Vida y obras de don Diego Velázquez - 05

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atentamente estas obras se conoce que lo que allí hizo el pincel de
Velázquez fue dar valor y realce con enmiendas, correcciones y toques
aislados a la mezquina y pesada labor de artistas inhábiles. Los
repintes se ven aún: el retrato de Felipe III tiene el caballo casi todo
rehecho; en el de doña Margarita esta variado el fondo, convirtiendo el
primitivo, que era un jardín con recuadros de boj, en campo de matas y
arbustos; en el de doña Isabel de Borbón también se nota la modificación
del caballo, y en la cabeza de la Reina hay notables variantes. Parece,
pues, lo verosímil que los tres retratos estuvieran pintados cuando hizo
Velázquez el de Felipe IV, y que, para hermanarlos con éste, los
retocara ligera y bravamente, dándoles, en particular al de Felipe III,
un aspecto grandioso que no tenían: con lo cual, las que hoy serían
obras poco interesantes, lo son muchísimo, pues en ellas se ve cómo el
genio, con poco esfuerzo, convierte en superior lo que, a duras penas,
era mediano.
Retrató, también en traje de caza como al Rey y al Príncipe, al Infante
Don Fernando. Acerca de cuando lo hizo discrepan las opiniones: dicen
unos que antes de ir a Italia, lo cual desmiente el estilo; otros, que
hacia el año 1647, cuando ya el personaje era muerto, aprovechando para
el rostro el estudio de una imagen anterior. La figura esta
admirablemente colocada y a su lado tiene un podenco que es de los
mejores trozos de pintura que hizo Velázquez. Así como se dice de las
personas bien retratadas que están hablando, pudiera decirse de este
can, que no ladra porque no quiere.
Detalles que, aislados, no representan gran cosa, y juntos dan a
entender mucho, atestiguaran luego que, además de soberano artista,
debió de ser Velázquez hombre de bondadoso natural; por lo menos fue
agradecido: yo no vacilo en asegurar que la prueba es el retrato que
hizo al Conde-Duque. La vanidad de éste, que vería en ello un medio
seguro de legar su imagen a la posteridad, le haría desearlo: su rango
lo justificaba; pero Velázquez puso en la obra tal empeño de acercarse a
la perfección, que en su género no se concibe mejor.
Fue el privado de Felipe IV tan mal administrador de las rentas del
Erario como celoso de las propias, las cuales llegaron a 450.000 ducados
al año; tan vengativo, que mandó poner a Quevedo grillos de a nueve
libras, y estando celebrándose los funerales del ilustre Duque de
Fernandina ordenó que de las manos del difunto se quitase el bastón de
general; tan funesto político que ocasionó la rebeldía de Cataluña y la
pérdida de Portugal, el Brasil y el Rosellón; acérrimo partidario de
leyes suntuarias, aunque inventor de las golillas; al mismo tiempo
creador del papel sellado y ordenador de cacerías donde entraban al
puesto del Rey veinte jabalíes en una tarde: la afición que mostró a las
letras y las artes amengua en algo lo aborrecible de su tiranía; pero ni
fue militar, ni ganó batallas, ni siquiera salió a campaña. Sin embargo,
tal como le representó Velázquez parece el rayo de la guerra.
En Julio de 1638 Condé puso sitio a Fuenterrabía embistiéndola por mar
bajo sus órdenes el arzobispo de Burdeos: defendiose bravamente la plaza
más con tan poca gente, que no podía ser larga la resistencia ni
evitable la entrada. Entonces el Conde-Duque reunió un pequeño ejército
de cerca de doce mil hombres y con ellos el Almirante de Castilla
desbarató a los franceses con tan furiosa acometida que Condé se entró
huyendo en el agua hasta ganar una chalupa y el belicoso arzobispo se
acogió a los bajeles quedando libre la plaza; traduciéndose el regocijo
experimentado por el Rey no tanto en premiar pronto al Almirante cuanto
en recompensar con largueza al Conde-Duque.
