De varios colores - 06

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a la biblioteca, y con aire de triunfo le mostró los versos ya
traducidos.
--No se qué pensar, dijo a su hermana. A veces imagino que la cigüeña
vino de la India, donde pasó el invierno, y que los versos son obra de
algún brahman, Rajá o nababo muy ilustrado, y, a veces, sospecho que
bien puede ser algún erudito compatriota nuestro quien compuso los
versos y quien colgó la tela al cuello de la cigüeña para embromar al
que la encontrase.
--¿Qué fin--contestó Poldy, había de proponerse algún compatriota
nuestro con ese engaño? Yo no conozco aún los versos, pero doy por
seguro que su autor vive en las orillas del Indo o del Ganges, y no en
las del Rin o del Danubio. A ver... lee.
--Ya verás y notarás en los versos cierta inspiración más europea que
asiática. Las composiciones son tres: dos muy breves; y una de estas dos
parece calcada sobre cuatro versos del _Prólogo en el cielo_ del
_Fausto_. La coincidencia es inverosímil. Y, aunque no es imposible, yo
encuentro raro y sospechoso que un brahman lea a Goëthe y le imite.
--Vamos, lee los versos sin más prólogo.
--Los versos dicen:
Pido al cielo su estrella más brillante;
Pido al suelo su dicha más completa;
Y ni cercano amor, ni amor distante
Mi conmovido corazón aquieta.
--Es verdad, dijo Poldy; los versos son muy semejantes a los de Goëthe,
salvo que el poeta dice de sí mismo lo que dice Mefistófeles de Fausto.
--Pues oye estos otros que tienen no se qué dejo de metafísica
cristiana; de misticismo por el estilo del de Tauler o del del maestro
Eckart:
Sin alas y sin luz la mente humana
En balde en pos de lo ideal se lanza;
Pero la voluntad recorre ufana
La eterna inmensidad de la esperanza.
--Eso es verdad,--exclamó Poldy, y lo mismo se le puede ocurrir a un
indio que a un cristiano. En la India hay desde muy antiguo, según he
oído decir, místicos tan profundos como los de Alemania. Además, en
todos los países, ha de haber habido pensadores y poetas que imaginaran
y expresaran que se podía penetrar y subir con el amor a donde nunca
sube y penetra el raciocinio por sutil y elevado que sea.
--No quiero discutir. Convengo en que un brahman puede haber compuesto
la copla que acabo de decirte traducida. Tal vez yo en la traducción le
he prestado una apariencia europea que en el original no tiene. Oye
ahora la última composición. El poeta desciende en ella de las
elevaciones místicas, y se abate y se humana como cualquier enamorado
con el amor terrenal y sensual que las mujeres inspiran. Algo, no
obstante, queda aún en esta composición del misticismo de las otras. Es
como un pequeño fragmento de _El cantar de los cantares_, o mejor diré
del Gita-govinda, cuyos requiebros, ternuras y descripciones materiales
pueden interpretarse por estilo ultramundano y trascendente. La
composición además tiene en este caso una singularidad que no tiene ni
el idilio erótico de los hebreos ni el de los indios. Salomón y Crishna
veían, oían y tocaban a sus bellas y enamoradas amigas, pero este poeta
ni toca, ni ve, ni oye a la suya, si no se la imagina con indecisa
vaguedad, y de tal suerte, que lo mismo puede vivir en este planeta que
en otro remotísimo, y lo mismo puede ser nuestra contemporánea, que
haber nacido hace cuarenta siglos o que estar aguardando aún otros
cuarenta, en el mundo de las ideas, antes de que llegue el día de su
encarnación y de su aparición entre los seres de nuestra casta.
--Muy curioso es lo que me cuentas, pero no es original ni nuevo. ¡Es
tan difícil ser nuevo y original! ¿No se enamora Fausto de Elena, que
vivió dos mil quinientos años antes de que él naciese? ¿No hay un cuento
árabe o persa, donde un príncipe musulmán, que vivió doscientos o
trescientos años después de Mahoma, está perdidamente enamorado de
cierta reina o infanta de Serendib o de Sabá, que floreció en tiempo de
Salomón y fue rival de la Sulamita?
