que no tiene nada que hacer! Estas palabras, pronunciadas con perfecta
naturalidad y hasta con la sonrisa en los labios, sonaban a sarcasmo.
Tampoco él tenía nada que hacer; demasiado le constaba a ella. A veces,
cuando el matrimonio joven venía de paseo y entraba en el gabinete donde
estaban la señora y su hija Presentación, aquélla les interrogaba con
cierta condescendencia irónica:
--¿Qué tal, hijos míos, habéis paseado muy largo? ¿Hasta dónde habéis
llegado? ¿Os habéis divertido? El tiempo está muy hermoso. Hacéis bien
en no desperdiciar tardes tan deliciosas.
Carlota sorprendió en estas conversaciones más de una mirada burlona
entre su mamá y hermana; pero había devorado la vergüenza sin decírselo
a Mario. Era tan inocente, tan bondadoso, aquel muchacho, que daba pena
hacerle sentir las espinas de la vida. Como esposa fiel y generosa las
guardaba todas para sí.
Pero el poco dinero con que Mario se había quedado para sus gastos
feneció muy pronto. Llegó un instante en que no tuvo un solo ochavo en
el bolsillo. Nada dijo. Aquel día no fumó; al día siguiente tampoco. Su
mujer lo observó al cabo y le preguntó la causa. No estaba bien del
estómago, le repugnaba el cigarro. Pero ella, no fiándose, le registró
los bolsillos cuando se hubo dormido y los halló vacíos. ¡Pobre Mario!
Lloró en silencio largo rato. Por la mañana salió temprano a misa y tuvo
valor para subir a una casa de préstamos y empeñar una sortija. Cuando
su marido se levantó, le dijo sacando un billete de su cómoda:
--Oye, Mario. Cuando salgas hazme el favor de pasarte por la Mahonesa y
traerme unas yemas de coco... pero que no se enteren en casa. Ya sabes
que me da vergüenza... ¡Ah! Y quédate con el resto del dinero, porque a
ti puede hacerte falta y a mí no.
Mario quedó suspenso. Una vaga inquietud agitó momentáneamente su
espíritu; pero con la inconsciencia que le caracterizaba no pensó más en
ello. Sin embargo, a la segunda vez que esto pasó no pudo menos de
preguntar:
--¿Y de dónde sacas tú el dinero?
Carlota se puso colorada.
--He ido ahorrando algún dinerillo estos meses pasados para los dulces
del bautizo, ¿sabes?... Pero le encajaré la cuenta a mamá... ¡vaya si se
la encajaré!
Y reía a carcajadas. Pero su corazón lloraba, porque sabía muy bien que
si esperaba por su madre no se comerían dulces en el bautizo del hijo de
sus entrañas.
El dinero de la sortija concluyó pronto. Empeñó otra. Tampoco tardó en
gastarse. A Mario le hacían falta botas y guantes; el sombrero de copa
estaba ya grasiento; llegaba el verano y era necesario también hacerse
ropa. Todas sus joyas de poco valor fueron pasando por la casa de
préstamos. El aderezo regalo de sus padres, que era lo que más valía, lo
guardaba D.ª Carolina.
--¿Pero ese gato que tienes no se agota nunca?--le preguntó inquieto
Mario.
Tenía la respuesta preparada.
--Sí, hijo, sí; ya hace tiempo que se ha agotado. Pero papá me ha
llamado el otro día a su cuarto y me dio dinero.
El semblante de Mario se oscureció. Quedó profundamente pensativo. No,
aquello no podía tolerarse. Era preciso buscarse alguna ocupación donde
quiera que fuese. Hasta entonces todas sus gestiones habían sido
infructuosas. Visitó a los amigos de su padre: no le faltaron buenas
palabras, promesas magníficas. Nada llegaba sin embargo. Miguel Rivera
habló al ministro de quien era secretario, y éste prometió colocarle en
una carrera que iba a organizar para la inspección de los
ferrocarriles.
