Vida y obras de don Diego Velázquez - 04

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ni mirada torva; aquellos hombres pueden haber estado por graves delitos
remando en las galeras, acaso sean salteadores de caminos; pero en aquel
momento el regalo les ha hecho mansos: están pacíficos, contentos,
saboreando la deleitosa embriaguez que en lugar de excitarles a la
pendencia o el delito parece que les abstrae, aislándolos del mundo como
si en él no hubiera nada digno de preocuparles, ni gloria, ni codicia,
ni lascivia, cuyo gusto pueda compararse a la sensación gratísima que
les causa el mosto al resbalar por el gaznate. La alegría que sienten es
comunicativa: quien les mira se ríe; no son beodos que inspiren miedo ni
repugnancia, ni dan asco; su borrachera tiene ese algo respetable que
merece el placer ajeno siendo inofensivo.
Cuando Velázquez, andando el tiempo, llegó a dominar con dominio
absoluto la técnica de su arte, pintó mejor otros cuadros; en ninguno
llegó a desplegar tanto vigor y tanta intensidad de expresión: por eso
_Los Borrachos_ es entre todos sus lienzos el preferido del público.
Esta dibujado de un modo admirable: ni en cada figura considerada con
relación a las demás, se nota desproporción, ni examinándola
aisladamente tiene la incorrección más ligera: no hay figura que no
ocupe el lugar que le corresponde, ni miembro que no encaje en el cuerpo
a que pertenece, ni línea que no reproduzca con verdad pasmosa la forma
que pretende copiar. Los trozos de desnudo son en cuanto a la pureza de
modelado como fragmentos de estatuas clásicas; en las ropas cada pliegue
acusa el bulto que esconde. La mancha total del color es caliente,
dominando los tonos pardo-amarillentos de tezes curtidas por la
intemperie y de los paños burdos. En el estilo y manera hay todavía
dureza; cada pedazo esta hecho y apurado aparte, con la preocupación de
modelar enérgicamente; las sombras parecen recortadas, y en derredor de
las figuras, cuyo contorno destaca del fondo con innecesario vigor,
falta el aire respirable que es el mayor encanto de las obras de
Velázquez, cuando a fuerza de observación llega más tarde a esfumar los
cuerpos en la distancia, presentándolos no con su propio aspecto real,
sino con el que toman, según el lugar que ocupan.
Era natural, dado el tiempo en que vivía, que Velázquez pretendiera ir a
Italia; Rubens debió de aconsejárselo y el Rey, lejos de oponerse
«habiéndoselo prometido varias veces--dice Pacheco--cumpliendo su real
palabra y animándole mucho, le dio licencia, y para su viaje
cuatrocientos ducados en plata, haciéndole pagar dos años de su salario.
Y despidiéndose del Conde-Duque, le dio otros doscientos ducados en oro
y una medalla con el retrato del Rey, y muchas cartas de favor».
Embarcose en Barcelona el 10 de Agosto de 1629, siendo su compañero de
navegación el Marqués de los Balbases, don Ambrosio Spínola, general de
nuestras tropas en Flandes, futuro vencedor de Breda, a quien había de
pintar años más tarde en el cuadro de _Las Lanzas_.
Al llegar aquí considero que conviene copiar los párrafos en que Pacheco
describe el viaje de su yerno, en vez de extractarlos; porque su estilo
incorrecto, pero expresivo, da cabal idea de aquella primera expedición
de Velázquez a Italia.
«Fue a parar a Venecia--dice Pacheco--y a posar en casa del Embajador de
España, que lo honró mucho, y le sentaba a su mesa, y por las guerras
que había, cuando salía a ver la ciudad, enviaba a sus criados con él
que guardasen su persona. Después, dejando aquella inquietud, viniendo
de Venecia a Roma, pasó por la ciudad de Ferrara, donde a la sazón
estaba, por orden del Papa, gobernando el cardenal Saquete, que fue
Nuncio en España, a quien fue a dar unas cartas y besar la mano, dejando
de dar otras a otro Cardenal. Recibiole muy bien e hizo grande instancia
en que los días que allí estuviese había de ser en su palacio y comer
con él: él se excusó modestamente con que no comía a las horas
ordinarias, más con todo esto, si su ilustrísima era sentido, obedecería
y mudaría de costumbre. Visto esto, mandó a un gentil hombre español de
los que lo asistían, que tuviese mucho cuidado dél, y le hiciese
aderezar aposento para él y su criado y le regalasen con los mesmos
platos que se hacían para su mesa, y que le enseñasen las cosas más
particulares de la ciudad. Estuvo allí dos días, y la noche última que
se fue a despedir dél le tuvo más de tres horas sentado tratando de
diferentes cosas, y mandó al que cuidaba dél que previniese caballos
para el siguiente día y le acompañasen diez y seis millas, hasta un
lugar llamado Ciento, donde estuvo poco, pero muy regalado, y
despidiendo la guía siguió el camino de Roma, por Nuestra Señora de
Loreto y Bolonia, donde no paró ni a dar cartas al cardenal Ludovico ni
al cardenal Espada que estaba allí.
