Vida y obras de don Diego Velázquez - 09

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cuervo viene por el aire dejándose ya caer con las alas plegadas,
trayendo el pan en el pico y destacando su negro plumaje sobre el tono
grisaseo de las rocas: San Antonio contempla admirado al ave
prodigiosa, y San Pablo, con las manos juntas y levantadas, mira al
cielo en acción de gracias. Un árbol de pobre ramaje hace más triste
aquel apartado rincón del mundo, y a lo lejos un río tranquilo se
desliza por la llanura del valle, donde, al modo de las antiguas tablas
de devoción, se representan en pequeñas composiciones aisladas episodios
de la vida del primer ermitaño; el demonio, que viene a tentarle, su
muerte, y los leones que mansamente le cavan la fosa con sus garras. La
luz es intensa, el ambiente puro: si la tierra parece triste, el cielo
es alegre y luminoso como la gloria prometida a la virtud de aquellos
santos.
Hizo Velázquez este cuadro para la ermita de San Antonio, en el Retiro,
y fue su última obra. En ella, cual si lo presintiera, dio la medida de
su saber: si a primera vista no seduce, examinada despacio causa
impresión muy honda: esta ejecutada con voluntaria desigualdad que
acrecienta el efecto que causa: el campo, tierra, peñascos, cielo y
fondo hechos con rápida maestría; las figuras, y en particular las
cabezas, minuciosamente construidas, sin que su pequeñez perjudique ni
mengüe la impresión que producen, porque a poco que se miren, como si
crecieran, parecen de tamaño natural.
Si en arte son sinónimos, idealismo y poesía, nadie ante este lienzo
pondrá en duda que Velázquez, el enamorado de lo real, el que nunca
debió de pintar lo que no vio, era uno de esos genios que en el amor a
la Naturaleza confunden y con él aureolan toda la belleza que conciben.
Año de 1659, se ajustó la llamada _Paz de los Pirineos_, entre Francia y
España, renunciando ésta definitivamente a su soberanía en el Rosellón,
la Cerdaña y el Artois. Fue garantía del tratado el matrimonio de la
hija de Felipe IV, doña María Teresa, con su primo Luis XIV de Francia,
y habiéndose concertado que se verificase la entrega de la Infanta en la
isla de los Faisanes allá fue Velázquez precediendo a los Reyes para
preparar su alojamiento y alhajar la casa que se llamó de la
Conferencia.
Por libros y relaciones de la época[94] se sabe que en aquella
entrevista la Corte de España desplegó pompa y aparato impropios de
ocasión tan desastrosa; pero si este error fue hijo de la vanidad real o
la adulación cortesana, Velázquez cumplió su obligación adornando las
estancias con magníficos tapices de palacio, algunos de los cuales se
conservan y prueban el gusto con que nuestro gran pintor los escogió.
Cuantos historiadores han descrito el acto de la entrega de la Infanta
hacen mención del contraste que ambas Cortes formaron: las damas
francesas se presentaron ataviadas con exquisita elegancia; las nuestras
afeadas por sus ridículos guardainfantes y tontillos; en cambio los
caballeros de Luis XIV iban sobrecargados de lazos, cintas y moños
mientras los españoles vestían el airoso traje de seda y terciopelo
negros, esmaltado el pecho por alguna venera verde o roja de las Órdenes
Militares.
«No fue don Diego Velázquez--dice Palomino--el que en este día mostró
menos su afecto en el adorno, bizarría y gala de su persona; pues
acompañada su gentileza y arte, que eran cortesanas, sin poner cuidado
en el natural garbo, y compostura, le ilustraron muchos diamantes, y
piedras preciosas; en el color de la tela no es de admirar se aventajara
a muchos, pues era superior en el conocimiento de ellas, en que siempre
mostró muy gran gusto; todo el vestido estaba guarnecido con ricas
puntas de plata de Milán, según el estilo de aquel tiempo, que era de
golilla, aunque de color, hasta en las jornadas, en la capa la roxa
insignia, un espadin hermosísimo, con la guarnición y contera de plata,
con exquisitas labores de relieve, labrado en Italia; una gruesa cadena
de oro al cuello, pendiente la venera guarnecida de muchos diamantes en
que estaba esmaltado el hábito de Santiago, siendo los demás cabos
correspondientes a tan precioso aliño».
