Vida y obras de don Diego Velázquez - 02

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autores, aunque más o menos hábiles, carecieron de espíritu propio: mas
en cambio, se puede afirmar que por su misma simplicidad y candor
satisfacían perfectamente al fervor religioso que las inspiraba. Las
composiciones de estas pinturas no eran verdaderos cuadros hechos sólo
para ornato y gala permanente de habitaciones, sino pequeños oratorios
portátiles, dípticos o trípticos, _tablas encharneladas_, como se les
nombra en el lenguaje de la época, y estaban todas fundadas en asuntos
devotos. Los reyes, capitanes y grandes señores las llevaban a las
guerras, y en sus viajes sufriendo las consiguientes vicisitudes: lo que
hoy estaba en un campamento, mañana se veía en un castillo, y de la
ignorancia o cultura del vencedor dependería siempre su suerte. Este
linaje de pinturas debió de generalizarse extraordinariamente.
En las cámaras y tarbeas de los palacios, alcázares y casas que Isabel I
tenía en Aranjuez, Granada, Sevilla, Toledo, Toro, Tordesillas, Segovia
y Medina del Campo, hubo, según consta del inventario formado a su
muerte, al pie de cuatrocientos sesenta cuadros, casi todos de devoción;
y doña Juana la Loca dejó treinta y seis, sobre los que heredó de su
madre. La prueba de que no sólo los monarcas poseían obras de esta
índole, está en que muchas de ellas les eran regaladas, y sus autores
debían de ser bien pagados cuando se sabe que Fernando V mandó dar a
_Michel Flamenco, pintor que fue de la reina nuestra señora que haya
santa gloria, la suma de 116.666 maravedises_, por todo el tiempo que
había servido a la reina desde principios del año 1492 hasta que S. A.
finó[6].
[imagen: GALERÍA NACIONAL DE LONDRES
CRISTO ATADO A LA COLUMNA
_Fotog. Braun, Clement y Cª_]
Carlos I llegó a tener más de seiscientos cuadros: conocido su poder,
fácil es colegir los tesoros que acumularía en los palacios de los
Países Bajos, de Italia y de España; sólo su tía doña Margarita de
Austria, le legó más de cien pinturas: ni Francisco I de Francia, ni
Enrique VIII de Inglaterra, llegaron a poseer riqueza parecida. Mas este
tesoro ya no se componía exclusivamente de obras religiosas. El
Renacimiento estaba en su apogeo; las auras paganas despertando el amor
a la Naturaleza habían ingerido al arte savia nueva, y a los artistas
creyentes que representaron con placido y sincero misticismo los relatos
de los evangelistas, habían sucedido otros que, inspirándose en los
cantos de los poetas gentiles, ponían su genio al servicio del
sensualismo clásico, fingiendo en sus obras, con maravillosa potencia
imaginativa, fábulas eróticas, hazañas de héroes, pasiones de dioses,
desnudeces de mujeres, pero estos pintores, al poner el entendimiento y
la mano en la tragedia del Calvario ni aun con la grandiosidad de la
composición y la pompa del color, lograban suplir aquella honda y
sincera emoción que agitó el alma de los fundadores de las escuelas
primitivas. El Renacimiento fundado en el estudio de la antigüedad, fue
revolución provechosísima al arte, porque le enseñó a amar la belleza
sin cuidarse de su origen: pero haciendo que prevaleciese la fantasía
sobre la piedad, le robó en general y en particular a la pintura ese
algo misterioso e ingenuo independiente de toda condición externa que
seduce y cautiva aun a los adoradores de la forma.
La pintura que durante más de dos siglos había tenido su exclusivo
asiento en las iglesias, se enseñoreó también de los alcázares, varió de
índole y hasta cuando decoró templos, los adornó como si fueran
palacios.
No lo permite la extensión de este modesto trabajo, pero conviene
fijarse en la acogida que aquí tuvieron las obras del Renacimiento para
observar luego cómo varió su carácter y se modificaron sus tendencias.
Carlos I debió de ser gran admirador de sus creaciones, aun de aquellas
donde más resplandecía la libre sensualidad del paganismo, pues si bien
es cierto que al retirarse a Yuste llevó consigo gran número de cuadros
de devoción, años atrás, según refiere Jusepe Martínez, había mandado
pintar a Ticiano, además de un retrato, _unos cuadros de unas poesías,
que a no ser tan humanas, las tuviera por divinas, ¡lastima grande para
nuestra religión!_
Felipe II, que cuando escribía al mismo Ticiano le llamaba _amado
nuestro_, le encargaba para sus palacios cuadros como los de _Antiope_,
_Venus y Adonis_, y _Diana y Calixto_, de lo cual se infiere que no era
mojigato en materia de arte; y Felipe III y Felipe IV, siguieron
reuniendo obras análogas en Madrid y el Pardo.
