Vida y obras de don Diego Velázquez - 03

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un muchacho que se le acerca trayendo en la izquierda una botella y
sujetando con la derecha contra el cuerpo un melón enorme. Completan el
conjunto un hornillo colocado en primer término, donde esta puesta la
sartén, bajo la cual brillan las brasas, un perol, una jarra, un almirez
y al fondo, colgado de la pared, un saquillo con trapos; todo ello,
especialmente la cabeza del chico, ejecutado con verdad pasmosa.
_El vendimiador_ es un muchacho visto de frente andando, sonriente,
trayendo un racimo de uvas en la mano derecha y en la izquierda un
cuchillo: tiene junto a sí un cesto lleno de uvas y la figura, de tamaño
algo menor que el natural y cortada por bajo de la cintura, destaca
sobre un trozo de paisaje sombrío.
_El aguador de Sevilla_, es el mismo de que habla Palomino, aunque su
descripción adolece de poca fidelidad: según sus palabras «es un viejo
muy mal vestido y con un sayo vil y roto que se le descubría el pecho y
vientre, con las costras y callos duros y fuertes, y junto a sí tiene un
muchacho a quien da de beber». Adornó primero uno de los salones del
palacio de Madrid, se lo llevaron los franceses, fue recuperado del
equipaje del rey intruso en 1814 después de la batalla de Vitoria; y
Fernando VII se lo regaló al duque de Wellington que lo había rescatado.
De este mismo tiempo, son varias composiciones religiosas que Velázquez
hizo, sin duda, unas como estudios de empeño y otras acaso ya como
resultado de algún encargo. En este grupo deben citarse _Cristo en casa
de Marta_[21], _Cristo y los peregrinos de Emaus_[22], un _San
Pedro_[23], la _Virgen rodeada de ángeles entregando una casulla a San
Ildefonso_[24] y la _Adoración de los reyes_, del Museo del Prado, que
es en este género y de este tiempo la obra de más importancia.
Han pretendido algunos críticos, en particular extranjeros, que durante
el período juvenil a que pertenecen las obras citadas, Velázquez imitó a
Ribera, a Zurbarán y a Luis Tristán. Para darse cuenta de lo erróneo de
la apreciación, basta examinar con cuidado la _Adoración de los reyes_
del Museo del Prado. La pintura de Velázquez es allí la peculiar de los
españoles de entonces, que arrastrados por el instinto realista de la
raza, procuraban la mayor verdad: es el mismo modo de ver y reflejar lo
natural que sin haber podido ponerse de acuerdo tuvieron Ribera, a la
sazón ausente de España, y Zurbarán condiscípulo de Velázquez: pintura
caliente en el color por el abuso de ciertas tierras, sólida hasta pecar
de dura; afanosa de modelar con vigoroso relieve, tanto que
principalmente las cabezas, extremos y ropajes de las figuras, por el
modo de estar hechos, parecen copiados de tallas en madera; pero no se
puede afirmar con fundamento que esta primer manera de Velázquez,
tuviera por base la deliberada imitación de nadie. Las contradictorias
opiniones de sus biógrafos extranjeros Justi, Stirling y otros, puestas
en claro por Beruete, demuestran que cuando pintó en 1619 la _Adoración
de los reyes_, y menos antes, no podían influir en él los cuadros de
Ribera desconocidos en Sevilla hasta 1631; y que no teniendo Zurbarán
sino unos cuantos meses más que Velázquez, éste vería en él un compañero
y no un maestro. En lo que se refiere a Luis Tristán, si pudo ver algún
trabajo suyo en Sevilla, claro esta que le admiraría como admiró más
tarde al _Greco_ de quien aquél era discípulo, pero no le tomó por guía.
Fuese por instinto, fuese por convicción, no siguió dócilmente ningún
estilo personal. Es lógico admitir que Ribera, Zurbarán y Luis Tristán,
le gustasen más que Vargas, tan respetado en Sevilla, y que Lanfranco y
el Guido, cuyas amaneradas obras se traían de Italia; más precisamente,
en contra de tales suposiciones y conjeturas, lo que caracteriza a
Velázquez desde que mancha los primeros bodegones de que habla Pacheco
hasta sus últimas obras, es aquel profundo y respetuoso amor a la
Naturaleza, que le hizo ver en ella su único y verdadero maestro en el
más alto sentido de la palabra.