Las fatigas de aquel empleo de aposentador que _había menester un hombre
entero_, acrecentadas con el viaje a los Pirineos, minaron la salud de
Velázquez. Todos sus biógrafos han tomado de Palomino lo que se refiere
a su muerte extractándolo más o menos; aquí se copia íntegro, porque
cuanto más cercana es la pluma del suceso que narra más color de
realidad le presta:
«Cuando entró Velázquez en su casa, fue recibido de su familia, y de sus
amigos con más asombro que alegría, por haberse divulgado en la Corte
su muerte, que casi no daban crédito a la vista; parece fue presagio de
lo poco que vivió después.
»Sábado día de San Ignacio de Loyola, y último del mes de Julio,
habiendo estado Velázquez toda la mañana asistiendo a su Magestad, se
sintió fatigado con algún ardor, de suerte que le obligó a irse por el
pasadizo a su casa. Comenzó a sentir grandes angustias y fatigas en el
estómago y en el corazón; visitole el Doctor Vicencio Moles, Médico de
la Familia, y su Magestad cuidadoso de su salud, mandó al Doctor Miguel
de Alva, y al Doctor Pedro de Chavarri, Médicos de Cámara de su
Magestad, que le viesen, y conociendo el peligro dixeron era principio
de terciana sincopal minuta sutil, afecto peligrosísimo por la gran
resolución de espíritus, y la sed que continuamente tenía, indicio
grande del manifiesto peligro de esta enfermedad mortal. Visitole por
orden de su Magestad don Alfonso Pérez de Guzmán el Bueno, Arzobispo de
Tiro, Patriarca de las Indias; hízole una larga platica para su consuelo
espiritual; y el Viernes 6 de Agosto, año del Nacimiento del Salvador
1660 día de la Transfiguración del Señor, habiendo recibido los Santos
Sacramentos, y otorgado poder para testar a su íntimo amigo Don Gaspar
de Fuensalida, Grefier de su Magestad, a las dos de la tarde, y a los
sesenta y seis años de su edad dio su alma a quien para tanta admiración
del mundo le había criado, dexando singular sentimiento a todos, y no
menos a su Magestad, que en los extremos de su enfermedad había dado a
entender lo mucho que le quería y estimaba.
»Pusieron al cuerpo el interior humilde atavío de difunto, y después le
vistieron como si estuviera vivo, como se acostumbra a hacer con los
Caballeros de Órdenes Militares: puesto el manto capitular con la roxa
insignia en el pecho, el sombrero, espada, botas y espuelas; y de esta
forma estuvo aquella noche puesto encima de su misma cama en una sala
enlutada; y a los lados algunos blandones con hachas, y otras luces en
el altar donde estaba un Santo Cristo, hasta el sabado, que mudaron el
cuerpo a un ataúd, aforrado en terciopelo liso negro, tachonado y
guarnecido con pasamanos de oro, y encima una Cruz de la misma
guarnición, la clavazon, y cantoneras doradas y con dos llaves: hasta
que llegando la noche, y dando a todos luto sus tinieblas, le conduxeron
a su último descanso, en la Parroquia de San Juan Bautista, donde le
recibieron los Caballeros Ayudas de Cámara de su Magestad, y le llevaron
hasta el túmulo que estaba prevenido en medio de la capilla mayor;
encima de la tumba fue colocado el cuerpo: a los dos lados había doce
blandones de plata con hachas, y mucho número de luces. Hízose todo el
oficio de su entierro con gran solemnidad, con excelente música de la
Capilla Real, con la dulzura, y compás, y el número de instrumentos y
voces que en tales actos, y de tanta gravedad se acostumbra. Asistieron
muchos Títulos, y Caballeros de la Cámara, y criados de su Magestad:
luego baxaron la caxa y la entregaron a don Joseph de Salinas, de la
Orden de Calatrava, y Ayuda de Cámara de su Magestad, y otros Caballeros
de la Cámara que allí se hallaron, y en hombros le llevaron hasta la
bóveda, y entierro de don Gaspar de Fuensalida, que en muestra de su
amor le concedió este lugar para su depósito».