--Todo eso es así, pero aún es más vaga e indeterminada la señora de los
pensamientos de nuestro poeta indio. El príncipe musulmán enamorado de
la rival de la Sulamita, había hallado y admirado el retrato de ella en
el tesoro de su padre, mientras que no hay retrato ni hay el menor
indicio por donde pueda entrever o tener alguna idea o noción de su
dama, el autor de los versos que he traducido. Óyelos con atención.
--Soy toda oídos.
El conde Enrique leyó de esta suerte:
¿Dónde te escondes, hermosa mía,
que no consiguen verte mis ojos,
Como te sueña mi fantasía,
Llena de gracia, libre de enojos?
Ven do el kokila dulce gorjea,
Do presta el loto su aroma al viento,
Ven que mi anhelo verte desea
Y comprenderte mi entendimiento.
No eres ensueño, realidad eres;
No finge el alma hechizos tales,
Aunque más bella que las mujeres
Suya te llamen los inmortales.
En la luz pura de tu mirada
Amor enciende sus dardos de oro,
y son tus labios urna sellada
De sus deleites fuente y tesoro.
Ora residas lejos del suelo
Ora aparezcas en otra edad,
Por los tres mundos en raudo vuelo
Irá buscándote mi voluntad.
Perla brillante, aunque escondida
En lo profundo del mar estés,
Yo sabré hallarte, bien de mi vida,
Para que excelso premio me des.
Poldy oyó atentamente los versos y habló de ellos con su hermano y hasta
los juzgó con aparente frialdad crítica, concediéndoles algún mérito y
señalando sus muchos defectos. Lo que ella disimuló, y no reveló ni a su
hermano ni a nadie, fue el enjambre de suposiciones y de ensueños que
los versos suscitaron en su fantasía. Ya se figuraba ver escribiéndolos
a un elegantísimo y joven brahman, no lejos de su magnífica quinta, bajo
verde enramada, en las fértiles orillas del Kausikí, ya que los componía
en su propio alcázar el príncipe heredero de Ayosia, de Cachemira o de
cualquiera otro de los reinos y países que describen las antiguas
epopeyas. Pero el autor de los versos era contemporáneo de ella y se
parecía a ella en extremo por la dolencia y la pasión que le
atormentaban. Amaba o mejor dicho deseaba amar; nada veía en torno suyo
digno de su amor; y buscaba lejos, a ciegas y sin guía el raro y
precioso objeto que mereciese ser amado.
En lo más íntimo de su alma caviló mucho Poldy sobre todo esto, y urdió
y tejió infinidad de historias, en su sentir bellísimas, con las que
ella se deleitaba en secreto sin comunicárselas a nadie, ni siquiera a
la anciana institutriz Justina que era su confidente.

IV
Engolfadísimo en sus estudios, el Conde Enrique no tenía voluntad ni
entendimiento sino para continuarlos. En las demás cosas de la vida
estaba sometido siempre al entendimiento y a la voluntad de su hermana
Poldy, a quien él amaba en extremo. Prohibiole ésta que hablase con
nadie del encuentro de la cigüeña, de los versos y de la traducción, y
el Conde Enrique obedeció y se lo calló todo.
No quería Poldy que su madre se enterase de nada. La Condesa viuda era
una señora dotada de un espíritu tan prosaicamente positivo, que sin
duda hubiera destruido con sus discursos todo el caramillo de
suposiciones poéticas que Poldy había levantado y que en manera alguna
quería ella que nadie derribase.
La Condesa viuda acusaba además y zahería con frecuencia a su hija,
calificándola de extravagante, de soñadora, de alucinada, de acérrima
enemiga de lo juicioso y de lo razonable, y de temeraria perseguidora de
ideales inasequibles y absurdos. Si la Condesa viuda pensaba así de
Poldy ignorando el suceso de la cigüeña, ¿qué no pensaría y qué no diría
si lo supiese?
Poldy no volvió, pues, a hablar de él ni con su mismo hermano, como si
su mismo hermano lo ignorara, o como si ella tuviese la pretensión de
que él lo olvidase.
A solas, pues, y en toda libertad, Poldy se figuraba a medida de su
deseo, al autor de las tres poesías. Ya le suponía en Benarés, ya en
Delhi, ya en Calcuta, ya en otros lugares de la India, pero siempre
noble, joven y hermoso, y _chatria_ o brahman, cuando no príncipe.
