De varios colores - 01

Total number of words is 4822
Total number of unique words is 1776
33.0 of words are in the 2000 most common words
46.0 of words are in the 5000 most common words
53.8 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.

JUAN VALERA
DE VARIOS COLORES
BREVES HISTORIAS.
GARUDA O LA CIGÜEÑA BLANCA.
EL CAUTIVO DE DOÑA MENCÍA.
EL MAESTRO RAIMUNDICO.
CUENTOS JAPONESES.
UN DRAMA TRÁGICO.
MADRID
LIBRERÍA DE FERNANDO FÉ Carrera de San Jerónimo, 2
1898
* * * * *
PRÓLOGO
EL CABALLERO DEL AZOR
LOS CORDOBESES EN CRETA
EL DOBLE SACRIFICIO
LOS TELEFONEMAS DE MANOLITA
EL DUENDE-BESO
EL ÚLTIMO PECADO
EL SAN VICENTE FERRER DE TALLA
GARUDA O LA CIGÜEÑA BLANCA
EL CAUTIVO DE DOÑA MENCÍA
EL MAESTRO RAIMUNDICO
DOS CUENTOS JAPONESES
EL ESPEJO DE MATSUYAMA
EL PESCADORCITO URASHIMA
ESTRAGOS DE AMOR Y CELOS
* * * * *


PRÓLOGO

Dos son los principales motivos que me llevan a escribir algunas
palabras al frente de esta colección de cuentos que doy al público
ahora.
No todas las flores son frescas y bonitas; también las hay mustias y
feas. No se me culpe, pues, de presumido, si valiéndome de una figura
retórica llamo flores de mi pobre y agostado ingenio a los cuentos que
siguen. Y suponiendo ya que son flores, añadiré que carecen de relación
entre sí y que yo las reúno caprichosamente para formar con ellas un
ramillete o manojo. Sea este breve prólogo la cinta o el lazo que las
ate, para que cada una de las flores no se vaya por su lado.
No soy yo quien debe elogiarlas. El benigno lector decidirá si valen
algo o si nada valen. Yo diré sólo para procurarme la indulgencia hasta
de los más severos, que mi propósito al escribir y al reunir los cuentos
es tan modesto como inocente. No me propongo enseñar nada, ni moralizar,
ni probar tesis, ni resolver problemas, ni censurar vicios y costumbres.
Lo único que me propuse al escribir los tales cuentos es distraerme o
divertirme en el casi forzoso retiro a que mi vejez y mis achaques me
condenan.
No he de negar yo que me he divertido escribiendo los cuentos, pero me
guardo bien de inferir de ahí y de dar por seguro que se divertirá
también quien los lea. Los cuentos, sin embargo, no aspiran más que a
divertir. Si no divierten, la crítica no puede ni debe ir más allá que
hasta el extremo de calificarlos de fastidiosos, y en cambio, si
divierten o entretienen algo, su fin y su objeto están cumplidos. No son
ni quiero yo que sean sino una obra de mero pasatiempo, con cuya
lectura, sin la menor ofensa de Dios ni del prójimo, logren los
desocupados entretenerse durante algunas horas. Los que quieran aprender
algo, de sobra tienen libros a que acudir. Para saber de religión lean
los _Nombres de Cristo_, para saber de moral, lean la _Guía de
pecadores_, y para saber de filosofía, la que está publicando el Padre
Urraburu en muchos y muy gruesos tomos.
Este librejo no pretende tampoco conmover hondamente el corazón de los
lectores. La musa que me le ha inspirado (suponiendo también que ha
habido musa) no ha sido melancólica, ni trágica, sino regocijada y
alegre, según convenía para consolarme de mis penas reales y no para
agravar su peso con otras penas imaginarias. Por lo demás, yo creo y
siempre he creído que toda producción artística o literaria implica buen
humor y no desabrimiento ni aflicciones. Hasta cuando un poeta o un
novelista toma por asunto los sucesos más lastimosos, importa que la
lástima y el pesar se hayan disipado ya casi del todo, a fin de que el
asunto, que estaba en el sujeto y que atormentaba al sujeto, salga fuera
de él, y él le contemple serenamente y sea el objeto o la primera
materia con que él compone o construye su obra, cincelándola y
puliéndola.
