De varios colores - 11

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lindas manos con los deditos engarabitados en forma de cresta de gallo.
No acierto a decidir qué lección moral pueda sacarse, ni qué tesis pueda
probarse, en vista de los sucesos que he referido. Diré, pues,
sencillamente, que cada cual saque la lección moral o pruebe la tesis
que se le antoje, o no saque lección moral ni pruebe tesis alguna, con
tal de que no se fastidie demasiado leyéndome.


DOS CUENTOS JAPONESES

Mi cuñado el Excmo. Sr. D. José Delavat, siendo Ministro de España en el
Japón, tuvo la buena idea de enviarme de allí, por el correo, un lindo y
curioso presente. Consiste en doce tomitos, impresos en un papel tan
raro, que más parece tela que papel, y con multitud de preciosas
pinturas intercaladas en el texto. Lo pintado es mucho más que lo
escrito, y está pintado con grande originalidad y gracia.
Si lo escrito estuviese en japonés, yo me quedaría con la gana de
entenderlo, porque no sé palabra de la lengua o lenguas que se hablan o
escriben en el Japón. Sólo sé que los japoneses tienen muchos libros, y
que algunos de ellos, novelas sobre todo, están ya traducidos en varias
lenguas europeas, y particularmente en inglés, francés y alemán. Por
dicha, los doce tomitos o cuadernitos que poseo, aunque impresos y
pintados en Tokio, están en lengua inglesa, y son cuentos para niños, a
fin de que los niños del Japón aprendan el inglés. Parece que estos
cuentos, enteramente populares, están tomados palabra por palabra de
boca de las niñeras japonesas; y debe de ser así porque la candidez de
la narración lo deja ver a las claras.
Me han agradado tanto estos cuentos que no sé resistirme a la tentación
de poner un par de ellos en castellano. Elijo los dos que me parecen más
interesantes: uno porque se diferencia mucho de casi todos los cuentos
vulgares europeos; y otro por lo mucho que se asemeja a ciertas leyendas
cristianas; como la de San Amaro, la de otro santo, referida por el
Padre Arbiol en sus _Desengaños místicos_, y la que ha puesto en verso
el poeta americano Longfellow en su _Golden Legend_. Sin más
introducción allá van los cuentos.


