De varios colores - 08

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estampa el mismo editor Justo Perthes.
--Desengáñate, hermana. No te canses. Yo debo decirte la verdad, aunque
te aflijas. Y la verdad es que Isidoro Ziegesburg es un judío.
No bien el conde Enrique hubo pronunciado aquella palabra, que sonó como
la trompeta del juicio en las encendidas orejas de Poldy, criada y
educada, por su madre y por su tía, desde la tierna infancia en el más
feroz antisemitismo, cuando Poldy empezó a temblar como una azogada y
tuvo un violento ataque de risa nerviosa. Tan violento fue que el conde
Enrique se llenó de miedo, llamó al aya e hizo que trajesen a Poldy una
taza de tila.
Cuando al fin se calmó Poldy, y cuando pasó su risa insana, empezó a
suspirar y a sollozar, y derramó un mar de lágrimas.
Todavía se notaba en ella un raro movimiento nervioso. Con el pañuelo se
secaba el llanto, pero se restregaba el pañuelo con violencia por las
mejillas y por los labios, como si quisiese arrancarse la piel y los
besos que en ella había estampado el príncipe indio, convertido ya en
chamarilero israelita.

XI
Luego que Poldy consiguió sosegarse un poco, cayó en muda y honda
melancolía. Nada dijo a su hermano ni a su aya. Ellos no se atrevían a
interrogar a Poldy. Encerrada en su estancia, no iba ya a pasear por el
bosque. Apenas se dejaba ver y tratar por las personas que en el
castillo moraban.
Entre tanto, el joven Isidoro fue tan audaz que se aventuró a venir a
visitarla, no ya recatadamente, sino en elegantísima victoria, tirada
por dos soberbios trotones rusos, con la cual llegó hasta la puerta del
castillo, subió las escaleras, y se empeñó en entrar a ver a la joven
condesa. Por fortuna se opuso el aya que le recibió en la antesala.
Isidoro dejó tarjeta y se retiró mal contento.
No desistió sin embargo, y repitió otras tres veces la tentativa. A la
cuarta vez, por orden de Poldy, el aya salió a desengañar a Isidoro, le
afeó su tenacidad y atrevimiento, y le dijo que era inútil que volviese
por allí a enojar y a atormentar a Poldy, que nunca habría de recibirle
y a quien no volvería a ver en la vida.
El horror antisemítico que embarga el ánimo de la nobleza austriaca
explica la conducta de Poldy, que parece extravagantísima y hasta
inexplicable en España.
Poldy se había enamorado entrañablemente de Isidoro, pero, siendo él
judío, juzgaba ella imposible aceptarle primero por novio y luego por
esposo. El caso sería mirado como una abominación sin ejemplo. Los
hermanos de Poldy dejarían de reconocerla por hermana, sus tíos y tías,
por sobrina, y toda la _hig-life_ vienesa de dieciséis cuarteles, la
expulsaría de su seno como individuo degradado y corrompido.
Al pensar Poldy en esto, los cabellos se le erizaban y temblaba y
tiritaba todo su cuerpo como si discurriese por él el frío que precede a
la calentura.
Resuelta estaba Poldy a no volver a ver a Isidoro: pero no había
previsto otra cosa y no había formado sobre ella plan ni propósito.
A los pocos días de haberse negado ya por completo y para siempre a ver
a Isidoro, Poldy recibió por el correo una carta suya. Tal vez, sin
reconocer la letra, abrió la carta, tal vez reconoció la letra del sobre
y sin embargo le rompió. De todos modos, una vez abierta la carta, Poldy
no pudo resistir a la curiosidad y al interés que le inspiraba lo que en
ella estaba escrito. Leyó pues, y vio que decía: «El enojado, el
quejoso, debía ser yo y no tú, hermosa Poldy: pero el amor que me
inspiras es tan alto que no se le sobreponen los enojos y es tan firme
que no hay queja que le hunda ni acabe. Sigo, pues, adorándote, apesar
de todos los agravios. No fui yo quién te solicitó. Tú me provocaste, tú
me excitaste a que te amara enviándome tu retrato con un apasionado
escrito. Me creiste brahman, nababo, príncipe de la India o cosa por el
estilo; y, no puedes negarlo, me amaste entonces. ¿Hay nada más
irracional, ni más absurdo que tu desamor y tu furor de ahora, porque
sabes que, en vez de ser brahman, soy israelita? Yo seguí tu humor al
principio, fingiéndome brahman, pero, en lo tocante a nobleza no fingí
nada. ¿Quién te ha dicho que un judío no puede ser noble? ¿De dónde
infieres que tengo yo menos cuarteles que tú? Yo puedo presentarte mi
evidente genealogía que se remonta hasta el mismo patriarca de Ur de los
caldeos, pasando por reyes, caudillos, jueces y profetas. ¿Dónde andaban
los germanos ni qué eran cuando el poderoso rey Salomón, mi pariente,
erigía suntuoso templo al Dios único?