»Llegó a Roma, donde estuvo un año, muy favorecido del cardenal
Barberino, sobrino del Pontífice, por cuya orden se hospedaron en el
Palacio Vaticano. Diéronle las llaves de algunas piezas, la principal de
ellas estaba pintada a fresco; todo lo alto sobre las colgaduras, de
historias de la Sagrada Escritura, de mano de Federico Zúcaro, y entre
ellas la de Moisés delante de Faraón, que anda _cortada_[37] de
Cornelio. Dejó aquella estancia por estar muy atrás mano y por no estar
tan solo, contentándose con que le diesen lugar las guardas para entrar
cuando quisiese a debujar el juicio de Micael Ángel, o de las cosas de
Rafael de Urbino, sin ninguna dificultad, y asistió allí muchos días con
grande aprovechamiento. Después, viendo el Palacio o Viña de los
Médicis, que esta en la Trinidad del Monte, y pareciéndole el sitio a
propósito para estudiar y pasar allí el verano, por ser la parte más
alta y más airosa de Roma, y haber allí excelentísimas estatuas antiguas
de que contrahacer, pidió al Conde de Monterey, Embajador de España,
negociase con el de Florencia le diesen allí lugar, y aunque fue
menester escribir al mismo Duque, le facilitó esto y estuvo allí más de
dos meses, hasta que unas tercianas le forzaron a bajarse cerca de la
casa del Conde, el cual, en los días que estuvo indispuesto, le hizo
grandes favores, enviándole su médico y medicinas por su cuenta, y
mandando se le aderezase todo lo que quisiese en su casa, fuera de
muchos regalos de dulces, y frecuentes recuerdos de su parte.
»Entre los demás estudios hizo en Roma un famoso retrato suyo, que yo
tengo, para admiración de los bien entendidos y honra del arte.
Determinose de volver a España, por la mucha falta que hacía, y a la
vuelta de Roma paró en Nápoles, donde pintó un lindo retrato de la Reina
de Hungría, para traerlo a Su Majestad. Volvió a Madrid después de año y
medio de ausencia y llegó al principio del de 1631. Fue muy bien
recibido del Conde-Duque, mandole fuese luego a besar la mano a Su
Majestad, agradeciéndole mucho no haberse dejado retratar de otro
pintor, y aguardándole para retratar al Príncipe, lo cual hizo
puntualmente, y Su Majestad se holgó mucho con su venida.»
Además de las obras aquí mencionadas por Pacheco hizo Velázquez en
Venecia copias de la _Crucifixión_ y la _Cena_ del Tintoretto: en Roma
del _Parnaso_, _El incendio del Borgo_ y la _Disputa del Sacramento_, de
Rafael, y del _Juicio final_, de Miguel Ángel: mas teniendo en cuenta el
poco tiempo que allí permaneció y la gran cantidad de trabajo que esta
labor implica, es de suponer que sólo hiciese estudios fragmentarios,
apuntes aislados, y así lo indica Palomino cuando dice que hizo «varios
dibujos, unos con colores, otros con lápiz». De la villa Médicis trajo
los dos preciosos paisajes que, con los números 1.106 y 1.107 se
conservan en nuestro Museo del Prado. Estos, indudablemente, son de su
mano[38]. Los dos cuadros de mayor empeño que realizó durante aquel
viaje fueron _La túnica de José_, que esta en El Escorial, y _La fragua
de Vulcano_. Ambos tienen igual número de figuras de tamaño natural,
seis cada uno; varias pintadas con los mismos modelos.
