Vida y obras de don Diego Velázquez - 07

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humedecida en exudación adiposa, la frente grande, la nariz gorda y
subida de color, ralos la barbilla y el bigote, encendida la piel,
acusando lo recio de la complexión y lo sanguíneo del temperamento,
todas las facciones y rasgos de aquel rostro vulgar, huérfano de
majestad y de nobleza, están estudiados con tal espíritu de observación,
sorprendidos e interpretados con tal dominio de la paleta y una técnica
tan asombrosa, que la pintura parece palpitar como si el lienzo fuera
carne. El Papa, que por lo visto no pecaba de presuntuoso, quedó muy
satisfecho, lo cual mostró regalando a Velázquez una soberbia cadena de
oro, de la cual pendía una medalla con su efigie.
Con lo que en alabancia de este retrato se ha escrito, podría llenarse
un grueso tomo. Mengs dijo que parecía _pintado con la voluntad_:
Reynolds, que era «lo mejor que había visto en Italia»; Taine, al
mencionar los cuadros de la Galería Doria, escribió lo siguiente: «La
obra maestra entre todos los retratos es el de Inocencio X, por
Velázquez. Sobre un sillón rojo, bajo un ropaje rojo, con un cortinaje
rojo, bajo un solideo rojo, una figura roja; la figura de un pobre
bobalicón, de un galopo; y haced con eso un cuadro que no se puede
olvidar»; y añade que, comparadas con él hasta las mejores pinturas que
hay de su mano en Madrid, aún las más espléndidas y sinceras parecen
muertas o académicas.
Pretenden algunos críticos, entre ellos Justi, que la _cabeza_ de
Inocencio X del Museo de San Petersburgo, a que antes nos hemos
referido, es repetición hecha por Velázquez de la del retrato grande:
otros como Beruete sostienen que el artista debió de hacer, por el
contrario, primero aquélla, pues personajes de tal índole no suelen
conceder largas audiencias, y luego el retrato en que esta casi entera
la figura.
Palomino dice, que luego retrató al Cardenal Panfili, a Camilo Máximo, a
Abad Hipólito, a Micael Ángelo, a Fernando Brandano y a Jerónimo
Vibaldo, hermano el primero, servidores altos y bajos del Pontífice los
otros; y además a dos damas, la pintora Flaminia Triunfi y la famosa
doña Olimpia Maldachini, quien por cierto, no debía de ser modelo de
extraordinaria belleza, aunque hubiera sido hermosa, pues habiendo
nacido en 1594, pasaba ya de los cincuenta y cinco años.
Primero Stirling, y luego cuantos han escrito la vida del gran pintor
español, mencionan, al tratar de este período de su vida, una anécdota
que aunque no comprobada por nadie, es hasta cierto punto verosímil.
De un libro escrito en dialecto veneciano por el grabador Boschini, han
copiado unos versos, donde se refiere, que hallándose Salvator Rosa en
Roma, conversando con Velázquez, le preguntó lo que pensaba de Rafael de
Urbino, a lo cual, repuso, «que no le gustaba nada.--Pues aquí--contestó
el italiano, no pensamos así, y nosotros le otorgamos la corona». A lo
cual replicó Velázquez:--«Donde se encuentra lo bueno y lo bello es en
Venecia: yo doy el primer lugar al pincel veneciano, y quien lleva la
bandera es Tiziano[62].»
Cuesta trabajo admitir que Velázquez, después de haber en su primer
viaje estudiado y copiado a Rafael, declarase tan crudamente que no le
gustaba nada; pues según hace observar uno de los escritores que relatan
el caso, aunque no le inspirase gran entusiasmo su manera de sentir el
color, habría de admirar en él la pureza impecable del dibujo, la
maestría en componer y todas las demás excelencias porque fue en su
tiempo, y sigue siendo, considerado como uno de los artistas más grandes
del mundo. En lo que no andaba descaminado Bocherini, era en decir que
quien más agradaba a Velázquez era Tiziano, lo cual se conoce, no porque
le imitase deliberadamente, sino porque en sus obras veía que aun dando
a la poesía mayor espacio, también procuraba reflejar la vida con
poderosa intensidad.
