De varios colores - 09

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se dio a recelar o a sospechar que las hadas benéficas, o algunos otros
seres o genios sobrenaturales, para premiar sus largos años de rígida
viudez, le devolvían con vida al esposo a quien habían tenido durante
todo aquel tiempo encantado y oculto en un mágico submarino alcázar, no
ya conservándole joven, sino poniéndole más joven y más gallardo de lo
que antes era. Y como las imaginaciones no vienen solas, sino que nacen
unas de otras, enredándose y trabándose como áurea cadena, doña Mencía
no se contentó con fingir pasado lo que se acaba de decir, sino que se
creyó conocedora y zahorí de lo presente y aun inspirada profetisa para
ver a las claras las cosas futuras. Así dio por cierto que el rapaz, su
cautivo, llevaba en la frente la marca y el sello de un genio casi
sobrehumano, y que delante de él se abrían luminosos horizontes de
gloria y largo camino de triunfos y de grandezas.
Como quiera que fuese, doña Mencía no pudo resistir a la tentación de
volver a ver al rapaz. Para cohonestarla, antes de caer en ella, se le
ofrecían tres razonables motivos. Era el primero que, en virtud de la
buena conducta del joven, debía ella endulzar lo amargo de su reprimenda
llamándole y dándole su absolución. Era el segundo que, por la gran
diferencia de edad que entre ambos mediaba, el afecto de ella hacia él
tenía mucho de maternal y muy poco o nada de pecaminoso. Y era el
tercero, que el recordar es siempre mil y mil veces más poético que el
mirar, por donde tal vez cuando ella mirase de nuevo al muchacho, caería
en la cuenta de que no se parecía a su difunto esposo, de que ni él
estaba encantado ni la encantaba a ella, y de que eran sueños vanos y
sin sustancia todos los pronósticos en que prestaba al rapaz las
grandezas y los triunfos que expresados quedan. En suma, doña Mencía se
humanó, se apiadó del aislamiento de su cautivo, y, en vez de dejarle
comer solo en la torre en que vivía, le convidó a comer a su mesa.

IV
Con este trato familiar y diario, doña Mencía dio por seguro que pronto
acabarían por desvanecerse las ilusiones algo malsanas que había
concebido; pero, por desgracia, aconteció muy al revés de su buen
propósito y honradísimo intento.
Don Juan Fresco pasa aquí como sobre ascuas, sin aclarar ni determinar
nada. Yo no he de ser más explícito y terminante que mi tocayo. Diré
sólo que, pocos días después, doña Mencía apareció más bella y remozada,
iluminando su rostro una alegría dulce y mucha satisfacción y contento,
vistiéndose con más primor y saliendo a caballo a dar largos paseos, por
los más solitarios y ásperos caminos, acompañada sólo del mancebo
cautivo y del anciano Nuño, a quien el mozo había ganado la voluntad y
con quien estaba muy bien avenido. Nuño tenía además la más completa
convicción de que el mancebo no perseguía ya ni inquietaba a Leonor,
cuya honestidad estaba segura.
Harto había notado Nuño la fina devoción y el acendrado rendimiento con
que el mancebo cautivo miraba y servía a su señora; pero no se atrevía a
sospechar que ella pagase con amor tan delicados extremos, si bien
advertía que a veces, bajo la ardiente mirada del joven, doña Mencía
bajaba suave y lánguidamente los ojos, y tal vez se ponía encarnada como
las amapolas, y aun creyó percibir en ocasiones, por entre los párpados
y sedosas pestañas de ella, asomar una lágrima, que más que amarga
parecía ser de ternura.
Tales observaciones daban vigor a sus sospechas; pero no tardaba en
disiparlas la consideración de que el P. Atanasio, grave y reverendo
siervo de Dios, comía siempre en la misma mesa con doña Mencía y el
mancebo, y terciaba al parecer en todos sus coloquios.
Por otra parte, no cabía en la imaginación ni en el pensamiento de Nuño
que doña Mencía olvidase a su esposo D. Jaime y fuese infiel a su
memoria.
La desproporción de edad hacía, por último, inverosímiles las relaciones
amorosas. Doña Mencía hubiera podido ser holgadamente madre de aquel
lindo muchacho.