IV
VIAJES DE VELÁZQUEZ A MADRID.--ENTRA AL SERVICIO DE FELIPE IV.

Por grande que fuese en aquel tiempo la cultura de Sevilla, era natural
que Madrid, donde habitaban los reyes y las más opulentas familias,
atrajera a los artistas provincianos. _Sólo Madrid es corte_, se decía
vanidosamente entonces, y a la corte quiso venir Velázquez ávido de
estudiar las maravillas con que adornaban sus palacios, casas y
conventos, Felipe IV, los grandes señores y las comunidades religiosas.
Además, aún vivía el _Greco_ en Toledo[25], y en la _sacra estupenda
mole_ de El Escorial, según el pomposo lenguaje de la época, había
cuadros de Tintoretto y del Ticiano; estímulos sobrados, y superiores al
afán de medro, para que el artista quisiera emprender el viaje.
«Deseoso, pues, de ver El Escorial[26]--declara Pacheco--partió de
Sevilla a Madrid, por el mes de Abril del año de 1622. Fue muy
agasajado de los dos hermanos D. Luis y D. Melchor del Alcázar, y en
particular de D. Juan de Fonseca, sumiller de cortina de S. M.
(aficionado a su pintura). Hizo, a instancia mía, un retrato de D. Luis
de Góngora, que fue muy celebrado en Madrid, y por entonces no hubo
lugar de retratar a los Reyes, aunque se procuró». Don Antonio
Palomino--quien como ya he indicado escribió más de cincuenta años
después de muerto Velázquez--dice que partió de Sevilla acompañado sólo
de un criado: posteriormente otros biógrafos, Lefort entre ellos, han
supuesto que este servidor fuese su esclavo, Juan de Pareja, más de
cierto no se sabe. Que retrató a Góngora es seguro, pues Pacheco lo
atestigua. No esta tan fuera de duda que este retrato sea el que se
conserva en el Museo del Prado con el núm. 1.085. El poeta, residente
entonces en Madrid, tenía sesenta años; hay imágenes suyas semejantes a
ésta, y Velázquez traía encargo de retratarle, circunstancias propicias
a que admitamos la autenticidad. En cambio, dados la importancia del
personaje y el interés demostrado por el suegro, no es creíble que el
yerno se limitase a pintar sólo una cabeza: lo natural era que, por
respeto a la personalidad de uno y al cariño de otro, hiciese obra de
mayor empeño, donde el autor del _Polifemo_ y las _Soledades_, tan
admirado en su tiempo, estuviera de cuerpo entero, o a lo menos en media
figura; un retrato, por ejemplo, parecido al que más tarde hizo del
escultor Martínez Montañés y por muchos años se ha supuesto de Alonso
Cano. Finalmente, la pintura de esta cabeza de Góngora es más seca, dura
y cansada que muchas de las que hizo antes de venir a Madrid el
soberano artista a quien se atribuye.
Ya porque algún asunto grave requiriese allí su presencia, ya porque
desesperara de conseguir sus deseos, Velázquez regresó aquel mismo año a
Sevilla: mas al siguiente de 1623 don Juan de Fonseca le llamó por orden
del Conde-Duque de Olivares, librándole una ayuda de costa de cincuenta
escudos para el viaje que, según parece, hizo acompañado de Pacheco.
Hospedose en casa de Fonseca, y, ya como muestra de habilidad, prueba de
gratitud o acaso ardid entre ambos convenido para que se le conociera
pronto, le hizo Velázquez un retrato. «Llevolo a Palacio aquella
noche--dice Pacheco[27]--un hijo del Conde de Peñaranda, camarero del
Infante Cardenal[28], y en una hora lo vieron todos los de Palacio, los
Infantes y el Rey, que fue la mayor calificación que tuvo. Ordenose que
retratase al Infante, pero pareció más conveniente hacer el de S. M.
primero, aunque no pudo ser tan presto por grandes ocupaciones; en
efecto, se hizo en 30 de Agosto de 1623, a gusto de S. M., de los
Infantes y del Conde-Duque, que afirmó no haber retratado al Rey ninguno
hasta entonces. Hizo también un bosquejo del Príncipe de Gales[29], que
le dio cien escudos.
»Hablole la primera vez su excelencia el Conde-Duque alentándole a la
honra de la patria, y prometiéndole que él solo había de retratar a S.
