De varios colores - 07

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a sus hermosos ojos, harto involuntariamente, algunas lágrimas que no
eran ya de las nacidas por el afectuoso recuerdo de su madre difunta.
¿Por qué no volvía la cigüeña blanca? ¿Habría muerto en la India o
habría emigrado desde la India a otra región distante, olvidando con
ingratitud el bosque y castillo de Liebestein y la amistad de Poldy?
En estas dudas angustiosas transcurrió todo el mes de Abril.
Era el primer día de Mayo. Poldy, casi desesperada ya de volver a ver la
cigüeña, acudió, no obstante, como de costumbre, entre diez y once de la
mañana, a la orilla de la laguna.
Apenas hacía dos minutos que estaba allí, absorta, pensativa y fijando
larga y melancólica mirada en la tranquila haz del agua, cuando un
precipitado sonar de alas que venía acercándose estremeció todo su
cuerpo y alborozó su alma con agradable susto. La cigüeña blanca había
venido volando, se había abatido a pocos pasos de ella, y ya se le
acercaba con su lento y majestuoso paso y dando con el pico los
castañetazos con que solía siempre saludarla.
Indescriptible fue la alegría de Poldy. Su impaciencia fue mayor que su
alegría. Impulsada por su impaciencia, echó las manos al cuello del
pájaro zancudo, y empezó a buscar el cordón o la cinta de donde pendiese
la respuesta que a su carta esperaba. ¡Qué cruel aflicción tuvo
entonces! No hallaba carta pendiente. No hallaba cinta ni cordón de que
pendiera. A punto estuvo Poldy de llorar de rabia. Pero la cigüeña, como
si adivinase su sentimiento, abrió las largas alas y al punto con
alegría y sorpresa advirtió Poldy que la cigüeña tenía debajo del ala
izquierda y muy bien atado allí con un fuerte y sutil cordoncillo que
bajo las plumas se escondía, un largo y delgado canuto o rollo.
Poldy se apoderó de él en seguida y notó que era ligerísimo, que estaba
precintado y sellado y que era tan fuerte la cuerda del precinto y
estaba tan bien anudada, que no podía romperse ni desatarse sin tijeras.
Sobre la exterior superficie del rollo, se veía escrito en lengua y
letras alemanas: _A su excelencia la graciosa señorita Condesa Poldy de
Liebestein_.
Hizo Poldy algunos cariños a la cigüeña a fin de mostrar su gratitud, y
hasta hay quien dice que besó su cabeza en albricias del buen recado.
Luego Poldy se fue corriendo al castillo para encerrarse en su cuarto,
cortar el precinto con tijeras y ver lo que el rollo contenía. Había en
el rollo varios objetos que Poldy fue sucesivamente examinando. Era uno
la vista fotográfica, prolija y magistralmente iluminada con colores, de
un extenso y magnífico salón oriental, lleno de primores y de peregrinas
elegancias. En todo se advertían y se admiraban pasmoso lujo asiático y
muy acendrado buen gusto. Se diría que era aquello la prodigiosa cámara
subterránea, donde encontró Aladino la lámpara del Genio. Pendían de las
paredes armas brillantes, indias, chinas y japonesas; colgaban del techo
cinceladas lámparas de oro; se veían en torno jarrones, tibores y vasos,
artísticamente esculpidos, de metales preciosos, de jaspes rarísimos, de
antigua porcelana y de ataujía o menuda labor de pedrería, marfil,
bronce y otras materias ricas. Varios ídolos de extrañas cataduras y de
simbólicas formas, autorizaban y caracterizaban la estancia. Allí
estaban representados Agni, dios del fuego; Kamala o Kamela, Venus de la
India, de cuyo nombre proceden, en nuestro vulgar idioma _camama_,
_camelo_ y sus derivados; y allí estaban también Indra, Varuna y hasta
la misma Trimurti.