De aquí que Nuño desechase siempre como suposición maliciosa la idea que
a veces se le presentaba de que doña Mencía tuviese amores. Lo que tenía
era afecto casi maternal, y algo de satisfacción de amor propio y mucho
de gratitud al considerarse querida. De esto sí que no dudaba Nuño. La
admiración entusiasta y el vehemente enamoramiento del mozo estaban
harto poco disimulados y eran patentes a todos los ojos.
Los guerreros de la hueste lo veían claro. Y muchos de ellos, menos
respetuosos que Nuño, y con muchísima menos fe en la probada austeridad
y virtud de la alcaidesa, afirmaban, con más malicia que respeto, que
aquella ilustre dama no desdeñaba las pretensiones del misterioso
cautivo casi adolescente.
Provino de todo ello un germen de disturbio que hubiera podido terminar
en escándalo, si la prudencia de Nuño no le hubiera sofocado al nacer.
Juan Moreno Güeto, uno de los cabos de la hueste, favorito de Nuño y
aspirante a la mano de su hija Leonor, a quien requería de amores, era
asimismo respetuoso y ferviente admirador de D.ª Mencía. Y como oyese en
cierta ocasión, en boca de algunos compañeros de armas, groseros
chistes en ofensa de su señora, no pudo contenerse y se decidió a
castigarlos de palabras y aun de obras. Por dicha, Nuño acudió a tiempo
y pudo evitar la inminente lucha, calmando los ánimos, restableciendo la
paz y procurando que no se divulgase lo que había ocurrido.
Doña Mencía, no obstante, hubo de entrever algo del caso y de sentirse
lastimada y avergonzada de andar en lenguas de sus vasallos, y de ver
que empezaba a perderse la inmaculada reputación que ella tan justamente
había adquirido en veinte años de la vida más ejemplar y de las más
severas costumbres.
Fuesen como fuesen sus relaciones con el rapaz misterioso, doña Mencía
comprendió que daban harto pábulo a la maledicencia.
Sin duda el P. Atanasio, que era su director espiritual, y, según hemos
dicho, grave y severísimo, la amonestó o la reprendió, ora por el
peligro a que se exponía o por la ocasión que daba a que la censurasen,
si no había pecado, ora por el pecado mismo si, dejándose ella caer en
la tentación, había cometido alguno.
En resolución, las causas por lo pronto permanecieron ocultas, y cuando
menos podía preverse hubo un suceso inesperado.
Revestido con las armas del difunto D. Jaime, que parecían expresamente
forjadas a la medida del mancebo cautivo, apareció éste a la puerta del
castillo en una hermosa mañana del mes de Mayo, acompañado de Nuño y de
Juan Moreno Güeto, los tres en sendos caballos; tomaron el camino de
Cabra, y no tardaron mucho en salvar la cima de los cercanos alcores,
perdiéndose de vista.
Alguien aseguró después que, hasta que de vista se perdieron, doña
Mencía estuvo en el balcón de su estancia, que se elevaba sobre el muro,
y desde donde se oteaba el circunstante paisaje, mirando a los que
partían, y dando al mancebo cautivo un postrer adiós con el blanco
pañizuelo de holanda que hacía ondear su diestra, cuando no se le
llevaba a los ojos para enjugarse el llanto delator que los humedecía.
A la caída de la tarde del día siguiente, Nuño y Juan Moreno Güeto
volvieron al castillo, pero volvieron solos. Del mancebo nada se supo
después. Nuño y Juan Moreno Güeto no quisieron satisfacer nunca la
curiosidad de la gente de la guarnición diciendo dónde le habían dejado.

V
Seis días pasaron después del suceso que acabamos de referir, durante
los cuales vivió doña Mencía en el más completo retraimiento. No salía
de sus apartadas estancias, y sólo la veían y hablaban con ella el P.
Atanasio, Leonor y Nuño.
Un domingo por la mañana ocurrió algo que allí podría pasar por novedad,
ya que sólo de tarde en tarde recibía la alcaidesa visitas de sus
parientes.
No se sabe si llamado por ella, o por iniciativa propia, vino el
mariscal D. Diego desde el castillo de Baena a visitar a su prima. De
todos modos, D. Diego no sabía, o aparentó no saber, que el mancebo
cautivo había recobrado su libertad. Preguntó por él a doña Mencía y
mostró deseo de verle.