EL ESPEJO DE MATSUYAMA

Mucho tiempo ha vivían dos jóvenes esposos en lugar muy apartado y
rústico. Tenían una hija y ambos la amaban de todo corazón. No diré los
nombres de marido y mujer, que ya cayeron en olvido, pero diré que el
sitio en que vivían se llamaba Matsuyama, en la provincia de Echigo.
Hubo de acontecer, cuando la niña era aún muy pequeñita, que el padre se
vio obligado a ir a la gran ciudad, capital del Imperio. Como era tan
lejos, ni la madre ni la niña podían acompañarle, y él se fue solo,
despidiéndose de ellas y prometiendo traerles, a la vuelta, muy lindos
regalos.
La madre no había ido nunca más allá de la cercana aldea, y así no podía
desechar cierto temor al considerar que su marido emprendía tan largo
viaje; pero al mismo tiempo sentía orgullosa satisfacción de que fuese
él, por todos aquellos contornos, el primer hombre que iba a la rica
ciudad, donde el rey y los magnates habitaban, y donde había que ver
tantos primores y maravillas.
En fin, cuando supo la mujer que volvía su marido, vistió a la niña de
gala, lo mejor que pudo, y ella se vistió un precioso traje azul que
sabía que a él le gustaba en extremo.
No atino a encarecer el contento de esta buena mujer cuando vio al
marido volver a casa sano y salvo. La chiquitina daba palmadas y sonreía
con deleite al ver los juguetes que su padre le trajo. Y él no se
hartaba de contar las cosas extraordinarias que había visto, durante la
peregrinación, y en la capital misma.
--A ti--dijo a su mujer--te he traído un objeto de extraño mérito; se
llama espejo. Mírale y dime qué ves dentro.
Le dio entonces una cajita chata, de madera blanca, donde, cuando la
abrió ella, encontró un disco de metal. Por un lado era blanco como
plata mate, con adornos en realce de pájaros y flores, y por el otro,
brillante y pulido como cristal. Allí miró la joven esposa con placer y
asombro, porque desde su profundidad vio que la miraba, con labios
entreabiertos y ojos animados, un rostro que alegre sonreía.
--¿Qué ves?--preguntó el marido encantado del pasmo de ella y muy ufano
de mostrar que había aprendido algo durante su ausencia.
--Veo a una linda moza, que me mira y que mueve los labios como si
hablase, y que lleva ¡caso extraño! un vestido azul, exactamente como el
mío.
--Tonta, es tu propia cara la que ves;--le replicó el marido, muy
satisfecho de saber algo que su mujer no sabía.--Ese redondel de metal
se llama espejo. En la ciudad cada persona tiene uno, por más que
nosotros, aquí en el campo, no los hayamos visto hasta hoy.
Encantada la mujer con el presente, pasó algunos días mirándose a cada
momento, porque, como ya dije, era la primera vez que había visto un
espejo, y por consiguiente, la imagen de su linda cara. Consideró, con
todo, que tan prodigiosa alhaja tenía sobrado precio para usada de
diario, y la guardó en su cajita y la ocultó con cuidado entre sus más
estimados tesoros.
Pasaron años, y marido y mujer vivían aun muy dichosos. El hechizo de su
vida era la niña, que iba creciendo y era el vivo retrato de su madre, y
tan cariñosa y buena que todos la amaban. Pensando la madre en su propia
pasajera vanidad, al verse tan bonita, conservó escondido el espejo,
recelando que su uso pudiera engreír a la niña. Como no hablaba nunca
del espejo, el padre le olvidó del todo. De esta suerte se crió la
muchacha tan sencilla y candorosa como había sido su madre, ignorando su
propia hermosura, y que la reflejaba el espejo.
Pero llegó un día en que sobrevino tremendo infortunio para esta familia
hasta entonces tan dichosa. La excelente y amorosa madre cayó enferma, y
aunque la hija la cuidó con tierno afecto y solícito desvelo, se fue
empeorando cada vez más, hasta que no quedó esperanza, sino la muerte.
Cuando conoció ella que pronto debía abandonar a su marido y a su hija,
se puso muy triste, afligiéndose por los que dejaba en la tierra y sobre
todo por la niña.
La llamó, pues, y le dijo:
--Querida hija mía, ya ves que estoy muy enferma y que pronto voy a
morir y a dejaros solos a ti y a tu amado padre. Cuando yo desaparezca,
prométeme que mirarás en el espejo, todos los días, al despertar y al
acostarte. En él me verás y conocerás que estoy siempre velando por ti.
Dichas estas palabras, le mostró el sitio donde estaba oculto el espejo.
La niña prometió con lágrimas lo que su madre pedía, y ésta, tranquila y
resignada, expiró a poco.
En adelante, la obediente y virtuosa niña jamás olvidó el precepto
materno, y cada mañana y cada tarde tomaba el espejo del lugar en que
estaba oculto, y miraba en él, por largo rato e intensamente. Allí veía
la cara de su perdida madre, brillante y sonriendo. No estaba pálida y
enferma como en sus últimos días, sino hermosa y joven. A ella confiaba
de noche sus disgustos y penas del día, y en ella, al despertar, buscaba
aliento y cariño para cumplir con sus deberes.
De esta manera vivió la niña, como vigilada por su madre, procurando
complacerla en todo como cuando vivía, y cuidando siempre de no hacer
cosa alguna que pudiera afligirla o enojarla. Su más puro contento era
mirar en el espejo y poder decir:
--Madre, hoy he sido como tú quieres que yo sea.
Advirtió el padre, al cabo, que la niña miraba sin falta en el espejo,
cada mañana y cada noche, y parecía que conversaba con él. Entonces le
preguntó la causa de tan extraña conducta.
La niña contestó:
--Padre, yo miro todos los días en el espejo para ver a mi querida madre
y hablar con ella.
Le refirió además el deseo de su madre moribunda y que ella nunca había
dejado de cumplirle.
Enternecido por tanta sencillez y tan fiel y amorosa obediencia, vertió
él lágrimas de piedad y de afecto, y nunca tuvo corazón para descubrir a
su hija que la imagen que veía en el espejo era el trasunto de su propia
dulce figura, que el poderoso y blando lazo del amor filial hacía cada
vez más semejante a la de su difunta madre.