Carlota había concluido con sus objetos más o menos preciosos. Entonces
la mentira que había dicho a su marido convirtiose en realidad. Antes de
verle sin dinero en el bolsillo se arriesgó heroicamente a pedírselo a
su madre. Fue una escena baja, sórdida, repugnante. Carlota sufrió con
valor los sarcasmos de su madre y venció a fuerza de paciencia y
tenacidad sus repetidas negativas. Consiguió arrancarle diez duros: se
fue a su cuarto y dio rienda suelta a las lágrimas que había podido
reprimir. Su marido la encontró con los ojos hinchados.
--¿Por qué has llorado?--preguntole impetuosamente.
--Por nada, hombre; no te asustes. Son cosas de mujeres. ¿No sabes el
estado en que me encuentro?
Se convenció. Había oído a los médicos hablar de estas crisis.
Pero la pobre Carlota fue desde aquel día la víctima, la cenicienta de
la casa. Su madre la trataba con increíble desprecio; no perdonaba
ocasión de vejarla con indirectas crueles. Presentación la ayudaba en
esta tarea simpática.
--A mí me gustaría colocarme así, espléndidamente, como mi hermana.
¡Casarme con un pobrete! ¡Puf! Oyes, Carlota, ¿tu marido compra por fin
_mylord_ o _faetón_? Supongo que este año no dejaréis pasar la temporada
del Real sin abonaros como el año pasado...
Su madre le mandaba callar con risita maligna, que era una invitación a
proseguir. Rara era la tarde en que Carlota se sentase a coser con ellas
que al fin no se levantase llorando. Un día, encarándose con
Presentación, los ojos rasados de lágrimas, le dijo:
--Haces mal en burlarte de mí. Pretendes que deje de querer a mi marido
porque no es rico. Piensa que Dios puede castigarte algún día.
De estos sufrimientos no daba cuenta a su esposo. Al contrario, en su
presencia mostraba el mismo semblante tranquilo, risueño. Pero volviendo
a necesitar dinero, la escena con su madre fue mucho más cruel. D.ª
Carolina se enfureció, llamó pobrete, hambrón y holgazán a Mario, y se
negó resueltamente a soltar un cuarto.
--Si te figuras--concluyó diciendo--que nosotros vamos a mantener vagos
toda la vida, estás muy equivocada.
Esta amenaza la llenó de terror. Se humilló, procuró desarmarla
prometiendo no volver a pedirle dinero. Y corrió, como siempre, a
encerrarse en su cuarto para llorar perdidamente.
Mario no fumó otra vez en dos días. En su semblante no se traslució, sin
embargo, ningún malestar. Su esposa le miraba con el rabillo del ojo
haciendo esfuerzos por reprimir las lágrimas. Pero al pasar por delante
del cuarto de su padre vio las llaves puestas en el cajón de la cómoda.
Se detuvo herida por una tentación irresistible; echó una mirada en
torno, y no viendo a nadie, avanzó con cautela, tiró del cajón sin hacer
ruido y escudriñó rápidamente su contenido. Allá, en un rincón, había
dos libras de tabaco picado. Tomó una y, cerrando de nuevo, salió
precipitadamente, ocultándola debajo del vestido. Por la noche se la dio
a su marido, diciendo con afectada naturalidad:
--Toma; luego dirás que no me acuerdo de ti.
--¿Dónde has comprado este tabaco?
Respondió que a una prendera amiga suya que lo vendía de contrabando. La
había hallado en la calle y habían hecho mercado en un portal para
evitar indiscreciones. Pero a los dos o tres días su padre lo echó de
menos y se armó el consiguiente tumulto. Hubo quejas, recriminaciones.
D. Pantaleón sospechaba de la criada, que tenía un novio soldado.
Carlota, viendo con terror aquel motín y temblando que D.ª Carolina
averiguase la verdad, llamó en secreto a su padre al cuarto, le echó los
brazos al cuello y le dijo llorando:
--He sido yo, papá; he sido yo la que te ha llevado el tabaco... Pero
que no se entere mamá, que no se entere Mario cuando vuelva. Sé que no
fuma porque no tiene dinero y yo tampoco lo tengo para dárselo.
El sabio naturalista quedó estupefacto.
--Pero, hija, ¿por qué no me lo has pedido? Dinero no puedo daros,
porque ya sabes...
--Sí, papá... no me digas nada.
