De varios colores - 10

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En varios tratados de Economía política he visto yo una cuenta, de la
que resulta que la industria de los zapateros en Francia ha producido,
desde el descubrimiento de América hasta hoy, seis o siete veces más
riqueza que todo el oro y la plata que han venido a Europa desde aquel
nuevo e inmenso continente. Esto me anima, sin recelo de pasar por
inventor de inverosímiles tramoyas, a hablar aquí del maestro
Raimundico.
Haciendo zapatos empezó a ser rico; acrecentó luego su riqueza, dando
dinero a premio, aunque por ser hombre concienzudo, temeroso de Dios y
muy caritativo, nunca llevó más de 10 por 100 al año; después, fundó y
abrió una tienda o bazar, donde se vendía cuanto hay que vender: azúcar,
café, judías, bacalao, barajas, devocionarios, libros para los niños de
la escuela, y toda clase de tejidos y de adornos para la vestimenta de
hombres y mujeres. El maestro se fue quedando también con no pocas
fincas de sus deudores, y llegó a ser propietario de viñas, olivares,
huertas y cortijos.
Ya no esgrimía la lezna, ni se ponía el tirapié, ni se ensuciaba los
dedos con cerote, pero fiel a su origen, conservaba la zapatería, donde
trabajaban expertos oficiales, discípulos suyos. El magnífico bazar
estaba contiguo. Y junto a la zapatería y al bazar podía contemplarse la
revocada y hermosa fachada de su casa, situada en la calle más ancha y
central del pueblo. A espaldas de esta casa y en no interrumpida
sucesión, había patios, corrales, caballerizas, tinados, bodegas,
graneros, lagar, molino de aceite, y en suma, todo cuanto puede poseer y
posee un acaudalado labrador y propietario de Andalucía. La puerta
falsa, que daba ingreso a estas dependencias agrícolas, pudiera decirse
que estaba extramuros del pueblo, si el pueblo tuviera muros, mientras
que la puerta principal, según queda dicho estaba en el centro.
El maestro Raimundico nunca había querido comprometerse ni mezclarse en
política; pero de súbito acababa de cambiar. Se había hecho fusionista y
había consentido en ser jefe de aquel partido político y alcalde en
Villalegre.
Era viudo, hacía ya quince años. Y hacía cerca de siete que tenía a su
único hijo, D. Raimundo Roldán de Cadenas, estudiando o paseando y
holgando en Madrid, pues sobre este punto, difieren no poco los
autores. Difieren asimismo sobre la causa de la larga y no interrumpida
ausencia del hijo, atribuyéndola unos a la viudez más alegre que
recoleta del padre, para la cual hubiera sido estorbo o escándalo la
presencia del hijo, y atribuyéndola otros al despego y a la soberbia de
éste, que vivía en Madrid como caballerito muy elegante e ilustre, que
hablaba de su casa solariega, y que repugnaba volver al lugar a ver la
plebeya ordinariez de su padre y la primitiva y fundamental zapatería
tenazmente conservada.
Como quiera que ello fuese, D. Raimundo se daba en Madrid tono de muy
hidalgo, y su gentil presencia, su elegancia en el vestir y el dinero
que solía gastar con rumbo, prestaban a su hidalguía no corto crédito.
Él era además robusto y ágil en todos los ejercicios del cuerpo, gran
tirador de pistola, florete y sable, buen jinete, mejor bailarín, y muy
divertido, ocurrente y chistoso. Tenía multitud de amigos y estaba en
Madrid como el pez en el agua.
Hacía muy poco que se había graduado de Doctor en Jurisprudencia, y
había enviado a su padre la tesis doctoral. El padre leyó con suma
atención las cuatro o cinco primeras páginas, pero no entendió palabra,
se mareó y dejó la lectura. Y como era muy escamón, se puso a cavilar
entonces, sobre si el no entender aquello, sería culpa de su ignorancia,
o si sería, según frase de Cánovas, que hasta aquel lugar había llegado,
porque su hijo era un tonto adulterado por el estudio o si sería porque
no había habido tal estudio ni tal adulteración, sino porque el chico
había estudiado poquísimo y para disimularlo, había llenado su discurso
de frases huecas, fiado en su audacia y en la simplicidad de muchas
personas que lo que no entienden es lo que más admiran.