Cada cual tiene su modo de hacer las cosas. Yo no he de dar reglas ni he
de disputar sobre esto. Diré sólo que no comprendo al que embargado de
un profundo dolor se pone a cantar o a escribir sobre el dolor que le
embarga. La muerte de un ser querido, las desventuras de la patria, las
tremendas luchas y los espantosos infortunios que suelen afligir al
linaje humano, todo esto, cuando llega a convertirse en materia para
nuestras creaciones literarias es cuando ya menos nos duele, porque si
nos doliera, no escribiríamos, sino trataríamos de remediar el mal por
medios prácticos, o le lloraríamos, informe e inefablemente y sin
literatura, si no acertásemos a remediarle.
Acaso parezca sofisma; pero, si no lo fuese, y si no temiese yo hacerme
pesado, llegaría a demostrar por este camino que a fuerza de ser
sentimental cuando no escribo, soy poco sentimental en lo que escribo.
No gusto de afligirme ni de llorar, ni gusto de afligir ni de hacer
llorar a los otros. El que busque, pues, emociones terribles y profundas
que no lea ni compre este librejo. Si yo logro que el librejo no aburra,
cómprele y léale el que anhele deshechar u olvidar las terribles y
profundas emociones, por virtud de otras superficiales, amenas y gratas.



EL CABALLERO DEL AZOR

I

Hará ya mucho más de rail afios, habla en lo más esquivo y fragoso de
los Pirineos una espléndida abadía de benedictinos. El abad Eulogio
pasaba por un prodigio de virtud y de ciencia.
Las cosas del mundo andaban muy mal en aquella edad. Tremenda barbarie
había invadido casi todas las regiones de Europa. Por donde quiera
luchas feroces, robos y matanzas. Casi toda España estaba sujeta a la
ley de Mahoma, salvo dos o tres Estadillos nacientes, donde entre breñas
y riscos se guarecían los cristianos.
En medio de aquel diluvio de males, pudiera compararse la abadía de que
hablamos al arca santa en que se custodiaban el saber y las buenas
costumbres y en que la humana cultura podía salvarse del universal
estrago. Gran fe tenían los monjes en sus rezos y en la misericordia de
Dios, pero no desdeñaban la mundana prudencia. Y a fin de poder
defenderse de las invasiones de bandidos, de barones poderosos y
desalmados o de infieles muslimes, habían fortificado la abadía como
casi inexpugnable castillo roquero, y mantenían a su servicio centenares
de hombres de armas de los más vigorosos, probados y hábiles para la
guerra.
La abadía era muy rica y famosa: rica por los fertilísimos valles que en
sus contornos los monjes habían desmontado, cultivándolos con esmero y
recogiendo en ellos abundantes cosechas; y famosa, porque era como casa
de educación, donde muchos mozos de toda Francia y de la España que
permanecía cristiana acudían a instruirse en armas y en letras. Entre
los monjes había sabios filósofos y teólogos y no pocos que habían
militado con gloria en sus mocedades antes de retirarse del mundo. Estos
enseñaban indistintamente las artes de la paz y de la guerra; cuanto a
la sazón se sabía. Y luego, según la índole de cada educando, los
pacíficos y humildes se hacían sacerdotes o monjes, y los belicosos y
aficionados a la vida activa salían de allí para ser guerreros y aun
grandes capitanes.
Cincuenta novicios había en la abadía de continuo. Y todos, salvo en las
horas consagradas a ejercicios caballerescos, vestían el hábito de la
orden.
En una tarde de abril, terminadas las vísperas, salieron los novicios
del coro, donde habían estado entonando salmos, y fueron, según
costumbre, a pasar dos horas de recreo jugando en un gran patio.
Había un novicio de origen obscuro, lo cual se contraponía a la alta
nobleza de que se jactaba con razón la mayoría de los otros. Este
novicio era español.