El asunto bíblico de _La túnica de José_ esta dispuesto sin gran
fidelidad al sagrado texto. El Génesis dice que las ropas de José eran
de colores, y las que en el cuadro presentan sus hermanos a Jacob son
pardas con ribetes blancos salpicados de sangre. En cambio Velázquez,
interpretando el dolor propio de un padre, acaso más humanamente que los
versículos del Génesis, puso a Jacob, no sólo agobiado de pena, sino con
asomos de cólera. Dice Stirling que, a causa de esto, el Jacob pintado
por Velázquez es menos conmovedor que el descrito por Moisés. En lo
demás, la terrible escena esta tratada con la gravedad que correspondía
a un pintor católico del siglo XVII.
Por el contrario, en _La fragua de Vulcano_, sin llegar a la desenfadada
burla hecha de Baco en _Los borrachos_, la situación aparece dispuesta
con cierta graciosísima ironía muy andaluza y poco respetuosa para los
dioses inmortales. Vulcano ayudado de cuatro robustos mocetones que nada
tienen de cíclopes, pues ni son gigantes, ni tuertos, sino de estatura
humana y con sus dos ojos sanos, estaba trabajando a martillazos sobre
el yunque una lamina de hierro candente, cuando de improviso se le
presenta Apolo en forma de hermoso mancebo, coronado del laurel de Dafne
y circundada la cabeza de claridad intensa reveladora de su celeste
origen. El dios de la Poesía viene a dar al dios del Infierno la
desagradable noticia, de que mientras él sudando el quilo se esmera en
forjar una armadura para el tremendo Marte, éste, deshonrándole como a
un simple mortal, ha cometido adulterio con su esposa Venus: y se lo
dice, por lo visto sin preparación ni rodeo, sin tener en cuenta
siquiera que están allí sus ayudantes. El ofendido tan asombrado como
furioso, y sus compañeros en cuyos rostros se pinta la estupefacción,
suspenden el trabajo: aquel desnudo de medio cuerpo arriba, sin más
vestimenta que un mandil de cuero, se queda parado con el martillo en la
diestra y en la izquierda la tenaza que oprime la roja lamina de hierro
que estaba golpeando: los cuatro mozos cuya desnudez sólo encubre un
paño gris liado a la cintura, miran y escuchan al rubicundo Apolo con
menos curiosidad que sorpresa. Cada figura y cada parte de ella esta
iluminada según el sitio que ocupa, ya por la claridad del día a que da
entrada un ventanón abierto a la izquierda sobre cuyo vano destaca
Apolo, ya por el resplandor que aureola la cabeza de éste, ya por las
rojizas ascuas del hornillo. La estancia es un humildísimo taller, en
cuyo primer término se ven esparcidas por el suelo piezas de armadura y
groseras herramientas de trabajo. Para la fragua del dios Vulcano
serviría de modelo, según las trazas, el obrador de un humilde herrero
de los suburbios de Roma. Por último, la totalidad esta envuelta en una
atmósfera, que si no tiene aún la transparencia pasmosa de sus obras
posteriores, empieza ya a ser respirable. Así entendió el asunto:
pensando que pues los dioses se humanaban, como hombres había que
tratarlos. Exceptuada la luz que irradia la cabeza de Apolo, calificado
por Stirling de joven vulgar, no hay allí nada divino ni siquiera
heroico. Velázquez respirando el ambiente de la Roma papal del
Renacimiento, rodeado de concepciones pictóricas en que prevaleció el
elemento literario, fruto de una extraordinaria cultura clásica, y el
aspecto fastuosamente decorativo, afirmó su criterio naturalista, con
una obra en que lo fabuloso esta representado con medios que parecerán
rayanos en lo grosero a quien no comprenda que sólo con la belleza de la
forma y la expresión del carácter individual se puede llegar a lo
sublime. Otros maestros a quienes Velázquez debió de conocer allí y que
no ejercieron en él la menor influencia, tendrían facultades para tratar
el asunto hasta con grandeza homérica: acaso el Dominichino, el
Guercino, Albano y Guido Reni habrían sido más poetas, Poussin más
erudito; ninguno tan pintor. Lo que indudablemente se propuso en _La
fragua_, fue vencer las dificultades del desnudo y esto lo realizó de un
modo admirable.