De todos modos, corregido ya el maestro Raimundico, morigerado por la
ancianidad, reverdeciendo en su corazón el amor paternal sobre los
restos de otros ya muertos y menos santos amores, y tal vez proyectando
que el muchacho, que había cumplido veinticinco años, ganase popularidad
y simpatías en el distrito, para que fuese elegido diputado, le mandó
llamar con términos harto imperativos y hasta dejando de enviarle
dinero, que era el medio más eficaz de que podía valerse.
D. Raimundo, pues, no pudo menos de obedecer. Complació a su padre, vino
a Villalegre y se halló en Villalegre muy a gusto.
Para que se vea la sinceridad de su contento y el placer y la
satisfacción que en el lugar tenía, vamos a poner aquí una
circunstanciada carta que, al mes de estar en Villalegre, escribió don
Raimundo a su mejor amigo de Madrid. La carta decía como sigue.

II
«Mi querido Pepe: Muy a despecho mío vine por aquí para no rebelarme
contra los mandatos de mi señor padre; pero te declaro con franqueza que
ahora me alegro en el alma de haber venido. Este lugar es lindísimo; los
fértiles campos que le rodean hacen un paraíso de sus cercanías; y sus
habitantes son amenos y regocijados. Yo aquí me divierto la mar. Y no
sólo me divierto, sino que, ¿por qué no he de confesártelo? me siento
como nunca me sentí en Madrid, perdidamente enamorado de una mujer. Pero
¡qué mujer, chico! Es un encanto, un prodigio de bonita. Y no sé decir
si por desgracia o por fortuna, de la más pasmosa severidad de
costumbres. La llaman el Sol de Tarifa, porque de aquella ciudad salió
ella como el sol por oriente. Tal es su apodo significativo. Su
verdadero nombre es doña Marcela Gutiérrez de los Olivares, por ser
viuda del teniente de la clase de sargentos, del mismo apellido, muerto
en Cuba un año ha, a manos de los insurrectos. Llora ella aún a su
difunto marido, con cuya tía, doña Pepa, vive en este lugar en ejemplar
recogimiento, y desdeña y rechaza al enjambre de galanes que la
pretende. Tremendo es uno de ellos por su obstinación y ferocidad. Es su
nombre Currito el Guapo, y es hermano de la estanquera, mujer también de
notable mérito, muy joven aún y famosa por su hermosura y gallardía.
Currito, tan celoso de su honra como los galanes de Calderón en las
comedias de capa y espada, no consiente que nadie requiebre a la
estanquera si no viene con la buena fin. Y aplicando este modo de
proceder de su casa a la ajena y de su hermana a su pretendida novia, no
consiente tampoco que nadie se acerque a doña Marcela, ni le diga
chicoleos, celándola de suerte, que ella vive aislada, porque Currito
tiene metidos en un puño a casi todos los mozos del lugar. Navaja en
mano es tremendo, y ya que no quiera por piedad abrir a nadie una gatera
en el vientre, lo que es para pintar un jabeque en la cara al propio
lucero del alba, no tiene el menor escrúpulo si se enoja.
»Doña Marcela está con esto que trina, porque gusta de ser desdeñosa sin
que el desdén parezca forzado, y porque no acepta la tutela o mejor
dicho el cautiverio en que galán tan crudo la tiene.
»A fuerza de oír tales cosas, pues no es otro el principal asunto de las
más frecuentes conversaciones de por aquí, pronto comenzó a hervirme la
sangre contra la insolencia de Currito el Guapo. Me entraron ganas de
libertar de su cautiverio a doña Marcela. Y crecieron mis ganas y se
hicieron irresistibles cuando vi, primero en la iglesia y después en la
feria, a la recatada y joven viuda, con quien quise _timarme_, como
decimos por ahí; pero, por lo pronto fue en balde mi conato, porque sin
duda, no lo consentían la modestia y la honestidad de la dama. ¿Qué no
logran, sin embargo, la terquedad y la audacia de un mozo como yo,
curtido en toda clase de aventuras y acostumbrado a los más peligrosos
lances de amor y fortuna? Doña Marcela me miró al fin con mal disimulada
complacencia; yo le hablé, valiéndome de la tía Pepa que desde niño me
conoce, y, al fin logré, que en una de estas últimas noches, que fue de
las más calurosas del verano, doña Marcela saliese a la ventana a tomar
el fresco.