Seis años hacía que había venido a refugiarse en el convento sin saber
de dónde. El caritativo abad le dio asilo, y él, con su humildad
profunda, con su aplicación constante, con la rara inteligencia que
desplegó en el estudio y con la robustez y agilidad que mostró en todos
los ejercicios corporales, se ganó la voluntad de aquel venerable siervo
de Dios, que le amaba como a un hijo y que candorosamente le admiraba.
De aquí la envidia que le tenían los otros novicios y especialmente los
franceses. Tratábanle con desdén, le hacían mil burlas y hasta le
dirigían improperios, que él sufría con resignación evangélica. Por esto
le llamaban Plácido.
En aquella ocasión la envidia de los otros novicios había llegado a su
colmo. Plácido acababa de alcanzar brillante triunfo. Había compuesto un
devoto e inspirado himno latino a la Santísima Virgen María, tan lleno
de bellezas y tan rico de amor místico, que, entusiasmados los monjes,
le habían cantado en el coro, dando al joven poeta mil alabanzas y
bendiciones.
Sus malos compañeros, deseosos de humillarle, y tal vez fiados en que
Plácido era pacífico y sufrido, se encararon con él, aunque él se
apartaba de ellos con mansedumbre y modestia, y llegaron dos de los más
insolentes al último extremo de la injuria. Recordando la obscuridad de
su origen, se la echaron en rostro y calificaron a su madre de la más
infame manera.
El cordero se convirtió entonces de repente en bravo león. Por dicha, no
tenía armas, pero le valieron los puños. Con certero y fuerte golpe
derribó por tierra, maltrecho y con la boca ensangrentada, al primero
que le había ofendido. Después siguió peleando él solo contra otros tres
o cuatro, apoyado contra el muro y acosado por ellos.
Fue todo tan rápido, que nadie había acudido a interponerse y a
restablecer la paz, cuando otro de los novicios, de nobilísima alcurnia
francesa, intervino en la contienda, diciendo:
--Es cobardía que vayáis tantos contra él; apartáos; dejádmele a mi
solo; yo le castigaré como merece.
Fue tan imperiosa la voz, fue tan imponente el ademán de aquel muchacho,
que se apartaron todos, formando ancho cerco en torno suyo.
Cayó entonces el francés sobre Plácido, el cual paró los golpes que le
asestaba, sin recibir ninguno, y le ciñó con fuerza terrible en sus
nervudos brazos.
Pasmosa fue la lucha. Firmes se mantenían ambos. Ninguno cejaba ni caía.
Hubieran semejado dos estatuas de bronce, si no se hubiera sentido el
resoplido de la fatigada respiración de los combatientes y si no se
hubiera visto correr abundante sudor por sus encendidas mejillas.
¡Quién sabe cómo hubiera terminado aquel combate! Mal hubiera terminado,
sin duda, si no llega precipitadamente el abad y logra al punto
separarlos.
Después de censurar con breves y enérgicas palabras la acción de todos,
ordenó a Plácido que le siguiese, y le llevó a su celda.

II
--En balde he esperado, hijo mío, hacer de ti un dechado de santidad y
de paciencia, para que con el tiempo llegases a ser mi sucesor en el
gobierno de esta abadía. Sé todo lo ocurrido y no me atrevo a culparte.
La afrenta que te han hecho era difícil, era casi imposible de tolerar.
Está visto, Dios no te quiere para la vida contemplativa. Imposible es
además que permanezcas ya ni una hora en esta santa casa, donde has
promovido un escándalo feroz, aunque disculpable. Por otra parte, el
mozo con quien luchabas es poderosísimo por su nacimiento y riqueza y tú
no puedes seguir viviendo donde él está. No me queda más recurso que el
de obligarte a salir inmediatamente de la abadía. Pero no saldrás
desvalido y sin prendas de mi afecto hacia ti. La abadía es rica, el
abad también lo es, y en nada mejor puede emplear su dinero. Toma esta
bolsa llena de oro; Hugo, el capitán de los arqueros, tiene orden mía
para entregarte enjaezado el mejor de los corceles que hay en nuestras
caballerizas. Corre, revístete a escape de tus armas, monta a caballo y
vete.