M., y los demás retratos se mandarían recoger. Mandole llevar su casa a
Madrid y despachó su título el último día de Octubre de 1623 con veinte
ducados de salario al mes, y sus obras pagadas, y con esto, médico y
botica: otra vez, por mandado de S. M., y estando enfermo, envió el
Conde-Duque el mismo médico del Rey para que lo visitase. Después de
esto, habiendo acabado el retrato de S. M. a caballo, imitado todo del
natural hasta el país, con su licencia y gusto se puso en la calle Mayor
enfrente de San Felipe, con admiración de toda la corte y envidia de los
del arte, de que soy testigo».
Las anteriores líneas permiten hasta cierto punto colegir cuales fueron
los primeros retratos que a Felipe IV hizo Velázquez. Debió de pintar
primero el que hoy se conserva en el Museo del Prado con el número
1.070, donde esta el monarca de unos dieciocho años, de cuerpo entero y
tamaño natural, en traje negro de corte. Después, a fin de hacerse la
mano para el retrato _a caballo_, de que habla Pacheco, haría el que
lleva el núm. 1.071 del mismo Museo, lienzo en el cual el monarca tiene
la misma edad, y donde se le representa con armadura de acero en busto
prolongado. Por último, haría el ecuestre que se expuso frente al
Mentidero de San Felipe, y que debió de quemarse en el incendio de 1734.
La fortuna de Velázquez estaba asegurada, entendiendo por tal la
seguridad de seguir sirviendo al Rey; y a cambio de aquella _envidia de
los del arte_, llovieron sobre el artista sevillano los aplausos y las
poesías; su propio suegro le dedicó un soneto que ni aun por curiosidad
merece copiarse, y don Juan Vélez de Guevara le compuso otro que aun
siendo mejor que aquél tampoco es bueno. El Rey le hizo merced de casa
de aposento que representaba doscientos ducados cada año, le dio otros
trescientos de regalo y le otorgó una pensión de otros tantos, que debía
de ser eclesiástica cuando se sabe que para disfrutarla hubo necesidad,
de dispensa. Y aquí conviene fijarse en que, a juzgar por las frases de
Pacheco arriba citadas, Velázquez entró al servicio real cobrando
_salario_; palabra que basta para dar idea de las relaciones que por
toda su vida habían de unirle con el monarca.
Difícil, si no imposible, e impropio de un libro de vulgarización, sería
pretender fijar cuadro por cuadro y año por año, toda la labor del
artista. Puede asegurarse, sin embargo, en parte por datos fidedignos, y
sobre todo porque claramente lo dicen la ejecución y el color, que a
este período de su vida pertenecen el retrato (núm. 1.086 del Catalogo
del Museo del Prado) que con poco fundamento pasa por ser de doña Juana
Pacheco, mujer del autor; otro de hombre joven que hay en la Pinacoteca
de Munich, y otro llamado _el geógrafo_ que figura en el Museo de Rouen.
Después, hacia 1626 haría el del Infante don Carlos[30] (núm. 1.073 del
Museo del Prado), de cuerpo entero y tamaño natural en pie, vestido con
traje negro y capa, que los artistas llaman _el del guante_, porque en
la mano derecha tiene uno cogido por un dedo y colgando. No fuera
prudente sostener que en este admirable retrato, aunque todavía a
trechos algo duro y seco, acabe la primer manera del pintor; porque ni
en lo general las formas artísticas, ni en lo particular los estilos
personales empiezan ni terminan bruscamente sino por gradación; pero sí
se puede afirmar la superioridad indiscutible del cuadro con relación a
cuanto hasta entonces había pintado Velázquez, a lo menos de lo que se
conserva. Esta dibujado, como todo lo suyo, con aquel maravilloso
sentimiento de la línea que tuvo desde sus comienzos, pero en lo que
toca al modo de hacer, ya empieza a vislumbrarse en este lienzo mayor
soltura, menos esfuerzo para conseguir el modelado, y en lo referente al
color, la tendencia a buscar la dulce y elegante armonía entre tonos
grises y negros a que se aficionó tanto y manejó como nadie.
Pintó luego una obra que se ha perdido: la _Expulsión de los moriscos_.
La intolerancia popular, la adulación de los cronistas y la propia
superstición, harían creer a Felipe IV que aquel acto impolítico y cruel
era lo que más honraba la memoria de su padre, y quiso eternizarlo.