Para hacer el retrato de la infanta doña María, después reina de
Hungría, hermana del Rey, y por orden de éste, marchó Velázquez a
Nápoles. Pacheco dice que lo pintó, pero no hay seguridad de que sea el
catalogado en nuestro Museo de Madrid con el número 1.072. La edad que
representa la dama, su mandíbula inferior típica en los individuos de
esta rama de la dinastía austríaca y hasta cierto parecido con aquel
rey, nos inclinan a la afirmativa: por otra parte, parece probable que
dada su alta categoría hiciese Velázquez un retrato de más importancia
que se haya perdido; del cual, acaso sea copia el que existe en el Museo
de Berlín[39] y que este del Prado le precediese como cabeza de estudio
preparatorio. Su estilo es el propio de Velázquez en aquella época;
quizás algo duro por afán de trabajar mucho y dominar en poco tiempo los
rasgos de un modelo del cual apenas podría disponer, pues se sabe que
fue muy corta la permanencia en Nápoles de la futura reina y emperatriz.
En todo caso, si este retrato que esta en Madrid no fuese de Velázquez,
¿a quién se pudiera atribuir? Mientras no se conteste satisfactoriamente
a la pregunta, hay que considerarlo suyo.
Hallábanse también por entonces en Nápoles el Virrey Duque de Alcalá,
amigo de Pacheco, y el gran pintor español José Ribera _el Españoleto_.
Si Velázquez hubiera pretendido fijar su residencia en Italia, es
verosímil que Ribera, dado el genio levantisco y el carácter dominador
que le atribuyen sus biógrafos, no le mirase con buenos ojos: mas como
había de saber que estaba de paso, no es absurda la suposición hecha
por varios críticos de que trataría afablemente al sevillano. Además, ni
aún en la Patria pudiera, encontrarle como rival, pues Jusepe Martínez,
cuenta que estando en Nápoles halló a «un insigne pintor, imitador del
natural con gran propiedad, paisano nuestro del reino de Valencia, de
quien recibí mucha cortesía... Entre varios discursos pasé a preguntarle
de cómo viéndose tan aplaudido de todas las naciones, no trataba de
venirse a España, pues tenía por cierto, eran vistas sus obras con toda
veneración. Respondiome: «Amigo carísimo, de mi voluntad es la instancia
grande, pero de parte de la experiencia de muchas personas bien
entendidas y verdaderas hallo el impedimento, que es, ser el primer año
recibido por gran pintor; al segundo año, no hacerse caso de mí, porque
viendo presente la persona se le pierde el respeto; y lo confirma esto
el constarme haber visto algunas obras de excelentes maestros de esos
reinos de España, ser muy poco estimadas: y así juzgo que España es
madre piadosa de forasteros y cruelísima madrastra de los propios
naturales»[40]: amargo convencimiento que no debió de borrar en su
corazón el amor a la Patria, pues firmó muchas de sus obras poniendo:
_José de Ribera, español, de Jativa_. Tanto puede el tenaz recuerdo de
la tierra donde se ha nacido aun en aquellos que menos lo imaginan. Nada
escribe Pacheco sobre si en Nápoles trabó su yerno amistad con Ribera.
Cean Bermúdez, sin precisar en qué se funda, dice que éste en 1630 tuvo
el gusto de ver y tratar a don Diego Velázquez cuando pasó a Nápoles y
le acompañó a ver todas las cosas dignas de aquella ciudad, y añade
que en 1649 volvió a abrazar a Velázquez cuando dio otra vuelta a
Italia[41].
[imagen: MUSEO DEL PRADO
CRISTO CRUCIFICADO
Fotog. M. Moreno]
A fines de 1630 regresó a España y si Rubens no ejerció influencia en su
estilo, tampoco lo alteró la admiración que debieron de causarle las
obras de Ticiano, Tintoretto, Veronés, Rafael y Miguel Ángel. Por
reflexión o por instinto, a los treinta y un años, estaba tan firme en
sus ideas y seguro de sus facultades que supo estudiar a todos los
maestros, no seguir a ninguno y conservar su personalidad, dejándoles
incomparables en la grandeza, en la poesía, en el color y la gracia, y
quedando él soberano en lo que toca a la sencillez y la verdad.


VI
RETRATOS: DEL REY.--DEL PRÍNCIPE BALTASAR CARLOS.--DEL INFANTE DON
FERNANDO.--DEL CONDE-DUQUE.--DE MARTÍNEZ MONTAÑÉS.--OTROS QUE SE HAN
PERDIDO.