»Me hice como por casualidad el encontradizo y me puse a hablar con
ella. No vayas a creer que es ninguna palurda. Culta y discretísima es
su conversación. Y no sólo habla buen castellano si bien con un gracioso
dejo tarifeño, sino que se explica corrientemente en inglés, por haber
estado algún tiempo en Gibraltar, cuando era ella mocita soltera,
acompañando a su padre, que iba allí para asuntos de comercio. Pero aquí
entra lo trágico. Embelesado y engolfado estaba yo charlando con doña
Marcela, a ratos en andaluz y a ratos en inglés, cuando la temerosa
aparición de Currito el Guapo, vino a interrumpir nuestro palique.
»--¡Huya usted, por Dios!--exclamó ella con voz trémula y llena de
susto. Ahí viene ese monstruo que sin que yo le haya dado motivo es en
este lugar el tirano de mi vida. Sálvese usted, caballero. Currito viene
navaja en mano y puede escabechar a usted en un santiamén. Como es loco
frenético no repara en nada. No es cobardía sino prudencia, escapar de
ese forajido.
»Ya te harás cargo Pepe de que yo no hice caso ninguno de aquellas
medrosas exhortaciones. Me enredé la capa en el brazo izquierdo y saqué
de la vaina una larga y recta espada de caballería que llevaba a
prevención conmigo. Currito no se arredró por eso, sino que cayó sobre
mí, ora agachándose, ora dando brincos, ora acometiéndome por un lado,
ora por otro. Por dicha, y si he de decir la verdad, yo sospecho que él
no tenía gana de herirme, sino de asustarme. Y como yo también tenía más
ganas de asustarle que de herirle, aquella a modo de danza, duraba ya
demasiado y se hubiera hecho interminable, a no ser por los gritos que
daba doña Marcela pidiendo socorro.
»Los gritos no fueron inútiles. Aunque ya era tarde, acudieron muchos
vecinos y bastantes mozos que andaban de ronda, y Currito y yo nos vimos
forzados a poner término a nuestro descomunal combate, envainando yo la
espada sin ensangrentar todavía, y doblando él su truculenta navaja, que
era de virola y golpetillo, y produjo al cerrarse ruido muy temeroso.
»Allí intervinieron y mediaron en nuestra contienda las personas de más
respeto, que habían acudido y que en torno nuestro formaban corro, y
casi nos obligaron a echar pelillos a la mar, a hacer las amistades y a
convertir las casi homicidas manos en cariñosas, enlazándolas y
apretándolas generosamente.
»Desde entonces veo y hablo por la reja a doña Marcela todas las noches,
sin que Currito me perturbe. Y doña Marcela se me muestra
agradecidísima por haberla yo libertado de aquel espantajo o bu que sin
querer ella la defendía como el dragón en _Las tres toronjas del Vergel
de amor_ y en otros cuentos de hadas.
»No imagines por eso que estoy más adelantatado en mis pretensiones. La
virtud de doña Marcela es más firme que una roca, aunque para mi amor
más que roca es _lata_. Erre que erre está ella siempre, volviendo por
su honor, también como las damas calderonianas, por donde me temo que
voy a sufrir constantemente el suplicio de Tántalo, o voy a tener que
hacer la barbaridad o digamos la _plancha_ de acudir al cura. Porque eso
sí, doña Marcela tiene poquísimo dinero, pero lo que es en punto a
conducta, ni las lenguas más maldicientes, y no son pocas las de este
lugar, se atreven a decir nada contra ella ni a empañar con ponzoñoso
aliento el terso y limpio espejo de su fama.»
Este era el contenido de la epístola, salvo los saludos y cumplimientos
de costumbre que en obsequio de la brevedad se omiten.

III
Se cuenta que el maestro Raimundico era escéptico por naturaleza; dudaba
mucho de todo y apenas se decidía a formar juicios, sin examinar antes
detenidamente las cosas y enterarse bien de ellas. Sobre su hijo hacía
tiempo que tenía su juicio en suspenso, sin decidir si el chico era
discreto o tonto. Tratar de ponerlo en claro era uno de los propósitos
que tuvo al llamarle al lugar. Desde que estaba en él, le espiaba, le
estudiaba y le seguía recatadamente los pasos. Prevalido además de su
posición de alcalde, interceptó la carta que acabamos de poner aquí, la
abrió y la leyó. El maestro se desconsoló con aquella lectura e imaginó
que al chico le faltaban por lo menos dos o tres tornillos en la cabeza.