EL PESCADORCITO URASHIMA

VIVÍA muchísimo tiempo hace, en la costa del mar del Japón, un
pescadorcito llamado Urashima, amable muchacho, y muy listo con la caña
y el anzuelo.
Cierto día salió a pescar en su barca; pero en vez de coger un pez, ¿qué
piensas que cogió? Pues bien, cogió una grande tortuga con una concha
muy recia y una cara vieja, arrugada y fea, y un rabillo muy raro. Bueno
será que sepas una cosa, que sin duda no sabes, y es que las tortugas
viven mil años: al menos las japonesas los viven.
Urashima, que no lo ignoraba, dijo para sí:
--Un pez me sabrá tan bien para la comida y quizás mejor que la tortuga.
¿Para qué he de matar a este pobrecito animal y privarle de que viva aún
novecientos noventa y nueve años? No, no quiero ser tan cruel. Seguro
estoy de que mi madre aprobará lo que hago.
Y en efecto, echó la tortuga de nuevo en la mar.
Poco después aconteció que Urashima se quedó dormido en su barca. Era
tiempo muy caluroso de verano, cuando casi nadie se resiste al medio día
a echar una siesta.
Apenas se durmió, salió del seno de las olas una hermosa dama que entró
en la barca y dijo:
--Yo soy la hija del dios del mar y vivo con mi padre en el Palacio del
Dragón, allende los mares. No fue tortuga la que pescaste poco ha, y tan
generosamente pusiste de nuevo en el agua en vez de matarla. Era yo
misma, enviada por mi padre, el dios del mar, para ver si tú eras bueno
o malo. Ahora, como ya sabemos que eres bueno, un excelente muchacho,
que repugna toda crueldad, he venido para llevarte conmigo. Si quieres,
nos casaremos y viviremos felizmente juntos, más de mil años, en el
Palacio del Dragón, allende los mares azules.
Tomó entonces Urashima un remo y la Princesa marina otro; y remaron,
remaron, hasta arribar por último al Palacio del Dragón, donde el dios
de la mar vivía e imperaba, como rey, sobre todos los dragones, tortugas
y peces. ¡Oh que sitio tan ameno era aquel! Los muros del Palacio eran
de coral; los árboles tenían esmeraldas por hojas, y rubíes por fruta;
las escamas de los peces eran plata, y las colas de los dragones, oro.
Piensa en todo lo más bonito, primoroso y luciente que viste en tu vida,
ponlo junto, y tal vez concebirás entonces lo que el Palacio parecía. Y
todo ello pertenecía a Urashima. Y ¿cómo no, si era el yerno del dios
de la mar y el marido de la adorable Princesa?
Allí vivieron dichosos más de tres años, paseando todos los días por
entre aquellos árboles con hojas de esmeraldas y frutas de rubíes.
Pero una mañana dijo Urashima a su mujer:
--Muy contento y satisfecho estoy aquí. Necesito, no obstante, volver a
mi casa y ver a mi padre, a mi madre, a mis hermanos y a mis hermanas.
Déjame ir por poco tiempo y pronto volveré.
--No gusto de que te vayas, contestó ella. Mucho temo que te suceda algo
terrible: pero vete, pues así lo deseas y no se puede evitar. Toma, con
todo, esta caja, y cuida mucho de no abrirla. Si la abres, no lograrás
nunca volver a verme.
Prometió Urashima tener mucho cuidado con la caja y no abrirla por nada
del mundo. Luego entró en su barca, navegó mucho, y al fin desembarcó en
la costa de su país natal.
Pero ¿qué había ocurrido durante su ausencia? ¿Dónde estaba la choza de
su padre? ¿Qué había sido de la aldea en que solía vivir? Las montañas,
por cierto, estaban allí como antes: pero los árboles habían sido
cortados. El arroyuelo, que corría junto a la choza de su padre, seguía
corriendo: pero ya no iban allí mujeres a lavar la ropa como antes.
Portentoso era que todo hubiese cambiado de tal suerte en sólo tres
años.
Acertó entonces a pasar un hombre por allí cerca y Urashima le
preguntó:
--¿Puedes decirme, te ruego, donde está la choza de Urashima, que se
hallaba aquí antes?
El hombre contestó:
--¿Urashima? ¿cómo preguntas por él, si hace cuatrocientos años que
desapareció pescando? Su padre, su madre, sus hermanos, los nietos de
sus hermanos, ha siglos que murieron. Esa es una historia muy antigua.
Loco debes de estar cuando buscas aún la tal choza. Hace centenares de
años que era escombros.
De súbito acudió a la mente de Urashima la idea de que el Palacio del
Dragón, allende los mares, con sus muros de coral y su fruta de rubíes,
y sus dragones con colas de oro, había de ser parte del país de las
hadas, donde un día es más largo que un año en este mundo, y que sus
tres años, en compañía de la Princesa, habían sido cuatrocientos. De
nada le valía, pues, permanecer ya en su tierra, donde todos sus
parientes y amigos habían muerto, y donde hasta su propia aldea había
desaparecido.
Con gran precipitación y atolondramiento pensó entonces Urashima en
volverse con su mujer, allende los mares. Pero ¿cuál era el rumbo que
debía seguir? ¿quién se le marcaría?
--Tal vez, caviló él, si abro la caja que ella me dio, descubra el
secreto y el camino que busco.
Así desobedeció las órdenes que le había dado la Princesa, o bien no las
recordó en aquel momento, por lo trastornado que estaba.
Como quiera que fuese, Urashima abrió la caja. Y ¿qué piensas que salió
de allí? Salió una nube blanca que se fue flotando sobre la mar.
Gritaba él en balde a la nube que se parase. Entonces recordó con
tristeza lo que su mujer le había dicho de que, después de haber abierto
la caja, no habría ya medio de que volviese él al Palacio del dios de la
mar.
Pronto ya no pudo Urashima ni gritar, ni correr, hacia la playa, en pos
de la nube.
De repente, sus cabellos se pusieron blancos como la nieve, su rostro se
cubrió de arrugas, y sus espaldas se encorvaron como las de un hombre
decrépito. Después le faltó el aliento. Y al fin cayó muerto en la
playa.
¡Pobre Urashima! Murió por atolondrado y desobediente. Si hubiera hecho
lo que le mandó la Princesa, hubiese vivido aún más de mil años.
Dime: ¿no te agradaría ir a ver el Palacio del Dragón, allende los
mares, donde el dios vive y reina como soberano sobre dragones, tortugas
y peces, donde los árboles tienen esmeraldas por hojas y rubíes por
fruta, y donde las escamas son plata y las colas oro?