La mejor manera de expresar el desarrollo de las facultades de este gran
pintor, sería ir describiendo sus obras por el orden en que las hizo:
así se apreciarían no sólo las fases distintas de su pensamiento, sino
también las variantes y progreso de su técnica, pero no es posible;
primero por falta de seguridad para fijar la fecha de ejecución de cada
lienzo; segundo porque ni aun el estilo sirve de guía infalible para
determinarla, pues como por ser Velázquez empleado de palacio quedaban
sus cuadros bajo su custodia, los retocaba cuando le convenía,
aprovechando y realzando lo anteriormente pintado: finalmente, la
circunstancia de estar algunos en el extranjero, hace más difícil la
investigación.
Mucho trabajó durante los dieciocho años que separan el de 1631, en que
de vuelta en Madrid aparece su nombre en las nóminas de palacio por el
mes de Enero, y el de 1649 en que emprendió su segundo viaje a Italia:
mas no hay modo de enumerar por orden riguroso todo lo que pintó. Es
pues conveniente hacer de ello una clasificación por grupos que a
primera vista parece arbitraria, pero que tiene la ventaja de indicar
primero por partes y abarcar luego en totalidad y conjunto cuanto
produjo en aquel fecundo período de su vida. Lo que se puede conocer
casi año por año, es lo que menos interesa: su hoja de servicios como
criado del Rey. De lo capital, que son los cuadros, no hablan los
legajos de los archivos, sino para decir alguna vez donde estuvieron
puestos; ni aun cabe fiarse de los documentos referentes al coste de
ellos, pues en esos papeles consta cuando fueron pagados, no cuando se
pintaron, así que no es dable sujetarlos a cronología. Finalmente, el
orden de su producción, exigible en una obra con pretensiones de
definitiva y erudita, no es necesario en un modesto trabajo de
vulgarización. Contentémonos, por tanto, con mencionar al referirnos a
esta época (1630 a 1649), primero los retratos, género de tan
excepcional importancia en Velázquez; luego los cuadros de composición,
y por último, los lienzos destruidos en los incendios o cuyo paradero se
ignora.
Una de las primeras obras que debió de hacer al llegar de Italia, en los
comienzos de 1631, es el _retrato de Felipe IV_ que se conserva en la
Galería Nacional de Londres. Esta el Rey representado en pie, de cuerpo
entero y tamaño natural con traje pardo bordado de plata, guantes
obscuros, medias blancas y zapatos de polvillo; apoya la mano izquierda
en el pomo de la espada y en la diestra tiene un papel donde se lee:
_Señor, Diego Velázquez, pintor de Vuestra Majestad_: junto de él hay
una mesa donde esta el sombrero. Dice Beruete, en la citada obra, que
este cuadro es algo seco, y que la primera impresión que causa es poco
favorable; pero que esta la cabeza hecha con singular delicadeza,
dibujado todo irreprochablemente y que es auténtico sin duda alguna.
Casi por los mismos meses haría otros dos retratos del Rey y de su
primera esposa, doña Isabel de Borbón, ambos de medio cuerpo, que están
en el Museo Imperial de Viena.
En Madrid tenemos al Rey retratado por entonces dos veces.
La primera (núm. 1.074 del Museo), en fondo de campo, escopeta en mano,
traje de caza y un magnífico perro al lado. Esta figura de Felipe IV es
una de las puestas y movidas con mayor elegancia entre todas las que
pintó.
La segunda en traje de gala y a caballo. En 1616, el Duque de Lerma
había mandado al escultor florentino Pedro Tacca, que hiciese la estatua
de Felipe III que esta hoy en la Plaza Mayor de Madrid; en 1632, el
Conde Duque de Olivares, no queriendo ser menos adulador, le encargó la
de Felipe IV para colocarla en el Retiro. Deseando Tacca tener a la
vista un buen retrato del Rey, se le mandó uno ecuestre de mano de
Velázquez con sombrero puesto y menor que el natural: pidió el italiano
otro donde poder estudiar mejor la real persona, y Velázquez lo hizo
hacia 1633 de perfil, de busto y sin sombrero[42], enviándosele además
un busto del Rey por Martínez Montañés, tal vez el que se ve indicado
en la parte inferior derecha del retrato que a este escultor hizo
Velázquez.