Doña Ramona, hermana del maestro y viuda del pellejero, quería mucho al
chico, de quien había cuidado en la niñez, y sostenía que su candor no
debía calificarse de simplicidad, sino de exceso de imaginación poética.
Una vez cortados los vuelos de esta imaginación, el chico, según doña
Ramona, sería apto para todo, se abriría camino y subiría como la
espuma.
--Cortemos, pues, los vuelos de la imaginación del chico, dijo para sí
el maestro, y mostrémosle la realidad tal cual es.
Después de haber recapacitado, formado su plan, y hecho los convenientes
preparativos para realizarle, el maestro, a solas una noche con su hijo,
en la principal sala alta de la casa, al toque de ánimas, le habló de
este modo:
--Mira, Raimundo, tú eres hijo de un zapatero y no puedes ni debes
presumir de aristócrata; pero no conviene tampoco que por seguir ciertas
opiniones, muy de moda en nuestros días, te des a creer que las almas
heroicas, el semillero de las virtudes y de las proezas y los corazones
donde brota el germen de los más nobles sentimientos, se hallan en las
tabernas y en los presidios, y que la educación esmerada más bien agosta
y comprime que desenvuelve tan excelentes facultades. Quien piensa así
es lo contrario de progresista, ya que debe entender que nada conduce
mejor a la virtud que retroceder al estado selvático. Tu padre, con su
zapatería, hubiera entonces contribuido no poco a la corrupción humana,
porque los hombres calzados deben de ser mil veces más perversos que los
descalzos. Pero no quiero aturrullarme. Ya no sé lo que te digo.
Discursos, pues, a un lado. Y así, en vez de abrir los oídos para oírme,
abre bien los ojos para ver lo que ocurra en la tertulia que voy a tener
aquí, echando una cana al aire y renovando esta noche, por
extraordinario, mis retozonas costumbres de otros días.
Doña Ramona, hermana del alcalde y viuda como él, fue la primera que se
presentó en la sala. Tres años hacía que había muerto su esposo el
pellejero, pero la fabricación, la recomposición y el despacho de
corambres, seguían más florecientes que nunca, si bien, en aquellos
últimos meses, había surgido y continuaba una crisis en los asuntos de
doña Ramona. Currito el Guapo, su más aventajado oficial, hábil como
nadie en remendar y zurzir cueros y sobre todo en poner botanas, se
había despedido de casa de la maestra, y se había lanzado en la vida
heroica del jaque, buscando aventuras y aterrando a toda la gente
pacífica de la población. Naturalmente la pellejería de doña Ramona, se
resentía ya y empezaba a perder crédito y marchantes con la retirada de
Currito.
Las malas lenguas del lugar daban por causa de esta retirada el sobrado
empeño de Currito en vigilar y celar a doña Ramona, aislándola de todo
pretendiente, y el amor de ésta a la libertad y su indómito
aborrecimiento a todo linaje de tutela. Currito salió, pues, de su casa,
como de estampía; y, según hemos visto, se puso a ejercer su misión
avasalladora y morigeradora de mujeres, en defensa y custodia de su
hermana la estanquera y del resplandeciente Sol de Tarifa, de quien
estaba o aparentaba estar enamorado. Se sonaba, no obstante, en el lugar
que el verdadero objeto del amor de Currito era la maestra doña Ramona,
la cual no había cumplido aún cuarenta años, estaba colorada y sana, y
por los bríos y robustez de sus frescas y apretadas carnes era una
bendición de Dios y daba gloria verla. Recelaba la gente que los amores
de Currito, por el Sol de Tarifa, eran fingidos o por lo menos fruto de
anterior despecho amoroso y que estos amores ponían la mira, más o menos
conscientemente, en dar picón a doña Ramona.
La segunda persona que acudió a la tertulia fue el ciego organista, D.
Antonio, a par que gran músico y maestro en el órgano, hábil tocador de
guitarra, así rasgueando como de punteo.