El incógnito personaje padecía una enfermedad mental semejante a la de
Poldy. Eran sus síntomas el desdén y el hastío de cuanto le rodeaba, y
la vaga aspiración a un bien remoto, confusamente trazado y medio
desvanecido entre las nieblas y vapores de mil ensueños.
Poldy desechaba por vulgar y necia la creencia de su hermano, de que un
erudito alemán hubiese compuesto los versos sanscritos para entretenerse
o para mostrar su pericia. Para ella no cabía la menor duda: los versos
eran obra de un ilustre y joven señor de la India.
Poldy iba amenudo más adelante en sus atrevidas imaginaciones. No creía
ella que el pájaro zancudo que se le había aparecido tuviese la menor
semejanza ni con el cisne de Leda ni con el toro blanco de la gallarda
hija de Agenor; pero ¿no podría la cigüeña ser instrumento de algún gran
sabio; acaso de un genio o de una hada, cuyas poderosas sugestiones
hubiese obedecido al venir a visitarla? ¿Quién se atreverá a limitar la
extensión de lo posible? Si no fuésemos a creer sino lo que
comprendemos, apenas creeríamos nada.
Acudía a veces a la memoria de Poldy un cuento de las _Mil y una
noches_, y se deleitaba en presumir que lo que a ella le pasaba tenía
algún parecido con dicho cuento. En las más elevadas regiones del aire,
se encontraron una noche un hada y un genio que iban volando en opuestas
direcciones. Allí se hablaron y se confiaron que el hada venía de
visitar y dejar dormido al más hermoso príncipe que había en el mundo, y
que el genio, procedente del otro extremo de la tierra, venía de
contemplar y de admirar también a una maravillosa princesa dormida en su
lecho virginal, allá, en el más recóndito, elegante y perfumado camarín
de su magnífico palacio. Genio y hada se proponen que príncipe y
princesa se conozcan, se enamoren y se casen, y los medios a que
recurren para lograrlo constituyen el enredo de la mencionada historia.
Poldy, aunque suavizando mucho lo sobrenatural, así por modestia, como
por el escepticismo que es tan propio del siglo presente, se dio a
sospechar que en todo lo sucedido podría muy bien y casi naturalmente
haber algo que con el cuento oriental coincidiera.
Ella había oído decir y hasta había leído en obras recientes que tratan
de Teosofía, que hay • en la India ciertos sabios llamados _mahatmas_,
que a fuerza de introinspección y de asiduo examen en las honduras del
propio ser, adquieren poder estupendo y descubren raros secretos de la
naturaleza, por cuya virtud realizan acciones que tienen apariencia de
milagrosas, aunque no lo sean. ¿No sería quizás el autor de las tres
poesías alguno de esos hábiles _mahatmas_ que había adivinado a Poldy,
que la había entrevisto mentalmente, que se había prendado de ella y
•que para comunicarle sus impresiones y enviarle sus versos sin
infundirle mucho asombro, se había valido del medio naturalísimo del
pájaro zancudo, cuya condición propia le lleva, sin nada de brujerías ni
de otras malas artes, a pasar el verano en Austria y el invierno en la
India?
De esta suerte cavilaba Poldy, forjando y desbaratando casos
fantásticos. Era como el niño que se entretiene en levantar con esmero y
conservando bien el equilibrio un alto y complicado castillo de naipes,
y luego le derriba para divertirse y jugar levantando otros.
En suma; Poldy no sabía a qué atenerse ni por qué decidirse. No se
declaraba a sí misma cuál de los castillos por ella levantados era el
que más le agradaba. Lo que no podía menos de reconocer era que la faena
de levantarlos y de •derribarlos la deleitaba no poco.

V
Poldy buscaba la soledad entonces más que nunca. En las conversaciones
con su hermano, con su madre y con su aya, se mostraba distraída. Y
esquivando amenudo toda compañía, iba a dar por el bosque solitarios
paseos.