La contemplación de las maravillosas obras antiguas y modernas reunidas
en Roma, el trato con artistas ilustres, las negociaciones y diligencias
seguidas para traer a España fresquistas y adquirir los cuadros que
Felipe IV le había encargado, eran causas sobradas, para que Velázquez
estuviese en la ciudad de los papas ocupado muy a su gusto; mas el Rey
que comenzaba a impacientarse, le mandó llamar teniendo, por las trazas,
que hacerlo repetidas veces sin que el artista se apresurase a la
obediencia. Hasta parece que, deseoso de visitar París, pidió pasaporte
para volver por Francia. No lo consintió S. M., y para evitar la
tardanza escribió la siguiente carta, en que revela muy a las claras,
conocer la calma andaluza del inmortal sevillano. Decía así Felipe IV a
su embajador en Roma el Duque del Infantado:
«He visto vuestra carta de 6 de Noviembre del año pasado, en que me dais
cuenta de lo que iba obrando Velázquez, en lo que tiene a su cuidado, y
pues conocéis su flema, es bien que procuréis no la ejecute en la
detención en esa corte, sino que adelante la conclusión de la obra y su
partencia cuanto fuere posible, y de manera que para últimos de Mayo o
principios de Junio pueda hacer su pasaje a estos reinos, como se lo
envío a mandar si estuviere con disposición dello la obra, y así os lo
encargo, y que en orden a esto le asistáis cuanto fuere posible, que
para mayor facilidad dello envío a mandar al Conde de Oñate, le asista
con el dinero que le hubiere dejado de enviar, según lo que necesitare,
porque no tenga excusa ni pretesto que pueda obligarle a diferirle, y
porque juntamente le he mandado que haga venir a esta corte a Pedro de
Cortona, pintor del fresco, y que para ajustar la forma en que esto
hubiere de ser, se valga de nuestra autoridad. Os encargo asimismo, que
sabiendo el estado en que ha asentado el que venga a servirme, pues
también envío a mandar al Conde de Oñate asista con lo que para esto
fuere menester, solicitéis el que tenga efecto, por la falta que hay
aquí de personas de su ministerio, y porque uno y otro han de hacer su
viaje por la mar, dispondréis también la forma en que hubieren de hacer
su pasaje, porque a Velázquez envío a mandar no lo haga por tierra, por
lo que en él se podría detener, y más con su natural, y así convendrá
que con este presupuesto esté entendiendo, os he encargado habéis de
disponer su partencia, y que en orden a ello han de hallar en vos la
asistencia que fuese necesaria para su cumplimiento, como me prometo de
la atención con que obráis en lo que corre por vuestro cuidado. Madrid,
Febrero de 1650.»[63].
Palomino dice que «cumpliendo con la puntualidad con que siempre
obedeció las órdenes de Su Majestad, y aunque combatido de grandes
borrascas llegó al puerto de Barcelona por el mes de Junio de 1651»; de
lo cual se desprende que aun tardó dieciséis meses en volver a España.
La impaciencia con que el Rey le esperaba se calmaría de fijo al ver las
adquisiciones que durante el viaje había hecho por su cuenta, pues
además de muchos moldes o _hembras_, como entonces se decía, para vaciar
estatuas clásicas, le trajo algunas pinturas de mérito sobresaliente: el
hermosísimo cuadro de _Venus y Adonis_[64], de Pablo Veronés, y _La
purificación de las vírgenes madianitas_[65] cuya composición y forma
oval dicen claramente ser para un techo; y el boceto del _Paraíso_[66],
ejecutado con igual objeto y destinado a la sala del Gran Consejo de
Venecia, obras ambas del Tintoretto. Sólo haber elegido estos lienzos
prueba el más acendrado gusto y al mismo tiempo predilección por los
pintores de aquella república.
Al año siguiente quedó vacante la plaza de aposentador de palacio:
solicitada por varios pretendientes favorecidos por distintos personajes
que componían el Bureo, la pidió también Velázquez expresando en su
memorial dirigido al Rey «que ha muchos años que se ocupa en el adorno y
compostura del aposento de V. M. con el cuidado y acierto que a V. M. le
consta, y suplica a V. M. le haga merced de este oficio, pues es tan
ajustado a su genio y ocupación»[67].