Esta fue la ocasión que Velázquez, si lisonjero agradecido, aprovechó
para retratarle en campo de batalla de cuerpo entero y tamaño natural,
ordenando un combate fantástico a caballo, con coraza de labores de oro,
chambergo de grandes plumas, bastón de mando y aspecto de caudillo
seguro y digno de la victoria. Esta el bruto, que es alazan roano, en
corveta afianzado sobre las patas, las manos en alto y tan bien
encajada sobre él la airosa figura del jinete que no se conciben más
viveza en la bestia ni en el hombre más dominio. Nadie diría que aquél
es el ministro cortesano en cuyos días murió en Rocroy el prestigio de
la infantería española, sino un héroe de los que la guiaron en Muhlberg
o Nordinga: sin duda el artista pecando de palaciego, pues no se respira
en vano la atmósfera viciada, incurrió aquí en la flaqueza de adular al
privado: mas el mal efecto que esto causa instantáneamente se disipa al
considerar que Olivares fue su protector, y que aquella inocente mentira
era la única prueba de gratitud que podía darle. Nada hizo Velázquez con
cuidado tan exquisito: ninguno de sus cuadros denota tan tenaz empeño de
acierto: allí puso lo mejor de su entendimiento y de sus manos como
había puesto el sentimiento más noble de su alma. El color es de
frescura y riqueza incomparables: la ejecución, minuciosa por lo
esmerada y grandiosa por el resultado, esta en armonía con la índole de
la figura donde todo revela fuerza, decisión y brío[46].
Es lógico pensar que las obligaciones anejas a los cargos que Velázquez
desempeñaba en la servidumbre de Palacio no le dejarían mucho tiempo
para aceptar encargos de particulares, suponiendo que el Rey se lo
tolerase: pero era natural que por conveniencia o amistad hiciera otros
retratos: de éstos se conservan varios, siendo los principales los
siguientes.
El busto de un personaje desconocido que en Apsley House posee el duque
de Wellington. El del letrado _Don Diego del Corral_, de cuerpo entero y
tamaño natural, vestido con ropón, junto a una mesa y papeles en las
manos. Debió de pintarlo hacia 1632, y es propiedad de la duquesa de
Villahermosa.
El de _Pablillos de Valladolid_ (núm. 1.092 del Museo del Prado).
Decíase hasta hace pocos años que era éste un representante de comedias
de los que a docenas trabajan en los corrales de Madrid y aun en el
Alcázar Viejo: y por esta razón se le llamó _El Cómico_. Madrazo halló
más tarde que en los Archivos reales, había un cuadro inventariado como
_retrato de un bufón con golilla_ que se llamó _Pablillos de
Valladolid_, cuyas medidas casi coincidían con las del _Cómico_; y
creyó, siendo su opinión aceptada, que no era el tal representante, sino
bufón u hombre de placer. Yo, con todo el respeto debido a tan insigne
crítico, no acabo de persuadirme. Cierto que no hay en libros ni papeles
antiguos, hasta hoy descubiertos, mención de ningún cómico de tal
nombre, pero también lo es que un copiante pudo llamar bufón a quien no
lo fuese: para un escribiente palaciego poca diferencia habría entre un
farsante y un bufón: además, todos los bufones que pintó Velázquez eran
enanos ridículos, seres grotescos, y están vestidos de mamarracho o con
lujo impropio a su condición; en tanto que _Pablillos_ ni es deforme ni
lleva ropas de mogiganga o superiores a su clase; sino que antes al
contrario, es de gallarda presenscia, bien proporcionado de miembros y
va vestido seriamente, como persona y no como hazme reír. En verdad que
su semblante truanesco le da patente de pícaro, pero no hay en su cuerpo
y rostro nada común con aquellos miserables fenómenos, verdaderos casos
patológicos con cuya ruindad se divertían nuestros piadosos monarcas.
Velázquez retrató a cada personaje según quien era buscando el modo de
acusar su condición y carácter: al Rey con majestad, al caballero con
nobleza, a la dama con la elegancia que permitían las malhadadas galas
de su tiempo; y a éste, que yo tengo por comediante mientras no se
demuestre plenamente lo contrario, le puso no en reposo como casi
siempre retrató a grandes y señores, sino movido, declamando, acaso en
el acto de recitar una loa o un paso de entremés. Representa menos de
cuarenta años, es de ojillos vivos, ordinario de facciones, juntos el
bigote y la perilla tan negros como el pelo, y su traje de corte es
negro, con golilla blanca, severo, casi señoril. La totalidad de la
figura sin accesorio alguno, hasta sin piso, destaca por obscuro sobre
fondo gris: esta como en el aire y sin embargo, no puso Velázquez hombre
mejor plantado.