Doña Mencía contestó entonces:
--No es posible que ahora le veas. Aborrezco el disimulo y el engaño. No
sólo le he dejado ir libre, sino que le he absuelto del compromiso que
contrajo y de la palabra que dio de permanecer en cautiverio. Él no se
hubiera ido si yo no le hubiera obligado a que se fuese, mandándoselo y
despidiéndole. Échame a mí toda la culpa; toda la culpa es mía.
Don Diego no pudo reprimir su enojo, y exclamó con airado acento:
--¡Vive Dios, prima, que te has conducido con fea deslealtad y te has
mostrado harto ingrata a los beneficios que a mi casa y familia debes!
--Vuestras quejas--replicó ella--son harto infundadas, Sr. D. Diego, y
son además muy ofensivas para mí. Yo he dado libertad al joven por
respeto al honor de vuestra casa y familia, y para no ser cómplice de un
delito que la denigraba. El rapaz no ha sido maltratado en este
castillo; pero había sido robado y secuestrado por nosotros, como si
fuésemos bandidos. Yo no podía consentir largo tiempo en esto y
coadyuvar a vuestros planes. Supe que el ilustre hermano del cautivo le
buscaba inquieto y desolado, indagaba en balde su paradero y hasta
lamentaba y lloraba su por él imaginada temprana muerte. Lo mejor que
podía yo hacer, y eso he hecho, es enviarle a Montilla a que tranquilice
y aquiete a su hermano, exigiéndole, como le he exigido, y él cumplirá
su promesa, no revelar nunca a su hermano quien le robó y le tuvo
prisionero. Mi deseo es que se restablezca la concordia entre vuestra
casa y la de ellos, y sería nuevo inconveniente para que mi deseo se
lograse que D. Alonso supiera que el mariscal D. Diego, de quien tantos
agravios ha recibido, le había agraviado también siendo el raptor de su
hermano, a quien quiere con toda su alma.
--No es de maravillar ese cariño--dijo don Diego,--porque el joven posee
extraordinarios atractivos, se gana la voluntad de las personas a quien
trata, aunque sean muy adustas, y si a él le roban toma represalias
terribles, y, según parece, roba los corazones, y los trastorna y los
hechiza por tal arte, que les hace olvidar los más sagrados deberes y el
conveniente decoro.
Subió la sangre al rostro de doña Mencía y le tiñó de rojo al escuchar
aquellas palabras; pero con serenidad y calma, para que lo que había
resuelto no se atribuyese a momentáneo arrebato, sino a resolución
premeditada e irrevocable, dijo a D. Diego de esta suerte:
--No hubiera yo presumido ni creído nunca, Sr. D. Diego, que faltando a
nuestro parentesco, a nuestra amistad de toda la vida y a cuanto un
caballero cortés y bien nacido debe de respeto a una dama, hubierais vos
venido a mi propia habitación y estrado a insultarme con injuriosas
reticencias. De nadie dependo, y sólo a Dios tengo que dar cuenta de mi
conducta. Aunque fuese mala, no tenéis derecho para afrentarme ni para
acusarme, siquiera sea en términos embozados y ambiguos. Respetad a una
mujer como a vuestra hidalguía conviene. Y ya que juzgáis que yo me he
conducido mal en lo que importa al servicio de vuestra casa y familia,
yo me extraño desde este instante de dicho servicio. Por lo pronto, os
ruego, dije mal, os exijo que salgáis de mi presencia. No tardaré yo en
evacuar el castillo y fortaleza cuya custodia me habíais confiado. El
alférez Calixto de Vargas quedará mandando la hueste, y dentro de
veinticuatro horas os hará entrega de todo. Yo me extraño, como acabo de
deciros. Mañana mismo saldré de aquí, llevando en mi compañía a Nuño, a
su hija Leonor y a Juan Moreno Güeto. El mayor favor que podéis hacerme
es no volver a acordaros de mí, y no empeñaros en averiguar ni adónde
voy, ni cuáles serán en lo futuro mis propósitos y las andanzas de mi
vida.
Aunque harto sabía D. Diego que era irrevocable toda resolución que
tomaba su prima, y que su carácter era más firme que la roca en que
descansaba el castillo a que ella había dado su nombre, todavía D. Diego
hubiera querido contestar a aquel discurso y procurar amansar a la dama;
pero ella lo estorbó retirándose de súbito a su habitación más
reservada y cerrando la puerta de golpe.