Aunque sea ordinaria comparación, así como puede conjeturarse y preverse
que el sitio más apropósito de hallar a un goloso es una buena
confitería, así Poldy conjeturaba que de seguro volvería a hallar a la
cigüeña a orillas de la laguna donde la halló por vez primera. Había
allí tal abundancia de ranas, lagartos, sapos, escuerzos y otras
sabandijas, que era la tierra de promisión para aquel pájaro zancudo, el
cual, por su gran tamaño y por la extraordinaria longitud de sus alas,
cubiertas en los extremos de lustrosas y negras plumas, dejaba conocer
que era del género masculino. Lo que Poldy no acertaba a determinar era
si el pájaro estaba casado o soltero. Poldy le veía siempre solo y como
no entendía su lenguaje, no le preguntaba si era casado, como en España
solemos preguntar a los loros, que responden a la pregunta.
Era también un misterio para Poldy el lugar donde anidaba la cigüeña.
La veía a orillas de la laguna. El pájaro la saludaba con sonoros
castañetazos, dando saltitos y batiendo las alas, que abiertas abarcaban
más de dos metros y medio. Era en su especie un individuo de
notabilísimo mérito.
Parecía meditabundo y pensativo, pero debía callarse muy buenas cosas.
En vano esperaba Poldy y hasta fantaseaba el milagro de que la cigüeña
hablase, pero la elocuencia de la cigüeña jamás iba más allá de los
castañetazos de costumbre y de algunos roncos y desentonados silbos, que
eran todo su lenguaje.
Con esto nada podía ponerse en claro.
La cigüeña se mostraba muy amiga y muy mansa con la joven Condesa. No le
guardaba rencor porque le hubiese quitado la tela de los versos.
Restregaba la cabeza y el cuello contra la vestidura de la linda dama, y
parecía gustar de que ella le pasase la mano por el largo cuello y por
las alas, y le alisase las plumas.
Estas mudas conferencias, que tenían lugar dos o tres veces cada semana,
duraban poco y no se puede decir que fuesen muy amenas. Por lo demás, la
cigüeña tenía el instinto de no aburrir, y siempre terminaba las
conferencias pronto y de un modo brusco, lanzándose repentinamente en el
aire, trazando graciosas espirales en su sereno vuelo y al cabo
perdiéndose de vista.
Pasó la primavera, pasó el verano, vino luego el otoño, como sucede
siempre, y empezó por último a aparecer el invierno. Poldy tuvo entonces
barruntos de que la cigüeña iba a emigrar y a volver sin duda al soñado
palacio, a la ciudad oriental, al templo o a la quinta, donde el autor
de los versos moraba.
Irresistible fue la tentación que sintió de escribirle. ¿Porqué no había
de hacerlo por estilo prudente y decoroso que no la comprometiera?
Poldy pensó además que, si bien no era inverosímil que por ministerio de
los genios o de las hadas o por virtud de la ciencia de los _mahaturas_,
el autor de los versos hubiera logrado tener clara visión de ella, nunca
estaría de sobra enviarle un buen retrato suyo en fotografía. En
nuestros tiempos no implica esto muy decidido favor. Cualquier sujeto,
el más plebeyo de los mortales, podía comprar por un florín el retrato
de Poldy, expuesto en los escaparates de muchas tiendas de Viena, entre
las bellezas de la corte y del teatro, entre princesas, actrices y
bailarinas. Si cualquier pelafustán compatriota de Poldy podía poseer su
imagen, ¿qué atrevimiento ni qué falta de decoro habría en enviársela
por medio del pájaro zancudo al poeta incógnito, que no podía menos de
ser príncipe, nababo, brahaman o _chatria_, allá en la tierra de Rama y
de Sita, de Nal y de Damayanti?
Hechas estas reflexiones y otras por el mismo orden, que, se omiten aquí
para evitar prolijidad, Poldy, escribió una extensa carta, en papel muy
fino para que abultase poco; tomó un retrato suyo, sin cartón, en el
cual retrato estaba ella descotada y lindísima en su elegante traje de
baile; lo incluyó todo en un sobre con fuerte forro de tela que cerró y
selló con lacre; escribió encima: _al incógnito poeta indio_; agujereó
la carta con un punzón; pasó una fuerte cinta al través del agujero; y
así preparado todo, lo colgó al cuello de la cigüeña como si fuese la
insignia de comendador de cualquiera ilustre Orden.