El elegido por el Rey fue Velázquez. La circunstancia de haberse hecho
este nombramiento después de volver el pintor de Italia ha inducido a
algunos a creer que así le recompensó espontáneamente Felipe IV por lo
bien que en aquella ocasión le había servido; pero si esto fuera cierto,
no hubiese tardado ocho meses en premiarle. Además, Velázquez solicitó
la plaza. Entre los aspirantes a ella figuraban el jefe de la cerería,
varios ayudas de la furriera y algún otro empleado de la real casa _que
no sabía contar_; de modo que el favor de que fue objeto Velázquez se
redujo a preferirle a otros que, incapacitados por su oficio de
demostrar gusto artístico, no habían de poder servir el empleo como un
pintor que a sus facultades unía lo aprendido recientemente admirando el
lujo y compostura de los palacios italianos.
[imagen: COLECCIÓN MORRITT
LA VENUS DEL ESPEJO]
Este cargo de aposentador obligó al autor de _Las Lanzas_ a ocuparse en
cosas tan importantes como dictar órdenes para la limpieza de los patios
y corredores, «suprimir un guarda negro que había cerca de la Cámara de
la Reina», dar informe sobre hasta dónde llegaban las atribuciones de
los sota-ayudas de la furriera y mozos de retrete, y preceder al Rey
cuando salía al Pardo, El Escorial y Aranjuez. Velázquez, sin embargo,
había tenido que pretender el empleo juzgándolo «ajustado a su genio y
ocupación».
Para no interrumpir luego la enumeración de los cuadros que hizo nuestro
gran pintor, desde que por segunda vez volvió de Italia hasta sus
postreros días, conviene tratar ahora una cuestión de que se han
preocupado los eruditos españoles. Me refiero a la llamada _Memoria de
Velázquez_.
Escribió Palomino que «en el año de 1656 mandó S. M. a D. Diego
Velázquez llevase a San Lorenzo el Real cuarenta y una pinturas
originales, parte de ellas de la almoneda del Rey de Inglaterra, Carlos
Estuardo, primero de este nombre; otras que trajo Velázquez y otras que
dio a S. M. D. García de Avellaneda y Haro, Conde de Castrillo, que
había sido Virrey de Nápoles, y a la sazón era presidente del Consejo de
Castilla; de las cuales hizo Velázquez una descripción y Memoria, en que
da noticia de sus calidades, historias y autores, y de los sitios donde
quedaron colocadas, para manifestarla a. S. M., con tanta elegancia y
propiedad que calificó en ella su erudición y gran conocimiento del
arte, porque son tan excelentes, que sólo en él pudieran lograr las
merecidas alabanzas».
No cabe duda, según esto, de que Velázquez, al cumplir la orden del Rey,
hizo un escrito consignando lo que pensaba de las pinturas y el sitio en
que quedaban colocadas; de modo que existió Memoria y se redactó _para
manifestarla a S. M._ Después de Palomino nadie, ni aun Cean Bermúdez,
menciona el papel, hasta que hace algunos años el erudito don Adolfo de
Castro presentó a la Academia Española un librito del cual ningún
bibliófilo había dicho palabra; impreso, al parecer, con el exclusivo
propósito de conservar a la posteridad aquel escrito del gran pintor.
Tratábase nada menos que de la _Memoria_ de Velázquez publicada por su
discípulo don Juan de Alfaro[68]. La Academia incluyó su contenido en
sus propias _Memorias_[69], y Castro escribió para esta ocasión un
prólogo en el cual daba cuenta de que el monje jerónimo fray Francisco
de los Santos, en su _Descripción breve de San Lorenzo el Real_,
publicada en 1657, había plagiado de esta Memoria, a que se refirió
Palomino, numerosos párrafos, donde aquellas pinturas se describían,
seguidos de consideraciones críticas. Como algunas de éstas exceden en
discreción y sentido artístico a las que de igual índole escribió el
fraile, y como además tomó en el mismo libro, sin confesarlo, trozos de
la _Historia de San Jerónimo_, del P. Sigüenza, túvose por cierto y
seguro que el regalo de Castro a la Academia era la perdida Memoria de
Velázquez. Sólo Cruzada Villamil lo puso en duda, pero los artistas y
escritores se entusiasmaron con la idea de saborear apreciaciones y
juicios de Velázquez en materia tan de su competencia. Hasta en el
extranjero halló eco este regocijo, y el Barón Davillier reimprimió
lujosamente el libro editado por Alfaro y lo tradujo al francés,
poniendo al frente un retrato de Velázquez grabado al agua fuerte por
Fortuny[70].
