De varios colores - 03

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están siempre de acuerdo. En lo único en que el general no conviene con
mamá y le arma hasta acaloradas disputas, es cuando mamá pondera la
elegancia, la discreción y la hermosura de otras señoras. Buen tunante
está el general, pero a mí no me la pega. Vamos a una tertulia y él es
la primera persona a quien veo. En la mesa de tresillo, en que mamá
juega, el general ha de estar siempre jugando. Salimos en coche, y no
bien llegamos al Retiro, diviso al general, hecho un pollo, trotanto y
haciendo corbetas en su fogoso caballo inglés. A casa viene todos los
días en que mamá recibe y no pocos días en que mamá no recibe. ¡Y que se
empeñe mamá en hacerme creer que esto es amistad pura! Ya, ya. Venga
Dios y lo vea.
Yo lo hallo muy natural. Si yo no celebrara, disculparía hasta que ella
se casase. Lo que me enoja, es su falta de franqueza. Y también me
enoja, no ya el que no piense en mí y me busque novio, que tiempo hay de
sobra y yo no tengo priesa, sino que distraída ella con su general, no
me vigile y me deje confiada al adefesio de doña Rita, que, si bien fue
su aya, tiene más conchas que un galápago.
Por fortuna, aunque me esté mal el decirlo, yo soy tan prudente que ni
el descuido de mamá ni el inútil amparo de doña Rita pueden
perjudicarme. Y cuenta que me he visto, desde que salí hace tres meses
al mundo, en ocasiones peligrosas.
Si mamá tiene sus secretos y se los calla, yo también tengo el mío y me
le callo, usando de represalias. Mi secreto es un novio... y guapísimo.
Aunque novicia, no he ido a ciegas ni he hecho ningún disparate. Y eso
que me encantó desde que le vi la vez primera. ¡Qué distinguido! ¡Qué
elegante! ¡Qué lindo muchacho! ¡Y qué respetuoso sin timidez ni
encogimiento! Siempre que salía yo con doña Rita, a la iglesia, de
paseo, o para ir en casa de alguna amiga, ¡zás! indefectiblemente, como
si le evocasen, se mostraba él y casi tropezaba con nosotras. Y me
miraba con unos ojos... ¡Válgame el cielo, qué ojos! Pero no se atrevía
a hablarme.
Jamás le he visto ni en bailes, ni en tertulias, ni en teatros. Y sin
embargo, no es cursi: no hay más que verle para conocer que no lo es.
Será forastero; me decía yo. Y notando en él un no sé qué de peregrino,
imaginé que no venía de ninguna provincia, sino de tierras extrañas y
tal vez remotas.
Así pasó más de un mes, largo para mí como un siglo, porque me
atormentaba la curiosidad de saber quién era este ser misterioso. Andaba
yo deseosa y temerosa a la vez de que él me hablase; deseosa por
hallarle tan de mi gusto, y temerosa porque si él me hubiese dirigido la
palabra sin conocerme, sin la previa y debida presentación, hubiera
tenido yo que atribuirlo a mala crianza o a falta de respeto.
Parece providencial lo que ha ocurrido. El cielo ha premiado mi piedad y
lo mucho que quería yo a mi abuela. Era una santa. Pero, en fin, con
algunos pecadillos pudo irse al otro mundo cuando murió dos años ha. Tal
vez aún esté por ellos en el Purgatorio. No sobran, pues, las misas que
se digan por su alma. Pensando de este modo, hace ocho días justos entré
en la sacristía a encomendar al Padre González veinte misas, pagándolas
yo de mis ahorrillos. ¿Y a quién pensarán ustedes que me encontré allí?
Pues me encontré a mi perseguidor hablando familiarmente con el Padre.
Quise aguardar desde lejos a que terminase aquella plática, y el Padre
me vio, y me dijo: ¿Qué se le ofrece a usted, señorita doña Manuela? No
deje de hablarme ni se retraiga porque vea aquí a este caballero. El, su
madre y otros individuos de su ilustre familia, son amigos míos de toda
la vida. Permítame usted que le presente a D. Narciso Solís.
De esta suerte, el Padre González ha tenido la culpa de que yo conozca a
Narcisito.
Después, la verdadera culpada de que hable yo con Narcisito, de que me
ponga con él de acuerdo, y de que el _flirteo_ se convierta en noviazgo,
ha sido esa hipocritona de doña Rita. Bien hacen algunas muchachas
desenfadadas en llamar _carabinas_ a tales ayas o acompañantas: son la
carabina de Ambrosio.