En primer término, sobre una espléndida alcatifa de Persia, y sentado en
mullidos almohadones de seda, admirablemente bordados, se parecía un
señor, en la flor de la juventud, cubierto de blanca y rozagante
vestidura y coronada la gentil cabeza de un amplio turbante, cándido
también, sobre el cual se erguía un airón o copete de rizadas y lindas
plumas, sujeto el airón al turbante por una enorme piocha de perlas,
diamantes y rubíes, que debía valer un imperio. Delante del señor había
varias mesillas enanas, donde en aúreos y repujados azafates, en ligeros
canastillos, en esbeltas ánforas y en cálices esmaltados, se ofrecían
para regalo de la vista, del olfato y del paladar, licores, conservas y
sazonados frutos. A un lado y a cierta distancia del joven señor, se
hallaba un rico y elegantísimo narguilé, cuyo flexible y luengo tubo
tenía el joven señor asido por el extremo, dejando ver la gruesa
boquilla de ámbar, prendida al tubo por un anillo de refulgentes
esmeraldas. Al lado opuesto del narguilé, aunque mucho más cerca del
joven señor, se alzaba, en muy graciosa postura, nuestra ya conocida
amiga la cigüeña blanca, cuya vista complació a Poldy no poco. No la
complació tanto, sino que hubo de enojarla y de escandalizarla, aunque
reprimió el enojo, atribuyendo lo que veía a inveteradas e
imprescindibles modas orientales, que en el fondo del salón apareciesen
tres bayaderas, con traje de Apsaras o inmortales ninfas, las cuales
tejían voluptuosa danza, desceñido y leve el transparente ropaje, los
brazos y los pies desnudos, luciendo en las gargantas de los pies y en
los brazos, ajorcas y brazaletes, y dejando ver además las torneadas
espaldas y los firmes y redondos pechos. Varios músicos, vestidos como
dicen que se visten los Gandarbas o músicos del cielo de Indra,
acompañaban la danza con arpas, flautas y violines, y con eróticos
cantares.
Poldy quedó deslumbrada al contemplar todo esto y formó el concepto más
alto del esplendor y de la riqueza del señor indio. De su traza personal
es de lo que aquella fotografía no le daba idea completamente
satisfactoria. Y no era ese tampoco el propósito de la fotografía, por
bajo de la cual había este letrero: _mi modo de vivir en Oriente_.
En otra fotografía más pequeña, aparecía ya el joven señor con más
claros pormenores. Estaba él solo, de cuerpo entero, pero sin accesorio
ninguno. Su traje, aunque sobrado pintoresco, era más europeo que indio,
salvo el extraño sombrero que llevaba en la cabeza y que era de los que
llaman heroínas en Filipinas. La chaqueta o dormán, muy ceñido al cuerpo
y adornado con alamares, revelaba las formas robustas de su torso y de
sus brazos. Los calzones eran anchos y cortos. Desde la rodilla hasta la
planta de los pies calzaba botas de becerro. Pendientes de la ancha
charpa, de cuero también, que ceñía su cintura, había un revólver a un
lado y al otro lado un enorme cuchillo de monte. En la mano derecha
cubierta de guante de gamuza, tenía una escopeta de dos cañones, que
descansaba en el suelo y sobre la cual se apoyaba. Por bajo, había un
rótulo que decía: _al ir a caza de tigres_.
Por último, había una tercera fotografía que no dejaba nada que desear.
Allí estaba el joven señor clara, fiel y nítidamente retratado. Su
rostro era hermosísimo. Los ojos eran grandes y expresivos; la barba
parecía sedosa, abundante y muy bien cuidada y atusada. La nariz, un
tanto cuanto aguileña, daba cierta majestad a su expresión. Y la anchura
y la rectitud de su frente revelaban poco común inteligencia. Se notaba
en todo su aspecto un no sé qué de bondadoso, de simpático y de
egregiamente distinguido. Sus manos sin guantes, aunque fuertes y
varoniles, eran aristocráticas, muy cuidadas y bonitas, con dedos
afilados en la extremidad y encanutadas las uñas, en vez de ser cortas y
chatas. En este retrato, el joven señor estaba vestido enteramente al
uso de Europa, de toda etiqueta, con corbata blanca y con un frac, tan
admirablemente cortado y que le caía tan bien, que no soñaría hacerle
mejor, ni Frank, el de Viena, ni el sastre más famoso de Londres. Por
bajo de este retrato había otro letrero que decía: _en traje de etiqueta
para ir a un baile del Lord Gobernador de la India_.
Hechizada quedó Poldy al contemplar los mencionados retratos. Se prendó
de la hermosura y distinción de su remoto amigo. Y no pudo menos de
confirmarse en la creencia de que era un príncipe indio _mediatizado_,
un nababo, o por lo menos un brahman o un _chatria_ de primer orden y de
mucho fuste.