Vertiendo muchas lágrimas de gratitud y besándole respetuosamente las
manos, Plácido se despidió del abad y éste le abrazó y le bendijo.
Dos horas después cabalgaba Plácido, solo y armado, por medio de un
pinar espeso y por senda apenas trillada, que iba serpenteando junto a
la orilla de un arroyo, entre cerros altísimos.

III
Llegó la noche medrosa y sombría. En aquella soledad asaltaron a Plácido
mil ideas tristes. Los recuerdos de la niñez surgieron en su mente con
claridad extraña.
Recordó que, seis años hacía, le habían arrojado de otro asilo con
severidad y dureza harto diferentes. Desde muy niño, desde el albor de
su vida, de que no tenía sino muy confusas memorias, se había criado en
el castillo del terrible D. Fruela, poderoso magnate de la montaña. El
castillo estaba en una altura muy cerca de la costa. Desde allí, ora
salía D. Fruela con buen golpe de gente a caballo para penetrar en
tierra de moros y talar y saquear cuanto podía, ora embarcaba a sus
satélites en algunas fustas y galeras de su propiedad, e iba a piratear
o a dar caza a otros más crueles piratas que infestaban aquellos mares
e invadían y asolaban a menudo las costas de España: eran los idólatras
normandos de Noruega y de la última Tule.
Plácido, recogido por caridad en el castillo, e hijo de padres
desconocidos, había sido criado con amor por doña Aldonza, la mujer de
don Fruela. Hasta la edad de ocho años, vivió Plácido en fraternal
familiaridad con Elvira, la hija de doña Aldonza, que era de edad poco
menor que él. Juntos jugaban los niños, y juntos aprendieron a leer y la
doctrina cristiana.
Plácido y Elvira sintieron que sus almas se habían unido con el lazo del
cariño más inocente.
Algo hubo de recelar o de prever D. Fruela, y ordenó a su mujer que
alejase al expósito del trato y de la convivencia de su hija.
Sumisa doña Aldonza, cumplió las órdenes de su marido; pero no hasta el
extremo de evitar por completo que el pajecillo y la niña se viesen y se
hablasen.
La menor frecuencia en el trato produjo un efecto contrario al que D.
Fruela deseaba. En las mentes candorosas de él y de ella se trocó en
adoración el afecto, y se iluminó y hermoseó con las galas y el
esplendor de los sueños la imagen de la persona querida.
Así llegaron ambos a cumplir catorce años. En un día en que salieron de
caza con D. Fruela, el caballo de Elvira corrió desbocado y fue a
perderse en la espesura de un bosque. Plácido la siguió para salvarla, y
acertó a llegar cuando el caballo que ella montaba tropezó y cayó,
derribándola por el suelo. Elvira, por fortuna, no se hizo el menor
daño. Plácido se apeó con ligereza, acudió en su auxilio y la levantó en
sus brazos.
Instintivamente, sin saber qué hacían, cediendo ambos a un impulso
irreflexivo, tal vez movidos por los invisibles genios y espíritus de la
selva, acercaron sus rostros y se dieron un beso. Plácido se creyó por
breves instantes transportado al paraíso; pero la realidad más cruel
hubo de mostrarle en seguida que estaba en la dura y áspera tierra. Una
lluvia de infamantes latigazos cayó sobre sus espaldas. D. Fruela le
había sorprendido, le castigaba y le afrentaba furioso. La jauría de sus
podencos y lebreles y sus monteros se acercaban ya. Afrentado el mozo,
aunque en edad tan tierna, no reflexionó en el peligro ni en lo desigual
de la lucha, y venablo en mano se lanzó contra D. Fruela para matarle.
Elvira se interpuso, dispuesta a recibir las heridas y salvar a su
padre. Plácido dejó caer al suelo el venablo. La humillación le hizo
verter amargas lágrimas.
El feroz D. Fruela, lejos de apiadarse, le azuzó los perros para que le
devoraran, y ordenó a los monteros que disparasen contra él sus agudas
flechas.