La cigüeña se estuvo muy quieta, aguardando que Poldy sujetase bien la
cinta a su cuello para que no se desatase y para que la carta no se
cayese. Y apenas comprendió que estaba ya bien condecorada, dio un
tremendo salto, alzó el vuelo, se remontó en el aire y voló con tanto
brío como si se largase ya a la India sin parar en rama.
Dejémosla ir en paz, mientras nosotros, que estamos en todos los
secretos, nos adelantamos a copiar aquí lo que Poldy había escrito, que
era como sigue:
«Irresistible impulso me lleva a escribiros sin conoceros. Sé que me
expongo a que me juzguéis poco circunspecta, muy atrevida y harto libre.
Ignoro vuestra condición en el mundo, vuestro linaje, vuestras creencias
religiosas, vuestra edad y vuestra patria. Mi espíritu, no obstante, se
siente arrebatado hacia donde vuestro espíritu se halla y se cree unido
a él por el estrecho y fuerte lazo de los mismos sentimientos y de las
mismas ideas. En torno mío todo me es indiferente, todo me parece
rastrero y mezquino. No es extraño, pues, que busque yo como vos, en
apartadas regiones, un alma que simpatice con la mía, aunque sea sólo
por sentirse atormentada de la misma dolencia. No acierto a explicarme
el fin que pueda tener yo enviándoos estos renglones y hasta enviándoos
mi retrato. Lo hago sin propósito, fatal e irreflexivamente. Mi único
anhelo es acaso que sepáis que pienso y siento como vos, que ardiente
sed de tiernos afectos agita y quema mi corazón sin que la satisfaga ser
alguno de cuantos miro cerca de mí. La clara nitidez del cielo poblado
de estrellas, el silencioso apartamiento del bosque, la belleza y la
gala de los campos floridos, todo embelesa mi alma, todo hasta cierto
grado la enamora, pero todo deja en ella inmenso vacío, que sólo otra
inteligencia y otra voluntad, humanas o divinas, iguales o superiores a
mi voluntad y a mi inteligencia, pueden llenar si me acuden; si prueban
el afán que yo pruebo y si logran infundirse en el abismo de mi
pensamiento, compenetrándole, fundiéndose con él y haciéndose con él uno
solo. No os conozco: no sé si sois vos a quien yo busco. Por esto mismo
declaro sin ruborizarme mi extraña pasión, de la que en realidad no sois
objeto. Criatura mortal sois sin duda como yo lo soy. En esta vida
terrenal, que vivimos ahora, únicamente podría yo amaros si se
cumpliesen determinadas condiciones de criatura mortal que en vos tal
vez no se cumplan. Tal vez las que yo poseo no respondan a vuestra
aspiración tampoco. Y sin embargo yo soy joven, de nobilísima estirpe, y
muy alabada de hermosa, aunque por modestia debiera callarlo. Os
confieso lo más íntimo, lo más oculto y delicado de mi sentir y de mi
pensar. Os declaro quien soy, donde vivo y como me llamo. La confesión y
la declaración van dirigidas a un ser que yo me finjo: a un ser que mi
imaginación ha forjado. ¿Querréis vos y podréis vos demostrar que
convenís sustancialmente con lo imaginado por mí; que sois la forma
material y visible del espectro etéreo por quien estoy obsesa, y el
astro luminoso cuyos matinales resplandores columbro, y el ansiado
aliento de primavera, que al venir el alba despierta y mueve a cantar a
las aves, y separa y extiende los pétalos de las flores para recoger su
aroma y darles en pago su rocío? Yo explico aquí mi sueño. Si tiene
algún fundamento real, a vos os toca manifestarlo. Si no estáis muy
seguro de la existencia de tal fundamento, lo mejor es que calléis.
Respondiéndome, sólo conseguiríais disipar la más bella de mis
ilusiones, reemplazándola con una realidad ruin y triste y con el
consiguiente desengaño. Pero si estáis seguro de que mi sueño no carece
de fundamento, respondedme, decidme quien sois, venid a mí y mostraos. A
orillas del azul y caudaloso Danubio, en el castillo de Liebestein, os
espera
POLDY.»