Por eso he dicho y lo repito, perdóneseme la inmodestia, que mi
prudencia me ha valido. Parece inverosímil que tenga yo tanto mundo y
tanta perspicacia. No, yo no me equivoco. Es persona muy digna. Por su
devoción a los santos merece la amistad del Padre González, y por la
devoción que me tiene a mí, que soy también una santa, merece que yo le
quiera. ¿Qué pecado hay en esto?
Quedó ayer conmigo en que hablemos por teléfono, a las diez de la noche,
cuando mamá no esté en casa. Su número, el 4.500. Para impedir que,
oyendo mal y no reconociendo su voz, hable yo con otro sujeto, hemos
convenido en empezar por decirnos cuatro palabras mágicas: la primera y
la tercera, yo: él, la segunda y la cuarta. ¡Y qué palabras tan raras!
(_Sacando un papelito_). En este papelito me las escribió con lápiz. Van
a dar las diez. Como tengo una jaqueca atroz, sí, la tengo, no es todo
estratagema, no he podido acompañar a mamá, que se ha ido al teatro con
la vizcondesa. (_Suenan las diez en el reloj de la chimenea_.)
Llegó la hora. Ea, miedo a un lado (_Se acerca al teléfono, toca el
timbre y a poco suena la campanilla._) Central..... comunicación con el
4.500. (_Pausa. Vuelve a sonar la campanilla_.) _Logos_..... Reconozco
su voz; dice _Theos_... _Sares_... Ha contestado _Egéneto_.
--¡Ay, Narcisito! ¡Qué locura! ¡Qué picardía! Razón tendría mamá de
reñirme si me sorprendiese hablando por teléfono con usted: con un
hombre a quien ella no conoce.--¡Qué desenvoltura! ¡Qué modo de sacar
los pies del plato! ¿Es esta la educación que en el convento te han dado
aquellas benditas madres?--exclamaría mamá.--Si usted me quiere de
veras, si es usted un joven formal y como Dios manda, y si quiere usted
que nuestras relaciones continúen, es indispensable que se haga usted
presentar a mamá lo más pronto posible. (_Nueva pausa. Las pausas serán
más o menos largas, según la contestación que se exprese o se presuma_.)
No: lo que hemos hecho hasta ahora no puede ni debe seguir. A
hurtadillas de mamá, en paseo, en la calle, haciendo cómplice a doña
Rita, no he de hablar ya con usted sino muy de tarde en tarde. Hablar
así de diario sería muy feo. Usted mismo pensaría mal de mí. Las gentes
que nos viesen murmurarían. Mamá llegaría a saberlo y regañaría mucho y
con razón sobrada. (_Pausa_). Bueno, me alegro con toda el alma de que
esté usted decidido a hacerse presentar cuanto antes. Eso es lo recto y
lo leal.
¿Qué?... No me atrevo a contestar a eso. Yo no entiendo bien esta
maquinaria. Temo que las mujeres de la Central me oigan y se rían.
(_Otra pausa_.)
Pues ya que se empeña usted, ya que lo pide con tanto fervor, no hay más
remedio. Lo diré, aunque me oigan. Repetiré lo que ya le dije tres o
cuatro veces, cuando echábamos migajitas de pan a los patos y peces del
estanque del Retiro: para usted las migajitas de mi corazón, que será
todo suyo, si con amor me paga. (_Pausa_.)
Mucha precipitación es esa. Mamá dirá, si no se niega, que conviene que
antes nos tratemos; que pedirme en seguidita, de sopetón, es puñalada de
pícaro...
Adulador. ¿Con que mis ojos son los pícaros que dan las puñaladas? ¿Con
que usted es el herido? Pues yo declaro que el pícaro es usted. Si el
Padre González hubiera sospechado siquiera lo perverso que es usted y el
mal incurable que iba a causarme, de seguro que no le presenta a su hija
de confesión, que soy yo...
Allá veremos si, como usted pronostica, de este mi mal incurable se dice
con toda verdad «que no hay mal que por bien no venga». Adiós; basta de
charla. Temo que nos sorprendan. Preséntese usted a mamá y venga a casa
pronto. Mamá recibe dos veces a la semana.