En torno del lecho de muerte se reunirían su mujer doña Juana Pacheco,
su hija Ignacia, su yerno y mejor discípulo Juan Bautista del Mazo, don
Gaspar de Fuensalida, Juan de Alfaro, que le compuso en latín un largo
epitafio, y de seguro su fiel Juan de Pareja.
Acaso consista en que cuando se admira a un grande hombre de éstos, cuya
gloria no ha costado una gota de sangre, experimenta el alma deseo de
poder también estimarle; pero es lo cierto, que hay en la vida de
Velázquez indicios por los cuales se colige que era bueno. Uno de sus
biógrafos dice que «supo ser amigo de Rubens, el más generoso de los
artistas, y de Ribera, el más celoso de todos». Observemos además, que
si derrota a Ángelo Nardi cuando el certamen de _La Expulsión de los
Moriscos_, conserva amistad con él y su antiguo rival le favorece
declarando en las informaciones del hábito de Santiago: hace que sean
llamados a Madrid sus condiscípulos Alonso Cano y Zurbarán; va a
Zaragoza con la Corte, y por su mediación es nombrado Jusepe Martínez,
pintor de Cámara. Juan de Pareja esclavo, como se ha dicho, de
Velázquez, tuvo desde mozo afición a la pintura y la trabajó en secreto.
Un día, sabiendo que el Rey había de ir al estudio de su amo, colocó
vuelto contra la pared un cuadro que a escondidas había pintado,
esperanzado con que el monarca sentiría curiosidad de examinarlo.
Sucedieron las cosas como pensaba. Llegó Felipe IV, descubrió el cuadro
y al preguntar cuyo era. Pareja se arrojó a sus pies: entonces el
monarca dijo a Velázquez. «Advertid que quien tiene esta habilidad no
puede ser esclavo». Su dueño le hizo libre en el acto: mas Pareja toda
la vida continuó sirviéndole, y muerto él a su hija y su yerno. En
verdad que dice mucho en favor del amo esta segunda y voluntaria
sujeción del siervo. El Conde-Duque protege a Velázquez desde 1623 y al
cabo de veinte años de perder la privanza el pintor es de los pocos que
le permanecen fieles. ¿Dónde mayores pruebas de bondad que favorecer a
los compañeros, conquistar la voluntaria sumisión del que fue esclavo y
persistir por gratitud en la peligrosa amistad del caído?
El servilismo cortesano y el estilo pomposo propios de los tiempos en
que escribían, hicieron a Pacheco y Palomino referir los favores
concedidos por Felipe IV a Velázquez con tales colores que sus relatos
sirvieron de base a una tradición, según la cual, el monarca aparecía
como verdadero y entusiasta protector del artista. En nuestros días, los
documentos descubiertos por diligentes investigadores en los archivos de
Palacio y de Simancas, han demostrado con el seco lenguaje de los
papeles oficinescos que los que otorgaron al Rey el papel de mecenas,
incurrieron en gran exageración. Felipe IV gustaba de ver pintar a
Velázquez, tenía llave para entrar cuando quería en su estudio, hasta se
cuenta que permaneció en cierta ocasión sentado tres horas para que le
retratase: pero en su carrera de criado de palacio le dejó ascender paso
a paso, toleró que se le pagara casi siempre con retrasos, resolvió en
contra suya cuando tuvo desavenencias con algún alto dignatario de la
servidumbre, como en 1645 con el Marqués de Malpica[95], y sobre todo le
mantuvo en empleos que, obligándole a servir en bajos menesteres,
hurtaban tiempo a su arte que fue como mermar su gloria. En fin, toleró
que a los cuatro días de muerto el nuevo aposentador, nombrado
inmediatamente para sucederle, se incautase de cuanto había en las
habitaciones de Velázquez so pretexto de que las cuentas de la
aposentaduría arrojaban en su contra un alcance de varios miles de
maravedises. Hasta después de muerto Felipe IV no se puso en claro que
la administración de Palacio debía 74.769 reales, y Velázquez a ella
19.945, quedando según probó Cruzada Villamil publicando la
documentación, plenamente demostrados el desorden de las oficinas reales
y la honradez del artista. No protector suyo sino amparado por él ante
la posteridad juzga a Felipe IV un escritor tan apegado a lo tradicional
y monárquico como el docto don Pedro de Madrazo. Y tiene razón, pues si
no fuera por los retratos donde le inmortalizó ¿qué interés inspiraría
hoy la figura de aquel Rey?