Creado su concepto en la mente de los hombres de mi casta, por ellos fue
revelado al resto del humano linaje, idólatra y ciego. También el rey
Salomón fundaba a Tadmor, espléndido oasis para las caravanas que iban a
las orillas del Eufrates, y mandaba sus triunfadoras naves juntas con
las de Hiram, a Ofir y a Lanka por un extremo, y a Gadir, a Tarsis y aún
a las remotas Casitérides por el otro. Desde allí le traían, para
autoridad, pasatiempo y deleite de él y de sus súbditos, cobre, estaño y
ámbar, cándidas pieles de armiños y de cisnes, jimios y papagayos,
especierías y perfumes, perlas y diamantes, marfil y oro.
Alguien de mi familia privó con Ciro el Grande y volvió con Zorobabel a
reedificar la Ciudad Santa. De mi familia fue también el glorioso
pontífice que infundió en el ánimo engreído y triunfante del Macedón
Alejandro, súbito acatamiento y saludable temor de las cosas divinas.
Alguien de mi familia combatió gloriosamente por la patria al lado de
los Macabeos y derrotó al rey de Siria Antioco Epifanes. Ve tú pensando
mientras yo recuerdo estos sucesos que puedo demostrarte, en que pobre
choza o en que miserable zahurda estaba metida entonces tu desarrapada y
salvaje parentela. Las brutales persecuciones de Demetrio Soter, después
de la funesta batalla y de la heroica y gloriosísima muerte de los
Macabeos, movieron a mi familia a emigrar a España. No quiero pecar de
prolijo ni ser tildado de jactancioso, y por eso no cuento aquí por
menudo las cosas extraordinarias que en España hicimos. Te diré, no
obstante, que fue mi cercano pariente aquel gran rabino de Toledo que
redactó la exposición, y fue el primero en firmarla, dirigiéndose a
Caifás y tratando de convencerle, para que no condenase al santísimo
Hijo de María. Al lado del rey Alfonso VI de Castilla combatieron como
héroes mis antepasados, contra la bárbara invasión de los almoravides,
en la sangrienta rota de Zalaca. Yo cuento en mi familia inspirados
poetas y admirables filósofos y teólogos, gloria de la Sinagoga española
y de todo el judaísmo. Entre ellos descuella Jehuda Leví, el Castellano,
a quien Heine celebra con entusiasmo fervoroso. El beso que Dios, al
crearla, dio a su alma, viéndola tan bella, resuena aún en los cantares
de aquel trovador admirable y produce divino encanto en los nobles
espíritus que son capaces de sentirle y de comprenderle. Mi familia se
estableció más tarde en Lucena, provincia de Córdoba, centro floreciente
de las academias y liceos judaicos, donde las ciencias y las artes se
cultivaron con abundante fruto. De allí salieron médicos, astrónomos,
hombres de Estado y ministros de hacienda para multitud de monarcas,
cristianos y muslimes, de los que reinaron en la península. Nosotros
poseíamos un pintoresco castillo o quinta de recreo, en el ameno
nacimiento del río, cerca de la villa (hoy ciudad) de Cabra, y por eso
tomamos el apellido de Castillo de Cabra, que traducido al alemán llevo
ahora. Arrojados de España por el fanatismo antisemita, vinimos a parar
a Austria, donde somos hoy víctimas de no menor absurdo fanatismo. Y no
es lo peor el odio, sino el infundado desprecio con que nos tratáis.
