De varios colores - 04

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agravios es que vuesa merced me acepte como yerno.
En este punto, apareció doña Eulalia al lado del galán. Estaba linda en
extremo, muy elegante y ricamente engalanada con magníficas joyas, y
manifestando en el rostro juvenil y ruboroso gran satisfacción y
contento. ¿Qué había de hacer don César? Consintió en todo y abrazó
cariñosamente a sus hijos, no sin exclamar, mirando al capitán
detenidamente:
--Válgame Dios, muchacho, ¡y cómo has crecido y embarnecido en este
decenio! ¿Quién al pronto había de reconocer en ti al rubio y travieso
monaguillo de Capuchinos que repicaba tan bien las campanas?

III
No bastó la respetuosa consideración que fray Antonio inspiraba al padre
guardián, para que éste se callase y no dijese claro que, si no había
habido demonio, tampoco había habido duende, y que todo había sido
farsa.
Fray Antonio quiso entonces justificarse, y antes de volver a Madrid,
donde habitualmente residía, habló al padre guardián como sigue:
--No sólo ha habido duende sino uno de los duendes más poéticos que en
este mundo sublunar puede darse. Era ella tan pura, tan cándida y tan
ignorante de lo malo, que a los quince años parecía ángel y no mujer. Él
era bueno y sencillo como ella. Ambos se amaban con la más ardiente
efusión de las almas, sin la menor malicia, sin que la dormida
sensualidad en ellos despertase. Anhelaban unirse en estrecho y santo
lazo: vivir unidos hasta la muerte, como en unión castísima habían
vivido desde la infancia. A esto se oponía el desnivel de posición
social. Menester era que Periquito ganase posición, nombre, gloria y
bienes de fortuna. Al separarse para irse él a dar cima a su empresa,
sin estímulo vicioso, con inocencia de niños y con fervoroso amor del
cielo, se unieron sus bocas en un beso prolongadísimo. Sin duda se
interpuso entre labios y labios una levísima chispa de éter, átomo
indivisible, germen de inteligencia y de vida. El fuego abrasador de
ambas almas enamoradas penetró en el átomo, le dio brillantez y tersura,
y cuanto hay de hermoso y de noble en el mundo, vino a reflejarse en él
como en espejo encantado que lo purifica y lo sublima todo. Los santos
anhelos de amor de él y de ella, se fundieron en uno; y, sin
desprenderse enteramente de ambas almas, tuvieron en la misteriosa unión
ser singular y substancial suyo y algo a modo de vaga, indecisa y propia
conciencia. Se separaron los amantes. Él fue muy lejos; peregrinó y
combatió. Durante diez años, no supieron ella de él, ni él de ella, por
los medios ordinarios y vulgares. Pero el unificado deseo de ambos, el
duende que nació del beso, con pintadas alas de mariposa y con la
rapidez del rayo, volaba de un extremo a otro de la tierra: y ya se
posaba en ella, ya en él, y hacía que se estrechasen como presentes, y
renovaba el casto beso de que había nacido, no como recuerdo vano, sino
como si nuevamente y con la misma o con mayor vehemencia ellos se
besaran. No dude, pues, vuestra reverencia de que el tal duende existe o
ha existido. ¿Cómo explicar sin él la tenaz persistencia, durante diez
años, de los mismos amores? El deseo no era sólo de ella. El deseo no
era sólo de él. En ambos estaba, pero, al unirse, se separó de ambos,
creando la unión un ser distinto. Este ser no tiene ya razón de ser:
desaparece, pero no muere. No debe decirse que ha muerto o que va a
morir la chispa inteligente, enriquecida con la viva representación de
toda la hermosura de la tierra y del cielo, cuando, cumplida la misión
para que fue creada, se diluye en el inmenso mar de la inteligencia y
del sentimiento, que presta vigor armónico, y crea la luz y hace
palpitar la vida en la indefinida multitud de mundos que llenan la
amplitud del éter.
Fray Domingo oyó con atención todo esto y mucho más que dijo fray
Antonio, y acabó por convencerse de que había duendes; unos prosáicos,
otros poéticos como el de D. Pedro y doña Eulalia, sin que la teoría de
fray Antonio pugnase en manera alguna con la verdad católica, pues
redundaba en mayor gloria de Dios, hasta donde alcanza a concebirla el
limitado entendimiento humano.