VI
Apresuradamente por el temor de que la cigüeña se fuese a la India sin
llevar prenda suya, y con vehemente exaltación, sublimada por la soledad
y como destilada en el encendido alambique de sus ocultas cavilaciones,
escribió Poldy la apasionada carta que acabamos de transcribir; mas no
bien voló la cigüeña, llevándosela colgada en el cuello, Poldy se
arrepintió y aun se avergonzó de haber escrito la carta, mostrándose tan
tierna y tan afectuosa con un desconocido. La suerte, sin embargo,
estaba echada. El mal no tenía ya remedio. Menester era resignarse y
callar. ¿Quién, desde la India, por poco sigiloso y por muy jactancioso
que fuese, había de tener el capricho de hacer saber en Viena que Poldy,
la orgullosa, la siempre esquiva, con condes, con príncipes y hasta con
archiduques, se había humillado a escribirle cosas de amor, sin saber
quien era e ignorando hasta su nombre?
Poldy esperaba que permaneciese secreto su impremeditado desliz; el mal
paso que había dado y que por lo menos calificaba ya de imprudente
locura.
Por otra parte, en ocasiones en que su humor era menos negro, Poldy se
juzgaba con alguna indulgencia y hasta llegaba a absolverse de su culpa,
dado que la hubiese. Porque, si el autor de los versos era un joven y
hermoso príncipe oriental o algo por el estilo, era muy cruel para el
príncipe y para ella no llevar adelante tan poética y misteriosa
aventura y destruir las vagas esperanzas de ambos, como quien arranca de
bien cultivado terreno una planta lozana a punto ya de cubrirse de
flores.
Como quiera que fuese, Poldy vivió en adelante muy retraída y
melancólica.
Aquel año fue el invierno muy crudo. Ni una vez sola, ni por muy breves
días, fue Poldy aquel invierno a Viena.
Penoso y terrible cuidado vino a aumentar las causas de su retraimiento.
La condesa viuda, su anciana madre, agobiada, más que por el peso de la
edad, por las penas, los desengaños y hasta por las miserias y los
apuros económicos, enfermó gravemente.
Hizo Poldy cerca de ella el oficio de la más vigilante, devota y
cariñosa enfermera; pero ni sus desvelos, ni sus fervientes oraciones,
ni la docta asistencia de un sabio médico, amigo de la casa, fueron
bastantes a retardar el cumplimiento de las inexorables leyes de la
naturaleza que tenía marcado el término de aquella trabajada vida. La
condesa viuda, llena de santa y dulce resignación, tuvo pronto una
muerte ejemplar y cristiana.
Durante algunos días reinó muy lúgubre animación en el castillo. A
recoger los últimos suspiros de la egregia dama había acudido la mayor
parte de sus hijos, yernos y nueras.
Pronto, no obstante, volvieron todos a sus respectivos destinos y
residencias, y el castillo quedó en abandono y en más honda soledad y
silencio.
El conde Enrique, Poldy, su aya y tres criados, fueron ya los únicos
moradores del castillo. Poldy sintió profundamente la irreparable
pérdida que había tenido. Y sin que refrenase su dolor la inquebrantable
fe religiosa que daba vigor a su alma, la joven condesa, lloró durante
meses a su difunta madre sin hallar consuelo, y olvidada casi de cuantos
devaneos, ilusiones y esperanzas habían poetizado su solitaria
existencia en aquellos últimos tiempos.
Poldy, sin embargo, aunque no se consoló, hubo al cabo de serenarse y
calmarse. Apacible tristeza endulzó el manantial de sus lágrimas y luego
logró represarle.
Pesares de condición harto menos noble, y mil preocupaciones de un orden
tan rastrero como práctico, invadieron y ocuparon el corazón de Poldy,
como cuadrilla de desalmados e impíos bandoleros que entran a saco,
profanan y destrozan un augusto santuario.
Dos meses hacía ya que había muerto la condesa viuda. Eran los primeros
días del mes de Febrero. El frío era intensísimo. Un manto de nieve
cubría en torno la tierra y coronaba a trechos con blancos penachos las
erguidas y sombrías copas de robles, abetos y pinos. Rara vez abandonaba
Poldy la abrigada habitación del castillo, donde apenas tenía más
persona con quien conversar que su hermano el conde Enrique.
Él y ella, habían quedado morando allí provisionalmente, pero pronto
tendrían que abandonar su antigua vivienda de la que era propietario y
había tomado ya posesión el hermano mayor de ambos.