Miradas las cosas con imparcialidad, es disculpable que el Rey pensase
así. Hartas culpas pesan sobre la memoria de aquella vergonzosa
monarquía, para que se le cargue con esta que fue iniquidad de la nación
entera. Lope de Vega, Vélez de Guevara y otros hombres ilustres la
elogiaron; hasta Cervantes por boca de un personaje del _Quijote_, dice
que _fue inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto
tan gallarda resolución_.
Felipe IV no encomendó sólo a Velázquez la ejecución de su pensamiento,
sino que llamando varios artistas a modo de concurso, ofreció una
recompensa a quien mejor lo interpretara. Pacheco, que no describe el
cuadro, dice que su yerno hizo «un lienzo grande con el retrato del Rey
Felipe III y la no esperada expulsión de los moriscos, en oposición de
tres pintores del Rey, y habiéndose aventajado a todos, por parecer de
las personas que nombró Su Majestad (que fueron el Marqués Juan Bautista
Crecencio, del hábito de Santiago, y Fray Juan Bautista Maino, del
hábito de Santo Domingo, ambos de gran conocimiento en la pintura), le
hizo merced de un oficio muy honroso en Palacio; de ugier de Cámara con
sus gajes; y no satisfecho de esto le añadió la ración que se da a los
de la cámara, que son doce reales todos los días para su plato, y otras
muchas ayudas de costa», con lo cual vemos al gran pintor ascendido un
grado en el escalafón de los criados de Palacio.
Los pintores vencidos en aquel certamen fueron Caxés, Nardi y Vicencio
Carducho, quien debió de quedar amargado para mucho tiempo, pues seis
años más tarde al publicar su libro aún atacaba encubiertamente a
Velázquez. Éste juró su nuevo cargo en manos del Duque de Arcos a 7 de
Marzo de 1627 y la obra con marco dorado y negro fue colocada en la
pieza del Alcázar que más adelante se llamó _Salón de los espejos_.
Palomino, que alcanzó a verlo, lo describe con estas palabras: «En el
medio de este cuadro esta el Señor Rey Felipe III armado, y con el
bastón en la mano, señalando a una tropa de hombres, mujeres y niños que
llorosos van conducidos por algunos soldados, y a lo lejos unos carros,
y un pedazo de marina, con algunas embarcaciones para trasportarlos...
A la mano derecha del rey esta España, representada en una majestuosa
matrona, sentada al pie de un edificio; en la diestra mano tiene un
escudo, y unos dardos, y en la siniestra unas espigas; armada a lo
romano, y a sus pies una inscripción en el zócalo».
Esta breve reseña y el lugar donde la obra fue colocada permiten
sospechar con fundamento el carácter de la composición. En el diálogo
octavo cita Carducho[31] al hablar de las pinturas que había en palacio,
un cuadro de _la Fe que se pasa a la bárbara idolatría de la India con
las armas de España_, y menciona otro _del Rey Felipe II en pie,
ofreciendo al príncipe don Fernando, que le nació el año 1571, que fue
de la grande vitoria naval que se tuvo del gran Selin y Ochiali en
Lepanto; a cuyo fin se pintó este geroglífico_... Por último, pocas
líneas más abajo añade que en el mismo salón hay cuadros de Rubens, de
Caxés, de Ribera y de Velázquez. De estas observaciones se desprende que
para aquel salón, donde se colocaban cuadros alegóricos, alusivos a las
grandezas de la monarquía, debió de ser encargado el de la _Expulsión de
los moriscos_ y que existiendo allí ya el citado de Ticiano, que aún se
conserva en el Museo del Prado[32] al gusto del gran veneciano, se
amoldaría Velázquez. Las llamas del incendio de 1735 lo consumieron
privando a las gentes venideras de saber cómo interpretó el gran artista
aquel crimen político donde fue sacrificado a la unidad religiosa hasta
lo único que hay acaso en el hombre de origen divino: la caridad.