--¡Sálvate, Plácido, sálvate!--dijo entonces Elvira.--Si no huyes, mi
cuerpo te servirá de escudo y me matarán antes de que te maten.
Plácido conoció entonces lo peligroso, lo imposible de la defensa. Temió
más por la vida de ella que por la suya. Era ágil y ligero como un
gamo; conocía los más intrincados sitios y las más extraviadas sendas
del bosque, y pronto desapareció como por encanto, no sin exclamar antes
con su voz de niño, que se contraponía a la firmeza del tono:
--Ser padre de ella te ha salvado de la muerte. Ahora huyo, pero tal vez
un día vuelva a buscarte y a exigirte su mano como sola satisfacción de
mi afrenta.
Refugiado Plácido en la abadía, no olvidó la afrenta jamás, pero guardó
oculto su recuerdo en el lastimado centro del alma. El horror que le
causaba volver de nuevo contra el padre de Elvira, la humildad y la
resignación y otros sentimientos religiosos inclinaron su espíritu y le
excitaron a desistir de vengarse. Y como afrentado y sin venganza no
quería vivir en el mundo, se decidió a hacer la vida del claustro. Hasta
el día en que el insulto hecho a su madre despertó en él de nuevo la
ingénita fiereza, fue el más paciente y dulce de los cenobitas. Lanzado
ya al mundo de nuevo, con veinte años de edad, con aliento y brío y con
caballo y armas, ¿dónde había de ir Plácido sino al castillo de D.
Fruela a pedirle estrecha cuenta de todo?

IV
Sin detenerse sino para tomar el indispensable descanso, llegó Plácido a
la morada donde había pasado la niñez. Confiado en Dios, en su derecho
y en su valentía, sin arredrarse, se acercó a la puerta del castillo.
Todo estaba mudado. En torno, soledad y silencio. Aunque era medio día,
Plácido no vio ni hombres de armas ni campesinos. El puente levadizo,
tendido sobre el foso, dejaba franca la entrada. El escudo de piedra
berroqueña, que había sobre la puerta principal, estaba cubierto de
negro paño de luto.
Pronto, por un anciano criado, única persona que halló y que al
desmontar le tuvo el estribo, se enteró de la inmensa desventura que
abrumaba a aquella familia. D. Fruela, acusado de alta traición, estaba
en Oviedo y debía ser condenado a muerte. Su acusador era D. Raimundo,
mayordomo de Palacio. Tres caballeros de la casa de D. Raimundo estaban
prontos a sostener la acusación en palenque abierto contra los
defensores de D. Fruela, el cual había apelado al Juicio de Dios. Pero
D. Raimundo era tan poderoso y temido, y por su inaudita soberbia era D.
Fruela tan odiado, que nadie acudía a defenderle. Sólo faltaban tres
días para expirar el plazo. No bien Plácido supo todo esto, el rencor
antiguo se convirtió en lástima en su alma generosa, y resolvió ser el
campeón de quien tan rudamente le había ofendido, probad su inocencia y
librarle de la muerte. En el castillo no había nadie, sino el anciano
servidor. Doña Aldonza y Elvira habían ido a Oviedo a echarse a los pies
del rey y pedirle el perdón, si bien con poquísima esperanza, por ser
muy justiciero el soberano. De todos modos, la honra de la familia
quedaría manchada.
Sin demora se dispuso Plácido a salir para Oviedo, pero antes el anciano
servidor le refirió y encareció lo mucho que doña Aldonza y Elvira
habían pensado en él durante su ausencia, y le dijo que habían dejado
para él un presente a fin de que le recibiese y se le llevase si por
dicha aparecía por el castillo.
El anciano fue por el presente y se le entregó a Plácido. Era una fuerte
rodela, en cuya plancha de acero figuraba en esmalte, sobre campo de
gules, un azor, cubierta la cabeza por el capirote y asido por la
pihuela a una blanca mano que parecía de mujer.