Poldy, pues, cavilaba con tristeza y desesperanza sobre su suerte
futura.
Su hermano Enrique, que gozaba de alta y merecida reputación de sabio,
muy versado en varias disciplinas, estaba llamado a ser profesor en una
Universidad, donde su ciencia y su trabajo, habrían de remediar la
escasez de su patrimonio, dándole para vivir honrada y decorosamente, si
bien con sobrada estrechez.
Pero ¿cómo Poldy, que era pobre y desvalida también, había de irse con
su hermano y serle constantemente gravosa? Esto no era posible. A Poldy
además le dolía en el alma tener que abandonar aquellos lugares, tan
llenos para ella, de dulces y misteriosos recuerdos.
Por otra parte, Poldy, que amaba la soledad, sentía invencible
repugnancia a irse a vivir vida conventual, entre otras canonesas, en la
casa de su instituto. Para vivir sola, según su clase, ya en Viena, ya
en otra ciudad, sus rentas eran insuficientes. Y por último, contra lo
que más se sublevaba era contra agregarse a la familia de cualquiera de
sus hermanos o hermanas y hacer allí el triste papel de huésped
perpetua, de tía y de acompañanta, viviendo en algo a modo de poco
airosa dependencia y de mal disimulada servidumbre.
Horror causaba a Poldy cualquiera de estos planes en que trazaba y
representaba su porvenir. Aún tenía delante de sí todo aquel año que
empezaba entonces, y durante el cual ella y el conde Enrique, habían
concertado ya con su hermano mayor, permanecer en el castillo, mientras
duraba el riguroso luto y acababa de hacerse el deslinde y las
particiones de la muy corta hacienda, en la que todavía muy poco les
tocaba.
Pasado el mencionado plazo, Poldy consideraba inevitable su salida del
castillo, así como tomar decidida resolución para vivir a su gusto y con
independencia y decoro.
Tal era la desengañada posición de Poldy. Sólo negras nubes, que
presagiaban tempestad, columbraba, al mirar en todas direcciones, en el
horizonte de la vida. Sólo una luz incierta, vaga, errante, que bien
podía ser una estrella, pero que tenía más trazas de engañoso fuego
fatuo, iluminaba de vez en cuando el vacío y obscuro espacio de su
cielo. Poldy acababa además de cumplir veintinueve años. Estaba en el
apogeo de su belleza, en el mejor y más glorioso momento de su mocedad
briosa, y con la imaginación rica de ensueños y la voluntad movida y
solevantada por poderosos impulsos de ternura.

VII
Pronto desaparecieron las nieves; se oyó el canto de la alondra; calentó
más el sol y vertió luz más clara; discurrió por el bosque que
circundaba el castillo un aura vital y fecunda; se tapizó el suelo de
nueva y menuda yerba, y en los sotos y umbrías de las hondonadas, en la
margen de los arroyos, comenzaron a brotar florecillas tempranas,
despuntando con timidez en los álamos, mimbrones y chopos, más
resguardados de los vientos del Norte, las primeras tiernas hojas.
Entonces Poldy salió de su retraimiento casero y se lanzó con más
frecuencia y por más largo tiempo que nunca a sus excursiones y
meditabundos paseos por los sitios más solitarios de aquellas cercanías.
No poco gustaba ella de ir por intrincados senderos, por donde había más
flores, por donde era más tupida y frondosa la enramada. No poco gustaba
ella de sentarse en algún poyo rústico o de pararse a meditar al pie de
corpulento roble, cuyo añoso tronco estaba revestido de trepadera yedra
y de madreselva olorosa. Pero todo esto era para después y como recurso
y consuelo. Lo primero que Poldy hacía todas las mañanas, lo primero de
que gustaba y a donde iba precipitadamente apenas salía de paseo, era a
la margen de la laguna a ver si se le aparecía de nuevo la cigüeña
blanca.
Y como no se le aparecía, ya se quedaba aguardándola largas horas, ya se
ponía a buscarla por uno y otro lado y hasta penetrando en el obscuro y
ruinoso torreón que pudiera acaso servirle de refugio. Luego que se
cansaba de sus vanas pesquisas, cesaba de hacerlas y se dirigía a otros
puntos del bosque; negra tristeza embargaba su alma, y a veces asomaban
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