Al Rey debió de agradarle mucho la obra y alguna más que pintara por
entonces Velázquez; pero como la Tesorería de la Intendencia de Palacio,
que se llamaba el _Bureo_, no era ni mucho menos un modelo de exactitud
en los pagos, el artista tuvo que hacer una reclamación, atendida la
cual quedó aclarado que aquella famosa ración de doce reales, concedida
por todo lo que pintase y que tanto enorgulleció a Pacheco, se refería a
los retratos del Rey y no a los demás cuadros; dándose Velázquez por
contento. Y también lo quedó _Filipo, El Grande_, pues a su modo
recompensó al pintor dictando la siguiente orden:
«A Diego Velázquez, mi pintor de Cámara, he hecho merced de que se dé
por la despensa de mi casa una ración cada día en especie como la que
tienen los barberos de mi Cámara, en consideración de que se ha dado por
satisfecho de todo lo que se le debe hasta hoy de las obras de su
oficio; y de todas las que adelante mandare haréis que se note así en
los libros de la casa. (Hay una rúbrica del Rey). En Madrid a 18 de
Setiembre de 1628[33]. Al Conde de los Arcos, en Bureo».
Digan lo que quieran los adoradores de lo pasado acerca de la diferencia
de tiempos, usos y costumbres, para sostener que lo que hoy parece
humillante era entonces honorífico, la verdad es que leyendo tales cosas
sin que uno quiera viene a los labios la risa amarga que inspiran las
grandes mezquindades humanas; sobre todo si se considera que a los
barberos de la Cámara se les daban _vestidos de merced_, y que Velázquez
los recibiría juntamente con los enanos y bufones que le servían de
modelo como _el niño de Vallecas_, _Nicolasito Pertusato_, el _bobo de
Coria_, _Calabacilla_ y _Soplillo_; sin que valga alegar que toda la
servidumbre palatina, del Conde-Duque para abajo, estaría en igual caso,
porque si algún deber moral tiene quien todo lo puede, el primero es
anteponer el sentimiento de la dignidad propia y ajena a la estupidez de
la rutina. En época más remota honró sobremanera a Dello el florentino,
D. Juan II de Castilla; y lo mismo hicieron Francisco I con el Vinci,
Julio II con Miguel Ángel, León X con Rafael, María de Médicis con
Rubens, y la villa de Amsterdam con Rembrandt. Felipe IV pensó de
distinto modo y así como en cierta ocasión se le ocurrió expulsar de
España a los extranjeros _porque comían mucho pan_, creería que el
nombre de su artista predilecto no estaba mal en la misma nómina que los
barberos, galopines, enanos y bufones. A algunos de ellos inmortalizó
Velázquez pintándolos de suerte que siendo de tan baja ralea hoy figuran
sus retratos junto a los del Rey. Si lo hizo con malicia fue grande
ingenio; si careció de ella, como es de presumir por su bondad, el
tiempo le ha vengado.
[imagen: MUSEO DEL PRADO
EL CONDE-DUQUE DE OLIVARES
Fotog. M. Moreno]


V
RUBENS EN ESPAÑA.--«LOS BORRACHOS». PRIMER VIAJE DE VELÁZQUEZ A
ITALIA--«LA TÚNICA DE JOSÉ». «LA FRAGUA DE VULCANO».

Dos veces estuvo Rubens en España; la primera cuando en 1603, enviado
por el Duque de Módena, a quien servía, vino a la Corte de Valladolid,
portador de ricos presentes para Felipe III y para el Duque de Lerma.
Entonces, escribiendo al Secretario Aníbal Chieppio y hablándole de que
Isberti, embajador aquí del de Módena, quería que pintara varios cuadros
ayudado de artistas españoles, le dice lo siguiente: «Secundaré su
deseo, pero no lo apruebo, considerando el poco tiempo de que podemos
disponer, unido a la increíble insuficiencia y negligencia de estos
pintores y de su manera (a la que Dios me libre de parecerme en nada),
absolutamente distinta de la mía»[34].