EL ÚLTIMO PECADO
(NOVELA CORTA)

I
El Sr. D. Emilio Cotarelo es un erudito de notable ingenio y de muy buen
gusto, a quien debemos estar agradecidos y dar grandes alabanzas los
aficionados a la amena literatura y a todas las artes de la palabra. Sus
libros nos maravillan por la diligencia y el tino con que el autor ha
sabido recoger noticias. Sus libros enseñan mucho y deleitan más.
Natural es que sean leídos, comprados y celebrados.
Los ha compuesto ya el Sr. Cotarelo sobre don Enrique de Villena, sobre
el conde de Villamediana y sobre el gran poeta Tirso. Pero lo que ahora
me mueve a hablar de este escritor es la serie de estudios que está
publicando sobre actores y actrices del siglo pasado. Ya han salido a
luz la vida de la divina María Ladvenant, y más recientemente la vida de
_La Tirana_. Ambas obras tienen mayor interés que las novelas, y más
que novelas parecen intrincadas selvas de aventuras, lances y casos
raros. Al leerlos, no podemos menos de exclamar casi con envidia.
¡Vamos, vamos, no dejaban de divertirse nuestros morigerados abuelos!
Y lo que es para mí el mayor mérito que tienen los libros de que voy
hablando, es ser muy _sugestivos_. El autor no cuenta ni afirma nada sin
probar su exacta verdad con documentos fehacientes. Quedan, pues, por
contar o apenas indicados entre renglones, mil sucesos importantes y
ocultos, los cuales explican o pueden explicar otros cuyas causas no
vislumbramos, porque el Sr. Cotarelo, como historiador severísimo y
veraz, tiene que dejarnos a media miel, sin decir como cierto lo que no
está evidentemente demostrado, aunque se presuma y haya acerca de ello
rastros e indicios. Siguiéndolos, voy a permitirme yo poner aquí algo
muy importante de la vida de _La Caramba_, que el Sr. Cotarelo, por
virtud de su severidad histórica, no ha podido menos de dejarse en el
tintero, tal vez a pesar suyo.

II
El 8 de Septiembre de 1785, día en que celebra la iglesia la Natividad
de la Virgen Santísima Nuestra Señora, en vez de acudir al templo a
rezar sus devociones, la desenfadada María Antonia Fernández bajó a
pasear en el Prado, a provocar a los galanes y a escandalizar, según
tenía de costumbre. Estaba en lo mejor de su edad, como sol que culmina
en el meridiano; famosa por sus conquistas y celebrada por su gracia,
por su primor en el vestir, por su gallardo cuerpo, por su andar airoso
y por su marcial y bulliciosa desenvoltura. Iba aquel día bizarramente
ataviada: brial de raso azul, justillo recamado de seda y oro y bien
peinada la negra y undosa mata de pelo, sujeta en rodete en lo alto de
la gentil cabeza por rascamoño de oro, lleno de piedras preciosas.
Completaban su tocado el lindo adorno que ella inventó y al que dio su
nombre de guerra, llamándole _La Caramba_, y una mantilla blanca de
preciosa y ligera blonda de Almagro.
De repente se obscureció el cielo; se levantó terrible tempestad; el
aire silbaba y formaba remolinos; deslumbraban los relámpagos, y los
truenos espantosos ensordecían y aterraban. Se abrieron luego las nubes
y abundante lluvia, un verdadero diluvio, empezó a caer sobre la tierra.
No había coche ni silla de manos en que irse, y María Antonia Fernández,
alias _La Caramba_, se refugió en la iglesia de Capuchinos del Prado,
donde se celebraba en aquel momento una solemne función religiosa.
Predicaba fray Atanasio, predicador tan elocuente como severo. El horror
de la tempestad que continuaba y crecía, las frases tremendas con que el
padre fustigaba los vicios y con que describía las penas eternas que
Dios justiciero les impone y tal vez asimismo el devoto cuadro de Lucas
Jordán, que en aquella iglesia se parecía, representando a la Magdalena
a los pies de Cristo, todo compungió por tal arte a la bella pecadora,
penetrando en sus entrañas como agudas saetas de fuego, que se llenó de
atrición y aun de contrición, sintió que el Altísimo la llamaba a sí y
como por milagro quedó convertida.