Por último, Menéndez Pelayo en su admirable _Historia de las ideas
estéticas en España_, aceptó también la autenticidad. Mas después se ha
iniciado una corriente contraria. Justi, apoyándose en un detenido
examen, niega que la Memoria pueda ser de Velázquez; alega, entre otras
razones, la singularidad de que Alfaro, en la portada de su opúsculo,
diga que Velázquez era caballero del hábito de Santiago en 1658, cuando
no lo fue hasta el año siguiente, y además, que desempeñaba en palacio
cargos, en cuyo ejercicio había cesado para ser aposentador: afirma
también que los juicios en aquel escrito contenidos, antes son propios
de persona devota que de artista. Beruete, fundándose principalmente en
esta misma consideración, sostiene que las apreciaciones allí
consignadas son indignas de un pintor de la talla de Velázquez, a quien
no supone autor ni siquiera inspirador de tales párrafos. Hasta el mismo
Menéndez Pelayo, luego de haber examinado el ejemplar regalado por
Castro a la Academia, en vista de los tipos con que esta impreso y la
falta de licencia, cosa impropia del tiempo en que se supone hecho,
sospecha que pueda ser esta una engañifa de bibliomano semejante a las
atribuidas al Conde de Saceda, que parece hizo algo por el estilo con la
_Gramática_ de Nebrija y con los _Dialogos_ de Pedro Mejía.
Como Palomino al escribir la vida de Velázquez declara que debe lo
principal de ella a Juan de Alfaro, y luego en la de éste dice que «dejó
en su espolio algunos libros y papeles muy cortesanos, y entre ellos
algunos apuntamientos de la vida de Velázquez, su maestro», y como
además, Fray Francisco de los Santos no fue un dechado de probidad
literaria, era disculpable que se creyese fácilmente en la autenticidad
del opúsculo; pero estas consideraciones pierden toda su fuerza al
pensar que para hacer entrega en el monasterio de cuadros que ya eran
conocidos, no necesitaba Velázquez componer un estudio crítico: para tal
ocasión bastaba una lista que explicase a los religiosos lo que
recibían, y por la cual supiera el Rey que habían quedado sus órdenes
cumplidas.


IX
ÚLTIMOS RETRATOS DEL REY.--DE LA REINA DOÑA MARIANA.--DE LA INFANTA DOÑA
MARGARITA.--DEL PRÍNCIPE FELIPE PRÓSPERO.--RETRATOS DE ENANOS Y BUFONES.

Cuanto pintó Velázquez, desde la vuelta del segundo viaje a Italia,
lleva ya el sello personal, inconfundible, que revela el completo
desarrollo de sus facultades nativas, y la mayor suma de experiencia,
destreza y maestría que adquirió con los años.
De este período de su vida quedan dos retratos en busto de Felipe IV:
uno en la Galería Nacional de Londres con traje negro bordado de oro, y
el de Madrid[71] donde la ropilla, también negra, esta huérfana de
adorno, sin que sobre ella resalte más nota clara que el blanco lienzo
de la valona lisa y tiesa que la separa del rostro. El Rey tiene
cincuenta años, y aún quizás pase de ellos: la faz esta marchita, la
carne fofa, los ojos han perdido viveza: la fisonomía que vimos en el
gran retrato ecuestre parece antes que avejentada, fatigada,
entristecida, como si en ella se marcara no sólo el curso del tiempo,
sino el amargo sedimento que en el alma debieron de dejarle tantas
tierras perdidas y tantas glorias eclipsadas: ya esta en la edad triste
y desengañada en que oyéndose llamar _el grande_ había de saber que era
mentira. Los ojos de un azul frío, como empañados por la melancolía
incurable de los débiles, no tienen energía para avivar el rostro
linfático y blanducho, donde la mandíbula típica de la extirpe, se nota
más pronunciada que nunca y los labios gruesos, sensuales, todavía muy
rojos, delatan cual fue el apetito dominador de su organismo. Aquel
semblante, cómicamente serio, grave sin majestad, es uno de esos trozos
en que el pintor, tanto por lo que puso al copiar la realidad, cuanto
por lo que deja lógicamente deducir a la imaginación, toca en los
límites de lo que puede conseguir el arte. No hizo Velázquez más que
reproducir lo que veía, no se le puede atribuir propósito ajeno a las
ideas de su tiempo, pero observó con tal perspicacia, su mirada
escudriñó tan hondo, que al hacer un retrato formó un proceso.