Imagine ahora el lector el afán, el asombro, las palpitaciones de gozo y
el raro deleite con que leería Poldy la carta, que también venía en
rollo y que estaba concebida en estos términos:

VIII
«Me repugna y hallo difícil escribir cartas dando tratamiento a quien
las dirijo, y así, adopto la antigua costumbre de los orientales. Tú me
permitirás, bella condesa Poldy, que desde luego te tutee sin
ceremonias.
La cigüeña blanca, que anida años ha en el tejado de la espléndida
quinta que yo poseo en las floridas márgenes del Ganges, me ha traído
gratas noticias tuyas, tus dulces palabras y tu divina imagen. Bendita
sea la cigüeña blanca que tanto bien me ha hecho. Con razón la llamaba
yo antes Garuda. Ahora le confirmo este nombre sagrado, con el que se
designa en mi patria al Dios-rey de las aves todas, al alado destructor
de los dragones y de las serpientes.
En extremo me complace saber que eres de noble extirpe y bastante
antigua hasta donde cabe en un pueblo que hace pocos siglos era salvaje
todavía, careciendo de documentos y de archivos que pudiesen acreditar
la nobleza de persona alguna, y las hazañas de sus progenitores. Estos,
errantes en las ásperas selvas y en el rudo clima de los países del
Norte, decayeron de su ilustre origen y olvidaron la primitiva cultura
de los arios del Paropamiso de donde proceden, y sólo recientemente se
han civilizado, aprovechándose de los estudios y progresos de los
hombres del Mediodía. Pero sea de lo dicho lo que se quiera,
relativamente tú eres noble y me basta, aunque mi clara nobleza preceda
a la tuya en dos mil años lo menos.
Te hablo con franqueza y desecho adulaciones y galanterías. Así darás
mayor crédito a mis alabanzas sinceras.
Garuda, por caprichosa y feliz inspiración mía, te llevó unos versos que
distaba yo mucho de imaginar que pudiesen caer en tan hermosas manos. En
ellos ponderaba yo mi hastío de cuanto me rodea y el anhelo vehemente,
que consume mi alma, de hallar objeto, escondido y lejano, que satisfaga
mis aspiraciones amorosas, las comprenda y las comparta.
Tu retrato y tu escrito han colmado mis votos. Tú eres la mujer de mis
sueños.
Venerandos brahmanes, antiguos sabios de por acá, que han escrito de
amores en el Kama Sutra y en otras disertaciones y tratados, exigen
sesenta y cuatro potencias, prendas o aptitudes, para que exista en
realidad la _Padmini_ o mujer perfecta. Yo te declaro que, al ver tu
imagen y al leer tus palabras, he descubierto en ti las sesenta y cuatro
aptitudes y te he entronizado en mi corazón como reina y señora y he
reconocido en ti mi _Padmini_, sin cuyo amor no podré tener nunca
bienaventuranza. Ámame pues, como yo te amo, y hazme dichoso como quiero
yo que tú lo seas.
Nada puede oponerse a nuestra unión futura. La distancia importa poco.
No tardaré yo en salvar la distancia, y el día en que menos lo pienses,
apareceré a tu lado y me verás de hinojos a tus plantas, pidiéndote que
correspondas al inmenso amor que me inspiras.
No hay ya en mí calidad exótica y peregrina que te prohíba amarme. Yo
poseo el antiquísimo saber de los brahmanes y de los _chatrias_, de
cuyas castas combinadas desciendo; pero, he estudiado también y he
logrado adquirir bastante del moderno saber de Europa. Y no le miro con
prevención injusta, sino con cariño paternal, como retoño lozano de
nuestras primeras, altas y fecundas doctrinas. Ya habrás notado que no
escribo muy mal tu idioma y hasta que he imitado y casi traducido en
sanscrito versos de Goëthe. No ignoro tampoco las literaturas francesa,
inglesa y de otros pueblos. Y en lo tocante a religión, te diré con todo
sigilo, pues no quiero aun escandalizar y alborotar a mis parientes y
amigos, brahmanes y _chatrias_, que he renegado, tres años ha, de la
religión brahmánica, y me he hecho, en secreto, tan católico cristiano,
como tú eres. Se debe esta conversión a cierto Padre jesuita, de nación
española, que llegó a esta ciudad, procedente de Filipinas y se detuvo
algún tiempo entre nosotros. Era varón tan ilustrado, tan piadoso y tan
elocuente y melifluo, que logró convencerme. Dios le bendiga y se lo
pague. Callo su nombre, porque de seguro no te importa y porque no
quiero lastimar su extremada modestia. Sólo añadiré que de mi trato
frecuente con este bendito Padre, ha nacido en mí grande afición a la
lengua castellana y que he adquirido y leído los mejores prosistas y
poetas, que en ella han escrito o escriben.