¿Qué he hecho yo, qué ha hecho mi casta para que seamos así
menospreciados? El dinero que ha ganado mi padre y el dinero que he
ganado yo, ha sido ganado honradamente. Y para no cansarte, no digo aquí
nada más de mi nobleza. Sólo me atreveré a indicar que todavía hay en
España familias de las más altas clases, que se convirtieron a la
religión cristiana en el siglo XV, y con las cuales me sería harto fácil
probar mi parentesco. Baste lo dicho para que te inclines, oh hermosa
Poldy, a desechar tu loca repugnancia, impropia del clarísimo
entendimiento que Dios te ha dado, y para que vuelvas a recibirme, me
ames y seas mía.»
En Austria nadie sabe de fijo lo que hizo Poldy después de leer tan
arrogante y disparatada carta. La general creencia es sin embargo la de
que Poldy, aunque perdidamente enamorada del judío, no cedió ni se
rindió a sus razones. Muy por el contrario, todos por allá dan un fin
trágico y misterioso a la presente historia.
El castillo de Liebestein está solitario y ruinoso. En sus sombríos y
desapacibles salones, llenos de polvo y telarañas, se afirma que vagan y
circulan por la noche duendes y almas en pena.
El conde Enrique se fue de profesor a no sé qué universidad, donde vive
aún.
Y en cuanto a Poldy, unos aseguran que se ahogó bañándose, y dan otros
por cierto que, de propósito y movida por la desesperación, se arrojó
desde una barca en la vaguada o centro mismo de la corriente del
Danubio, y hasta añaden que con una gruesa piedra atada al cuello, para
hundirse en el fondo, para que nadie pudiera salvarla y para que no
resurgiese y se encontrase su cadáver.

XII
Sin faltar descaradamente a la verdad, no hubiera podido tener mi cuento
fin menos lamentable y menos vago, a no ser por un dichoso encuentro
casual que tuve en Nueva York diez o doce años después de la
desaparición de Poldy.
En el espléndido club, donde iba yo a comer casi de diario, me encontré
a un rico y amable comerciante de origen español, trabé con él amistad y
acabamos por hacernos muy íntimos.
Era hombre de cuarenta y cinco años a lo más, pero parecía más joven por
lo muy guapo, alegre y elegante.
Nos reconocimos como paisanos de la patria chica, o sea de determinada
comarca, porque si no él, no pocos de sus antepasados fueron cabreños.
Ya adivinará o sospechará el lector que este amigo mío, aunque
naturalizado ciudadano de la Gran República, era y se llamaba Don
Isidoro Castillo de Cabra.
Pronto me contó hasta los ápices y hasta los más escondidos lances de su
vida. Poldy había luchado, durante algunos meses, en espantosa
indecisión, entre el amor que Isidoro le inspiraba y los deberes más o
menos artificiales, que la ligaban a su patria, a su familia y a la alta
clase a que pertenecía.
Por último, el amor triunfó en el alma de Poldy, mas no para quedarse en
Austria desdeñada y aborrecida de sus hermanos y parientes. No: esto era
imposible. Poldy tomó una resolución extrema, pero, en su caso, bastante
justificada. Hizo correr la voz de que había muerto, se casó
católicamente con el judío converso, y cambiando, o mejor dicho
traduciendo su nombre, se vino a vivir con él a los Estados Unidos.
Isidoro se trajo todo el dinero que tenía y no pequeña parte de los
preciosos chirimbolos, joyas y antiguallas de su bazar. El resto, así
como los predios urbanos y rústicos de que en Austria era dueño, lo
dejó al cuidado de un tío suyo muy de fiar y muy hábil.
En los Estados Unidos entró en grandes empresas y especulaciones y
aumentó sus bienes de fortuna en vez de disminuirlos.
El venía a Nueva York dos o tres días cada semana para despachar sus
negocios que, por haber muy entendidos dependientes en su escritorio, no
requerían de continuo su presencia. De aquí que la mayor parte del
tiempo se le pasase en una quinta que había hecho construir a las
orillas del Hudson, imitando en lo posible la traza y arquitectura del
castillo de Liebestein. Como la quinta estaba sobre una peña, a
semejanza del castillo, tuvo Isidoro la ocurrencia de darle casi el
mismo nombre, aunque en lengua castellana y recordando un sitio muy
romántico que hay entre Antequera y Archidona. La quinta de Poldy se
llamó la _Peña de los Enamorados_.