No se atrevió el Mariscal a seguirla: no quiso tampoco enterar a nadie
de los términos poco amistosos con que aquella entrevista había
terminado, y así, aparentando reposo y sin dejar traslucir lo que
pasaba, salió del castillo con los escuderos que le habían acompañado, y
se volvió a Baena.

VI
Cruel y deshecha tempestad de encontrados sentimientos hubo de agitar
aquella noche el alma de doña Mencía. Durmió poco y se levantó del lecho
apenas rayaba la aurora.
Como si le quedasen pocas horas de vida y estuviese a punto de
desaparecer de sobre el haz de la tierra, dispuso de todos sus bienes,
haciendo donación de las joyas, de los más ricos vestidos y de parte de
sus cuantiosos ahorros a favor de Leonor, su fiel camarera.
Hallándose presente ésta, así como también el P. Atanasio, hizo venir a
Juan Moreno Güeto y le indujo a contraer con Leonor solemnes esponsales,
que autorizó el P. Atanasio, prometiendo, por su parte, ser pronto el
ministro que santificase por la virtud del sacramento la unión de los
novios.
Confió doña Mencía al P. Atanasio una respetable suma de dinero para que
la repartiera con juicioso tino entre los soldados de la hueste y los
campesinos pobres de las cercanías.
Y reservó, por último, buena porción de su caudal para entregarla a la
Superiora del convento de Santa Clara en Córdoba, antigua fundación del
rey D. Alonso _el Sabio_ y de su mujer la reina doña Violante, hija de
D. Jaime de Aragón, el que ganó a los moros la ciudad de Valencia. En
aquel convento había determinado doña Mencía encerrarse para siempre y
acabar su vida.
A fin de cumplir tan devota determinación, de que sólo dio noticia
entonces al P. Atanasio, se despidió de la hueste como si tratase de
hacer una breve ausencia, y acompañada solamente del mencionado Padre,
de Nuño y del futuro yerno de éste, salió para Córdoba aquel mismo día.
Como los cuatro iban en sendos caballos, ligeros y briosos, pudieron
llegar, y llegaron, antes de anochecer a la antigua capital del
califato.
Doña Mencía tardó poco en cumplir su propósito. Abandonó el mundo, y se
retiró al convento de Santa Clara. El P. Atanasio y Juan Moreno Güeto
volvieron al castillo inmediatamente. Nuño tardó algo más en volver,
pues tuvo antes que llevar un mensaje a Montilla, cumpliendo las órdenes
de su señora y el último de sus encargos, en relación y enlace con
personas y cosas de esta vida mortal, del siglo y de la tierra que nos
sustenta. Nuño llevó a Montilla, y entregó recatada y secretamente al
hermano menor de D. Alonso de Aguilar, una extensa carta, escrita por
doña Mencía, y que decía de esta suerte:

VII
«Cuando te despedí pocos días ha desde el castillo, devolviéndote la
libertad y mandándote y exigiéndote que la recobrases, no tuve valor aún
para despedirme también de la esperanza de volver a verte en este mundo,
¡oh mi dulce y joven amigo! Tomada estaba ya y escondida en el centro de
mi alma la firme resolución de no volver a verte nunca; pero no quise
decírtelo hasta ahora. Ahora que te lo digo, ahora que por última vez
voy a hacer que mi palabra llegue hasta ti, aunque sea desde lejos, Dios
habrá de perdonarme si me complazco en recordar mi extravío, no ya para
llorarle y lamentarle arrepentida, sino para deleitarme y glorificarme
con su recuerdo. Toda la austeridad de mi vida durante veinte años, todo
mi primer amor, suavemente conservado en la memoria con afán religioso y
puro como rescoldo del fuego sagrado entre las cenizas del ara, y mi
orgullo y el respeto debido al nombre que llevo y a mi decoro de honrada
y casta matrona, todo se desvaneció y falleció en mi alma al ver tu
rostro y al oír tus palabras, acaso desde la vez primera que me
hablastes. No creas que me ofusqué, que me cegué y que no comprendí
desde el primer momento la intensidad y la fealdad de mi delito y el
casi irresistible impulso que a cometerle me llevaba. Claro apareció en
mi conciencia el amor que me habías inspirado, y cuán abominable lo
hacía la gran diferencia de nuestra edad, más propia que para
convertirme en amiga o en esposa tuya, para prestarme, con relación a
ti, por manera espiritual, el casto y limpio carácter de madre.