CUADRO SEGUNDO
La misma decoración del cuadro primero. Manolita sola, entrando en el
cuarto del teléfono y cerrando al entrar. (A fin de no repetir
acotaciones, se confía en la capacidad de quien lea o recite este
soliloquio para distinguir por el sentido, cuando Manolita se dirige al
público como si hablase para sí, y cuando se acerca al teléfono y habla
por él).
Hoy estoy muy mal de salud. Estoy furiosa. Mamá, sin creer en mi mal, se
largó tranquilamente a su tertulia. Como no comí a la mesa, a poco de
irse mamá tuve mucha hambre y vengo de cenar. Me amenazan grandes penas
y trabajos y conviene restaurar las fuerzas.
Me muero de impaciencia por hablar con Narcisito. Tengo mil cosas
tristes que decirle ¡Cuantas novedades desde ayer a hoy! Ya es inútil
que se presente a mamá. Sería muy mal recibido. Pero... (_Suenan las
diez en el reloj de la chimenea_). Las diez. Voy a hablarle. (_Toca el
timbre. Suena la campanilla_). Central... comunicación con el 4.500.
(_Nueva pausa. Vuelve a sonar la campanilla_). _Logos_... contestan
_Theos_. ¿Estará resfriado Narcisito? ¡Qué voz tan ronca tiene hoy!
_Sares_... Está bien. _Egéneto_. ¡Pero qué voz tan ronca!
--Me quiere usted decir, Narcisito, ¿qué significan esas palabras
enrevesadas?...
Mentira parece que haya idiomas tan concisos y que en solo cuatro
palabras se enjareten tantas cosas. De modo que las palabras son griegas
y significan: «Tú eres un ángel que bajaste del cielo a la tierra,
tomaste cuerpo gentil y te convertiste en Manolita.»
Sospecho que usted se chancea. ¿Cómo han de decir tanto cuatro palabras
nada más?...
¿Que es paráfrasis y no traducción? Entonces ya se comprende. Pero
dejémonos de paráfrasis. No estoy para ellas, ni para que me echen
piropos.
Estoy desesperada. Tan desesperada estoy, que me inclino a creer que no
he tenido que fingir la enfermedad, sino que en realidad estoy enferma.
El doctor lo ha creído y ha dejado una receta muy larga, que doña Rita
ha leído y debe cumplir. Serán simplezas del doctor...
¡Ay, Dios mío! ¿Qué burla pesada es esta? ¿Con que no me contesta
Narcisito? Me contesta el doctor, que está con él, y dice que para ver
que él no es tan simple, lea yo su receta, que, después de bien
estudiada, ha puesto doña Rita bajo la peana de aquel reloj de chimenea.
Veamos. (_Manolita busca, halla y lee la receta_.)
«_Récipe_: A eso de las nueve, _consommé_ con huevo fresco, _filet
mignon_, _chaud froid_ de perdices, vino del marqués de Riscal,
panecillos de Viena, una chirimoya gruesa de las que gusta tanto la
enfermita, dulces, café y media copa de _chartreuse_ para entonar el
estómago. De sobremesa, un rato de palique con Narcisito por teléfono o
más de cerca.»
¿Habráse visto desvergüenza mayor? Esto es burlarse de mí a casquillo
quitado. En el pecado llevo la penitencia. El general llama griegos a
los fulleros. Hice muy mal en fiarme de un griego desconocido. Nada más
lógico que esta fullería y esta infame burla. (_Manolita acude al
teléfono, llena de ira_.)
Narcisito, lo que está usted haciendo conmigo es una maldad. Se me acabó
el amor. Aborrezco a usted.
Las circunstancias son, sin embargo, muy difíciles y escabrosas y me
obligan a refrenar mi enojo y a hablar aún con usted de asuntos
importantes.
Dice mamá que la vizcondesa y otras muchas damas son cómplices e
instigadoras de un amor en que ella ni soñaba. El general, dirigiéndose
a mí en latín, y diciéndome _tu quoque, filia_, me acusa también de
complicidad y de provocación al delito. A fuerza de decir que tenían
ellos relaciones amorosas, aunque ni soñaban en tenerlas, les hemos
hecho creer que será verosímil, juicioso y gustoso el que las tengan.