María Antonia Fernández no volvió a pisar las tablas, hizo desde aquel
punto vida retirada y ejemplar; y la amargura de su arrepentimiento
tardío, las duras mortificaciones con que se castigó ella misma y la
vergüenza y el profundo pesar que el recuerdo de sus pecados le causaba,
acabaron pronto con la salud de su cuerpo, concediéndole en cambio la
salud del alma.
Todo esto es perfectamente histórico, notorio y sabido entonces en
Madrid, y recordado ahora con puntualidad por el Sr. Cotarelo. Lo que yo
voy a referir como apéndice es lo que generalmente se ignora.

III
Cualquier pecado mortal es abominable, pero cuando el pecado no
contamina a ningún sujeto inocente y puro y no le aparta de la senda de
la virtud, su malicia es mucho menor que cuando extiende su pernicioso
influjo sobre criaturas humanas, y cuando todo lo inficiona y corrompe.
María Antonia Fernández, aunque arrepentida y llorosa, tenía el consuelo
de no haber pecado nunca en este segundo sentido. Cuantos habían caído
en sus redes y habían sido con ella pecadores, estaban pervertidos muy
de antemano, de modo que ella no agostó ninguna virtud en flor, ni
remedando al demonio robó ángeles al cielo para llevárselos consigo. A
María Antonia no remordía la conciencia, sino de su propia perdición y
no de haber procurado la ajena.
Sólo en una ocasión se mostró ella propicia a cometer tan doble y feo
delito, pero se frustró y quedó en conato, gracias a la entereza de un
sujeto y sobre todo, gracias a la misericordia divina. Con horror
recordaba _La Caramba_ aquel caso.
El duque de Campoverde, a quien llamo así para ocultar su verdadero
título, protegía y albergaba en su casa a un sobrino suyo, tan ilustre
como pobre, llamado D. Jacinto de la Mota, gallardo mancebo en la
florida edad de veinticuatro años, elegantísimo, discreto y agradable
por todo extremo. Y lo más singular y raro que en él había era su
espiritual e inmaculada limpieza. No pocas damas desaforadas tenían el
descoco de reír y burlar sobre su condición arisca, apellidándole el
nuevo Hipólito y tal vez sintiendo el prurito de remedar a Fedra con
mejor éxito y ventura.
El duque, viejo alegre y algo librepensador, y dos amigos suyos, muy
curtidos y versados en aventuras ligeras y galantes mortificaban de
continuo a D. Jacinto, ridiculizando su honesto recato y urdiendo tramas
y buscando ocasiones peligrosas en que de todo punto le perdiese.
Conjurados para tan inicuo fin, buscaron el poderoso auxilio de _La
Caramba_. Hubo una cena, a la que asistió D. Jacinto, ignorando lo que
iba a haber en ella, y le sentaron al lado de la seductora actriz, bella
como nunca aquella noche, con leves y casi transparentes vestiduras, y
adornados sus brazos y su desnuda y cándida garganta con ricos
brazaletes y espléndido collar de perlas.
Pasaré aquí de largo, a fin de que nadie tilde de licencioso este
escrito, sobre las infernales artes con que _La Caramba_, industriada
por los tres libertinos, excitado su amor propio, anhelante de la
victoria, y prendada además de la gallardía e inocencia del casto mozo
se esforzó por avasallarle y rendirle a todo su talante. Don Jacinto
estuvo más firme que una roca; eclipsó casi la memoria del hijo
predilecto del patriarca Jacob, todo ello con tal dignidad y tan sin
melindres ni remilgos, que la risa y la chacota, que el tío y sus dos
amigos empezaron a mostrar, hubo pronto de trocarse en admiración y
respeto. Desde entonces dejaron tranquilo al mozo, sin fastidiarle y sin
embromarle más con disolutas disertaciones e impuras acechanzas.