[imagen: MUSEO DEL PRADO
RENDICIÓN DE BREDA]
También es de este período el retrato de un escultor que primero se
supuso ser Alonso Cano y luego Madrazo, demostró que era _Martínez
Montañés_. Es casi seguro que lo pintara cuando en 1636 el artista fue
llamado a Madrid para hacer el busto del Rey que se envió a Tacca con
objeto de facilitarle el estudio de la estatua ecuestre. Es de los
mejores que salieron de manos de Velázquez: de tamaño natural hasta
cerca de la rodilla, dibujado con seguridad admirable, construida la
cabeza de suerte que se adivina la estructura ósea bajo la piel blanda y
carnosa, y ejecutado libremente, en unos sitios con cuerpo de color,
apenas cubierto el lienzo donde no es preciso, buscando ante todo el
carácter, el alma de la forma; como regalo de un artista a otro; hecho
sin miedo a que el vulgo no lo entienda y con certeza de que el
interesado ha de apreciar todo su mérito. Hablando de la sala donde este
retrato estaba antes colocado en nuestro Museo, dice Lefort. «Allí hay
retratos de los más grandes maestros, ¡y qué retratos! _El Conde de
Bristol_, de Van-Dick, el _Thomas Morus_, de Rubens; otros de Antonio
Moro, de Holbein, de Durero, y precisamente a su lado uno admirable de
hombre por el Tintoretto. Pues bien, a esos formidables vecinos, este
retrato les hace parecer ficciones, imágenes convencionales y muertas.
Van Dick es soso, Rubens grasiento, Tintoretto amarillento; sólo
Velázquez nos da en toda su plenitud la ilusión de la vida.»
En el Museo de Módena, existe el que hacia 1638 pintó del duque
Francisco de Este. Es un soberbio busto con armadura y banda, estudio
preliminar probablemente para obra de mayor importancia.
Retrató también a Juan Mateos, ballestero principal de Su Majestad,
autor del libro famoso _Origen y dignidad de la Caza_, impreso en Madrid
en 1634. El cuadro esta hoy en la galería real de Dresde y es
seguramente de Velázquez: lo dicen su factura y el parecido de la imagen
con el retrato de Mateos que figura en aquella obra grabado por P.
Perete. En el que le hizo don Diego, esta Mateos representado de busto
con traje de paño verde oscuro y cuello blanco, sobre el cual resalta
enérgicamente modelado el rostro: es de fisonomía expresiva; lleva el
pelo, el bigote y la perilla cortos.
El número 1.090 del Museo del Prado, es retrato en media figura y tamaño
natural, de un Conde de Benavente: lo que no se sabe de cierto es si se
trata como imaginó don P. de Madrazo, de don Antonio Alonso Pimentel,
noveno de aquel título muerto en 1633, o de alguno de sus sucesores como
se inclina a creer Beruete, observando discretamente que el estilo del
cuadro es el característico de las obras del maestro en época posterior
al fallecimiento de aquel caudillo. Sea quien fuere, parece por su
aspecto noble y caballeresco el tipo legendario del capitán español de
aquellos tiempos. Representa su franca fisonomía más de cincuenta años:
tiene la mirada expresiva, el pelo corto, el bigote y la gran perilla
entrecanos. Resguarda su pecho una rica armadura entallada y
damasquinada con listas de oro, y lleva guanteletes de lo mismo. Sirven
de fondo a su figura un cortinaje rojo y un hueco, tras el cual se
divisa campo. En los antiguos inventarios de Palacio, fue esta obra
atribuida al Ticiano, y esto que a primera vista parece disparatado,
pues no hay confusión posible entre la manera franca, suelta, de
Velázquez y la más fundida y empastada del gran pintor de Venecia,
tiene, sin embargo, su explicación: porque este es el lienzo en que más
acentuada aparece en el pintor de Felipe IV la honda impresión que en él
debieron de causar las obras de Domencio Theotocópuli, el _Greco_, y de
su discípulo Luis Tristán; influencia interesantísima de que se hablara
más adelante.
Otros retratos atribuidos a Velázquez hay en galerías y museos del
extranjero, mas no de indudable autenticidad.