Ambos han exclamado: Pues tengámoslas. En efecto; ayer se declararon y
ya las tienen. Y no queriendo que el hechizo y el deleite de tales
relaciones consistan en que se presten a la murmuración, han resuelto,
para evitarla, casarse a escape. Vea usted por dónde, echándome mamá
parte de la culpa, ha decidido darme padrastro y tirano, que, sin duda,
vendrá a instalarse, dentro de poco, en esta casa...
¡Jesús, María y José! ¿Qué lío es este? No es Narcisito, es mamá quien
me responde muy picada. Afirma que no me trae el tirano a casa, sino que
se va ella a la casa del tirano y me deja aquí sola.
(_Vuelve Manolita al teléfono_.)
Oye, mamá. Por Dios no me dejes sola. Perdóname. Yo seré buena. Vuélvete
a casa y vive conmigo, aunque me traigas también a tu tirano. Solo te
ruego que me dejes a mí elegir el mío y que no te empeñes en que yo
acceda a lo que el general ayer me proponía. Te lo confieso; hay un tal
Narcisito, que a pesar de que ahora se está conduciendo conmigo muy mal,
y por ello debiera yo aborrecerle, me tiene perdidamente enamorada, y no
lo puedo remediar. Imagina tú, ¿cómo he de poder yo casarme con ese
sobrino del general, estando perdidamente enamorada de otro? Será rico,
será buen mozo, será conde, será todo lo que el general quiera, aunque
yo sospecho, no sé por qué, que ha de ser un señorito andaluz, nacido y
criado en un poblachón, ceceando mucho, echándola de gracioso, y más a
propósito para brillar en las ferias, vestido de majo, y cautivar el
corazón de las gitanas y de las chulas, que para mostrarse como conviene
en los salones elegantes, inspirar amor verdadero y profundo a una
señorita bien educada y hacerla luego dichosa. Ya ves, mamá, que tengo
razón para no querer a tu futuro sobrino político y para preferir a mi
griego. Y no me pongas la objeción de que mi griego ha de ser hereje o
cismático. De fijo que es muy buen católico. Si no lo fuera, no sería
tan amigo del Padre González, que me le presentó en la sacristía, hace
ya más de una semana. ¿Oyes, mamá?... ¿Qué?... ¿Ustedes me quieren
volver loca? Ahora es el propio Padre González quien me contesta. Dice
que Narcisito no es griego natural y de siempre, sino trashumante y
temporero. Dice que es el primer secretario de la legación de España en
Atenas y en Constantinopla, que ha venido a Madrid con cuatro meses de
real licencia.
(_Vuelve Manolita a hablar por teléfono_.)
Oiga usted, Padre González, como quiera que sea, usted tiene casi toda
la culpa de que yo haya conocido y tratado a Narcisito, me haya paseado
con él por las calles más solitarias del Retiro y por las orillas del
estanque, dejando a doña Rita a muy respetable distancia: conque así,
apiádese usted de nosotros y predique a mi madre y al general, para que
no persistan en que yo me case con ese abominable sobrino...
¡Cielos santos! Qué tramoya horrible, qué complicada conspiración contra
una pobre niña inexperta. Ya no me habla el Padre González; me habla el
general. Es su casa y no la de Narcisito desde donde me habla.--¿Sí?...
¿Eh?... Hoy está conmigo más desaforado y más insolente que nunca.
Mamá se ha puesto a jugar al tresillo con el doctor y con el Padre
González. El general aprovecha la ocasión para desatar la lengua contra
mí:
Que su sobrino no es abominable, sino adorable; que yo presumo demasiado
de discreta y de lista, y que soy una criaturita mimada, voluntariosa y
terca; y que si él me hubiera presentado a Narcisito como sobrino, yo le
hubiera encontrado vulgar y feo y le hubiera dado calabazas; y que ha
sido menester armar toda esta tramoya y conjuración, en que han entrado
mamá, el general, el doctor, el Padre González y hasta doña Rita, para
que yo crea a Narcisito griego o turco y de él me enamore.
Oiga usted, general; repórtese usted y no me insulte. Piense usted lo
que se le antoje. Lo que yo pienso y sostengo es que quiero y requiero a
Narcisito, aunque ya sé, no diré si con gusto o con rabia, que es
sobrino de usted, y que es casi tan insolente como usted, tan burlón y
tan desalmado. Usted me ofende de palabra, porque está lejos de mí. Si
estuviera yo ahí, se moriría usted de miedo al verme, porque estoy hecha
una fierecita...