El Sol de Tarifa entró poco después en la sala, seguida de la tía Pepa.
Y vinieron por último, y según vulgarmente se dice, con este melón se
llenó el serón, Currito el Guapo, acompañado de Rosita la estanquera, su
linda hermana.
No había ni vinieron más convidados, porque el alcalde quiso que su
tertulia fuese aquella noche de lo más íntimo, selecto y _cremoso_ que
en el lugar podía imaginarse. La sala, sin embargo, resplandecía como un
ascua de oro, porque estaba iluminada con tres magníficos velones de
Lucena de a cuatro mecheros cada uno y con algunas velas de cera que
ardían en los candeleros de media docena de hermosas cornucopias,
colgadas en las paredes sobre el rojo damasco que las tapizaba.
El maestro Raimundico sabía vivir y vivía con todo el boato y la pompa
que conviene a un señor lugareño. Y ya se presentía por ciertos indicios
y hasta se olfateaba y casi se mascaba, merced al grato tufillo y a los
vapores crasos que al través de pasadizos llegaban desde la cocina a la
sala, que aquella noche iba a haber allí pavo en arrope, y no sólo
_refrescanda_, sino _papandina_ también, y de lo más delicado y costoso.

IV
El maestro Raimundico había leído no pocos periódicos y algunos libros,
iniciándose en varias ciencias morales y políticas, y sobre todo en una
novísima, que las comprende casi todas, y que se llama Sociología. Mas
no por eso presumía de orador, de sabio o de hombre de consejos. Su
orgullo se cifraba en ser hombre de acción y completamente práctico. No
aseguraré yo que él hubiese leído los _Ensayos_ de Lord Macaulay, aunque
me parece que hay de ellos versión castellana; pero, si no los había
leído, su mérito era mayor, pues coincidía con el positivista noble Lord
en uno de sus más singulares pensamientos. Séneca había compuesto un
elocuentísimo discurso contra la ira, lo cual de nada sirvió, ya que no
se sabe de sujeto alguno que haya dejado de ponerse iracundo y de hacer
mil barbaridades, convencido y corregido por los razonamientos de
Séneca. Y como no se sabe que nadie haya ido con zapatos sin que los
haya hecho algún zapatero, así el Lord como el maestro Raimundico
inferían, con juiciosa dialéctica, que es más útil que Séneca, en toda
sociedad humana, el más humilde de los zapateros. El maestro Raimundico,
por consiguiente, como era o había sido zapatero y como nunca había sido
humilde, se estimaba en mucho más que Séneca, sobre todo en lo tocante a
utilidad y arte de la vida.
Despreciaba o aparentaba despreciar la oratoria; pero, sin darse cuenta
de ello, y dejándose arrebatar de sus convicciones, echaba amenudo
discursos, si bien, más que floridos, enérgicos y breves.
Veamos ahora lo que dijo a Currito el Guapo, hallándose presentes las
demás personas que hemos enumerado:
--Tu modo de proceder, amigo Currito, me tiene ya harto, y como soy
alcalde no he de consentir que siga. Nadie te ha dado el encargo de
vigilar y de celar a las muchachas y de hacer el papel, navaja en mano,
de Catón censorino. Ya sabes tú que yo pertenezco al partido liberal,
que gusta ahora de la autonomía y la concede a varias provincias de
Ultramar. Considera, pues, si no quieres enojarme, a tu hermana Rosita y
a mi señora doña Marcela, y déjalas autónomas, o sea en completa
libertad de hacer cuanto se les antoje. Sólo así y no por violencia,
miedo o tutela constante, tendrá verdadero mérito que resplandezcan en
ellas la entereza y la persistencia con que mantienen su inmaculada
virtud, defendiéndola de todos los ataques y asechanzas de los galanes
seductores. Si ellas quieren de verdad que no entre en sus dominios
contrabando ni matute, no es menester que tú asustes ni que mates a los
contrabandistas y matuteros. Y si ellas quieren contrabando o matute le
habrá aunque mates a docenas a los matuteros y contrabandistas. No puede
ser el guardar a una mujer: ha dicho no sé qué sabio, y con sobrada
razón a lo que entiendo. En suma, aunque el sabio no tuviera razón ni yo
tampoco, yo tengo aquí la autoridad y la fuerza, que para el caso
importan más que la razón, y te declaro que si continúas amedrentando a
la gente, a mí no me amedrentas, y te empapelo, y si me empeño te envío
a Ceuta o a Melilla para que allí luzcas tu valor matando moros. Si eres
tan animoso, ¿por qué no te vas a Cuba o a Filipinas a espantar y a
vencer a los rebeldes en vez de espantar al pacífico vecindario que yo
gobierno ahora?