Lo que resultó de este frustrado delito, del que no pudo menos de tener
noticia la sociedad elegante y aristocrática de Madrid, fue la fama casi
de santidad con que resplandeció D. Jacinto, a quien se dieron a
reverenciar las señoronas devotas, citándole como modelo. Y resultó
también, y este fue más profundo resultado, un alto aprecio, una amistad
sublime y una extraordinaria gratitud en el generoso corazón de la
mujer desdeñada. Porque el mozo, al rechazarla con energía, no faltó en
lo más mínimo a cuanto cumple a todo cortés caballero, y nada dijo ni
hizo que exacerbase el desdén y que pudiera ser considerado como
injuria. Antes bien, con dulces y piadosas palabras suavizó lo agrio del
desvío, y vertió en la herida que acababa de abrir bálsamo celestial de
consuelo.
Con tal eficacia penetraron en el centro íntimo del alma de María
Antonia Fernández estos sentimientos delicados que me atrevo a sospechar
que predispusieron a aquella mujer para que a poco, estimulada por la
tempestad, por el sermón elocuentísimo del padre Atanasio, y hasta por
la pintura de la Magdalena, se obrase de súbito su conversión milagrosa.
Aquellos nobles sentimientos fueron como abejas, que empezaron por
clavar sus punzantes aguijones en el pecho de _La Caramba_, y después
labraron en su centro panal suave de místicas flores.
Lo cierto es que María Antonia y D. Jacinto quedaron amigos y que la
amistad hubo de estrecharse no bien se convirtió María Antonia. Nadie la
veía ni en paseos, ni en teatros, ni en toros, ni en verbenas y veladas.
Iba solo a las iglesias, humildemente vestida con basquiña y negro manto
de beata. Sólo un hombre además de su confesor, hablaba ya en ocasiones
con ella. Este hombre era D. Jacinto. Ora se hablaban en la misma
iglesia de Capuchinos, donde fue la conversión de ella y donde ambos
solían asistir; ora acudía él a casa de la actriz, si bien con prudente
recato para evitar la maledicencia.
No podía ésta tener el menor fundamento, pero la malicia humana levanta
en el aire castillos de torpes embustes, y conviene evitar que la
malicia los levante y se haga fuerte en ellos.
María Antonia Fernández se sentía atraída hacia D. Jacinto por un afecto
angelical y todo del espíritu, y se lisonjeaba además de que afecto no
menos puro impulsaba a D. Jacinto a venir a visitarla.
Sus pláticas eran edificantes y propendían a lo místico, pero María
Antonia distaba mucho de caer ni de tropezar siquiera en el error de los
_alumbrados_. Para precaverse, leía con frecuencia los _Desengaños_, del
Padre Arbiol. Y por otra parte, si algo había en su mente y en su
corazón de que, después de examinarlo, su conciencia pudiera tener
escrúpulos, era un leve asomo de complacencia, al imaginar o al notar
que, si no había triunfado pecaminosamente de aquel mozo por los
sentidos, había logrado elevar su alma ya purificada hasta el alma de
él, enlazándolas con amistoso y casto lazo.
Aquel nuevo género de vida daba al espíritu de María Antonia grata paz y
regalo; pero la austera crueldad con que trataba ella su cuerpo, los
ayunos, las largas vigilias, el cilicio con que maceraba su carne, y
acaso la dura disciplina con que se atormentaba en su más secreto
retiro, quebrantaron tanto su salud, que cayó gravemente enferma, y
estuvo, durante tres meses, postrada en el lecho y a punto de exhalar
el último suspiro.
La ciencia de un buen médico y el cuidadoso esmero de su criada Juana,
lograron conservar su vida y devolverle la salud.
Durante la enfermedad y más aún en la convalecencia, en voz baja, al
oído, tiñéndose sus pálidas mejillas de leve color de rosa, preguntaba
ella con frecuencia a Juana:
--¿Ha venido a saber cómo estoy? ¿No le has visto? ¿No ha hablado
contigo?
Contrariada y afligida Juana, tenía que confesar que D. Jacinto no había
parecido por aquella casa; no había enviado, al menos a un criado, a
informarse de cómo estaba la enferma.
Por último, _La Caramba_ supo una novedad imprevista. La marquesa viuda
de Montefrío, prendada de las virtudes de D. Jacinto, y después de oír
los consejos e informes del Padre Atanasio, su confesor, había decidido
tomar a don Jacinto para yerno, casándole con su hija, la marquesita,
heredada ya y señora de una renta anual de más de veinte mil ducados. Se
afirmaba que la marquesita era fea y tonta; pero prevaleció la razón de
estado; todo se concertó pronto y bien, y D. Jacinto de la Mota era ya
rico y marqués de Montefrío.