¡Hola, hola! Me desafía usted, me cita y me emplaza para que vaya a su
casa al punto. Pues iré... y nos veremos las caras. ¿Pero como ir?...
Agradezco el deseo que usted muestra y la esperanza que me infunde de
que no sea a muerte nuestro duelo y de que a las doce de esta noche, que
es la de San Silvestre, bebamos un vaso de Champagne para celebrar
nuestra reconciliación y la entrada del nuevo año. También agradezco la
noticia que me da usted de que en esa casa se acaban de echar los
estrechos, y de que usted ha salido con mamá y yo con Narcisito. Pero
como usted todavía no es mi padrastro, bien puedo yo faltarle al
respeto, y así le digo, que eso es un embuste o una fullería para
burlarse de mí y para demostrar lo que ya no necesita demostración; que
es usted más griego y más trapacero que su sobrino. Y, sin embargo, ¡qué
corrupción la de los tiempos que corren!--como decían las benditas
madres que me han educado.--¡Qué perversa condición tenemos las mujeres!
¿Quiere usted creer que a pesar de todo, me es usted muy simpático y me
hace muchísima gracia? Lo que no apruebo, es que tenga usted tan
estrafalarias ocurrencias. Me pone usted en un apuro con que vengan ya a
buscarme la berlina de mamá y Narcisito en la berlina. Si fuera el
landó, si fuera al menos el _clarence_, no habría dificultad. Pero en la
berlina que es muy estrecha... ¿quiere usted decirme, diantre de general
y aborrecible padrastro, dónde voy a colocar yo a doña Rita, que pesa
doce arrobas y parece una urca holandesa?
Más vale tomarlo a risa para no pelearme con todos, porque me están
tomando por juguete. El general se ha ido del teléfono a hacer el cuarto
en la mesa de tresillo. Dice que su hermana la condesa viuda, mamá de
Narcisito, estaba jugando por él, y como es una chambona, le lleva
perdida casi toda la paga del mes corriente. ¿Y quién me comunica todo
esto? La taimada de doña Rita, que está muy sofocada. Afirma que no es
urca y que no pesa tantas arrobas, y que de todos modos no puedo
llevarla conmigo, porque considerando que yo no la necesito para nada,
por lo prudente que soy, y que la califico de carabina de Ambrosio, se
fue con mamá, para acompañarla, desde esta calle de Don Pedro, donde
vivimos, hasta el último extremo de la fuente de la Castellana, donde el
general vive.
(_Vuelve Manolita al teléfono_.)
Explíquese usted, doña Rita. ¿Por qué no viene usted a buscarme?
(_Después de escuchar por el teléfono_.)
* * * * *
¡Conque usted no ha cumplido la orden de mamá! ¡Conque el general ha
tolerado que Narcisito deje a usted plantada y se venga él en la
berlina! ¡Doña Rita, es usted un monstruo!
* * * * *
_(No responde nadie. Doña Rita ha cortado la comunicación.)_
Pues, señor, meditemos con serenidad y con calma. Yo tengo muchísima
gana de conocer a la condesa viuda que va a ser mi suegra; tengo también
muchísima gana de brindar con Champagne en punto de las doce, en
compañía del general y de sus tertulianos; y como Narcisito no es un
galopín, sino un caballero, y no ha de querer empañar en lo más mínimo
el espejo en que su honra se mire, me parece que bien puedo irme con él
sin menoscabar mi decoro.
No es necesario que el público sepa esta determinación que he tomado;
pero si la sabe...
_(Suena la campanilla de la puerta.)_
Ya está ahí Narcisito. Voy a ponerme el sombrero y el abrigo para irme
con él. _(Dirigiéndose al público.)_ ¿Quieren ustedes ser indulgentes
conmigo, perdonar mi falta y aplaudirme antes de que me vaya?
_(El autor supone que el público aplaude.--Cae el telón.)_


EL DUENDE-BESO

I
Notabilísimo huésped había llegado al convento de Capuchinos de la
villa, allá por los años de 1672. Famoso era el huésped en todas partes
por la agudeza de su ingenio, por el profundo saber que había adquirido
y por las obras científicas en que le divulgaba. Baste decir, y está
todo dicho, que el huésped era el reverendísimo padre fray Antonio de
Fuente la Peña, ex-provincial de la Orden.
Después de comer con excelente apetito y de dormir una buena siesta,
para reposar de las fatigas del viaje, fray Antonio recibió en su celda
al padre guardián, fray Domingo, y habló a solas con él sobre el
importante asunto que le había impulsado a ir a aquella santa casa.