ESTRAGOS DE AMOR Y CELOS
DRAMA TRÁGICO

ESTE drama, tan excesivamente trágico, carece de todo valer literario,
pero se publica aquí para satisfacer la curiosidad de no pocas personas
que deseaban verle cuando se representó y no lo consiguieron a causa de
la pequeñez del salón que sirvió de teatro. El autor compuso el drama a
petición de la graciosa y discreta señorita doña María de Valenzuela,
que prescribió determinadas condiciones a las que debía sujetarse la
obra. El drama no había de durar más de catorce o quince minutos, la
acción había de ser tan tremenda como rápida, y, salvo los comparsas y
personajes mudos, sólo habían de figurar en él seis interlocutores, tres
varones y tres hembras, todos los cuales habían de morir de desastrada y
violenta muerte en la misma escena. Tan espantoso desenlace no había de
tener por causa ni peste, ni hambre, ni fuego del cielo, ni ningún otro
medio sobrenatural, sino que todo había de ocurrir sencillamente por
efecto del truculento frenesí que el amor y los celos producen en el
alma de una mujer apasionada. Yo creo haber cumplido con las condiciones
que la mencionada señorita me impuso y de ello estoy orgulloso.
Reconozco, no obstante, que mi drama no hubiera sido tan aplaudido y
celebrado a no ser por el mérito de los actores y de las actrices que me
hicieron la honra de representarle. Fueron éstos la simpática señora
doña Rosario Conde y Luque de Rascón, las dos señoritas doña María y
doña Isabel de Valenzuela y los Sres. D. Alfonso Danvila, D. Javier de
la Pezuela y D. Silvio Vallín. A ellos, y no a la menguada y pobre
inspiración del poeta, se debe el éxito pasmoso que obtuvo el drama, en
el precioso teatro que el Sr. D. Fernando Bauer improvisó en su casa, y
cuya magnífica decoración mudéjar pintó lindamente el Sr. Conde del Real
Aprecio. Debo añadir aquí que no se prescindió de medio alguno, ni se
excusó diligencia para procurar que los trajes y la pompa y aparato
escénicos correspondiesen y hasta realzasen la grandeza y solemne
majestad del argumento. Despojada ahora mi producción de todos los
primores que entonces le prestaron valer, será muy difícil que agrade.
Yo, sin embargo, me atrevo a insertarla aquí, confiado en la indulgencia
del público y para complacer a varios amigos y conocidos míos que desean
tenerla en letra de molde.