IV
Honda melancolía se apoderó del alma de María Antonia. Y sin embargo,
ella se esforzaba por disculpar a su amigo. El matrimonio, pensaba, no
es para santificar por medio del Sacramento el deleite y la satisfacción
de una pasión amorosa: es, en todos los que le contraen, para cumplir
con una obligación y servir a Dios en aquel estado: y es, además, en los
nobles, para conservar y perpetuar el lustre y decoro de sus familias, y
sus apellidos y títulos, gloria y ejemplo de la patria e inmediato
sostén de las bien concertadas monarquías. Así se explicaba María
Antonia que D. Jacinto, severamente, sin amor y en cumplimiento de
deberes impuestos por su nobleza, se hubiese al fin casado.
Esto discurría para disculpar a su amigo, pero se afligía de no verle,
de no conversar con él y de la soledad y del abandono en que la había
dejado.
En medio de su pena, pudo tanto aún la briosa mocedad de María Antonia,
fortalecida por el modo de vivir, menos duro y penitente que su larga
convalecencia le había impuesto, que vino al cabo a encontrarse de nuevo
sana y hermosa.
Vehemente deseo de volver a ver a D. Jacinto dominó entonces su alma.
Sin dejar su humilde traje de beata, pero, con extremada, pulcra e
inconsciente diligencia, peinado el undoso cabello y acicalada toda su
gentil persona, _La Caramba_ acudió de diario a rezar en la iglesia de
Capuchinos y a pasar allí largas horas.
No se lo confesaba, no quería confesárselo; pero tal vez recelaba con
miedo que no era sólo la devoción la que allí le llevaba, sino también
la esperanza de volver a ver a D. Jacinto.
Y la esperanza se cumplió. María Antonia volvió a verle; mas ¡ay! ¡cuán
diferente del que antes era! Había descendido de un coche lujoso y
llevaba al lado a la señora marquesa, su mujer, muy engalanada y muy
fea.
María Antonia cerró involuntariamente los ojos para no ver aquello; y
para no ser vista, se echó muy a la cara el manto y se arrimó a la pared
en el lugar del templo que le pareció más sombrío.
María Antonia volvió, no obstante, a la iglesia de Capuchinos. No
deseaba ya ver a D. Jacinto en compañía de la marquesa. Deseaba verle
solo y hablarle. Tardó en cumplirse su deseo, mas se cumplió por último.
Don Jacinto, saliendo de la sacristía, atravesó el templo. Ella le vio y
salió antes que él y le aguardó a la puerta, entre varios mendigos que
pedían limosna. La palidez limpia y mate de su rostro tenía soberano
hechizo y sus negros y rasgados ojos brillaban como dos soles de luto.
Iba tan distraído el flamante marqués que no reparó en ella, hasta que
al ir a pasar la tocó con el hombro. Viola entonces y se paró encarnado
como la grana.
--Ingrato--exclamó ella--te aguardaba aquí para cerciorarme de que no me
has olvidado del todo y para pedirte la limosna de una mirada y el favor
y la honra de que te dignes hablarme todavía.
--Estoy casado--dijo él, y en el tono con que pronunció aquellas
palabras, se mostraba el temor de que alguien le viese con ella.
Don Jacinto, con todo, parecía más mundano y menos timorato que de
soltero. Se diría, y ella lo sospechó de repente, que D. Jacinto casi
había desechado su mogigatería, logrado ya el fin principal que le había
movido a tenerla. María Antonia, por primera vez después de su
conversación y olvidada de su conversión, le dirigió entonces una mirada
larga, fogosa, dulce y llena de promesas. Aproximando luego su rostro al
de él, hasta el punto de que penetró por su boca y por sus narices el
aliento de ella, dijo ella quedito y con desmayada dulzura:
--Ven de noche a casa. Nadie te verá y no lo sabrá nadie.
En seguida María Antonia le volvió la espalda y se apartó de aquel
sitio.

V
Salieron a relucir las galas y las joyas que se custodiaban en el fondo
del arca. María Antonia no parecía ya la penitente. Estaba vestida,
harto ligeramente vestida, como en la noche de la tentación y de la
cena. Había vuelto la espalda a Dios y dádose de nuevo al diablo. Estaba
perfumada su estancia, y lucían en ella los primorosos presentes de sus
antiguos amadores y el lujo de la plata labrada.