--Sé por fama--le dijo--el extraño caso de mi señora doña Eulalia, hija
única del ilustre caballero D. César del Robledal. Y considerado bien y
ponderado todo, me atrevo a sostener que la joven no está posesa ni
obsesa.
--Vuestra reverencia me ha de perdonar si le contradigo. No veo prueba
en contra de la posesión o de la obsesión de la joven. Aunque me esté
mal el decirlo, sabido es que, a Dios gracias, ejerzo bastante imperio
sobre los espíritus malignos, y que he expulsado a no pocos de los
cuerpos que atormentaban. Si los que atormentan a la joven doña Eulalia
no me obedecen, no es porque no estén en ella o en torno de ella, sino
porque son muy ladinos y marrajos. Si están en ella, se esconden, se
recatan y se parapetan de tal suerte, que se hacen sordos a mis
conjuros; y si la cercan, para atormentarla, andan sobrado listos para
escapar cuando yo llego, y no volver a las andadas sino después que me
voy. Los síntomas del mal son, sin embargo, evidentes. Sobre lo único
que estoy indeciso y no disputo, es sobre si el mal es posesión u
obsesión.
--Pues bien,--replicó fray Antonio,--mi conclusión es enteramente
contraria, y mientras más lo reflexiono más me afirmo en ella. Doña
Eulalia no habla nunca en latín ni en ningún otro idioma que no sea
nuestro castellano puro y castizo; sus pies se apoyan siempre en el
suelo cuando no está sentada o tendida; en vez de estar desmedrada,
pálida y ojerosa, sé que está muy guapa y de tan buen color que parece
una rosa de Mayo; y el que ella repugne casarse con ninguno de los
novios que su señor padre le ha buscado, y el que ande melancólica y
retraída, y el que tenga por las noches y a solas, en su retirada
estancia, coloquios misteriosos con seres invisibles, no prueba que esté
endemoniada ni mucho menos. Los demonios jamás son tan benignos y
apacibles con una criatura. Ser, por consiguiente, de menos perversa y
dañina condición, que los ángeles precitos, es quien tiene trato y
coloquios con mi señora doña Eulalia. _Ergo_, no es demonio, sino duende
quien la visita y habla con ella. Y conocedor yo de este suceso, y
empleándome como me empleo en el estudio de los duendes, según lo
testifica mi ya celebérrimo libro _El ente dilucidado_, he venido por
aquí a ver si me pongo en relación con el duende que visita a doña
Eulalia y logro arrojarle de su lado, valiéndome de los medios que me
suministra la ciencia.
--Extraño es--dijo fray Domingo--que afirme todo eso vuestra reverencia
por meras conjeturas.
--No son meras conjeturas--repuso fray Antonio.--Aunque por mis pecados
nunca he sido digno de tener revelaciones sobrenaturales, lo que es
naturales las tengo con frecuencia, y tal es el caso de ahora. Aquí
estamos solos y puedo hablar con libertad, confiando en el indispensable
sigilo.
Fray Domingo hizo señal de que no descubriría lo que se le dijese y fray
Antonio continuó en voz misteriosa y baja:
--El duende que visita a doña Eulalia se ha franqueado conmigo y me lo
ha explicado todo. Harto se comprende que sea yo estimado, querido y
familiar entre los duendes, a quienes he defendido de las injurias y
calumnias que propala contra ellos el vulgo ignorante. Yo he demostrado
que no son diablos, ni almas en pena, sino criaturas sutilísimas e
invisibles, casi siempre traviesas y alegres, que se engendran en lo más
delgado del aire. Agradecidos los duendes, ¿qué tiene de particular que
acudan a conversar conmigo? Además, que mis estudios y meditaciones
sobre todos los secretos de la madre Naturaleza y mi asídua
investigación acerca de los seres más menudos y casi incorpóreos, han
aguzado de tal suerte mis sentidos, que veo, toco y oigo lo que por
ingénita y grosera rudeza del sentir no notan ni descubren los otros
mortales. Perdóneseme la jactancia: yo descubro, al tender mi penetrante
mirada por el Universo, cien veces más vida y más inteligencia que la
que ve la inmensa mayoría de los hombres. En suma, y contrayéndonos al
presente singular caso, el duende, hará cerca de diez años, desde que
doña Eulalia cumplió quince, hasta dentro de tres días, que cumplirá
veinticinco, se entiende con ella, la aparta de la convivencia de la
gente y la hace arisca y zahareña: pero me ha predicho que desaparecerá
dentro de los indicados tres días, y hasta que antes se dejará ver bajo
la figura de un gallardo mancebo. Doña Eulalia quedará libre entonces de
toda molestia, y aunque siempre recatada, honestísima y decorosa,
depondrá sus desdenes, dejará de ser huraña y se hará para todo el mundo
conversable y mansa.