Distaba la quinta mucho más de Nueva York que de Albany, capital del
Estado de Nueva York, pero, como los trenes del ferrocarril van con
extraordinaria rapidez en aquella tierra, y es deliciosa la navegación
en los magníficos vapores que suben y bajan por el río, poco molestaba a
Isidoro para ir y venir que fuese algo mayor la distancia. En cambio
Poldy gustaba del sosiego y de la tranquilidad del campo y aborrecía el
bullicio malsano de las ciudades muy populosas.
Rara vez Poldy iba a Albany y más rara vez aun iba a Nueva York. En su
quinta gozaba ella de todo el bienestar, lujo y regalo, que ofrece la
civilización moderna a los que son muy ricos.
Poldy, aun saliendo poco, y para verse al espejo, y para que su marido
la viese, se vestía a la última moda, con esmero, buen gusto y acendrada
elegancia.
Isidoro me llevó a la quinta, me presentó a Poldy y tuve el placer y la
satisfacción de admirarla. Aunque frisaba ya en los cuarenta años, el
sol de su hermosura brillaba en el cenit y ella parecía una diosa.
Admirable era la hospitalidad conque acogía en su casa a los huéspedes,
contribuyendo a este fin el privilegiado talento de su cocinero, artista
de primer orden.
Dos hijos tenía Poldy: una niña de ocho años y un niño de seis, que eran
dos ángeles de puro bonitos.
Garuda, la cigüeña blanca, animal que goza de larguísima vida, vivía
mansa, doméstica y feliz en la quinta, como si para ella el tiempo no
corriese. Más bien había ganado que perdido, porque el plumaje de la
pechuga, que tenía antes un viso ceniciento, había adquirido el brillo y
la blancura de la nieve. Garuda parecía el genio familiar de la casa, el
vivo resumen de los lares y penates de aquel hogar transportado desde el
centro de Europa a la opuesta orilla del Atlántico.
No quiero decir más para encarecer la felicidad de que Isidoro y Poldy
gozaban, a fin de no excitar la envidia de los que me lean. Voy, pues,
a terminar, haciendo una súplica a los lectores: que se callen lo que
aquí revelo y no se lo escriban a los treinta o cuarenta condes y
condesas, hermanos, tíos, cuñados y sobrinos de Poldy, para que no se
aflijan ni se escandalicen.


EL CAUTIVO DE DOÑA MENCÍA

I
Pocos días ha recibí el prospecto de un libro muy curioso que va a
publicarse en Córdoba. Contendrá la historia de las ciudades, villas y
fortalezas de aquel antiguo reino. Me hizo esto recordar ciertos
sucesos, que me contó mi amigo D. Juan Fresco, como ocurridos hace ya
cuatrocientos treinta años en el castillo de la población en que él
vive. Ignoro si dichos sucesos serán todo ficción, o si tendrán algún
fundamento histórico. Ya se encargarán de dilucidarlo los que escriban
el mencionado libro, ora consultando otros antiguos que deben de andar
impresos, ora en vista de Memorias y demás documentos manuscritos que ha
de haber en abundancia. Yo no quiero meterme en semejantes honduras. Me
inclino, sin embargo, a creer que en mi historia, si hay alguna ficción,
hay también mucho de verdad en que la ficción se funda: el grave
testimonio de mi querido y erudito amigo D. Aureliano Fernández-Guerra,
a quien oí referir no pequeña parte de los sucesos cuya narración me
complazco en dedicar ahora a su inolvidable espíritu.
D. Aureliano tenía hacienda de olivar y viña en el cercano lugar de
Zuheros; iba a menudo por allí, y se preciaba de saber, y había
investigado y de seguro sabía, todo cuanto desde muchos siglos atrás
había acontecido en aquella comarca. A pesar de todo, desisto de
averiguar, para no comprometerme, lo que hay de verdad y lo que hay de
mentira en el cuento, y voy a referirle aquí como me le contó mi tocayo.
Los fuertes muros y las ocho altas torres están hoy como en el día en
que se edificaron. No falta ni una almena. Dentro de aquel recinto
pueden alojarse bien doscientos peones y más de ochenta caballos. De la
cómoda vivienda señorial no queda ni rastro. Han venido a sustituirla un
molino aceitero con alfarge, trojes y prensas, que durante la vendimia
sirven también de lagar, un grande alambique con agua corriente, y
extensas bodegas para aceite, aguardiente, vinagre y vino.