Te callo también mi nombre indio, porque no quiero que le estropees y
porque es tan enrevesado, que sólo aprenderás bien a pronunciarle por
medio de la voz viva. Conténtate por ahora, con saber que el venerable
padre jesuita mi catequizador, me puso al bautizarme, el sevillano
nombre de Isidoro. No seas voluble: ámame y no me olvides: no te
enamores de ninguno de esos _dandies_ de la _Hof-Adel_ o nobleza
palatina de Viena: persuádete de que mi nobleza es por lo menos tan
clara y sin la menor duda muchísimo más rancia que la de ellos. La de
ellos constará acaso en antiguos pergaminos, pero la mía consta en
documentos fehacientes, redactados veinte siglos antes de que el
pergamino se inventase, y muchos más siglos antes de que en Austria se
usara y se contara entre los recados de escribir.
Ámame, repito, y ten fe y esperanza en mi amor. No necesitas buscarme,
sino aguardarme. Pronto me verás a tus pies, adorándote rendido y
suplicándote con toda el alma que seas la _Padmini_ de tu
ISIDORO.»

IX
Contentísima estaba Poldy al inferir y considerar, por la lectura de la
carta, que su indio era ilustre y rico y que estaba perdidamente
enamorado de ella. Puntos había, no obstante, en la carta, que hacían
surgir en el espíritu de Poldy, reparos, contradicciones y hasta quejas.
Harto jactancioso y nada galante ni fino le pareció el encomio que hizo
el indio de su nobleza, con grave detrimento y aun menosprecio de la
nobleza austriaca; pero Poldy excusaba y hasta absolvía al indio,
conjeturando que en este particular había de estar un tanto cuanto
agriado su carácter, por que siendo él descendiente de Crishna, de Rama,
de los Pandues, o tal vez de algún Avatar, encarnación de Vishnú, de los
que el Mahavarata celebra, se veía sometido a la extranjera dominación
de los pícaros ingleses.
Poldy disculpaba así a su amigo, pero distaba mucho de darle la razón.
Pensaba ella que los documentos nobiliarios valen solo cuando goza de
poder, alta posición y riqueza quien los exhibe, y que todo esto, salvo
la riqueza, estaba menoscabado y deteriorado en su indio, que al fin era
un humilde súbdito de S. M. Británica y cualquier inglés empleado de
Hacienda o cualquier coronel de caballería podría mirarle de alto a
bajo.
Poldy discurría además, que el que vence y domina es siempre el heredero
legítimo del vencido y dominado. Y esto en todas las épocas y regiones.
En la Edad Media, por ejemplo, ya en una encrucijada, ya en abierto
palenque, topaba un caballero andante con otro, y para probar la
bizarría respectiva o para hacer confesar al contrario, que su dama era
la más hermosa, o por quítame allá esas pajas, se arremetían ambos con
furia y se daban de lanzadas. De resultas caía derribado de la silla uno
de los dos caballeros, y en el instante, toda la gloria de sus proezas,
toda la nombradía que sus aventuras y hazañas le habían granjeado, se
transferían al caballero vencedor como aditamento o apéndice.
Poldy recordaba también haber leído que, allá en América, cuando un
cacique bisoño, que no había hecho aun cosa de provecho, se encontraba
de manos a boca con otro cacique veterano, enemigo suyo, y célebre autor
de doscientas mil ferocidades, y acertaba a darle tan terrible golpe con
la macana que le derribaba y vencía, la fama toda del cacique veterano
se trasladaba al cacique bisoño, y hasta era general creencia que en el
bisoño se transfundían los bríos y la audacia del veterano, sobre todo
si el bisoño le bebía la sangre o se le comía, crudo o guisado, después
de haberle muerto.