En 1628, pasados veinticinco años, estando en París al servicio de María
de Médicis, supo, por su amistad con el Duque de Buckingham, que Carlos
I de Inglaterra deseaba hacer paces con España. Hubo el gran flamenco
de comunicárselo a la Infanta doña Isabel Clara Eugenia, gobernadora por
el Rey Católico, su sobrino, en los Países Bajos, y deseosa esta
princesa de favorecer aquel intento, le mandó a España trayendo ocho
grandes cuadros para Felipe IV. «En los nueve meses que asistió en
Madrid--dice Pacheco--sin faltar a los negocios de importancia a que
venía, y estando indispuesto algunos días de la gota, pintó muchas
cosas, como veremos (tanta es su destreza y facilidad). Primeramente
retrató a los Reyes e Infantes, de medios cuerpos, para llevar a
Flandes; hizo de Su Majestad cinco retratos, y entre ellos uno a caballo
con otras figuras, muy valiente. Retrató a la señora Infanta de las
Descalzas, de más de medio cuerpo, e hizo de ella copias: de personas
particulares hizo cinco o seis retratos; copió todas las cosas de
Ticiano que tiene el Rey, que son los dos baños, la Europa, el Adonis y
Venus, la Venus y Cupido, el Adán y Eva y otras cosas; y de retratos el
del Landsgrave, el del Duque de Sajonia, el de Alba, el del Cobos, un
Dux veneciano y otros muchos cuadros fuera de los que el Rey tiene:
copió el retrato del Rey Felipe II entero y armado. Mudó algunas cosas
en el cuadro de la Adoración de Reyes de su mano, que esta en Palacio;
hizo para don Diego Mejía (grande aficionado suyo), una imagen de
Concepción de dos varas; y a don Jaime de Cárdenas, hermano del Duque de
Maqueda, un San Juan evangelista, del tamaño del natural. Parece cosa
increíble haber pintado tanto en tan poco tiempo y en tantas
ocupaciones. Con pintores comunicó poco, sólo con mi yerno (con quien se
había antes por cartas correspondido), hizo amistad y favoreció mucho
sus obras y fueron juntos a ver El Escorial»[35].
Hemos copiado los anteriores párrafos antes que, con propósito de que
resalte la pasmosa facilidad de Rubens, para que se comprenda que
Velázquez debió de verle trabajar muchas veces, a pesar de lo cual las
ideas del insigne flamenco influyeron en él poco o nada. El arte de
Rubens era, en lo que se refiere a la disposición de los asuntos
grandiosamente teatral y en el más alto grado decorativo; en el dibujo
antes atrevido que fiel, y en las galas del color magnífico y pomposo
sobre toda ponderación. Velázquez siguió, como hasta allí, componiendo
con extremada naturalidad, dibujando con una fidelidad rayana en lo
prodigioso, y siendo incomparable en el color, no a fuerza de brillantez
y riqueza de tonos, sino por la sabia armonía en el conjunto de ellos.
Quizás este antagonismo y contraste de ideales y aptitudes, dulcificado
en la conversación por la urbanidad cortesana, fomentase en ambos,
primero el trato y después el aprecio mutuo. No parezca el discurrir así
entregarse a fantasías de la imaginación, pues se funda en suposiciones
que tienen hechos por base; pero ¡qué hermoso debió de ser el encuentro
de aquellas inteligencias! Rubens tenía entonces cincuenta y un años,
Velázquez veintinueve. ¡Qué cosas diría la madurez de juicio a la
plenitud de la esperanza! Uno, acostumbrado a trabajar entre
magnificencias en los palacios de París y de Bruselas, ataviado con el
lujo de un gran señor; otro, hecho a vivir modestamente en aposentos
secundarios del Alcázar viejo, con pisos de ladrillo polvoriento y
puertas de cuarterones, como la habitación de _Las Meninas_: el español
obsequioso, el extranjero agradecido; éste por su posición y aquél por
su índole, ambos por su genio, libres de celos y de envidias; uno harto
de saber, otro ansioso de saber más; el flamenco conocedor de extrañas
tierras, el andaluz apenas salido de la suya: cultura diferente,
temperamentos contrarios, inteligencias organizadas para percibir la
belleza por vario modo, reflejándola con diverso estilo, y todo ello
fundido y sublimado por el amor al arte y el culto de la Naturaleza:
¡qué enseñanza para el mozo en lo que oyese al viejo, y éste qué
impresión experimentaría ante las obras de un principiante de tan
soberanas facultades! Juntos fueron a El Escorial, juntos discurrirían
por los salones de los palacios y las alamedas de los jardines: ¡qué
alientos inspiraría el protegido de María de Médicis al _oficial de
manos_ que cobraba doce reales al día con los barberos de la cámara! A
buen seguro que si Rubens escribió por entonces a los amigos que dejara
en su patria no les diría de Velázquez lo que durante su estada de 1603
en Valladolid escribió al secretario del Duque de Mántua hablándole de
los pintores de Felipe III.