En ninguna ocasión debió de tener al Rey delante tanto tiempo, porque si
se nota que unas líneas están sorprendidas de pronto acertando a la
primera tentativa, otras parecen corregidas, halladas después de ensayos
vacilantes, pero dando por resultado un conjunto en que se confunden el
saber y la facilidad, la aptitud ingénita y el fruto de la experiencia.
No ha faltado, sin embargo, quien ponga en duda la autenticidad de este
retrato: Armstrong dice, que le parece una copia pintada, sin duda, en
el estudio del maestro; y a cualquiera se le ocurre preguntar: ¿por
quién? Ni Mazo, ni Rici, ni Carreño, eran capaces de tanta maestría.
A la Reina Doña Mariana de Austria pintó Velázquez cuatro veces.
Primero, en el lienzo que hoy figura en el Louvre,[72] después en uno
que hay en la Galería Imperial de Viena[73] y luego en los dos de
Madrid,[74] donde esta en pie con rico traje negro galoneado de plata,
descomunal peluca de tirabuzones largos, tocado de plumas blancas, el
cuerpo aprisionado brutalmente en la cotilla y en la mano izquierda un
pañuelo blanco que destaca sobre la falda voluminosa acampanada y
rígida. La cara es insignificante, flacucha, inexpresiva, enteca, sin
expresión en la mirada ni sonrisa en la boca: lo único bello son las
manos, finas, aristocráticas. No se le ven a S. M. los pies que fuera
falta de respeto. Apenas hay entre estos dos retratos más diferencia que
las distintas dimensiones de la cortina que sirve de fondo a la figura:
pero el del número 1.079, parece hecho después, como si fuese repetición
del primero y ejecutado con mayor desembarazo y presteza.
La Infanta Doña Margarita María, primer fruto del matrimonio de Felipe
IV con la tiesísima señora a quien acabamos de mencionar, esta retratada
por Velázquez en Viena a los dos o tres años, con rico traje rojo y
plata:[75] y a los seis o siete con un traje muy parecido al que tiene
en el cuadro de _Las Meninas_:[76] en el Louvre[77] de cuatro o cinco,
vestida de blanco con encajes negros, y en Francfort a los seis o siete
de gris y negro, siendo en todas estas imágenes, porque no contamos las
apócrifas, una de las figuras más simpáticas que Velázquez trazó. Su
rostro es gordinfloncillo, el pelo de un rubio amarillento, frío; el
aire bobalicón y parado: pero resulta simpática, casi bonita, porque
tiene el encanto de la inocencia y del candor; la infancia triunfa en
ella del tipo de la raza: es tan niña que todavía no ha adquirido el
empaque que afea a las damas de su prosapia. Las galas con que esta
ataviada son de forma feísima y sólo tolerable por las armonías de color
y maravillas de ejecución que derrochó Velázquez, al pintar aquellos
tisues, tules, cintas, lazos, joyas y plumas, que crujen, brillan y
ondulan como si el aire las moviera.
[imagen: MUSEO DEL LOUVRE
LA INFANTA MARGARITA
Fotog. Braun, Clement y C.ª]
Uno de los retratos más hermosos que corresponden a este período de la
vida del maestro, es el catalogado en nuestro Museo con el número 1.084:
y ofrece la particularidad de estar hecha la cabeza de modo muy inferior
al resto de la figura. Explica don Pedro de Madrazo éste doble aspecto
de la ejecución, diciendo que la retratada es doña María Teresa de
Austria hija de Felipe IV, en su primer matrimonio; que Velázquez debió
de pintar la cabeza antes de emprender el segundo viaje a Italia,
conforme a su manera de entonces, dejándolo interrumpido; y que más
adelante, ya de vuelta, lo terminaría en sus últimos años, cuando se
trató del matrimonio de la Infanta con Luis XIV de Francia. «Sólo así se
explica--dice--que un retrato ejecutado en general con tanta libertad y
sobriedad tan sabia, y perteneciente por lo mismo al último y mejor
tiempo de Velázquez, represente como una niña de solos diez años, a la
que ya tenía cerca de veinte, cuando el gran artista pintaba de
aquella admirable y singular manera». Explica Justi la mencionada
desigualdad, diciendo que la retratada no es doña María Teresa, sino su
hermanastra, la Infanta Margarita, hija del segundo matrimonio de Felipe
IV, añadiendo que como todo el cuadro es de Velázquez menos la cabeza,
ésta pudo ser repintada, es decir, sustituida por distinto artista,
muerto ya el maestro, al negociarse el matrimonio de doña Margarita,
teniendo trece años. Beruete, fundándose en razones que no carecen de
fuerza como la desproporción entre la silla y la figura que antes, dice,
debía de ser menor, y la ejecución de la cabeza, que atribuye a Mazo,
comparte la opinión de Justi.