Don Jacinto no dejó de acudir a la cita. Era ya otro hombre. Había
desechado la máscara del misticismo. Hasta el recuerdo de la fealdad y
de la tontería de su consorte estimulaba su liviano deseo. Para
disculpar su ingratitud, brotaron de sus labios entrecortadas frases.
Después pronunció ardientes palabras de amor, y roto ya el freno de su
bien utilizada hipocresía, se abalanzó a María Antonia, que le atraía
con los ojos y le embelesaba con blanda risa, medio abierta la húmeda
boca y dejando ver los iguales y apretados dientes, que parecían dos
hilos de perlas.
El la estrechó frenéticamente entre sus brazos y buscó los labios de
ella con sus labios.
Con ambas manos, María Antonia le rechazó tan violentamente, que faltó
poco para que le derribase por el suelo. No parecía mujer, sino
furibunda leona. No era la lánguida y complaciente enamorada: ni era
tampoco la penitente mística; era la maja de rompe y rasga, insolente y
soberbia, capaz de herir con groseros y ponzoñosos insultos, y capaz de
matar con la llama fulmínea de sus ojos, cuando no con puñales.
--Vete, huye--exclamó--apártate de mi presencia. No pienses que la
amistad y la admiración que me infundiste con tus embustes, se ha
trocado en amor lascivo. Se ha trocado en asco. Si continúas aquí
corres peligro de que te asesine. Sólo muriendo a mis manos y no
gozándome conseguirás ya arrojarme en el infierno. Vete, repito; es un
hurto ruin el que intentas, dándome tu alma y tu cuerpo vendidos ya para
siempre y sin rescate a ese espantajo de mujer que te da título y
dinero.
Don Jacinto pensó que _La Caramba_ se había vuelto loca. Si no de su
material violencia, tuvo miedo del alboroto, del escándalo y de la
resonancia ridícula que podía tener aquella escena, si se prolongaba.
Huyó, pues, casi despavorido. Y como era hombre que entendía bien su
interés y su conveniencia, pero que de almas sabía poco, jamás llegó a
comprender ni a darse cuenta de las singulares transformaciones del alma
de María Antonia, convertida de súbito de libre cortesana en austera
penitente, y de austera penitente en algo a modo de vengadora y
aterradora Furia.
Cuando María Antonia se vio libre de la presencia de D. Jacinto, quedó
inmóvil y de pie por algunos instantes: rompió luego en insana risa y en
descompuesta y nerviosa carcajada; y por último, se arrojó al suelo,
retorciéndose, derramando un mar de lágrimas y balbuceando entre dientes
el _yo, pecadora_.
De allí en adelante no volvió a pecar María Antonia, ni en pensamiento
ni en acto. Persistió en sus rezos; redobló sus vigilias, ayunos y
mortificaciones y logró, pocos meses después, temprano y dichoso
tránsito a mejor vida.


EL SAN VICENTE FERRER DE TALLA
(PALINODIA)

En la capilla de la hermosa quinta que posee el marqués de Montefico en
las cercanías de Valencia, hay una devota y diminuta imagen de San
Vicente Ferrer, esculpida en madera y bien pintada luego. Se debe esta
obra al ilustre escultor D. Manuel Alvarez, a quien sus contemporáneos
llamaron _el griego_, por su habilidad para imitar los grandes modelos
que del arte de Fidias nos dejó la antigüedad clásica. Elegante ornato
del Prado es aún la fuente del Apolo y de las cuatro estaciones, trabajo
del escultor susodicho; pero mayor talento e inspiración mostró en el
San Vicente de que voy hablando y que pocos conocen. El Santo está
representado muy joven aún. Su cabeza es hermosísima y tiene noble
expresión de triunfante alegría, como si acabase de alcanzar una gran
victoria. En el rostro de esta efigie, alta toda ella de poco más de
veinte centímetros, se diría que Alvarez ha procurado reproducir el
júbilo orgulloso del Apolo de Belvedere, después de haber dado muerte
con sus flechas a la serpiente monstruosa, si bien la humildad cristiana
refrena el orgullo y calma el júbilo del Santo con la consideración de
que él no ha vencido por su mérito propio, sino por la gracia y el favor
del cielo. Asimismo se nota en el rostro del Santo cierto vergonzoso
rubor, por donde se barrunta que la victoria que ha ganado ha sido en
combate espiritual contra el tercer enemigo del alma, según lo refiere
el Padre Rivadeneira, hablando de aquella hembra insolentísima, que
quiso tentar y rendir al Santo y dio ocasión para que se le llamase _el
que no se quemó en medio del fuego_ y para que se le comparase a los
tres mancebos del horno de Babilonia, de quienes habla Daniel profeta.