ACTO ÚNICO
Magnífico vestíbulo del Castillo. Gran puerta en el fondo. Puertas
laterales. Es de noche. Ruge la tempestad. Obscuridad profunda,
iluminada a veces por relámpagos vivísimos. Mucho trueno.

ESCENA PRIMERA
Entra _D.ª Brianda_ vestida con traje de mediados del siglo XV, y con un
candil en la mano.
_Doña Brianda_.
¡Ay que noche, Dios mío!
Siento a veces calor y a veces frío.
Truena y relampaguea,
y con furor tan bárbaro graniza
que el cabello en la frente se me eriza,
y tengo el corazón hecho jalea.
Y eso que soy valiente cual ninguna:
bien lo conoce D. Ramón, mi hermano,
que me abandona en noche tan fatal
y sale, confiado en su fortuna,
con todo el escuadrón fuerte y lozano
que manda y rige cual señor feudal.
Lo que piensan hacer es un misterio,
pero debe de ser lance muy serio.
A media legua de esta casa fuerte
está ya el reino moro de Granada,
donde estragos y muerte
van a llevar entrando en algarada.
Mas bien puede en el ínterin venir
a este castillo el moro,
y darme que sentir,
y hasta faltar un poco a mi decoro.
¡Grandes son mis recelos!
(Dan fuertes aldabonazos a la puerta de entrada.)
¡Qué horror! ¿Quién llamará? ¡Divinos cielos!
(Suena desde fuera una voz.)
_Voz._
¡Ah del castillo! ¡Hola!
_Doña Brianda_.
(Que se ha acercado a la puerta y ha mirado por el agujero de
la llave.)
Voz de mujer parece y está sola.
(Vuelve a mirar por el agujero.)
Mas no, que un negro bulto la acompaña.
¿Quién es?
_Voz de fuera_.
¡Ábreme!
_Doña Brianda_.
¡Cielos! ¿Qué maraña
es aquesta? ¿qué voz ora me saca
el corazón de quicio?
o he perdido el juicio,
o esta es la propia voz de doña Urraca.
_Doña Urraca_.
Yo soy. Abre, Brianda.
_Doña Brianda_.
Entra. Ya estoy como la cera blanda.