Trabajo cuesta creer que en un lienzo de Velázquez y tan admirable como
éste, se atreviese a introducir novedades o reformas otro pintor y menos
Mazo; pero téngase en cuenta que en aquella época, los que podían mandar
eran obedecidos con más facilidad que ahora, sobre todo si era artista
el que había de obedecer. Finalmente, en el primer catalogo que se hizo
del que hoy se llama Museo del Prado, esta incluido el cuadro con el
núm. 149 y citado de este modo: _Velázquez. Retrato de la Infanta doña
Margarita María de Austria, hija de Felipe IV, cuadro pintado con pincel
franco y libre y a la primera vez_[78]. En el de 1858 figuró con el núm.
198, y como retrato de _la Infanta doña María de Austria, hija de Felipe
IV_, sin decir si era doña Margarita o doña Teresa.
Sea cual fuere, cosa que importa poco, pues no se trata de señora a
quien España ni la humanidad deban la menor gloria, el cuadro es una
maravilla de color y de ejecución. El atavío de la niña, que nada tiene
de bonita, esta compuesto de voluminoso guarda-infante, y estrecho
corpiño rosa, de lama de plata con galones de este metal colocados
diagonalmente en la mitad inferior de la falda; mangas afolladas con
vuelos de gasa y lazos rojos. Lleva el pelo, que es muy rubio, partido,
con la raya a un lado; muchas alhajas, y, según la moda del tiempo, un
grueso cordón de pasamanería de oro que arranca en el brazo derecho y
termina en el costado izquierdo. En la mano derecha tiene un enorme
lienzo de puntas y en la izquierda una rosa. El rico cortinaje carmesí
que le sirve de fondo acaba de dar al conjunto aspecto de suntuosidad
inusitada e impropia de una jovencilla. Por lo poco agraciado del
rostro, lo endeble del cuerpo que se adivina bajo la fuerte cotilla y la
extravagante forma del peinado y el traje, debiera este retrato ser
enojoso a la vista: en la mujercita así perjeñada y sobrecargada de
perifollos hay algo de fenomenal y monstruoso; pero Velázquez ha vertido
allí a manos llenas tales encantos de color, una variedad tan rica de
rojos, que comprende desde el carmín más intenso al rosa más
amortiguado, ha hecho tan vaporosos los tules y brillantes los metales,
es tan aéreo lo que puede flotar, tan sólido lo que debe pesar, que la
ridícula desproporción entre lo menudo del busto y lo abultado de la
falda, todo aquello en que la forma sale maltrecha por la imperfección
del modelo y la extravagancia de las ropas, desaparece ante la
esplendidez de matices que deleita la vista y lo primoroso, suelto y
fácil de aquella ejecución incomprensible y misteriosa que a pocos pasos
da a lo pintado la completa apariencia de lo real.