--Tú tienes en el hombro derecho--dijo el anciano--grabado con indeleble
marca, un azor semejante al del escudo. Por él serás un día reconocido y
se sabrá quiénes son tus padres. Entre tanto mi señora y su hija te
declaran y apellidan Caballero del Azor, y te dan en testimonio de ello
esa prenda. Concédate Dios, Caballero del Azor, la buena ventura en
lides y amores que ellas y yo te deseamos.

V
A los tres días, pocas horas antes de expirar el plazo, después de
reposar en Oviedo y de aprestarse para el combate, sonaron las
trompetas y entró en el palenque el Caballero del Azor, con la visera
calada y la lanza en la cuja.
En alta y sonora voz proclamó la inocencia de D. Fruela, llamó
calumniadores a los que le acusaban, y retó a los tres, o sucesivamente
o juntos contra él solo. Los campeones de D. Raimundo fueron
sucesivamente apareciendo. Los combates fueron muy cortos.
El Caballero del Azor, con pasmosa destreza y bizarría, logró que en
menos de media hora los tres mordiesen el polvo, muy mal herido uno de
ellos.
El gentío que rodeaba el palenque rompió en estrepitosas aclamaciones y
vítores. El Caballero del Azor fue llevado en triunfo a palacio e
introducido en la regia cámara.
El rey, informado de todo el suceso, ansiaba verle, y más lo ansiaba aún
su noble y desventurada hermana, la infanta doña Ximena, que estaba con
el rey en aquel momento.
--Caballero del Azor--dijo la infanta antes de que el rey hablase--¿por
qué llevas un azor esmaltado en la rodela?
--Alta señora--contestó Plácido--porque le tengo también estampado en el
hombro derecho, como indeleble marca.
Doña Ximena puso entonces los ojos con cariñoso ahínco en el rostro
hermosísimo de Plácido, e imaginó que veía al Conde de Saldaña, como
estaba en su muy lozana juventud, veinte años hacía.
Ya no pudo contenerse doña Ximena; se acercó al joven, le estrechó en
sus brazos y le cubrió el rostro de besos, exclamando:
--¡Hijo mío, hijo mío!
El rey depuso su severidad, y dirigiéndose al joven, le estrechó también
en sus brazos, y le dijo:
--Yo te reconozco; eres mi sobrino Bernardo; te hago merced de la Casa
Fuerte y señorío del Carpio. Como Bernardo del Carpio serás en adelante
conocido y famoso en todos los países y en todas las edades. Perdonado
tu padre, saldrá de la prisión y será el legítimo esposo de mi hermana.
En efecto; el rey cumplió su promesa. El Conde de Saldaña salió del
castillo de Luna donde estaba encerrado. Se aseó y se atavió con esmero,
de suerte que todavía tenía buen ver, a pesar de su prolongado martirio.
Durante cinco días consecutivos hubo magníficas fiestas en Oviedo. Las
bodas de Bernardo del Carpio y de Elvira se celebraron al mismo tiempo
que las del Conde de Saldaña y doña Ximena.
Pocos días después pudo averiguarse que don Raimundo, el mayordomo de
Palacio, había sido quien robó al niño Bernardo y quien le mandó matar,
furioso como desdeñado pretendiente que fue de doña Ximena. Los
sicarios, encargados de matar al niño, habían tenido piedad de él y le
habían expuesto a la puerta del castillo de D. Fruela. Por esta y por
otras muchas maldades que se descubrieron, se comprendió que don
Raimundo era un monstruo abominable, por lo cual el rey pudo ejercer
provechosamente su justicia mandándole ahorcar, como le ahorcaron con
general regocijo de los ciudadanos de Oviedo, porque D. Raimundo era muy
aborrecido y porque en aquella edad tan ruda la filantropía no era cosa
mayor y no infundía repugnancia la pena de muerte.
Sólo queda por decir que Bernardo fue felicísimo con su Elvira y que
vivieron siempre muy enamorados ella de él y él de ella.
Por los antiguos romances y por la historia se sabe que aquella lucha a
brazo partido, que interrumpió el abad en el convento de los Pirineos,
se reanudó más tarde no lejos de allí, y terminó gloriosamente para
Bernardo, muriendo ahogado entre sus brazos hercúleos el paladín D.