Allá por los años de 1470 era todo aquello muy distinto. Extraordinaria
importancia estratégica tenía la fortaleza, como construida en una
altura, sobre enormes peñascos, que en gran parte le servían de
cimiento. En el centro había cómoda habitación, casi un palacio, donde
se albergaba el alcaide o señor que mandaba la hueste. Veinte años
hacía que dicho alcaide, lleno de ardor juvenil, había salido en
imprudente expedición contra los moros de Granada. Pasando por Alcalá la
Real, había entrado en la Vega por Pinos de la Puente, causando mucho
daño, talando algunos plantíos y sembrados, y cobrando no poco botín en
cortijadas y alquerías. Pero al volver rico y triunfante para su
castillo, en los agrios cerros y en el espeso bosque de encinas que hay
entre Pinos y Alcalá, cayó en una celada que los moros, más de mil en
número, le habían preparado, y allí murió combatiendo heroicamente
contra ellos.
La viuda de D. Jaime, que así se llamaba el muerto adalid, quedó como
única señora y alcaidesa del castillo.
Era su nombre doña Mencía. Sobrina del Conde de Cabra, se había criado
en la casa de aquel ilustre prócer. Apasionadamente enamorada del gentil
caballero D. Jaime, venido de Aragón a ponerse al servicio del Conde, y
muy señalado ya por su habilidad y su brío en todos los ejercicios
caballerescos, por sus notables proezas y hasta por su talento y
maestría en el gay saber, el Conde no tuvo que oponer razón alguna
contra la boda, y consintió en que don Jaime y doña Mencía se casasen,
dando en dote a la doncella el dominio y la alcaidía del castillo de que
voy hablando.
Sin duda para mostrarse más digno de su encumbramiento, D. Jaime
acometió la arriesgadísima empresa que causó su muerte. Diecisiete años
acababa de cumplir doña Mencía cuando se quedó viuda. Amarga y
desconsoladamente lloró la muerte de su gentil e idolatrado esposo.
Vistió severísimo luto, hizo una vida retirada, y en los veinte años que
se siguieron hasta el día en que empieza esta historia, no salió del
castillo sino para dar solitarios paseos.
En aquellos tiempos, las tierras todas del Rey de Castilla estaban
llenas de discordias y alborotos. No había paz ni seguridad en parte
alguna, sino robos, sangrientos combates, muertes y estragos. Los
grandes señores, por particulares rencillas y opuestos intereses, se
hacían cruda guerra unos a otros. El reino, además, estaba dividido en
dos opuestos y principales bandos. Fiel uno al rey D. Enrique, pugnaba
por sostenerle en el trono. El otro le había negado la obediencia, le
había depuesto en Avila con cruel e infamante ceremonia, y reconocía
como soberano al príncipe D. Alfonso, hermano menor del rey. El reino de
Córdoba ardía en disensiones, como todo el resto del país. Rara
prudencia y singular entereza supo mostrar doña Mencía para conservarse
en cierto modo neutral estando tan divididos los ánimos, sin dejar de
ser fiel y sin faltar al pleito homenaje que a los de su casa y familia
les era debido.
Todos respetaban a doña Mencía, la cual, gracias a su austeridad y
recogimiento, estaba en opinión de santa. La hacía aún más respetable,
prestándole algo de misterioso y sobrenatural, el que hubiese pocas
personas que se jactasen de haberla visto, ni menos hablado. Se
aseguraba, no obstante, que era hermosísima mujer, de treinta y siete
años, pero que parecía mucho más joven por la esbeltez, elevación y
gallardía de su cuerpo. Se decía que sus cabellos eran negros como la
endrina, que sus ojos brillaban como dos soles, que tenía manos muy
bellas y señoriles, y que la palidez mate de su terso y blanco rostro
estaba suavemente mitigada por el sonrosado y vago matiz que arrebolaba
sus frescas mejillas. Doña Mencía apenas conversaba con más personas que
con el Padre Atanasio su capellán, con Nuño, su escudero y maestresala,
y con la hija de Nuño, Leonor, que era su íntima servidora y confidenta.
Mucho lamentaba doña Mencía, en sus conversaciones con el Padre
Atanasio, los escándalos y las civiles contiendas que asolaban el país y
tenían a sus hombres de más valer armados unos contra otros.