Con acento irónico, aunque templado o velado por el respeto exclamó
entonces fray Domingo:
--Sin duda que a fin de que la revelación no haya sido a medias, el
duende habrá pronosticado a vuestra reverencia el punto y la hora de su
desaparición y de la aparición del mancebo.
--Sí que me lo ha pronosticado--respondió fray Antonio.--Ello ha de ser
a media noche, en la propia habitación de doña Eulalia, a donde hemos de
acudir, recatadamente y sin que doña Eulalia ni nadie se entere, el
padre de ella, desarmado para evitar un funesto rapto de ira, vuestra
reverencia con sus exorcismos y yo pertrechado de mi ciencia _duendina_.
Tengo la más perfecta seguridad de que todo tendrá allí desenlace
dichoso.

II
En la noche y hora prefijadas, de concierto ya D. César con los dos
reverendos, acudieron en misterioso silencio y de puntillas a la puerta
de la habitación de doña Eulalia, armado fray Domingo del libro de los
exorcismos y de un hisopo; armado fray Antonio de un turíbulo donde
quemaba hierbas mágicas, esparciendo el humo; y armado D. César de
paciencia, después de haberse comprometido solemnemente a no perderla y
a no enfurecerse, ocurriera lo que ocurriera.
Celebrados ya sus ritos y evocaciones fray Antonio y fray Domingo
prescribieron a D. César que llamase con brío a la puerta de la
habitación de doña Eulalia, cerrada con llave y que ordenase que se
abriera de par en par, inmediatamente, sin excusa ni pretexto alguno.
No hubo modo de evitarlo ni de retardarlo, y la puerta se abrió de par
en par y de súbito. En medio de ella, como magnífico retrato de Claudio
Coello, encerrado en su marco, apareció un galán muy bizarro y apuesto,
con traje e insignias de capitán, larga espada al cinto, airosas plumas
en el sombrero que llevaba en la diestra, rica cadena de oro y veneras
que en su pecho brillaban y espuelas, de oro también, asidas a sus
amplias botas de camino.
D. César, que era muy violento y celoso de su honra, no hubiera sabido
contenerse y hubiera caído sobre el forastero, si ambos frailes, cada
uno de un lado, no le contienen.
El galán con voz reposada y serena dijo entonces:
--Sosiéguese mi Sr. D. César y no tome a mal que me presente tan a
deshora. Yo soy el capitán D. Pedro González de la Rivera, de cuya renta
y condiciones ha escrito a su señoría mi amigo el banquero genovés
Jusepe Salvago, y de cuyos altos hechos de armas en Portugal, en
Flandes, en Italia y en el remoto Oriente le han dado noticias otras
varias personas muy respetables. Aspiro a la mano de doña Eulalia; ella
me ha dado prueba de que me quiere para esposo; y sólo nos falta el
consentimiento paterno y después la bendición del reverendo Padre fray
Antonio, que está presente y que espero no ha de negarse a bendecirnos.
--Todo eso estaría bien--respondió D. César con mal reprimida cólera--si
vuesa merced no lo pidiese, después de ofender mis canas, hollar mi casa
y atropellar todo respeto.
--Yo, Sr. D. César--replicó el capitán sonriendo--tenía que vengar con
esta aparente injuria otra nada aparente que vuestra merced me hizo hace
diez años, cuando me sorprendió en este mismo sitio en dulces coloquios
con mi señora doña Eulalia, que aún no había cumplido quince años. Yo
era entonces un rapazuelo de dieciséis, y vuesa merced me arrojó de aquí
a empellones nada paternales. Por amor de doña Eulalia, lo sufrí todo y
mayor afrenta hubiera sufrido a ser posible mayor afrenta. Harto he
demostrado después mi valor. Acrisolada está mi honra. La fortuna además
me ha favorecido. La satisfacción que espero y pido para los pasados
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