De que al monarca le gustara alguno de los que para tal objeto le hizo
su pintor favorito, o de que éste quedase contento de ellos, debió de
nacer en ambos la idea de un nuevo y gran retrato ecuestre de S. M. Puso
el artista manos a la obra y fruto de aquel trabajo, es el que hoy esta
en el Museo del Prado con el núm. 1.066. Por la edad que en él
representa el Rey, y por las noticias expresadas, no puede estar pintado
ni al llegar Velázquez a la Corte en 1623, como pretende Cean Bermúdez,
ni en 1624, como indica Stirling, ni según dicen Lefort y don Pedro de
Madrazo en 1644, época en que ya el Rey tenía treinta y nueve años, edad
que no aparenta en el cuadro: debió de ejecutarlo hacia 1633 o 34, a
raíz y a consecuencia de los que se enviaron a Tacca.
Esta el Rey representado teniendo por fondo un campo de las cercanías de
Madrid por la parte Norte, donde la limpia diafanidad del ambiente deja
ver a largas distancias los grupos de árboles y quebraduras del terreno,
en que dominan los tonos claros, verdes y azulados. Va caminando de
izquierda a derecha, de perfil, jinete en un caballo castaño, de patas
blancas, sobrio de arreos y puesto en chaza o media corveta. Lleva media
armadura empavonada con labores de oro, y sobre la coraza banda carmesí,
de seda, hecha un airoso lazo, cuyas puntas le flotan a la espalda;
gregüescos obscuros, botas y guantes de estezado fino, chambergo de
plumas pardas y blancas y golilla de canalones estrechos; todo ello
pintado con tal primor que, aunque el artista dudara y corrigiese mucho,
por tratarse de obra de tanta dificultad, parece la ejecución lograda
con increíble facilidad y soltura. Aparte la perfecta imitación de lo
natural, el rasgo distintivo de este lienzo es cierta mezcla de vigor y
elegancia, de majestad y gallardía que hace profundamente simpático al
modelo: aun ignorando quién sea el retratado, se comprende que debe de
pertenecer a la categoría de mimados por la fortuna y puestos por ella
en la cumbre de las grandezas sociales, alguien hecho a la magnificencia
y regalo de los palacios, un poderoso a quien la felicidad ha protegido;
porque continente, apostura, gesto, todo es propio de gran señor: y
sabiendo que es Felipe IV de Austria, bajo cuyo cetro no hubo desgracia
que no nos viniera encima ni mengua que le sacase de su culpable apatía,
cuando recordamos que es aquel Rey falto de empuje para cuanto no fuese
disponer fiestas y cortejar mujeres, aún es mayor el asombro que causa
su imagen así trazada, porque, antes que soberano incapaz, parece padre
de un pueblo a quien con su sabiduría hace dichoso.
Todos los críticos y biógrafos de Velázquez están conformes en
considerar este retrato como obra de mérito excepcional: unos alaban de
ella lo que se refiere al modo de concebirla, imprimiendo al bruto tanta
vida y al jinete tanta gallardía; otros elogian el dibujo, donde, al
través de arrepentimientos y correcciones que aún se notan, hay una
precisión admirable; otros, finalmente, la soltura de la ejecución, en
la cual ya ha desaparecido por completo aquella pasada dureza de los
primeros cuadros. Por mi parte me limitaré a recordar que a pocos pasos
de este retrato esta en nuestro Museo del Prado el ecuestre de Carlos
I, por Ticiano, y que la comparación resulta favorable al primero, pues
al gran maestro veneciano se le allanaron muchas dificultades, teniendo
por modelo una figura con visos de heroica; y el español hubo de
infundir al suyo, sin faltar a la verdad, una grandeza y poesía que en
absoluto le faltaban.
Cuentan las historias y relaciones que, de doce mujeres, entre esposas y
amigas, tuvo Felipe IV treinta y dos hijos, incluyendo legítimos y
bastardos[43]; pero ninguno le alegraría tanto como el príncipe Don
Baltasar Carlos, habido, después de tres hijas muertas sin cumplir un
año, en su primera mujer y prima la infanta de Francia doña Isabel de
Borbón, a quien llama un escritor de la época _fragante flor de lis
convertida en purpúrea rosa castellana_.