»Yo, con todo, no supe resistirme. Fue mi pasión tan vehemente que, no
ya inútil, necia y vulgar me pareció la resistencia. Hasta en la misma
tardanza vi yo algo de mezquino y grosero que aparecía en mi mente como
frío artificio y estudiado melindre de mujer que anhela vender más caras
sus finezas y realzar más de lo justo el precio y valer de sus favores
retardando el concederlos. No extrañes, pues, que, vencida y rendida yo,
cayese desde luego en tus brazos sin defenderme, y te diese mi corazón y
fuese toda tuya.
»Había yo querido antes cohonestar la inclinación que hacia ti había
sentido, imaginándote vivo retrato del hombre a quien yo había amado en
mis primeras mocedades, y a quien había llorado largos años después de
muerto. Pero no tardé en desechar este pensamiento, considerándole
cobarde hipocresía con que mi entendimiento, más mentiroso que sutil,
trataba de atenuar el poderoso conato de mi voluntad viciosa. No: no me
pareciste semejante a D. Jaime, sino mil y mil veces mejor que él. Su
imagen, grabada en mi alma, se borró y desapareció no bien vino tu
imagen a estamparse en ella, como sello y marca de esclavitud que la
hace tuya para siempre. Ni el temor de la maledicencia; ni el odioso
pensamiento de que hasta tú mismo pudieras menospreciarme y tenerme por
liviana, nada me contuvo. La fuerza, no obstante, que no bastó para
detenerme al borde del abismo y para salvarme de la caída, me ha valido
luego para romper materialmente el lazo, para huir de ti, para
levantarme lastimada y penitente y refugiarme en este retiro. Yo no
podía ser legítimamente tuya. Vivir de otra suerte a tu lado, hubiera
sido escándalo, ignominia y vergüenza. Los sabios consejos de mi
confesor, a quien, dominando el rubor que encendía y quemaba mi rostro,
mostré la herida de mi alma para que la curase, y el bálsamo de nuestra
santa religión que él vertió en la herida, me prestaron aliento y brío
para desbaratar las cadenas en que me tuviste aprisionada, para
apartarte de mí y para tomar luego la determinación que he tomado.
»Dios, en su infinita misericordia, habrá de perdonármelo. No acierto a
que así no sea. Ahora que me dirijo a ti, acuden a mi mente, la turban y
la llenan de amargo deleite aquellos momentos de embriaguez amorosa y de
completo abandono en que toda yo fui para ti y creí que eras tú todo
mío.
»Resuelta estoy a restaurar con plegarias, cristianas meditaciones y
dura penitencia la espantosa ruina en que mi virtud se deshizo.
Humillada y contrita estoy, y con todo, no noto en mí el
arrepentimiento. A mi mente acuden en tropel ideas y razones, si no para
justificar, para disculpar en parte mi pecado, y, cuando no para
absolverme, para mitigar la sentencia que me condena.
»A los indiferentes parecerá locura lo que voy a decirte. A pesar de tu
modestia, tú debes creerme. Algo de sobrenatural, del cielo sin duda en
su origen, aunque torcido y maleado después por el infierno, ha sido el
móvil principal de mi enamoramiento y de mi súbita flaqueza. He sentido,
al verte y al oírte, no atino a explicar qué extraño modo de profética
revelación, qué profundo convencimiento, qué fe y qué segura esperanza
en tus futuros y soberanos destinos. Sí, yo no he amado sólo en tu
persona al gallardo y floreciente mancebo en toda la frescura y lozanía
de su edad primera. Yo he amado y prefigurado en ti al héroe en flor,
gloria y grandeza de la patria, al que contribuirá más que nadie a que
Castilla, disuelta hoy en bandos y asolada por guerras civiles, con
España toda unida a Castilla, sea la primera de las naciones. Yo, no
sólo veía en tus ojos la llama del amor, sino la luz refulgente y el
fuego del entusiasmo con que un numen inspirador encendía tu alma. Yo
veía lucir en tu frente la estrella de la inmortalidad, y su resplandor
me cegaba: tus sienes se me mostraban circundadas de un nimbo luminoso.