[imagen: MUSEO DEL PRADO
LAS MENINAS
_Fotog. M. Moreno_]


XI
EL ESTILO DE VELÁZQUEZ.--INFLUENCIA EJERCIDA EN ÉL POR LAS OBRAS DE «EL
GRECO».--LO QUE VELÁZQUEZ REPRESENTA EN LA HISTORIA GENERAL DEL ARTE Y
EN LA PINTURA NACIONAL.

Para apreciar debidamente la importancia y significación de Velázquez en
la historia de la pintura española basta fijarse en lo que ésta era
antes de que él produjese sus maravillosas obras. Nuestros pintores del
último tercio del siglo XVI, emancipados en gran parte de las enseñanzas
extranjeras en que se formaron, empiezan a adquirir carácter nacional;
pero la influencia italiana, así en lo especulativo como en lo practico,
es todavía grandísima. De Italia vienen a establecerse en nuestra
Península muchos maestros, y allí van a perfeccionarse los aquí nacidos.
Unos y otros, amoldándose al medio social, cuando trabajan en España,
donde las costumbres eran menos suntuosas y el espíritu religioso más
austero, comienzan a imprimir al arte patrio sello propio: el
Renacimiento pierde en sus manos toda profanidad, se despoja de
sensualismo pagano, de sentido literario, y gana en severidad y vigor lo
que pierde en gracia, poesía y elegancia: nuestro arte, como nuestra
vida, adquiere un tinte de grandiosa tristeza: sobre ambos impera la
melancolía que destilan los libros místicos. En Italia la pintura
despliega esplendidez extraordinaria, aun en los templos es alegre y
eminentemente decorativa, y además de verse empleada y protegida por la
Iglesia lo es tanto o más por las familias ilustres, los grandes señores
y los Gobiernos de las pequeñas Repúblicas. En España, por el contrario,
acaba de crecer y desarrollarse fomentada sólo por la devoción de los
prelados, cabildos, comunidades y parroquias: hasta lo que manda pintar
la piedad individual esta dedicado al claustro y la capilla. La
manifestación religiosa del espíritu nacional queda admirablemente
interpretada y servida. En cambio carecemos por completo de pintura
histórica, familiar y de costumbres. En lo que se refiere a lo externo
del arte, medios de expresión, procedimiento, condiciones personales,
nuestros tratadistas y pintores siguen influidos por el saber de los
extranjeros: unos, como Luis de Vargas, imitan a Rafael; otros, como
Pantoja, siguen a Antonio Moro: el _Greco_, aunque permaneció aquí
tantos años, no renegó de su culto a Venecia.
Velázquez, por impulso de sus facultades ingénitas y por las condiciones
en que se desarrolló su vida, es una personalidad independiente aislada
en el arte nacional. Mas influencia ejerce en la pintura de nuestros
días que tuvo en la de su tiempo. ¿Puede llamársele iniciador o
revolucionario? Si no lo fue en la intención, llegó a serlo de hecho; no
porque le siguieran muchos, sino porque, apartándose de lo pasado,
señaló el camino para lo porvenir. Su estética, puramente instintiva,
consistió en no enmendar la plana a la Naturaleza con pretexto de buscar
dignidad, corrección o gracia. Le bastó la verdad claramente expresada:
si la pintura es tanto más excelente cuanto parece más real, es el
primer pintor del mundo.
Componen la obra pictórica elementos diversos; dibujo, composición,
color, ejecución, tan ligados entre sí, que no hay medio de
considerarlos aisladamente, pero que es preciso diferenciar para
entenderse. Pues bien; esta, a modo de separación, es dificilísima de
establecer tratándose de Velázquez, porque en su trabajo, como en la
realidad, se funden y compenetran. Dibuja con sencillez asombrosa, crea
la forma, da vida al tipo, le imprime carácter; pero busca la mirada los
trazos engendradores de cada cosa, y no los halla, porque su dibujo no
esta hecho sólo con líneas, sino también con el color, con la distancia,
con el aire. No alcanza por completo este resultado en sus comienzos,
mas la pureza de su dibujo es tal que precisamente es lo que más ayuda
para distinguir sus originales de las copias o imitaciones que se le
atribuyen.