--Yo, maestro, me hallo bien en este lugar, y maldita la gana que tengo
de ir a Cuba o a Filipinas. Con que así no me amenace usted, que ya
procuraré enmendarme. De todos mis furores tiene la culpa la penilla
negra, y de la penilla negra que hay en mi corazón, bien me sé yo quien
tiene la culpa.
Aquí intervino doña Ramona y dijo:
--Ea, hermano, déjate de sermones que aquí no hemos venido a sermonear
sino a divertirnos. Ya se enmendará Curro y se pondrá más suave que un
guante. D. Antonio, rasguee usted esa guitarra y que bailen el fandango
estas niñas. Currito tiene buena voz y mejor estilo y cantará las
coplas.
No fue menester decir más. El organista tocó un fandango estrepitoso.
Doña Marcela y Rosita bailaron con gracia y primor, repiqueteando las
castañuelas.
El maestro Raimundico, la tía Pepa y doña Ramona batieron palmas. Fue
tal el estruendo que armaron que no parecía que hubiese allí siete sino
setecientas personas.
Cuando las palmas y las castañuelas cesaron y sólo sonó la guitarra,
Currito cantó con voz sentimental y suave la copla siguiente:
Atame con un cabello
a los palos de tu cama,
y aunque el cabello se rompa
no hay miedo que yo me vaya.
Mostró Currito al cantar inspiración tan amorosa y miró con ojos tan de
carnero a medio morir a doña Ramona, que estaba sentada cerca de él, que
doña Ramona no acertó a dominarse por más tiempo; sintió que se derretía
y hasta que se evaporaba el hielo de sus desdenes; y, desechando sus
propósitos de resistencia y echando a rodar hasta cierto punto su
señoril o _magistral_ recato, dijo dirigiéndose a Currito:
--Vamos, hombre, si al fin ha de ser, no quiero molerte más. Mejor es
vergüenza en rostro que mancilla en corazón. No te ataré con un cabello,
pero voy a atarte con este hilo, de la lana con que, sin que tú lo
supieses, te estaba haciendo calcetines y pensando en ti, ¡ingratón,
prófugo, arrastrado!
Doña Ramona sacó entonces de la faltriquera de su delantal un enorme
ovillo de lana parda, que allí tenía, desenvolvió un par de metros, hizo
un lazo corredizo y se le echó a Currito cogiéndole por el pescuezo y
teniéndole por el otro extremo a modo de brida.
Aplaudieron todos que al fin se hubiera humanado la maestra y
aplaudieron más aún que, en virtud de nuevas declaraciones y promesas de
Currito, se reconociese y se proclamase allí la autonomía de Rosita y de
doña Marcela. Para solemnizarla, ambas niñas bailaron unas sevillanas
con notable garbo y maestría.
Tres doncellas, de la servidumbre del maestro Raimundico, las tres muy
aseadas y graciosas, sirvieron luego la cena en el comedor contiguo.
En Villalegre se vive aún a la antigua usanza. Todos los vecinos
acomodados comían la sopa y el puchero a las dos de la tarde. No se ha
de extrañar, por consiguiente, que los asistentes en la tertulia
tuviesen voraz apetito a eso de las once de la noche en que se sirvió la
cena.
En ella hubo lomo de cerdo en adobo, conservado en manteca, semejante a
líquidos rubíes por el color rojo que le prestaba el aliño. Hubo también
pavo asado y boquerones; exquisito vino de los Moriles; y, para postres,
frutas y piñonate. Por último, como apéndice y complemento de festín tan
opíparo, chocolate con hojaldres, mostachones y bizcotelas.
El festín fue todavía más regocijado y alegre que suculento,
prolongándose hasta las dos de la madrugada.