Se sabe, por ejemplo, que en 1639 hizo uno del Almirante de Castilla
_Don Adrián Pulido Pareja_: Palomino que lo vio en casa del Duque de
Arcos, dice, que esta hecho «con pinceles y brochas de astas largas que
usaba algunas veces, para pintar con mayor distancia y valentía; de
suerte que de cerca no se comprendía y de lejos es un milagro»; añade
que lo firmó en latín; y hasta refiere una anécdota, según la cual
estando el cuadro puesto hacia donde había poca luz y entrando el Rey,
como solía, a ver pintar a Velázquez, confundió la pintura con el
hombre, preguntando al retratado: «_¿Qué, todavía estas aquí? ¿No te he
despachado ya? ¿Cómo no te vas?_ y luego comprendiendo su error dijo al
artista: _Os aseguro que me engañé_.»
Algunos biógrafos, entre ellos Armstrong, Stirling y Lefort, que llega
hasta creer la anécdota, fundándose en que Felipe IV era muy miope,
admiten que este retrato sea el que figura en la Galería Nacional de
Londres: pero Beruete lo pone en duda, señalando deficiencias de dibujo
y poca habilidad en la factura indignas del maestro.
También dice Palomino que retrató a Don Francisco de Quevedo «con los
anteojos puestos como acostumbraba de ordinario a traer». A fines del
siglo pasado, era este lienzo propiedad de Don Juan José López de
Sedano, quien lo mandó grabar a Carmona para el _Parnaso Español_[47].
Hoy se considera perdido, y como antigua copia el que posee el Duque de
Wellington[48]. ¡Lastima grande que no se conserve el original! Debió de
pintarlo antes de 1639, en cuyo mes de Diciembre, viviendo en casa del
Duque de Medinaceli, fue preso el gran poeta por orden del Conde-Duque.
Acaso fuera esta la única ocasión en que Velázquez tuvo por modelo a
quien valía tanto como él.
Huyendo de Richelieu, contra quien había conspirado, vino a España en
1637 Madama María de Rohan-Montbazon, Duquesa de Luynes y de Chevreuse,
favorita de Ana de Austria, mujer de gran inteligencia, vida llena de
aventuras y singular belleza, cuya aparición en Madrid debió de traer
revueltas y curiosas a las gentes. En Zaragoza la hospedaron los
Marqueses de los Vélez y el Rey le envió coche y machos para venir a la
corte, donde entró a 6 de Diciembre, saliendo a recibirla el Almirante,
el Condestable, los Duques de Híjar, Villahermosa, Pastrana y otros
grandes, prueba inequívoca de que el Rey la agasajaba. A su encuentro
salieron, más de una legua, las Marquesas de Mirabel y de las Navas, y
la Condesa de Santisteban. «Ella muy bizarra, despechugada y
desenfadada, entró mirando a los que caminaban delante y a los lados, a
los coches que estaban parados y atestados desde el arroyo de Bernigal».
Traía dos criados franceses, uno de los cuales dormía en el aposento de
su ama; y «dio madama prendas de la grandeza de su animo no queriendo
recibir ocho mil ducados que le presentaban de parte de S. M.[49]». La
dicha duquesa--añade el escrito de donde tomamos estos datos--en todo se
porta con mucha modestia, y Diego Velázquez la esta ahora retratando con
el aire y traje francés[50]». Palomino, dice que retrató por aquel
tiempo con «superior acierto, a una dama de singular perfección[51]».
Nadie ha logrado averiguar si este retrato y el anterior son uno mismo,
ni caso de que sean dos dónde han ido a parar. El de la bella Duquesa de
Chevreuse, hecho por Velázquez, sería bien distinto de los de aquellas
reinas e infantas de la Casa de Austria, con cuya fealdad,
guardainfantes, pelucas y coloretes, tuvo que luchar para darles
distinción y elegancia. No fue en la suerte de sus retratos afortunado
el gran artista: los de los ilustres poetas y las mujeres hermosas, como
Góngora y Quevedo, la dama inglesa y la Chevreuse, se han perdido: en
cambio quedan de su mano aquellos rostros de príncipes y aquellas
figuras de bufones, donde dolorosamente se ve nuestra triste decadencia.