Deducía Poldy de cuanto va dicho, que los verdaderos nobles del día, son
los europeos, y muy singularmente los alemanes, porque ejercen con los
adelantos y mejoras de nuestro siglo, todas las antiguas artes de la paz
y de la guerra, por donde se señalaron y dominaron el mundo asirios y
babilonios, medos y persas, egipcios, fenicios y cartagineses, y griegos
y romanos, cuyas glorias todas, excelencias y privilegios se hallan hoy,
según Poldy, en resumen, cifra y compendio, en sus egregios
compatriotas, y por consiguiente en ella también.
A pesar de todo, y después de haber hecho la indispensable rebaja, Poldy
se complacía en que fuera noble su indio y hasta se figuraba llanísimo
que fuese él naturalizado, _hof-fähig_ sin la menor dificultad, y que
asistiese con ella a la corte cuando estuviesen casados.
Como en Austria, además de la nobleza alemana, checa, polaca, húngara,
rumana, croata, serba, dálmata, etc., la hay de origen irlandés,
francés, español e italiano, claro está que podría haberla también de
origen brahmánico y _chatriesco_.
Otra cosa, de las que enojaban algo a Poldy, era la presencia en la
fotografía de aquellas tres bayaderas tan ligeramente vestidas y tan
poco modestas y comedidas en sus bailes. Pero también Poldy se mostraba
indulgente con este desafuero del indio, y si no le disculpaba, le
explicaba y casi le perdonaba. El indio había tenido bayaderas, y había
hecho aquella vida rota, de puro oriental, cuando estaba aun sumido en
las tinieblas del paganismo, pero cuando, gracias al padre jesuita, se
convirtió a la verdadera religión, Poldy daba por segura su enmienda y
el abandono en que había dejado sus viciosos deportes.
Lo único que en este negocio la apesadumbraba era que no hubiese sido el
indio su catecúmeno, porque ella le hubiera convertido mejor que el
padre jesuita, y no le hubiera dado en la pila bautismal un nombre tan
feo como el de Isidoro. Poldy ignoraba quizás que había habido un santo
arzobispo de dicho nombre, famosísimo sabio, que recogió y ordenó en
sus libros todo el saber de su tiempo, y se atenía a lo que había oído
decir a una vieja princesa, tía suya, terrible antisemita, la cual
princesa se empeñaba en afirmar que el nombre de Isidoro era muy común
entre judíos, por donde le repugnaba de tal suerte, que tuvo tentaciones
de despedir a un excelente criado suyo porque se llamaba Isidoro, y sólo
se resignó a conservarle en su servicio obligándole a llamarse Filidoro
en adelante.
Por lo demás, Poldy no podía estar más alegre ni más satisfecha. El
istmo de Suez, acababa de abrirse y ya se presentía Poldy atravesando el
canal, salvando el estrecho de Bab-el-Mandeb, y navegando por el Mar
Eritreo, con rumbo hacia la India, para visitar las quintas, jardines y
palacios de su joven esposo.
La venida de éste no podía ya tardar mucho, y Poldy se moría de
impaciencia por verle vivo y no pintado, en cuerpo y alma y no en
imagen. Lo que excitaba su curiosidad y le cosquilleaba suavemente las
telas del cerebro era la condición de _Padmini_, que el joven indio le
concedía. Ansiosa estaba de leer o de que le leyesen el _Kama Sutra_, y
de estudiar bien allí las sesenta y cuatro aptitudes o excelencias de la
_Padmini_, para buscarlas en ella y convencerse de que las poseía y de
que no era lisonja de su amigo.
En resolución, Poldy estaba inquieta y alborozada, pero con inquietud y
alborozo, llenos de dulces esperanzas y de amorosas y poéticas
venturas.

X
Muy distraída o muy afanada debía de andar Garuda, cuando no se mostraba
en la margen de la laguna a donde Poldy iba a buscarla de diario.
El indio seguía también tan invisible como Garuda.
Poldy languidecía de impaciencia, e imaginaba en ocasiones que iba a
marchitarse su juventud como entreabierta rosa, en cuyo seno, donde no
cayó el rocío, penetran los rayos del sol en la estación estiva.
En efecto, estaba para acabar ya el mes de Junio y el indio no había
aparecido.
Una mañana, como de costumbre, entre diez y once, volvía Poldy de la
laguna, donde en balde había buscado a la cigüeña.