Nació aquel niño el año de 1629, durante la permanencia de Velázquez en
Italia, que le retrató varias veces, y se supone que la primera en un
lienzo que hoy se conserva en Castle-Howard. Tiene allí el Príncipe dos
años y esta representado en pie sobre un peldaño en segundo término:
ante él se ve un paje enano. En su mirada brilla la mirada viva
característica de sus imágenes ulteriores, y en su postura, impropia de
un niño, puede descubrirse la intención del pintor de hacer que resalte
el rango del modelo: apoya la mano izquierda en la empuñadura de la
espada y la diestra en el bastón de mando. Cruza su rico traje de
terciopelo obscuro con pasamanería de oro una banda roja: al fondo hay
un cortinaje rojo, y sobre un almohadón se ve el sombrero de terciopelo
con plumas blancas. El enano, situado un peldaño más abajo que su amo,
vuelve hacia éste la enorme cabeza: lleva amplia valona lisa y cadena al
cuello; un delantal le cubre la parte inferior del cuerpo. En la mano
derecha tiene un chupador de plata, y en la izquierda una manzana[44].
Beruete, de quien tomamos estos datos, dice que, durante algún tiempo,
se atribuyó el cuadro al Corregio, suponiendo que el retratado era un
príncipe de Parma; pero hoy dos ilustres críticos, Justi y Armstrong, el
segundo con ciertas reservas, reconocen en él la mano de Velázquez.
En Madrid esta el Príncipe retratado dos veces, ambas de tamaño natural,
a pie y a caballo. Don Pedro de Madrazo ha descrito estos dos cuadros
con una claridad y precisión que no hay más que pedir: al hablar de uno
enumera fielmente las prendas de ropa, desde la gorrilla de ala y la
valona de encaje, hasta el tabardo de mangas bobas y los zapatos de
paño; al referirse a otro, desde el chambergo con plumas y la banda
encarnada de cabos de oro hasta las botas atezadas; ni se olvida en el
primero de los dos perros, perdiguero y galgo, ni deja en el segundo de
dar idea de la jaca andaluza de color castaño sencillamente enjaezada:
menciona, por último, los fondos de campo madrileño con sus quebradoras
en el piso y sus celajes azulados de nubes blanquecinas; pero lo que no
es dado expresar, ni aun con pluma tan experta, es el atractivo que la
figura del Príncipe, alegre, juguetona y al mismo tiempo regia, tiene en
estos lienzos.
En ellos cautiva la augusta personilla por cierto aspecto inocente y
travieso, cándido y malicioso que le imprime una gracia superior a toda
ponderación: para aumentar el encanto parece, además, que existe
indudable relación entre su edad y el riente paisaje que le rodea. Ambos
cuadros son de color fresco y jugoso; y en lo que toca a la ejecución de
lo más feliz que puede citarse de la segunda manera del autor.
En el Museo Imperial de Viena hay otro lienzo que representa al mismo
Príncipe pasados tres o cuatro años con traje de terciopelo negro
bordado de plata, y ferreruelo: esta junto a una mesa cubierta de tapete
rojo, donde tiene el sombrero, y la figura destaca sobre fondo gris.
«Esta obra--dice Beruete--es en conjunto maravillosa, pero lo más
admirable de ella es el prodigioso modelado del rostro pálido, iluminado
de frente, y la expresión de la fisonomía, donde se lee el carácter de
aquel niño universalmente querido, cuya prematura muerte ejerció funesto
influjo en el destino de España.»
Además de los dos mencionados retratos ecuestres, el del Rey y el del
Príncipe Baltasar Carlos, hay en el Museo del Prado otros tres de
personas reales y a caballo atribuidos a Velázquez, pero que hace tiempo
se juzgan no hechos en totalidad de su mano. Son los de Don Felipe III y
doña Margarita, su esposa, padres de Felipe IV, y el de la primera mujer
de éste, doña Isabel de Borbón, a quien tuvo pocas veces por modelo
Velázquez, acaso por ser éste protegido del Conde-Duque y ella su
enemiga[45]. Artistas y críticos opinan que en esos tres grandes
lienzos, que claramente muestran añadiduras laterales hechas para darles
mayores proporciones, el maestro trabajó sobre retratos anteriores
hechos por Bartolomé Gonzalez o Nicolás de Villacis, no como supone
Stirling, de Carreño, que debía entonces de ser muy niño. Mirando
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