Tampoco se conservan los que hizo del Cardenal Don Gaspar de Borja, de
los maestros de la Cámara del Rey, Pereira y Cardona, de Don Fernando
de Fonseca, pariente sin duda de su protector, ni el de Fray Simón de
Rojas en su lecho de muerte. Finalmente, en alguno de los incendios de
Palacio, debió de desaparecer uno ecuestre que hizo al Rey, el cual
expuso al público, y habiéndole censurado el caballo, enfadándose por la
ignorancia ajena o modestamente convencido del error propio, lo borró.
Aquí acaba la relación de los retratos que pintó por aquellos años,
inmortalizando a gentes de varia condición, entre las cuales no había
casi nadie que lo mereciera. Veamos ahora, sus cuadros de la misma
época: donde hallaremos maravillas, encanto de los ojos por lo que
deleitan; desesperación de la pluma incapaz de expresar la vida que
palpita en ellos.


VII
EL «CRISTO ATADO A LA COLUMNA» DE LA GALERÍA NACIONAL DE LONDRES.--«EL
CRISTO CRUCIFICADO».--«LA RENDICIÓN DE BREDA».--«CUADROS DE
CACERIAS».--MARCHA VELÁZQUEZ CON EL REY A LAS JORNADAS DE ARAGÓN Y
CATALUÑA.

No se sabe si durante su primer viaje a Italia, por los mismos meses que
_La fragua de Vulcano_ y _La túnica de José_, o lo que es más probable,
ya de regreso pintó Velázquez el _Cristo atado a la columna_ que figura
en la Galería Nacional de Londres.
En el centro del lienzo esta Jesús desnudo, maniatado con una cuerda a
una columna que se ve a la izquierda, estirados los brazos, dobladas las
piernas, puesto el tronco casi de frente, y movida la cabeza con
dolorosa expresión de sufrimiento, hacia la parte de la derecha, donde
un ángel, de rostro más humano que divino, hace ademán de mostrar el
martirizado cuerpo a un niño de seis o siete años, que cruzando las
manos se ha postrado de hinojos para adorarlo con señales de la mayor
ternura. Cristo, en torno de cuya cabeza se percibe un tenue resplandor
que indica su divinidad, tiene contraídas las facciones por un gesto de
dolor, y en pago de su dulce conmiseración, mira amorosamente al
pequeñuelo.
El ángel se parece algo al retrato de la supuesta doña Juana Pacheco,
del Museo del Prado. Es de las pocas obras de carácter religioso que se
conocen de Velázquez, y aunque dentro de cierto gusto clásico, esta
tratado el asunto del modo más natural posible. Atendiendo a la figura
de Cristo, pudiera creerse que el principal propósito del artista, ha
sido hacer un estudio de desnudo de hombre, recio y fornido, pero la
postura del niño, en cuya actitud y semblante hay verdadera y poética
compasión, permite sospechar que sea un cuadro de encargo, inspirado por
alguna familia piadosa. Los críticos modernos que lo mencionan, pues de
los antiguos no lo cita ninguno, están acordes en considerarlo como obra
de capital importancia, intermedia por su estilo entre lo que pintó en
Italia y lo que de allí en adelante hizo en la Patria.
Casi todos los cronistas de Madrid hablan de una tradición, aunque con
visos de novelesca, apoyada en noticias dignas de crédito, verosímil,
dadas las costumbres de la corte en aquella época, y a la cual va
indirectamente unida una de las obras más célebres de Velázquez: el
_Cristo crucificado_.