Después de emprender Rubens su viaje de vuelta fueron pagados a
Velázquez, según consta en los archivos de Palacio, 400 ducados en
plata: los 300 a cuenta de sus obras y los 100 _por una pintura de Baco_
que hizo para servicio de S. M. Así se designó entonces la obra más
popular de Velázquez: el famoso cuadro de _Los Borrachos_. Stirling,
fundándose en la existencia de un boceto firmado y fechado en 1624, que
se conserva en la colección de Lord Heytesbury, supone que fue ejecutado
en este año; pero, de una parte, pocos inteligentes creen en la
autenticidad del boceto, y además, consta que Velázquez cobró el cuadro
cinco años después.
¿Cuál sería el origen del asunto de _Los Borrachos_? Bien pudiera ser,
como indica don Pedro de Madrazo, que Velázquez tuviese noticia de _un
estupendo torneo de los vasallos de Baco y cofradía Brindónica, hecho en
un gran salón delante de sus Altezas serenísimas_, celebrado en Bruselas
ante el archiduque Alberto y su esposa doña Isabel Clara Eugenia. Lo
cierto es que los criados de caballeros que estos príncipes tenían a su
servicio, deseando solemnizar las buenas nuevas de Francia, organizaron
una fiesta. «No eran dadas las cinco--dice un escrito de aquel
tiempo--cuando estaba todo puesto aguardando a sus altezas, y llegado
que hubieron se dio principio, mostrándose primero _el dios Baco_
vestido de un lienzo muy justo y pintado de tan buen arte, que _parecía
estar desnudo_. Venía _caballero en un tonel_ con muchas guirnaldas de
parras repartidas por cuello, brazos y piernas. Por arracadas traía dos
grandísimos racimos de uvas. Dio una vuelta por la plaza, llevando
alrededor de sí _ocho_ mancebos que le venían haciendo fiesta»...[36] Y
aquellos adjuntos de Baco se llaman _D. Guillope de Aceituna_, _D.
Paltor Luquete_ y _D. Faltirón Anchovas_.
Obsérvese que, según lo copiado, Baco imitaba estar desnudo, cabalgaba
sobre un tonel, iba coronado de hojas de parra y le acompañaban ocho
ganapanes. Lo mismo sucede en el cuadro de _Los Borrachos_, donde las
figuras también son nueve, Baco esta en cueros vivos, montado en un
barril, ceñidas las sienes de verdes pámpanos. Convengamos en que para
coincidencias son muchas.
Poco serio y muy arriesgado es admitir cosas no demostradas plenamente
en trabajos de esta índole y tratándose de hombres y obras tan
importantes; pero en esta ocasión me inclino a creer que Rubens en sus
diálogos con Velázquez le haría descripción de la extravagante pantomima
flamenca y que, seducido aquél por el sabor picaresco, concebiría lo
principal del asunto; completándolo y españolizándolo luego con lo que
pudiera observar en las vendimias de Chinchón, Colmenar u otro pueblo
cercano de Madrid, donde no habían de faltarle grupos de hampones y
vagos que le sirvieran de modelo. Este es en mi humilde opinión el
origen del cuadro. Luego, en la manera de sentirlo y componerlo,
Velázquez se burló de la mitología como Quevedo se burlaba de los poemas
heroicos, escribiendo las _Locuras y necedades de Orlando_, y Cervantes
de todos los libros de caballerías con el inmortal _Don Quijote_.
La litografía, el grabado y la fotografía, han reproducido tanto este
lienzo que no hace falta describirlo. Además, sería necesaria la pluma
que retrató a _Monipodio_ para expresar con palabras dignas de Velázquez
la verdad y la gracia de aquel grupo de nueve hombres más o menos
poseídos del vino, cuyos distintos tipos dan al conjunto una variedad
asombrosa dentro de la raza truhanesca a que pertenecen todos. Están
sentados o echados a la sombra de una parra; unos ya beodos, otros casi;
quien alzando una copa que parece griega; quien sosteniendo amorosamente
entre las manos un cuenco lleno de vino; el que hace de Baco adorna la
cabeza con hojas de vid al que se arrodilla respetuoso cual si fuese de
laurel la corona que se le otorga; alguno que ya la ha conseguido,
descansa reclinado en la tierra como en el más cómodo lecho; y otro se
acerca solicitando humildemente, sombrero en mano, ingresar en el corro
y participar de la bebida hasta ponerse en situación digna de que le
adornen también con pámpanos las sienes. No hay allí rostro amenazador
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