»Así explico yo y así disculpo mi inevitable rendimiento; así explico yo
y así disculpo también el valor cruel que he tenido para echarte lejos
de mí y para apartarme de ti, después y por siempre. Reteniéndote en mis
brazos me hubiera rebelado yo contra los designios y decretos del
cielo. La gloria te quiere para sí, y yo no quiero ni puedo ser rival de
la gloria. Básteme la que alcanzo con haber poseído tu corazón y con que
me hayas tributado las primicias de tu amoroso y juvenil afecto.
Básteme, sobre todo, la gloria de haber sido acaso el primer ser humano
que ha visto con toda claridad en tu frente el signo que Dios puso en
ella, señalándote así para que honres, prosperes y ensalces a tu pueblo,
y para que venzas y domines a los otros.
»Adiós. No me llores por desventurada. ¿Por qué no confesártelo? Estoy
orgullosa y soy dichosa por mi propia falta. La única obligación tuya,
lo único que me debes es el cumplimiento de mi esperanza y de la fe que
puse en ti. No desmayes. Lánzate valerosamente en el sendero de la vida.
Sé grande, sé glorioso, como yo te he soñado, y paga así con usura todo
el amor que te tuve y que te tengo todavía, y cuantos sacrificios hice a
ese amor justificado por tu maravilloso valer y harto premiado por el
deleite supremo que logré al ser tu amada.
»No quiero yo que me olvides, dueño mío. Tuya soy yo, toda yo y por toda
la vida. Recuérdame, pero más con ternura que con pena. Y adiós de nuevo
y para siempre.»
Cuatro años después de escrita esta carta, doña Mencía, apartada del
mundo y de todo trato de gentes, salvo el de sus hermanas las
religiosas, se consumió como si un fuego interior la devorase, se
marchitó como rosa aromática en el ardor del estío, y entregó a Dios su
alma en el convento de Santa Clara de Córdoba, edificando con su
resignada, ejemplar y cristiana muerte a las pocas personas que por
entonces la trataban.

VIII
Más de cuarenta años habían transcurrido desde la muerte de doña Mencía.
Gonzalo Fernández de Córdoba se hallaba de paso para Granada en la
ciudad que se honra con darle su nombre por apellido.
Todos los ensueños de doña Mencía se habían realizado. Estaba él
cubierto de gloria, era llamado el Gran Capitán. Su nombre se
pronunciaba y se oía con respeto en todas las regiones de Europa. De él
había dicho el más discreto y perfecto caballero cortesano que en
aquella edad tuvo Italia, que, «en paz y en guerra fue tan señalado, que
si la fama no es muy ingrata, siempre en el mundo publicará sus loores y
mostrará claramente que en nuestros días pocos reyes o señores grandes
hemos visto que en grandeza de ánimo, en saber y en toda virtud no hayan
quedado bajos en comparación de él». Él había combatido a los
portugueses en Toro, a los muslimes en Granada, en las Alpujarras a los
moriscos rebeldes, en Ostia al más feroz de los piratas, al turco en
Cefalonia, y en Italia a los franceses, desbaratando sus ejércitos,
venciendo a sus reyes y más ilustres caudillos y ganando para España lo
más hermoso de aquella península. Había adquirido y prodigado inmensas
riquezas, había ganado como trofeo de sus victorias más de doscientas
banderas y dos estandartes reales, y había conseguido que le celebrasen
y admirasen en toda España, así en Aragón como en Castilla.
Víctima ya de la suspicacia, y tal vez de la envidia del Rey, se
retiraba harto desengañado a sus dominios de Loja, después de haber
visto arrasada la fortaleza de Montilla, que fue su cuna, y castigados
con dureza no pocos de sus parientes y amigos.
Se cuenta que Gonzalo visitó un día a su anciana parienta doña Beatriz
Enríquez, que había sido amiga del ya difunto almirante D. Cristóbal
Colón, a quien retuvo largo tiempo en España a pesar de los desdenes de
la Corte.
Contra la sentencia del Dante, tan a menudo citada, no siempre es
doloroso, sino sabroso y dulce, el recuerdo de la edad feliz, de los
amores juveniles y de los triunfos y venturas que entonces se lograron.