[imagen: MUSEO DEL PRADO
MARTÍNEZ MONTAÑÉS
Fotog. Moreno]
Cuéntase, con detalles más o menos dramáticos, que por el protonotario
don Jerónimo de Villanueva, patrono del convento de religiosas de San
Plácido, supo Felipe IV que en él había una monja de singular belleza
llamada Margarita: viola, prendose de ella y con ayuda del patrono
intentó enamorarla. Celosa la priora del decoro de la comunidad, y
sabiendo cuando había de atreverse el Rey a profanar la clausura por
una mina abierta en una cueva de la casa de don Jerónimo, que era
medianera del convento, puso a la monja en su celda tendida entre
blandones, como si estuviera difunta. Entró primero el complaciente
Villanueva, que evitó a S. M. tan lúgubre aparato, y pareció frustrada
la aventura: pero pasado algún tiempo, terco el Rey en su empeño, no
paró hasta lograrlo. Guardose mal el secreto, tomó cartas el Santo
Oficio, y no atreviéndose con el Rey, procesó al protonotario
prendiéndole en Agosto de 1644. Entonces el Conde-Duque dio a escoger al
Inquisidor general entre una pensión de 1.700 ducados si se retiraba a
Córdoba, de donde era natural, o quitarle las temporalidades
extrañándole del reino: optó prudentemente por lo primero, y luego el
privado, para mayor seguridad, cuando el escribano Alfonso de Paredes,
que llevaba la causa a Roma, desembarcó en Génova, lo mandó prender y
hay quien dice que permaneció quince años encarcelado. El Rey y el
Conde-Duque, dueños de la causa, la quemaron en la regia Cámara: un
tribunal de frailes acordó reprender al protonotario, _sin decirle
porqué_; acabando por absolverle sin más penitencia que ayunar todos los
viernes de un año, no poner los pies en el convento, hacer a la
comunidad un cuantioso donativo y prohibirle que hablara de aquello con
el Monarca y su privado. Añadese que el Rey, arrepentido o satisfecho de
sus amores regaló a las monjas de San Plácido un reloj que tocaba a
muerto cada cuarto de hora, y que el mismo soberano o el protonotario
Villanueva encargaron a Velázquez el _Crucifijo_ que las monjas pusieron
en la sacristía.
A principios de este siglo, pasó a ser propiedad del Infante don Luis,
que lo compró acaso para su palacio de Boadilla; heredolo su hija doña
María Luisa de Borbón, esposa de Godoy, y en 1808 se lo llevaron los
franceses. En 1814 fue devuelto a la Condesa de Chinchón, hija y
heredera del Príncipe de la Paz, la cual doce años después quiso
venderlo en París con otros cuadros. Enterado el Duque de Villahermosa,
nuestro embajador, entabló negociaciones consintiendo la Condesa en
venderlo a España por 28.000 reales, aunque se había tasado en 20.000
francos. Muerta la de Chinchón, no reconocieron sus herederos la validez
del trato, y entonces el Duque de San Fernando, cuñado de la muerta y
legatario de la alhaja que quisiera escoger en el acervo de la herencia,
eligió el _Crucifijo_ cediéndoselo al Rey que lo mandó al Museo del
Prado.
Es de las más excelentes obras que ha producido el arte de la pintura.
Un fondo negro de lobreguez medrosa que aun siendo liso tiene atmósfera,
la cruz de maderos cepillados, y Jesús clavado en ella. No hay allí más;
ni puede concebirse mayor grandeza que la emanada de aquella sencillez.
Las sienes coronadas de espinas están sobriamente ensangrentadas; el
tórax, vientre y piernas de impecable forma, crean una vertical que
expresa serenidad absoluta; la tirantez del peso no desgarra las palmas
taladradas por los clavos; los pies al caminar no se han manchado en las
losas de Jerusalén ni en los pedregales del Calvario, ni los clavos han
podido desbaratar su delicada estructura; el tormento no ha desfigurado
un músculo; el dolor no ha alterado una línea; aquel cuerpo, por donde
resbalan unas cuantas gotas de sangre, esmaltándolo con sutiles hilos
de púrpura, sería verdaderamente apolino con pagana hermosura si la
cabeza aureolada de vago resplandor celeste, caída como flor tronchada,
no diese idea del sacrificio sobrehumano y misterioso: el martirio ha
profanado la belleza sin poder afearla, y cubriendo la mitad del rostro
cae un ancho mechón de la melena que ensombrece la faz cual si el
artista esquivara por imposible representar el último suspiro de una
agonía en que quien es inmortal muriendo dignifica la muerte: ante esta
imagen el creyente se humilla y el incrédulo se apiada; es triunfo
soberano del arte donde se confunden en emoción intensa la poesía de la
fe y el culto a la belleza.
El dibujo es de tal pureza que tiene algo de ideal, porque en figura
humana parece demasiada perfección aquella, y, sin embargo, es de un
realismo completo. El modelo esta seguramente visto, no en un cadáver,
si no en un cuerpo vivo: pero así debía ser, pues el momento
representado es el mismo de la muerte, antes de que la rigidez perturbe
los perfiles, contraiga los tejidos y rompa la armonía de los miembros.