Roldán, pues no era otro quien había luchado con él, cuando los dos eran
novicios.
Y aquí terminan los sucesos de la mocedad de Bernardo del Carpio,
ignorados hasta hace poco, y recientemente descubiertos en ciertos
vetustos e inéditos Anales de la orden de San Benito, escritos en latín
bárbaro en el siglo X y conservados en el monasterio de la Cava, cerca
de Nápoles.


LOS CORDOBESES EN CRETA
NOVELA HISTÓRICA A GALOPE

SR. D. MIGUEL MOYA.
Mi distinguido amigo: Para _El Liberal_ del domingo próximo me pide
usted amablemente que escriba yo algo sobre las cosas que en las
antiguas edades pasaron en la isla de Creta. Grande es mi deseo de
complacer a usted, pero tropiezo con dos dificultades. En breves
palabras y ciñéndome a lo consignado por mitólogos e historiadores, ¿qué
podré yo decir que tenga alguna novedad, que no sea un extracto de lo
que ellos dijeron, y que no esté mejor dicho en cualquier Diccionario
enciclopédico? Y si acudo a mi imaginación y añado con ella algo a lo ya
sabido, no tendrá consistencia ni se entenderá lo que yo añada, si lo ya
sabido no se pone por base, lo cual no es posible que quepa en una o dos
columnas del apreciable periódico que usted dirige. De aquí que ni de
una suerte ni de otra pueda yo escribir con acierto para el fin que
usted quiere. No es esto, sin embargo, lo que más me aflige. Lo que más
me aflige es que, desde hace muchísimos años, desde antes que hubiese
pensado yo en escribir novelas de costumbres del día, se me había
ocurrido escribir una novela histórica sobre Creta, y hasta había
forjado el plan, aunque confusa y vagamente. Hubiera sido mi novela un
pasmoso tejido de extraordinarias aventuras, con un fundamento real del
que la historia da testimonio, aunque conciso. Mi deseo de escribir esta
novela no se ha disipado nunca. Lo que se ha disipado es mi esperanza.
Para escribirla como yo me la figuraba era menester reunir y formar un
inmenso aparato de erudición, y para esto me faltó siempre la paciencia.
Hoy, por mi desgracia, además de la paciencia, me falta la vista. No
puedo consultar la multitud de librotes, antiguos y modernos, y escritos
en diferentes lenguas, de donde sacaría yo el color _local_ y _temporal_
que mi proyectada obra requiere. La obra, pues, tiene que quedarse en
proyecto. Y ya que en proyecto se queda, para libertarme de su obsesión
y para probarle a usted que si no puedo, quiero darle gusto, voy a poner
aquí el proyecto en muy breve resumen.
* * * * *
En el reinado de Alhakem I, por los años 218 de la Egira, había en
Córdoba un rico mercader llamado Abu Hafáz el Goleith, natural del
cercano lugar de Fohs Albolut. En su bazar, situado en una de las calles
más céntricas, se veían reunidos los más preciosos objetos de la
industria humana, así de lo que en nuestra Península se producía como de
lo traído de remotas regiones; de Bagdad, de Damasco, de Bocara, de
Samarcanda, de la Persia, de la India y del apenas conocido inmenso
imperio del Catay. Abu Hafáz tenía naves propias, que iban a los puertos
de Levante a proveerse de mercancías.
En una tarde de primavera entró en el bazar de Abu Hafáz una dama
tapada, acompañada de su sirvienta. Aunque él no le vio la cara, admiró
la gracia y gallardía de su andar, la esbeltez y elegancia de su talle,
cierto inefable prestigio seductor que como nimbo luminoso la
circundaba, y la aristocrática belleza de sus blancas, lindas y bien
cuidadas manos.