Con frecuencia se ha dicho que era un colorista excepcional, pero
conviene explicar en qué sentido es esto cierto.
De dos maneras cautiva el color a la vista: ya porque con su aspecto
seduce, ya porque con su verdad persuade: lo primero fácilmente se logra
con un trozo o parte de la composición a expensas de lo restante: lo
segundo no se consigue sino entonando, armonizando el conjunto de modo
que cada cosa tenga no sólo el color que le es propio sino este mismo
según el lugar que ocupa y modificado por lo que le rodea. De suerte
que lo esencial es la relación de valores que crea la totalidad:
descuidándola, se ostentan cualidades parciales: así Rubens desplegó en
el color más pompa, Ticiano más riqueza, el Veronés más variedad: en la
verosimilitud de la impresión total, ninguno igualó a Velázquez.
Los críticos y biógrafos dividen lo que produjo durante su vida en tres
épocas, queriendo ver en cada una un estilo o manera diferente.
El primero comprende lo que hizo antes de su venida a Madrid y en los
comienzos de su estancia en la corte: entonces es seco y duro por buscar
con tenaz empeño el modelado: su preocupación es conseguir la
corporeidad: la _Adoración de los Reyes_ y algunos retratos, como el de
personaje desconocido número 1.103 del Museo del Prado, representan esta
fase del desarrollo de sus facultades.
En el segundo, más suelto, más fácil, comienza a dar al claro-obscuro
una importancia excepcional: el cuadro de _Los borrachos_ representa una
observación de la totalidad sin precedentes, pero aún no ha perdido en
él aquella primitiva dureza. Las obras que dan más completa idea de este
período, son las que pintó en su primer viaje a Italia, _La fragua de
Vulcano_ y _La túnica de José_.
En el tercero, que abarca desde que vuelve del segundo viaje hasta que
muere, llegan sus facultades y su saber combinados, al límite de lo que
puede realizar el arte: lo que pinta se confunde con la realidad.
Pero en rigor esta división es convencional: sólo sirve para clasificar
sus obras con relación al tiempo en que las hizo. Su criterio en la
interpretación de la Naturaleza, es uno solo, constante, que va pasando
por diversos grados. Sus aptitudes se perfeccionan por el tiempo y el
estudio sin sufrir alteración en lo fundamental.
El que se ha llamado su primer estilo es ya el propio de un maestro en
vía de formación que indaga y analiza hasta la quinta-esencia de lo que
mira, apurando, concluyendo mucho en la ejecución aun a riesgo de
parecer duro: ya tiene conciencia de lo que hace, pero esta todavía en
lucha con la influencia de lo que le rodea y los modos de expresión que
en torno suyo se emplean: ni la edad, ni la disciplina de discípulo, ni
la falta de experiencia, le permiten romper con lo que en su escuela se
considera más acertado: entonces su pintura se asemeja a la de Zurbarán
y otros que tuvo por compañeros.
Pronto, según acabamos de indicar, empieza a conseguir ciertas síntesis
puramente técnicas con que antes nadie soñó: en el mismo cuadro de _Los
borrachos_, donde aún no ha perdido toda su pasada dureza y sequedad,
inicia la separación entre el contorno de las figuras y el fondo; su
paleta se simplifica y se ve ya el fruto maduro, a cuya creación han
contribuido sus facultades nativas, los medios de estudio y el caudal de
observación que pudieron facilitarle las obras de algunos maestros
reunidas en Madrid y en El Escorial.
En Italia da la más vigorosa muestra de independencia que la confianza
en sí mismo puede sugerir a un artista. Otro menos seguro de su propia
fuerza se hubiese prendado del modo de ver o la manera de ejecutar de
alguno de aquellos pintores que llenaban con su gloria Venecia,
Florencia y Roma: él se modifica progresando sin imitar a nadie, sin
perder uno solo de los caracteres que desde un principio forman su
personalidad. _La fragua de Vulcano_ esta pintada sin dejarse dominar
por el prestigio de lo mismo que admira; pero así como antes fue su
preocupación la intensidad del claro-obscuro, entonces puso empeño en
conseguir el bulto sin sombras, modelando en claro.