El tono de la madera de la cruz sirve de intermedio entre la negrura del
fondo y el cuerpo modelado en claro, de tonos suavemente amarillentos,
como inspirados en un marfil antiguo. La ejecución desde los extremos de
las manos, hasta las puntas de los pies, es enérgica, pero al mismo
tiempo, blanda y minuciosa. Nada hizo ni concluyó Velázquez con tanto
esmero ni con igual delicadeza.
Breda, ciudad de las llanuras del Bravante, asilo de los rebeldes
flamencos, estaba en su poder desde que en 1590 nos la ganó el Duque de
Parma. Mauricio de Nassau la tenía bien fortificada, pero en 1625 Felipe
IV escribió al general que allí mandaba sus ejércitos: «_Marqués de
Espinola, tomad a Breda_», y éste le puso cerco. Los capitanes que le
seguían juzgaban imposible la empresa: los sitiados que mandaba Justino
de Nassau, se defendieron heroicamente: Mauricio acudiendo en su socorro
rompió los diques para anegar el campamento de Espinola: tuvo éste que
batirse como soldado al mismo tiempo que mandaba como jefe, hasta que
entrada la primavera se rindió la plaza honrosamente, saliendo la
guarnición con cajas y banderas. En su _Historia del reinado de Felipe
IV_, dice don Gonzalo de Céspedes y Meneses que Espinola los esperó «en
el cuartel de Balanzón, acompañado de Noeburg y de los nobles de su
campo, y agasajando y recibiendo no solamente con honor pero loando su
valentía y la constancia de su defensa dilatada, al gobernador Justino
de Nassau y sus coroneles, y a un hijo de don Manuel de Portugal, a dos
naturales de Mauricio, y otros dos de Justino». El Marqués de Leganés,
Pablo Ballón, Coloma, Anhalt, y don Francisco de Medina estaban con el
vencedor.
La Corte de Madrid celebró con grandes fiestas el suceso, mas no hay
seguridad de que Velázquez hiciese el cuadro por orden de Felipe IV. La
toma de la plaza fue en 1626: el estilo del lienzo es de época muy
posterior. Recordemos que Velázquez se embarcó en Barcelona a 10 de
Agosto de 1629, cuando fue por primera vez a Italia, llevando por
compañero de viaje a Espinola que iba a tomar el Gobierno de Milán y el
mando de las tropas españolas contra Lombardía. ¿Cómo entonces,
mientras la nave surcaba el Mediterráneo, no había el soldado de referir
al pintor su empresa más gloriosa? Explicaríale aquella memorable
ocasión narrándoselo todo; como el hombre, por ilustre que sea, narra lo
que le engrandece. El lugar, la hora, la campiña encharcada, el
encuentro con Justino de Nassau, la entrega de las llaves, la
disposición de los dos grupos de vencidos sin humillación y vencedores
sin altanería: hasta quizás le hiciese concebir la idea de aquel espacio
libre que en el cuadro separa unos de otros dejando ver la dilatada
llanura que se pierde entre el celaje anubarrado, el humo de las
hogueras y los vapores de la tierra húmeda, removida en zanjas,
cortaduras y brechas: y al oírle sorprendería Velázquez en la expresión
de su fisonomía aquella sonrisa caballeresca con que luego caracterizó
su figura, representándole como la personificación de los generales
españoles de un siglo antes, en él reproducidos; tan ocupados en vencer
que no les quedaba lugar de ensoberbecerse. A la derecha, por cima de
las banderas y pelotones de soldados que hay en segundo término, se ven
hábilmente roto el paralelismo de sus líneas, _las lanzas_, que han dado
nombre a esta obra, donde no se sabe qué admirar más; si lo que engendra
el pensamiento o lo que construye la mano del artista.
Velázquez hizo el cuadro, ya muerto Espinola, a quien amargó la
ingratitud cortesana, y ya lo pintase por gusto propio o inspiración
ajena, indemnizó de la injusticia al vencedor de los flamencos. Para su
noble semblante debió de valerse de retratos desconocidos; tal vez de
alguno que le hiciese antes del viaje que emprendieron juntos, a pesar
de lo cual, esta cabeza no sólo no desmerece de las que están
indudablemente hechas ante el modelo, sino que es una de las que tienen
más vida.
En _Las Lanzas_, la composición da idea completa del asunto: la
diversidad de tipos según su origen, la agrupación, no sólo verosímil
sino obligada por las circunstancias, cuanto se refiere a la
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