La dama quiso ver cuanto de más rico en el bazar había. Abu Hafáz, lleno
de complacencia, fue ofreciendo ante sus ojos, y poniendo sobre el
mostrador, mil extraños primores en joyas y en telas. Ella no se saciaba
de mirarlas. Era muy curiosa. El mercader le dijo:
--Aún no te he mostrado, sultana, lo más espléndido y peregrino que mi
tienda atesora.
--¿Y para qué lo escondes y no me lo muestras?--dijo ella.
--Porque soy interesado y no quiero trabajar en balde. Muéstrame tú la
cara y yo en pago te enseñaré mis mejores riquezas.
La dama no se hizo mucho de rogar. Apartó el rebozo, y dejó ver el más
bello y agraciado semblante que el mercader había podido ver o soñar en
toda su vida. Agradecido y entusiasmado, trajo entonces perlas de Ormúz,
diamantes de Golconda y tejidos de seda, venidos del Catay y bordados
con tal esmero y maestría, que no parecía labor de seres humanos sino de
hadas y de genios.
De la mejor y más estupenda de aquellas telas bordadas se prendó la dama
incógnita, quiso comprarla, y pidió el precio.
--Es tan cara--dijo el mercader--que acaso no quieras o no puedas
pagarla; pero si tienes buena voluntad, la tela te saldrá baratísima.
--Acaba. Di lo que me costará la tela.
--Pues un beso de tu boca--replicó el mercader.
Enojada la dama de aquella irrespetuosa osadía, se cubrió el rostro,
volvió las espaldas a Abu Hafáz y salió del bazar seguida de su sierva.
Quiso el mercader seguirla para averiguar dónde moraba y quién era; pero
la dama había desaparecido en el laberinto de las estrechas calles.
Pintaría luego la novela el furioso enamoramiento de Abu Hafáz y su
desesperación durante cinco o seis días, a pesar de mil cuidados y
misteriosos asuntos que le preocupaban y ocupaban.
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - De varios colores - 02
  • Parts
  • De varios colores - 01
    Total number of words is 4822
    Total number of unique words is 1776
    33.0 of words are in the 2000 most common words
    46.0 of words are in the 5000 most common words
    53.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • De varios colores - 02
    Total number of words is 5005
    Total number of unique words is 1711
    34.6 of words are in the 2000 most common words
    47.8 of words are in the 5000 most common words
    54.5 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • De varios colores - 03
    Total number of words is 4978
    Total number of unique words is 1609
    36.4 of words are in the 2000 most common words
    50.4 of words are in the 5000 most common words
    55.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • De varios colores - 04
    Total number of words is 4891
    Total number of unique words is 1747
    34.7 of words are in the 2000 most common words
    49.9 of words are in the 5000 most common words
    56.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • De varios colores - 05
    Total number of words is 4865
    Total number of unique words is 1744
    32.5 of words are in the 2000 most common words
    47.4 of words are in the 5000 most common words
    54.0 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • De varios colores - 06
    Total number of words is 4835
    Total number of unique words is 1736
    32.3 of words are in the 2000 most common words
    46.8 of words are in the 5000 most common words
    53.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • De varios colores - 07
    Total number of words is 4851
    Total number of unique words is 1832
    30.8 of words are in the 2000 most common words
    44.0 of words are in the 5000 most common words
    51.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • De varios colores - 08
    Total number of words is 4961
    Total number of unique words is 1814
    33.3 of words are in the 2000 most common words
    47.4 of words are in the 5000 most common words
    53.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • De varios colores - 09
    Total number of words is 4965
    Total number of unique words is 1690
    34.2 of words are in the 2000 most common words
    48.1 of words are in the 5000 most common words
    54.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • De varios colores - 10
    Total number of words is 4928
    Total number of unique words is 1720
    32.8 of words are in the 2000 most common words
    47.0 of words are in the 5000 most common words
    53.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • De varios colores - 11
    Total number of words is 4568
    Total number of unique words is 1563
    37.9 of words are in the 2000 most common words
    51.3 of words are in the 5000 most common words
    56.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • De varios colores - 12
    Total number of words is 751
    Total number of unique words is 378
    44.9 of words are in the 2000 most common words
    56.4 of words are in the 5000 most common words
    62.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.