ESCENA II

Dicha. _Doña Urraca_ y el moro _Tarfe_ embozado en su capa hasta los
ojos.
_Doña Brianda_.
¿Tú por aquí a horas tales?
¿Qué sucesos fatales
te hacen vagar en tan horrible noche,
sin pajes, sin caballos y sin coche
por esos andurriales?
_Doña Urraca_.
Decirlo todo quiero,
mas tu favor y tu indulgencia pido.
Es mi padre, D. Suero,
el padre más ruin y cicatero
que en el mundo ha nacido.
Por no dar dote no me da marido.
Para empapar dinero,
mas no para soltarle, es una esponja;
y en lugar de buscarme un buen partido,
se empeña cruel en que me meta monja.
Yo al vendaval de mi pasión amante
me doy sobreexcitada a todo trapo,
y con un novio tierno y arrogante
de la casa paterna al fin me escapo.
Con él huyendo voy a morería,
pero la tempestad nos extravía.
El bagaje, una tropa
de malhechores nos robó en la vía.
De mi amigo el valor me ha libertado,
mas hasta aquí con pena hemos llegado
cada cual con la lluvia hecho una sopa
y en lastimoso estado.
_Doña Brianda_.
¿Y quién, oh mi señora,
es el tal novio con que vas ahora?
_Doña Urraca_.
Es Tarfe, un mahometano,
mas me promete que se hará cristiano.
_Doña Brianda_.
Entonces menos mal.
(El moro se desemboza. Doña Brianda le acerca el candil y le
mira con detención.)
¡Es muy buen mozo!
_Doña Urraca_.
Ya lo creo.
_Doña Brianda_.
Yo aplaudo tu alborozo.
(Suenan clarines y se oyen muchas voces.)
¡Ay Dios de los ejércitos! ya llega
mi fiero hermano de la atroz refriega.
Él considerará grave delito
fugarse con un moro, e infelices
seréis los dos, si os coge en el garlito.
Le cortará a tu moro las narices,
y a ti te mandará bien escoltada
de tu padre D. Suero a la morada.
_Doña Urraca_.
Pues escóndenos pronto, cara amiga.
_Doña Brianda_.
Venid a un escondite.
_Doña Urraca_.
Puede que así se evite
el presentido mal que me atosiga.
(Queda por un momento la escena vacía. Vuelve a poco doña Brianda y abre
de nuevo la puerta principal. La trompetería ha sonado más cerca. Entra
D. Ramón con toda su hueste, armada de brillantes armas, y dos personas
cubiertas de negros capuces. Algunos de la comitiva traen antorchas o
candelabros, que colocados en lugar conveniente iluminan la escena.)

ESCENA III

_Doña Brianda_, _D. Ramón_, la hueste y los encubiertos.
_D. Ramón_.
Ya estás en salvo en mi casa.
Valientemente reñías
cuando acudí con mi hueste
y rechacé a la morisma,
haciendo tremendo estrago
en sus apretadas filas.
_D. Tristán_.
(Sin descubrirse.)
Mucha gratitud te debo.
Sin ti perdiera la vida.
_D. Ramón_.
Descúbrete y di quién eres.
_D. Tristán_.
A estar oculto me obliga
la prudencia, mas a solas
te descubriré en seguida
quién soy y de dónde vengo.
Despide a tu comitiva.
_D. Ramón_.
¡Despejad!
(Vanse todos los guerreros y solo quedan los dos de los capuces y doña
Brianda.)
_D. Tristán_.
Aún queda alguien.
_D. Ramón_.
Esta es mi hermana querida.
_D. Tristán_.
Pues aunque sea tu hermana
haz que se vaya.
_D. Ramón_.
Hermanita
lárgate.
_Doña Brianda_.
Me largaré.
(Ap.) ¡qué sospecha, suerte impía!
¡Qué fatal presentimiento
en mi corazón se agita!
La voz del encapuchado,
la de D. Tristán imita.
¿Será D. Tristán acaso?
Yo me quedaré escondida
atisbando y escuchando
para descubrir la intriga. (Vase.)