Como despedida, quiso el maestro Raimundico poner el sello y dar la
conveniente firmeza a lo que allí se había concertado. Impuso silencio y
habló de esta suerte:
--Yo tengo en Chinchón un excelente amigo, llamado D. Arturo González,
el cual es tan profundo sociólogo como hábil fabricante o cosechero de
aguardiente de anís doble. De este producto suyo me ha enviado algunas
botellas, en cuyo marbete, que hoy se llama _etiqueta_, se lee con
asombro: _Espíritu-Sociológico o líquido altruista_. Yo he querido
competir con mi amigo D. Arturo, y sin robarle su _marca registrada_ he
hecho aguardiente de anís doble también, que es tan altruista y tiene un
espíritu tan sociológico como el suyo. Estas muchachas traerán en
sendas bandejas copas y aguardiente de Villalegre y de Chinchón. Cada
uno de nosotros se beberá dos copitas, una de cada clase, dirá cual le
parece mejor, y brindará luego, así por el futuro consorcio de mi
hermana y de Currito el Guapo, como por la gloriosa autonomía y plena
libertad de Rosita y de doña Marcela.
En efecto, trajeron el aguardiente, y cada uno bebió dos copas. Los
pareceres se dividieron. Hubo quien votó por Chinchón, y hubo quien votó
por Villalegre: pero, como cada cual bebió por lo menos segunda copa del
aguardiente que le pareció mejor, el resultado vino a ser que salieron a
tres o a cuatro copas por barba.
Todo fue luego regocijo y afecto mutuo, y quedó demostrado que ambos
aguardientes eran altruistas y estaban dotados de igual espíritu
sociológico.
Entonces el cortesano D. Raimundo, merced a varios evidentes indicios,
no tardó en convencerse de que la virtud de doña Marcela no era cosa del
otro jueves, ni con autonomía, ni sin autonomía.
Pocos días después, se volvió D. Raimundo a la corte, convencido ya de
que los inocentes idilios no son más fáciles que en ella en los más
rústicos y apartados lugares. En la corte se olvidó pronto de doña
Marcela, puso la mira en distinguirse como personaje político, logró
salir diputado, y hay quien asegura que es hombre de gran porvenir, que
llegará a ser Director General, Embajador o Ministro, y que al cabo el
Gobierno español, o cuando no el pontificio, le concederá el título de
Conde de Cartabón o de Hormabella.
Doña Marcela, reconociendo que Villalegre es mezquino recinto para sus
expansiones y propósitos, se ha ido a Tarifa, su patria, y desde Tarifa
ha pasado a Gibraltar, cuya reconquista tal vez haga. Lo cierto es que
así como a los Escipiones y a otros héroes de la antigua Roma, los
apellidaron el Africano, el Numantino, el Británico y el Germánico,
según la ciudad de que se habían apoderado o según la nación que habían
subyugado, a ella, sin dejar de ser nunca el Sol de Tarifa, la apellidan
la Gibraltareña, y como tal es famosa y celebrada en las cinco partes
del mundo.
Rosita se ha distinguido y ha prosperado menos desde que es autónoma;
pero tampoco se duerme en las pajas. Sigue con el estanco, y por
comprarle tabaco, hasta los que antes no fumaban, ya fuman, y la
Tabacalera hace en Villalegre doble o triple negocio. Por comprarle
sellos de correo no hay villalegrino que no escriba hoy más cartas de
las que solía escribir. Y por último, Rosita vende tanto papel sellado
que es una maravilla. Para explicarla racionalmente, hay quien da por
seguro que ella no recibe ni acepta declaración alguna amorosa si no
viene escrita en folios de a peseta.
Entretanto doña Ramona y Currito, convertido ya en maestro, son cada día
más venturosos y prosperan mucho haciendo y vendiendo corambres. No
sabemos cómo se las compone Currito, pero es el caso que nunca sabe a
pez el vino que se echa en sus odres; que hace botas lindísimas; y que
también construye otra clase de cueros muy apropósito para llevar en
ellos aceite a las Alpujarras, porque los _mangurrinos_, que así llaman
en Villalegre a los alpujarreños, no producen aceite. En cambio producen
miel de caña o de prima, de la cual miel llenan los arrieros los odres
en que llevaron el aceite, y la traen a la provincia de Córdoba. Esta
miel hace las delicias de las golosas lugareñas cordobesas, que la sacan
del plato a pulso empapando en ella pedacitos de pan, y luciendo así las
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