Doña Mencía había deplorado la violenta resolución tomada por D. Alonso
de Aguilar de prender en la misma casa del Ayuntamiento de Córdoba al
mariscal D. Diego, primo de ella, y de tenerle encerrado durante algunas
semanas en el castillo de Cañete; pero más deploraba aún el desafuero de
D. Diego desafiando a D. Alonso, contra la expresa voluntad y orden del
Rey, que quería paz entre ellos, y de llevar adelante el desafío bajo el
amparo del Rey moro, que le dio campo y palenque en la vega de Granada.
Allí citó y aguardó D. Diego a D. Alonso; y como éste no acudiese al
desafío, D. Diego, declarado vencedor por el Rey moro, ató a la cola de
su caballo un cartelón donde iba escrito el nombre de D. Alonso de
Aguilar con la calificación de alevoso, y le arrastró por el suelo con
ignominia. Terrible fue la afrenta; pero D. Alonso la sufrió con
paciencia magnánima, reservando su valor para más patrióticos y altos
empeños, según supo mostrarlo en el resto de su vida y en su muy
gloriosa y trágica muerte.

II
La soledad y la monotonía de la existencia de la alcaidesa no habían
tenido la menor alteración a pesar de una extraña novedad que había en
el castillo desde hacía una semana. Doña Mencía custodiaba en él a un
huésped, o, mejor dicho, a un prisionero. Su primo D. Diego había
exigido que le custodiase, imponiéndole además como un deber el
abstenerse de preguntar el nombre del huésped, el cual, por su parte,
había prometido también no revelar su nombre. Don Diego tenía grande
interés en que no se supiese el nombre de su prisionero, y hasta en que
se ignorase que tenía prisionero alguno. Por eso no quiso llevarle ni a
Cabra ni a Baena, y le llevó al castillo de doña Mencía, donde no había
más gente que la guarnición, y bajo cuyo amparo no se había fundado aún
la villa que hoy existe. Doña Mencía tuvo que ceder a la imposición de
su primo; pero gustaba tanto de la soledad, y era tan poco lo que le
importaban los sucesos del mundo, que no quiso ver al cautivo que su
primo le trajo, y le confió a Nuño, para que éste le vigilase, alojase y
cuidase con esmero, como a persona principal, y según D. Diego quería.
La dama del castillo supo sólo que su huésped o prisionero era un rapaz
imberbe, que tendría dieciséis años a lo más, y del que D. Diego se
había apoderado, sorprendiéndole sin armas y en compañía de otros
rapaces cazando pajarillos con red y con liga, cimbel y reclamos, en las
orillas de un arroyo no lejos de Monturque.
En su estrado estaba doña Mencía, sola y entregada a sus rezos, en una
hermosa mañana del mes de Abril, cuando su doncella Leonor entró
precipitadamente, asustada y llorosa, y se echó a sus pies pidiendo
perdón y refugio.
--Yo no tengo la culpa, señora; yo no tengo la culpa. Mi padre se enoja
contra mí, y quiere matarme sin justo motivo. El rapaz que está
prisionero es el más descomedido e insolente de los rapaces. Me
sorprendió al pasar yo sola por la galería, me requebró con
desenvoltura, me asió luego entre sus brazos, y a pesar de mi
resistencia y de mis gritos, me dio muchos besos. No sé cuántos, porque
me los dio tan de prisa que no tuve tiempo para contarlos. Llegó en esto
mi padre y agarró al rapaz de una oreja, tratando de castigarle; pero el
rapaz, que debe de ser fuerte y ágil, le echó la zancadilla, le derribó
por tierra y se largó con risa. Mi padre se levantó renqueando, y,
ansioso de vengar el agravio recibido, vino furioso contra mí. Yo,
señora, me refugio aquí, y me pongo bajo tu amparo. Defiéndeme, señora;
mira que soy inocente.
La grave doña Mencía frunció el entrecejo al oír la narración de aquel
lance; pero en la cara, en el acento y en las frases de Leonor reconoció
su sinceridad y que no era culpada; la levantó del suelo en que estaba
de hinojos y le aseguró que la defendería. Toda su cólera estalló con
vehemencia contra el atrevido rapaz, que con tan liviano desacato
ofendía su casa. Llamó a Nuño, le exigió que absolviese a su hija de
culpas que en realidad no tenía, y le ordenó que, sin entrar en nueva
lucha con el rapaz, y sin acudir tampoco a otras personas para que no se
enterase nadie de lo ocurrido, trajese al rapaz a su presencia para que
ella le reprendiese duramente, como él merecía.