El ingenioso Sánchez aprovechó la ocasión para instruir a su hija. El
tabaco era una planta solanácea de olor fuerte y característico, cáliz
tubulado, raíz fibrosa, tallo velloso de médula blanca, hojas alternas
laureadas y glutinosas, etc.
Carlota escuchó llorosa y distraída aquellas científicas explicaciones
que por el estado de su alma no produjeron el resultado que era de
esperar. D. Pantaleón rebañó de su bolsillo algunas pesetas y se las
dio.
La situación de la infeliz muchacha era cada día más triste. Todos los
rencores y desprecios que D.ª Carolina y su hija menor atesoraban para
Mario, que no había tenido talento para hacerse inamovible en el puesto
que ocupaba, se los arrojaban a ella a la cara. Con el verdadero
culpable estaban reservadas, pero finas. No se le hería directamente,
pero la atmósfera estaba cargada de electricidad, y a la postre había de
estallar el rayo. D.ª Carolina sacudía la cabeza con ira cada vez que su
yerno volvía la espalda.
Al fin, una mañana en que Carlota estaba fuera de casa, la sagaz señora
hizo una seña expresiva a su hija menor, y ésta se apresuró a
levantarse y salir del gabinete. Quedaron solos suegra y yerno. Sin
alzar la cabeza de la costura D.ª Carolina comenzó a hablar con voz un
poco alterada.
--Mira, Mario, hacía días que necesitaba hablarte de un asunto bastante
desagradable lo mismo para ti que para mí. Lo he ido aplazando de un
momento a otro, porque a la verdad me duele en el alma tocar este
punto... Pantaleón me ha mandado decirte que sus medios de fortuna no le
permiten manteneros a ti y a tu esposa. «Si fuéramos ricos, me dijo, no
tendría mayor inconveniente en que Mario se divirtiese y pasase la vida
holgando, pero, hija, nosotros tenemos sólo lo necesario para vivir
decorosamente... Dile que la obligación primera de todo casado es
sostener a su familia con el producto de su trabajo. Así lo he hecho yo
y así espero que lo haga él. Es joven y tiene el mundo por delante; que
trabaje y se haga hombre...» Hijo mío, yo cumplo el encargo. Espero que
no te ofenderás por ello.
Mario quedó tan aturdido que no habló una sola palabra. Las de su
suegra le sonaban en el cerebro como martillazos. Una vergüenza inmensa,
infinita, corrió por todo su ser hasta las últimas fibras y le paralizó
enteramente. D.ª Carolina, con una rápida ojeada, advirtió su estado
lastimoso.
--No creas que esto es puñalada de pícaro. Te habla así Pantaleón por mi
boca porque tiene confianza en tu honradez, en tu dignidad, en que
sabrás cumplir perfectamente tus obligaciones. Yo creo que con el tiempo
le darás las gracias. Si no te ofendieras--añadió con benévola
sonrisa,--te diría que te hace falta un estímulo como éste para abrirte
camino.
La lengua se le desató aunque no de buen modo. Se excusó balbuciendo de
no haber tomado él la iniciativa en este asunto. Su suegro llevaba mucha
razón en lo que decía. Él buscaría trabajo inmediatamente en cualquier
parte y de cualquier clase. Estaba dispuesto a dejar la casa al
instante...
--Ya te he dicho que no es cosa de apuro...
--Sí, señora; lo es para mí--replicó con dignidad el joven.
Pero la grave cuestión era que Carlota no podía irse con él a la
ventura. Se hallaba ya bastante adelantada en su embarazo, y mientras no
tuviera casa era expuesto llevársela. D.ª Carolina se mostró magnánima.
Carlota se quedaría con sus padres hasta que Mario hallase un medio de
vivir. Éste le dio las gracias con acento sincero. Desde aquel punto
doña Carolina se hizo de miel, le agasajó cuanto pudo, le auguró un
bello porvenir, haciendo visibles esfuerzos para borrar la mala
impresión que sus palabras habían causado. Mario se retiró al fin grave
y tranquilo.
Al llegar Carlota adivinó a la primera mirada su disgusto.
--¿Qué te ha pasado?
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