Fatigada y triste, en medio de la senda por donde se volvía al castillo,
Poldy se sentó, al pie de un olmo, en un asiento rústico, y en lo más
frondoso, intrincado y bonito del parque. Un arroyuelo cristalino corría
cerca murmurando. Crecían en su margen blancas y moradas violetas, y
otras no cultivadas florecillas, que embalsamaban el aire con suave y
grata fragancia. Floridos rosales de enredadera y otras plantas, que se
ceñían a los troncos, y pasaban de un árbol a otro, como festones y
guirnaldas, formaban allí misteriosa espesura y apartado recinto.
Sentada ya Poldy, se puso a meditar, y hubo de distraerse por tal arte,
que, como vulgarmente se dice, se le fue el santo al cielo. Cual no
sería su asombro y cual no sería su júbilo, cuando de repente sintió
ruido y sin tener tiempo para recobrarse, vio llegar a un gentil
caballero, que se aproximó respetuoso y vino a ponerse de hinojos a sus
plantas.
Imposible dudar. Era el original de los tres retratos en fotografía.
Vestido estaba con elegante traje de cazador, pero sin armas, porque no
iba ya a caza de tigres, sino de palomas. Y en vez del salacot oriental,
cubría su cabeza un airoso sombrero tirolés adornado con una pluma de
águila.
El joven derribó por tierra el sombrero y descubrió los negros y
abundantes rizos de su cabeza, antes de postrarse de rodillas.
Profunda fue la emoción de Poldy. El corazón le daba brincos en el
pecho. El joven le pareció mucho más bello en el original que en los
retratos, y cuando oyó su voz, argentina, melodiosa, y rica de tonos
persuasivos y suaves, que roban la prudencia y la calma, apenas pudo
sostenerse y pensó que se desmayaba.
En aquella situación no era dable diálogo alguno. ¿Qué podían decirse
los dos enamorados? ¿Con qué frases, en qué sobrehumano idioma
acertarían a expresar sus agitadores sentimientos?
Solo dijo él:
--Aquí estoy, Poldy. Tuya es mi vida. Quiero ser y seré tuyo para
siempre. Yo te amo, yo te idolatro, yo te adoro.
¿Qué había de contestar Poldy, muda de asombro, radiante de alegría, y
con el amor y el pudor luchando en su alma?
Hizo, no obstante un esfuerzo y se puso de pie, aunque turbada y
vacilante.
Entonces él se levantó también y la estrechó irresistible y
cariñosamente entre sus brazos. Luego, juntó su rostro al de ella y
cubrió de besos su frente, sus mejillas y su fresca boca.
Conoció Poldy al fin el peligro en que se hallaba, se avergonzó de ceder
con tanta facilidad a quien veía y oía por vez primera; y, prestándole
fuerzas su lastimado decoro, rechazó con violencia a su amante, se
desprendió de entre sus brazos, y procuró guarecerse de su atrevimiento
huyendo desalada y refugiándose en el castillo.
A solas en su estancia, se repuso Poldy de su temor, logró calmarse, y
en el fondo de su alma no pudo menos de conceder su perdón al príncipe
indio. ¿Qué no perdonará una mujer a un joven gallardo y elegante,
enamoradísimo de ella, y que viene a buscarla y a ofrecerle su mano
desde tan remotos países? Y por otra parte, ¿qué había de hacer él
cuando ella había enmudecido, trémula y palpitante, y no respondía a sus
palabras? Si el indio no hubiera hecho lo que hizo, o hubiera sido un
ente sobrehumano de los que no se estilan, o un mozalvete ruin,
desmedrado y muy para poco.
Así pensó Poldy. Yo no digo si pensó bien o si pensó mal. Digo solo que
pensó así y que, en consecuencia de tales premisas, echó allá en su
mente la absolución al joven indio.
Sacó luego de un cajón de su escritorio la fotografía iluminada y con
morosa delectación se puso a contemplarla.
Tan embebecida estaba en esto, sentada junto a su bufete, donde había
extendido la fotografía, que no vio ni oyó lo que pasaba en torno suyo.
De súbito, y cuando menos lo temía, oyó detrás de ella una estridente y
sonora carcajada, tan diabólica y tan burlona como puede darla el más
consumado cantante, haciendo el papel de Mefistófeles y atormentando a
Margarita, en la ópera del _Fausto_. Con mucho sobresalto volvió Poldy
la cara y vio apoyado en el respaldar de su silla a su hermano Enrique,
con su facha de duende maligno, que se reía a casquillo quitado.