Cumplió Nuño las órdenes, y pocos instantes después compareció el rapaz
ante la hermosa dama, que le recibió, como juez severísimo, con
imponente autoridad y compostura. Nuño y Leonor se retiraron a una señal
de la dama. Esta quedó sentada en un sillón de brazos, como si fuera
tribunal o trono. El rapaz estaba de pie enfrente de ella, con ademán
muy respetuoso por cierto, pero en manera alguna temeroso ni turbado.
Con enérgicas palabras la dama le echó en cara su fea conducta, le
amonestó para que se corrigiese, y le exigió que pidiera perdón de su
culpa. Él contestó de esta suerte:
--Yo, señora mía, me confieso culpado, y estoy dispuesto a pedirte
humildemente perdón, de rodillas delante de ti. Si alguna disculpa
tengo, válganme como tal mis verdes mocedades y mi completa
inexperiencia de las cosas del mundo. Yo me figuré, señora, que me
hallaba en la cumbre de una montaña, y muy cerca de una nube que parecía
de carmín y de oro, por lo cual gusté tanto de ella que me atreví a
abrazarla y aun a besarla; pero la nube se me desvaneció y deshizo, y
entonces apareció el sol que la nube me ocultaba, y cuyos divinos
reflejos eran los que habían dado a la nube los brillantes matices que
me enamoraron, me sedujeron y me hicieron incurrir en la falta, que como
tal deploro, si bien, por otra parte, casi me alegro de haberla
cometido. Cometiéndola he apartado la nube y he logrado al fin ver el
sol, que desde hace una semana anhelaba yo ver y que ahora extasiado
contemplo.
Colorada como la grana, en parte de ira y en parte de gustosa sorpresa,
se puso doña Mencía al oír el desenfadado discurso de aquel audaz
muchacho. A pesar de su austeridad, tan probada y acendrada durante
veinte años, sintió que en el fondo de su pecho pugnaba por salir y le
retozaba la risa al notar tanta juvenil desvergüenza; pero al fin
triunfó la condición austera de la egregia dama, y despidió al mancebo,
diciéndole:
--Está bien, niño; pero mejor estaría si tu maestro o tu ayo te hubiera
enseñado menos retórica y más comedimiento y circunspección para no
faltar al respeto que a una ilustre dama se debe, y que se debe también
a su casa y a su servidumbre. Vete y corrígete, y haz de modo que no
tenga yo que apelar a dolorosos extremos para poner coto a la audaz
conducta de que parece que te jactas en vez de arrepentirte.
Quiso replicar el rapaz, pero la dama hizo tan imperioso gesto de
desagrado y despedida, y fulminó contra él tan terrible mirada de sus
negros ojos, que le hizo enmudecer y que le arrojó de la estancia como
si lo hiciera a materiales empellones.

III
Escarmentado el joven cautivo y acaso más cautivo aún de su propia
cortesía y de la veneración y del afecto que le había inspirado la dama
con sólo verla, se condujo durante los diez días que se siguieron con la
corrección más cumplida, mostrando paciencia ejemplar para sufrir sin
quejas su triste y enojoso cautiverio. La severa doña Mencía advirtió
entretanto que atormentaba a veces su alma cierto arrepentimiento de
haber empleado con el rapaz severidad sobrada. Allá a sus solas pensaba
en él casi de continuo, y se complacía en saber lo mucho que su
reprimenda había valido, y cuán juiciosamente se conducía el mozo. Luego
recordaba su rostro y toda su gentil figura, que no había dejado de
examinar cuando le tuvo delante de ella. Y por virtud de este recuerdo
vino a nacer en su alma la más singular alucinación, la más curiosa y
rara fantasía que puede soñarse. En balde procuraba apartar de su mente
aquel ensueño peligroso. El ensueño volvía con tenacidad sobre ella, y
ni dormida ni despierta la dejaba en libertad y en sosiego. Imaginó que
el insolente rapaz a quien había reprendido era el vivo retrato de D.
Jaime, su difunto esposo; y yendo más adelante en aquellas cavilaciones,
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