ESCENA IV

_Don Tristán_, _D. Ramón_ y _Zulema_. _Doña Brianda_ entre bastidores
atisbando lo que pasa y asomando de vez en cuando la cabeza.
_D. Ramón_.
Solos ya, satisface mi deseo:
desembózate.
_D. Tristán_.
¡Mira!
_D. Ramón_.
¡Ay, Dios! ¡qué veo!
Don Tristán eres tú, mi amigo caro.
¿Por qué caso tan raro
te encontré solo en la tremenda lid,
más valiente que el Cid,
entre fieros paganos?
_D. Tristán_.
Yo me volvía a tierra de cristianos
después de estar en la imperial Granada,
de donde traigo a esta mujer robada.
Es mi dicha suprema,
es mi esposa, es mi bien,
es la hermosa Zulema,
hija mayor del rey Muley Hacen.
Contempla su hermosura.
(Don Tristán se dirige a Zulema, le quita el negro capuz y ella aparece
deslumbradora, con rico traje oriental, todo cuajado de oro y de piedras
preciosas.)
_D. Ramón_.
(Mirando a Zulema y como en éxtasis.)
¡Un sol en el zenit se me figura!
¿qué vas a hacer con tan sin par doncella?
_D. Tristán_.
Me casaré con ella
cuando esté en mi lugar y busque al cura,
que de antemano le dará el bautismo:
Ya una esclava católica
le enseñó el catecismo.
Ella está melancólica
porque deja a su padre y a su grey
en la maldita ley
del Profeta Mahoma,
que sin fallar los llevará al infierno.
_D. Ramón_.
Harto pesada broma
das tú entretanto al rey
con hacerte su yerno.
_D. Tristán_.
Déjate de discursos y razones.
_D. Ramón_.
Me callo, pues. Di tú lo que dispones.
_D. Tristán_.
Aquí pernoctar quiero
hasta que raye el matinal lucero.
Entonces prosiguiendo en mi camino
me volveré al castillo de D. Suero,
mi padre muy amado,
conduciendo a mi dueño idolatrado
sobre las ancas de mi fiel rocino.
_Zulema_.
¡Ah! sí, vámonos pronto, D. Tristán.
Temo que aún nos ocurra algún desmán.
_D. Ramón_.
No tema Vuestra Alteza,
que está segura en esta fortaleza.
Venid, pues, al mejor de mis salones
a descansar del hórrido combate,
y a lavaros también.
Después os servirán el chocolate,
con bollos de manteca, mojicones,
buñuelos y otras frutas de sartén. (Vanse.)

ESCENA V

_Doña Brianda_ sola.
_Doña Brianda_.
¡Malvado! ¡traidor, infiel!
Por esa perversa mora
me deja quien me enamora
en abandono cruel.
Palabra de casamiento
me dio el impío hace un año.
¡Espantoso desengaño!
¡Todo se lo lleva el viento!
Pero no; ruda venganza
tomaré de ese salvaje.
Daré a la mora un brevaje
que le destroce la panza
y la vida le arrebate.
Mi criada, que es ladina,
esta esencia de estricnina
verterá en su chocolate.
(Enseña un pomo que tiene en la mano y se va por donde ha entrado.)

ESCENA VI

Sale _D. Ramón_ por el lado opuesto, después de haber dejado lavándose a
sus dos huéspedes.
_D. Ramón_.
(Meditando.)
Confieso que me escama
el empeño que tiene D. Tristán
de ocultar a mi hermana que el galán
es él, en esta novelesca trama.
Catástrofes barrunto;
pero será mejor no cavilar.
A mis huéspedes quiero agasajar.
Haré que lleven chocolate al punto.
(Vase por el otro lado. Queda un momento la escena vacía.)

ESCENA VII

Aparece la criada con una bandeja, dos jícaras de chocolate y bollos, y
pasa de largo. Entra _Doña Brianda_.
_Doña Brianda_.
El veneno vertí ya
en la jícara espumante,
y dentro de breve instante
la mora le beberá.
De fijo reventará,
dando así satisfacción
a mi burlada pasión
y a mis espantosos celos,
y cumpliendo mis anhelos
de hacer a Tristán tristón.

ESCENA VIII

Dicha y _D. Tristán_ que trae entre los brazos medio desmayada a
_Zulema_.
_D. Tristán_.
¡Qué espanto! ¡Qué maravilla!
Apenas bebe Zulema
el chocolate, se quema
cual si comiese morcilla
de la que echan a los perros
para darles cruda muerte.
¡Qué bien castiga la suerte
mis enamorados yerros!
_Zulema_.
¡Ay, D. Tristán! Yo reviento,
¿qué chocolate endiablado
es el que ahora he tomado?
¡Fuego en mis entrañas siento!
_Doña Brianda_.
¿Qué es esto, señor, qué pasa?
_D. Tristán_.
¡Que Zulema se me muere!
_Doña Brianda_.
Pues me alegro. Ella me hiere
y mi corazón traspasa
de los celos con la punta.
¡Infiel Tristán, asesino,
de ti me venga el destino
al dejártela difunta!
_Zulema_.
¡Yo me muero!
(Hace una horrible mueca, se desprende de entre los brazos de don
Tristán y cae muerta en el suelo.)
_Doña Brianda_.
Ya espichó. (Con júbilo feroz.)
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