De ordinario era Poldy apacible y afectuosa con todas las gentes y
singularmente con su enfermizo hermano, para quien no tenía palabra
mala. Pero entonces la cegó la ira y dijo con cruel desabrimiento al
Conde Enrique:
--¿De qué te ríes, imbécil? ¿De qué te ríes?
--Pues me río, contestó el conde tartamudeando, pues me río...
--Vamos... interrumpió ella. Di, explícate. Dios te dé habla.
--Pues me río del enredo novelesco que has armado en tu cabeza,
convirtiendo en príncipe indio o en algo semejante... a mi antiguo amigo
y camarada de universidad, Isidoro Ziegesburg.
--Esas son simplezas tuyas. El indio se parecerá a un estudiante que tú
conociste. ¿Pero de dónde había de sacar el tal estudiante todas las
magnificencias indostánicas, todos los peregrinos tesoros de que en esta
fotografía aparece rodeado?
--Mira, hermana, mi amigo es tan rico y abundan tanto en su casa los
objetos de toda laya, que lo mismo que aparece como indostaní en la
fotografía, hubiera podido aparecer griego del tiempo de Pericles,
magnate egipcio de la época de los Faraones o de los Ptolomeos, Mirza
contemporáneo de Hafiz o señor feudal del siglo de la primera cruzada. Y
siempre con las alhajas, primores, requisitos y demás accesorios que a
cada personaje caracterizan y son propios. Isidoro Ziegesburg, en una
palabra, posee el más completo y admirable bazar de antiguallas y
curiosidades que hay en Viena. ¿Qué digo en Viena? en toda Europa no hay
otro que se le iguale. Isidoro, así por lo que heredó de su padre, como
por lo que ha traído de sus peregrinaciones por todo el mundo, durante
cuatro años, es el más notable y acreditado de todos los chamarileros.
Comprendo lo que ha pasado y por eso me río. Me río sin poderlo
remediar.
Y el conde Enrique se reía, y Poldy poniéndose colorada como las
amapolas, estuvo a punto de darle de bofetones.
El conde advirtió que su hermana estaba furiosa, refrenó su hilaridad y
siguió diciendo:
--Lo comprendo todo, porque Isidoro posee una bonita casa de campo a
ocho kilómetros de este castillo. No extraño que lo ignores, porque tú
estás siempre en Babia, arrobada en tus ensueños y sin ver la realidad
de las cosas. Sin duda, en la citada casa de campo, ha de tener Isidoro
algunos animales domesticados, y entre ellos la cigüeña blanca. Tuvo un
día el capricho de colgar al cuello de la cigüeña las tres poesías
sanscritas, de cierto compuestas por él, porque es muy ingenioso y
aprovechado estudiante. El quiso embromar a alguien, sin prever a quien
embromaría. Y quiso la suerte que los versos cayesen en tus manos y
fueses tú la embromada. Lo demás que ha podido ocurrir, lo sabes tú
mejor que yo.
--Sí que lo sé, dijo Poldy, más triste ya y más abatida que airada. Y
pregunto yo ahora: ¿es incompatible el ser chamarilero y el pertenecer a
la nobleza?
--En manera alguna es incompatible. Sujetos de muchas campanillas gustan
en el día de hoy de hacer cambalaches y de comprar y vender antiguallas
y curiosidades de todo género. Yo he oído decir al mismo Isidoro, cuando
acababa de volver de sus peregrinaciones, que en Lisboa tenía un
estupendo baratillo nada menos que un Palha, individuo de una de las más
ilustres y antiguas familias portuguesas, según lo atestigua Cervantes
en el _Quijote_. Y sin ir tan lejos, en la misma capital de Austria, hay
un egregio conde que tiene tienda de cristalería, y otro muy distinguido
caballero que la tiene de tejidos de lana en la calle de Carintia.
¿Porqué pues, sin desdoro de sus timbres y blasones, no ha de tener un
baratillo un señor de noble prosapia?
--Acaso, dijo Poldy, Isidoro de Ziegesburg entre en esa cuenta. Acaso
figure su nombre en el cuadro genealógico de las casas principescas,
ducales y comitales, que publica todos los años el almanaque de Gotha, o
por lo menos en el libro de los condes, que también da anualmente a la
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