En cuanto a la manera de componer, disposición y gusto para agrupar
figuras, puede decirse que la pintura italiana debió de parecerle
concebida para seducción y deleite de la vista, mientras lo que él se
proponía era persuadir, llegando al límite de lo posible en la imitación
de lo real.
Cuando a la distancia conveniente para examinar un cuadro, abarcamos con
la vista en una habitación o al aire libre una reunión de personas o una
sola figura, no distinguimos más que su aspecto total; para que la
mirada aprecie pequeñeces y minucias, es necesario que las busque y se
fije en ellas particularmente. Esta sencillísima observación es la base
del último estilo de Velázquez, que consiste en ver lo natural
ajustándose a tono y conjunto, prescindiendo de pormenores y detalles;
síntesis, a la cual llegó no sólo por virtud de sus facultades que eran
poderosísimas, sino ayudado de un trabajo constante. En su tiempo se
usaban los espejos negros, los de reducción, la cámara obscura, el
_triguardo_ y otros aparatos de óptica aplicada que debió de manejar
mucho, acostumbrándose a ver en globo, en conjunto, como esta vista la
escena de _Las Meninas_, donde dio la medida de lo que debe ser la
pintura: la imagen de lo real que nos da el espejo, y esto es en verdad
_Las Meninas_, un cuadro copiado de lo que los Reyes veían cuando
Velázquez les estaba retratando. Así aportó al arte de la pintura un
elemento nuevo o del cual se había hecho poco caso; el aire interpuesto
no sólo entre cada miembro del cuadro, sino entre éste y quien lo
observa. De esta condición nace su indiscutible superioridad sobre todos
los pintores. No se sabe cómo limita los planos, cómo espacia las
distancias, cómo calcula la gradación y desvanecimiento de sombras, en
una palabra, de qué modo consigue rodear a personas y cosas del ambiente
que les circunda. Cerca del lienzo nada parece que esta hecho; desde el
conveniente punto de vista, la ilusión es completa.
Mucho se ha escrito, en particular por extranjeros, respecto de la
influencia que sobre Velázquez ejercieron, primero sus maestros y luego
otros pintores. Desde luego hay que descontar a Herrera _el Viejo_, con
quien estuvo, siendo niño, muy poco tiempo y de cuya rudeza nada se le
pegó. En casa de Pacheco, tanto por disciplina cuanto por propio
impulso, debió de dibujar muchísimo, pero dando ya en la elección de
modelos humildes, frutas animales y utensilios vulgares, la primer
muestra de independencia: en lo demás ya nos dice Palomino que el mismo
Pacheco _conoció desde el principio, no convenirle modo de pintar tan
tibio aunque lleno de erudición_: y en verdad que aquí no se sabe qué
admirar más, si la discreta osadía con que el discípulo se apartaba de
lo que a sus contemporáneos y superiores merecía tanto respeto, o la
perspicacia conque el maestro adivinó y la tolerancia conque permitió
explayarse aquellas facultades, opuestas a las suyas. Raro ejemplo y
clara demostración de que para la enseñanza no suele ser más útil quien
mejor ejecuta sino quien sabe colocar al aprendiz en condiciones
propicias al desenvolvimiento de sus recursos propios.
Si de mozo no sedujo a Velázquez el clasicismo sabio, pero frío de
Pacheco, tampoco se dejó deslumbrar por la magnificencia de Rubens, a
quien seguramente vio, en su visita a Madrid, pintar originales y
copias: ni su entusiasmo por Tiziano y Tintoretto, le hizo vacilar en
aquel amor que mostró dentro de lo verdadero a lo más sencillo.
Fortalecido en sus creencias se despidió de la Italia clásica y pagana,
haciendo el retrato de Inocencio X.