Casado Felipe IV en 1649 con doña Mariana de Austria, mucho más joven
que él y sobrina suya, nació en 1657 el _Príncipe Felipe Próspero_, a
quien, teniendo al parecer dos años, retrató Velázquez. Le colocó en
pie, con traje rojo claro adornado de plata, valona lisa, mangas de gasa
y delantal blanco, sobre el cual destacan pendientes de la cintura con
cordones una campanilla y otros dos juguetitos. Tiene la mano izquierda
naturalmente caída a lo largo del cuerpo y la diestra puesta en un
sillón de terciopelo carmesí, encima de cuyo asiento esta tumbada una
perrilla de lanas blanca y manchada que, apoyando el hocico sobre uno de
los brazos del mueble, mira con extraordinaria viveza. El pobre
Príncipe, hijo tardío de padre gastado y madre moza, muestra ya en la
escasa coloración del rostro y en lo débil del cuerpo que no había de
llegar a ceñirse corona. La cara y manos están hechas con singular
fineza, estudiadas hasta el extremo, contrastando sus tintas delicadas y
pálidas con los distintos rojos de la ropa, el sillón y los cortinajes
del fondo. Lo esencial, lo característico del individuo esta
minuciosamente concluido, y todo lo restante ejecutado con aquella
manera rápida, suelta y fácil en que la vista y la mano han sintetizado
tanto y con tal seguridad de acierto, que no parece haber allí más
trabajo que el preciso para causar la impresión de las cosas. Este
retrato, que es uno de los cuadros de Velázquez mejor conservados y en
cuyo elogio están los críticos conformes, se conserva en el Museo
Imperial de Viena[79].
De los Reyes de la Edad Media heredaron los modernos la fea costumbre de
vivir rodeados de bufones a quienes toleraban las libertades que no
consentían a políticos ilustres ni generales vencedores: sin que fuese
esta vileza propia de monarcas genuinamente españoles, sino, a lo que
parece, importada por los venidos de fuera. En torno de los Austrias
abundó la triste ralea de gibosos, enanos, patizambos, bobos y casi
locos, a quienes se llamaba vulgarmente _las sabandijas de Palacio_.
Acaso el buscar aquella ridícula compañía fuese consecuencia de la
melancolía hereditaria que hizo al hijo de doña Juana la Loca retirarse
a Yuste, encerrarse a Felipe II en una celda de El Escorial y morir
aterrado a Felipe III. La costumbre se inició en tiempo de Carlos I,
generalizándose tanto, que no sólo había bufones en las moradas reales,
sino también en las casas de los nobles. El gran Antonio Moro retrató
magistralmente a uno llamado _Perejón_, que tenían los Condes de
Benavente, y en el Museo del Prado le vemos de cuerpo entero y tamaño
natural, ataviado con lujo y unos naipes franceses en la mano[80].
Del reinado de Felipe IV se conservan papeles donde se citan muchos de
aquellos fenómenos mantenidos con holgura y regalo que ya hubieran
querido para sí hombres insignes que padecieron hambre y desprecio.
En consulta al Rey hecha en 1637 sobre los _vestidos de merced_ que se
daban a ciertos servidores de palacio, después de proponer que se fijara
el coste de los trajes del destilador, del tío que guardaba los
lebreles, de los músicos, de los barberos y ¡de Diego Velázquez! se
nombra a varios bufones u hombres de placer: allí figuran, además de un
Pablo de Valladolid a quien luego se ha llamado _Pablillos_ y que no
tiene aspecto de bufón, otros que seguramente lo eran: _Calabacillas_,
_Soplillo_, _don Juan de Austria_, _Cristóbal el ciego_, _el enano
inglés don Antonio_, a quien se pagaba un ayo, y Nicolás Panela y
Bautista el del ajedrez que debían de ser muy destrozones y perdidos,
pues al proponer que se les diera vestido se indica la conveniencia de
obligarles a que se lo pongan para que no anden _como ahora_, lo cual da
a entender que eran unos grandísimos puercos. Se comprende que
Velázquez, por broma o por estudio, retratase a un par de ellos, como
había hecho en Fraga con _el Primo_, que también figura en la citada
relación: pero cuando pintó tantos no es ningún disparate suponer que lo
haría de orden del Rey. Por lo menos a éste le gustaban mucho y los
mandaba colocar en un pasillo del salón de Reinos del palacio del
Retiro, cerca de la puerta por donde salía a tomar los coches.
No todos estos cuadros son de la misma época: _el bobo de Coria_, _el
niño de Vallecas_, _don Sebastián de Morra_ y _el Primo_ pertenecen al
segando estilo: _el enano don Antonio el inglés_ y _don Juan de Austria_
al último.
Difícilmente se hallara en la historia tan elocuente prueba de que el
arte dignifica lo que toca, y hasta con la fealdad rayana en lo
repugnante, causa impresiones gratas, como esta serie de mamarrachos
despreciables eternizados por el genio de un hombre.
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