La efigie, en suma, sobre poseer muy notable valer artístico, es digna
de consideración por causas nada comunes. En el pecho, en el sitio bajo
el cual debe de estar el corazón, lleva clavado un puñalito de fuerte
acero y agudísima punta. Todo él, menos la empuñadura de oro, ha
penetrado en la madera, impulsado por mano sacrílega. Y cuenta la gente
piadosa que, todavía a principios de este siglo, se realizaba en la
mencionada efigie un singular milagro. Todos los años, el 8 de
Septiembre, día de la Natividad de la Virgen Nuestra Señora, una gotita
de color rojo, a modo de sangre, manaba de la herida. No ha de
extrañarse que el prodigio no se realice hoy, porque no merecen verle
los que de fe carecen.
Como quiera que ello sea, la linda efigie atrae mucho la atención, y más
cuando llega a saberse que entre los documentos existentes en el archivo
de la casa del marqués hay un escrito de don Melchor de la Mota, tío del
marqués actual y cuarto hijo del abuelo de éste, D. Jacinto, donde se
refiere la historia de la imagen y se explica el suceso de la herida que
lleva en el pecho. El escrito que pongo aquí, ya copiando y ya
extractando o saltando no pocos párrafos, es como sigue:
La admirable escultura de D. Manuel Alvarez, que representa a San
Vicente Ferrer, vino a poder de mi madre en el año de 1801. Se la legó
al morir el reverendo padre capuchino fray Atanasio, que la custodiaba
en su celda desde el año de 1785. Mi madre, que era discreta y callada,
o no sabía o aparentaba no saber del San Vicente sino el nombre del
autor, su mérito como objeto de arte y la inmediata procedencia por
donde llegó a sus manos. De sobra reconocía además, y no lo disimulaba,
que el artista había tomado para modelo de su Santo el bello y noble
rostro del marqués, marido de ella, y le había retratado con fidelidad
pasmosa.
En varias conversaciones que tuve con el Padre Atanasio, ya muy viejo y
que me estimaba y quería mucho, logré entender y rehacer en mi mente la
historia toda de la imagen y de cuanto a ella se refiere. Y como es
curioso y no redunda en perjuicio, sino más bien en honra de mi padre,
voy a dejarlo consignado por escrito en el archivo de nuestra casa.
D. Jacinto de la Mota jamás fue hipócrita ni falso en sus devociones, ni
en la austeridad de su vida. Educado severamente, muy correcto en todo y
guiado por el santo temor de Dios, cumplía con sus deberes, sin el menor
asomo de jactancia. Así como no le arredraban las burlas que de él
pudieran hacer los libertinos, tampoco calculó jamás la honra y el
provecho mundanos que su recato y demás virtudes pudieran acarrearle.
Cuando se libró de los lazos que el duque de Campoverde y otros amigos
le tendieron, valiéndose de María Antonia Fernández, alias _la Caramba_,
hizo lo que hizo por su delicadeza de sentimientos y por repugnancia a
toda sensual grosería, sin pensar en la buena fama que ganaba.
Tan convencida quedó _la Caramba_ de la sinceridad de D. Jacinto y tan
prendada de las dulces palabras con que él mitigó la amargura de su
desdén, que el vicioso prurito con que ella acudió a seducirle, se
transformó en verdadera y profunda pasión amorosa.
Por aquel tiempo, el escultor D. Manuel Alvarez, que visitaba con
frecuencia al duque de Campoverde, oyó contar a éste lo que había pasado
entre D. Jacinto y _la Caramba_, e inspirado en aquel suceso, hizo la
diminuta imagen de San Vicente, poniéndole por rostro el de D. Jacinto,
que acertó a retratar fielmente de memoria.
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