Doña Beatriz, en su vejez y en su aislamiento, se sintió consolada al
ver y al hablar a su glorioso deudo. Animada fue la conversación que con
él tuvo.
Doña Beatriz se mostró expansiva y acabó por estar justamente
jactanciosa. Declaró con orgullo que tenía por gloria suya el haber
amado al aventurero genovés, el haber descubierto y reconocido todo el
valer de su espíritu y el haber creído y esperado en la alta misión que
le habían confiado los cielos, cuando todavía eran muy pocos los
hombres que no le desdeñaban.
--Por mí--dijo--se quedó en España aquel hombre enviado de Dios. En gran
parte me debe España la gloria de haber roto ella el misterioso secreto
de los mares y de haber descubierto islas florecientes y extensa tierra
firme, rica en perlas y en oro, que todavía se pone como valladar para
impedirnos llegar a Cipango, al Catay y al imperio del preste Juan, por
donde ya penetran los portugueses, siguiendo opuestos caminos y
navegando hacia las regiones donde se pensaba que tenía su tálamo la
Aurora.
El Gran Capitán comprendió y aplaudió el orgullo de su parienta; pero su
mismo aplauso hizo brotar en su alma otro orgullo muy parecido. Gonzalo
Fernández de Córdoba no supo contenerse, y dijo a doña Beatriz:
--Yo admiro la perspicacia de vidente y la fe profunda y la esperanza
certera con que amaste y detuviste al inspirado piloto. Pero perdona mi
vanidad. No has sido tú en esta época la única cordobesa a quien hizo el
amor profetisa. Otra hubo antes que tú, que compitió en esto contigo. No
merece tanto, porque el hombre cuyo valer futuro descubrió ella en su
amorosa visión profética, vale mil y mil veces menos que el que por
esfuerzo de su reveladora inteligencia y de su enérgica voluntad ha
duplicado o triplicado la grandeza del mundo conocido, y ha magnificado
el concepto de la creación en toda mente humana. Comparada a la gloria
de ese hombre, vale poco la que se alcanza derrotando ejércitos,
conquistando reinos y avasallando y humillando a los príncipes más
poderosos. Merece, sin embargo, más que tú esta mujer de que te hablo,
porque tú no revelaste a Colón mismo lo que él ya sabía de su propio
valer. Tú le prestaste crédito, aliento y esperanza y confianza en los
hombres y en su fortuna; pero esta mujer de que te hablo, en su
exaltación de amor hacia mí, porque fue mi enamorada, no se limitó a
darme crédito, aliento y esperanza, sino que hizo patente a mi alma la
por ella soñada grandeza que mi alma tenía, me infundió la fe que en mí
puso, convirtió mi ambición en deber de gratitud hacia ella, y me obligó
a ser grande para que ella no fuese, ni motejada de ligera, ni tenida
por mentirosa.
El Gran Capitán no supo callar entonces. Contó a doña Beatriz los
fugitivos amores de su mocedad primera. Y hasta hay quien dice que le
citó, asomando el llanto a sus ojos, algo de la carta que le había
escrito doña Mencía, y que él conservaba piadosamente en la memoria.
Gonzalo dijo por último:
--Quiero confesarte, con el debido sigilo, que después he amado a otras
mujeres y he sido amado por ellas. Ninguna, sin embargo, ha derribado y
arrojado del santuario de mi alma la venerada imagen, puesta allí sobre
todo lo terrenal y caduco, de la mujer que me reveló a mí mismo mi ser
propio: que tal vez con la virtud creadora de su amor sembró en mi
espíritu el germen de todo lo bueno y de todo lo noble que he podido
hacer en mi vida.
Al referir esta historia que me contó D. Juan Fresco, y cuya certidumbre
confirmó, hasta cierto punto, mi querido amigo D. Aureliano, no puedo
menos de recordar un estudio que escribió y publicó, años ha, Rosa
Cleveland, hermana del que fue Presidente de los Estados Unidos. El
estudio se titula _Fe altruista_, y procura demostrar que la capital
misión de la mujer es la de revelar al hombre sus altos destinos,
alentarle en la lucha e inspirarle el brío y la confianza que son
menester para alcanzarlos.


EL MAESTRO RAIMUNDICO

I
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