Quien seguramente ejerció en él cierta influencia, fue el _Greco_. No
pudo conocerle, pues murió en 1614 y Velázquez no salió de Sevilla hasta
1623: ni es de creer que el _Greco_, fuese a Andalucía o que allí viera
Velázquez trabajos suyos, porque la impresión que éstos le causan no se
refleja en las obras del maestro hasta mucho tiempo después: llega, sin
embargo, un período en que es de todo punto indudable. Mas este influjo
no degenera en imitación. Las composiciones y figuras del _Greco_ son
tan verdaderas, sobre todo en la expresión de las cabezas, que causan
impresión profunda, pero revelan un espiritualismo exaltado de que no
llegó a participar Velázquez: lo que en aquel pintor extraordinario y
poco estudiado le sedujo, fue el color. El _Greco_, era un colorista
extraordinario, se complacía en contrastes tan enérgicos que parecen
llegar hasta la disonancia; encontraba armonías tan delicadas que hacen
posibles los efectos más opuestos; hay en él, tintas agrias atenuadas
con pasmoso gusto y se distingue principalmente por un particular empleo
del blanco ya puro y violento, ya amortiguado en matices grises que lo
enlazan, funden y dulcifican todo. Estos grises aparecen luego en las
obras sucesivas de Velázquez, empleados con tal discreción y tan
exquisito arte que sólo los pintores y los aficionados capaces de atenta
observación, pueden distinguirlos. El retrato del _Conde de Benavente_,
cuya armadura, banda y rostro recuerdan _El entierro del Conde Orgaz_,
obra principal del _Greco_, es el cuadro donde esta influencia se ve más
clara; pero en lo sucesivo esos grises persisten en los lienzos de
Velázquez como un elemento nuevo ya para dar energía y realce a los
negros, ya para quitarles dureza y pesadez, y siempre para imprimir a la
tonalidad general un sello de placidez y elegancia incomparable. Puede
afirmarse que exceptuado el _Greco_, ningún otro artista contribuyó a
enriquecer la paleta de Velázquez.
Con verdadero asombro se observa que hombre dotado de tan
extraordinarias facultades y cuyas obras están llenas de clara
enseñanza, no dejase discípulos dignos de su maestría: porque su yerno
Juan Bautista del Mazo, que fue diestro en copiarle e imitarle, no pasó
de esta habilidad sin llegar a conquistar mayores méritos: su esclavo
Juan de Pareja, se aficionó al exclusivo remedo de los venecianos, como
atestigua el lienzo de la _Conversión de San Mateo_;[96] y a Carreño de
Miranda que hizo excelentes retratos, le faltaron el dibujo, el aire y
el buen gusto de su maestro: y aún quedan por bajo de los citados, Juan
de Alfaro, Nicolás de Villacis, Tomás de Aguiar, Juan de la Corte y
Burgos Mantilla; nuestra pintura no vuelve a tener un genio por
intérprete hasta que nace Goya.
Por grandes que sean las condiciones intelectuales o la habilidad
técnica de un hombre, ninguno puede erigirse conscientemente en
reformador, porque no es dado a un individuo sobreponerse a lo presente,
mucho menos en manifestaciones tan personales y libres como las
artísticas; y en este sentido no fue revolucionario: pero la posteridad
adjudica a cada uno el lugar que le corresponde en vista del alcance de
sus obras: y como en las de Velázquez están contenidas y realizadas gran
parte de las aspiraciones de la pintura de nuestros días, de aquí que se
le considere como precursor de este _modernismo_, en el más alto sentido
de la palabra, que a vueltas de errores y exageraciones busca con ansia
la verdad. Aquello mismo que distingue y caracteriza a Velázquez, es lo
que ahora se ansía con mayor empeño: la sinceridad en la expresión del
sentimiento, la sencillez en la ejecución, la exactitud en la relación
de valores por el estudio de la luz y el aire; precisamente todas las
cualidades que nos suspenden y entusiasman ante _Las Hilanderas_ y _Las
Meninas_. Por eso vemos venir a Madrid para estudiarle tantos artistas
extranjeros, y al viajar hallamos por doquiera el reflejo de su
maestría.
En la historia general del arte es uno de los genios que apartándose de
lo convencional muestran el camino de la verdad, fuente de toda belleza.
En el arte patrio es la personificación del instinto naturalista de la
raza que hizo prevalecer el espíritu nacional, sobre las tendencias del
Renacimiento en lo que le eran ajenas o contrarias. Y aún tiene en
nuestra Patria otra significación altísima, porque al reflejar lo real,
lo hizo tan intensa y fielmente, que ciertos cuadros suyos son páginas
de historia. No intervino en ello el propósito del hombre: lo dio de sí
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