Durante este largo período, que abarca todo el siglo XVI, domina ya en
España el gusto italiano en lo referente a los elementos de expresión
que animan la obra pictórica: los más ilustres holandeses, Antonio Moro
por ejemplo, sólo son buscados y seguidos como retratistas. En Valencia,
pintan Juan de Juanes y Ribalta; en Andalucía, Luis de Vargas, Alejo
Fernández y _el divino_ Morales. Tomamos de Italia, la escrupulosidad en
el estudio de los miembros del cuerpo, la manera de concebir y disponer
el cuadro, el manejo de la luz, los contrastes y armonías del color,
hasta los estilos y procedimientos de la ejecución, pero la tendencia
del Renacimiento a que el arte fuese, ante todo, realización de belleza,
ya nacida de los ideales de la mente, ya contemplada en las obras de la
Naturaleza, el criterio amplio y libre hasta la audacia que florentinos,
romanos y venecianos desplegaron en sus frescos y sus lienzos, halló
pocos prosélitos en España.
Los monarcas, a quienes la Iglesia no entorpecía sus gustos personales
por pecaminosos que fuesen, seguían adornando los palacios y casas de
recreo con profanidades y mitologías: algunos grandes señores, hacían lo
propio, según se desprende de lo que refieren varios escritores de aquel
tiempo[7]; mas para la mayoría de la nación, el arte fue un mero
auxiliar del sentimiento religioso.
Inútil es que haya quien se obstine en negarlo alegando que además de
cuadros devotos, también se pintaban muchos de otros asuntos. Para
persuadirse de lo infundado de esta afirmación, basta considerar que
entre los miles de lienzos del siglo XVII, que se conservan en España,
son poquísimos los que representan episodios históricos o escenas de
costumbres, y en cambio es incalculable el número de los inspirados en
el Viejo o el Nuevo Testamento, y en las vidas de los santos: hasta los
_floreros_ se solían disponer de modo que sirvieran de marco a alguna
imagen sagrada: retratos se hicieron en abundancia, pues siempre sobra
lo que radica en la vanidad humana, y no escasean los bodegones, porque
muchos artistas tomaban este género por vía de estudio: de lo que apenas
hay rastro, es de la pintura que pudiéramos decir doméstica y familiar.
Conocemos la vida de aquel siglo, por los viajes de los extranjeros, que
solían exagerar o mentir; por los documentos de los archivos, que hablan
con seca y desabrida elocuencia; por el teatro, en que la imaginación es
señora; por la novela picaresca, que sólo resucita tipos de una clase
social; por los escritores, que siempre con sentido especialmente
devoto, se complacían en censurar las costumbres, describiéndolas de
paso; pero los pinceles tercos en esquivar toda representación de cosa
vulgar y profana, nos dejaron poquísimos datos referentes a la manera de
vivir, los trabajos, oficios, diversiones, casas, habitaciones, muebles
y ropas de aquellos caballeros y soldados, clérigos y estudiantes,
mercaderes y mendigos, damas y aventureras, cómicas y beatas, dueñas y
criadas, cuyo abigarrado conjunto conocemos sólo moralmente, gracias a
Cervantes y Quevedo, Tirso y Lope, Zabaleta y Salas Barbadillo, porque
los pintores limitados a la representación convencional de lo sagrado
despreciaban lo profano.
Indudablemente sentían amor intenso a la belleza real, lo que se prueba
observando cómo daban a las figuras santas tal aspecto de verdad, que lo
que perdían en alteza, lo ganaban en verosimilitud, mas no era posible
que nada de lo que les rodeaba a diario les pareciese objeto digno de
emplear en ello su observación y sus pinceles, cuando la voz de la
Iglesia, tan temida y respetada entonces, les decía que la vida terrena
y transitoria, es cosa baja y despreciable en comparación de la
celestial eterna. Tal es, en mi humilde entender, la causa, de que la
pintura española de aquella época no sirva, como sirve la de los países
del Norte, para completar el estadio de la Patria, reflejando las
costumbres que es un modo de reflejar el alma de la nacionalidad.
En Italia, tampoco logró la pintura de costumbres gran importancia,
porque allí el arte, gracias a la cultura del Papado, adquirió carácter
eminentemente monumental: mas a falta y con ventaja de no poder
representar escenas humanas y vulgares dispusieron los artistas del
campo hermoso e ilimitado de la Mitología, donde no hay belleza que no
se contenga, pues en sus admirables fábulas, los dioses pecando por amor
se igualan a los hombres, y los hombres llegando a héroes por el
esfuerzo, casi se confunden con los dioses.
Pero el fundamento de las fábulas mitológicas, en cuanto ofrecen asunto
para las artes, es el desnudo, y en España, para los que regían las
conciencias, desnudez y deshonestidad eran una misma cosa. Quien desee
convencerse de ello lea unos cuantos libros de aquellos grandes
escritores místicos que para hacer codiciable la gloria y posible la
salvación, presentaban no sólo la belleza, sino aun la mera forma
corporal, como cebo y acicate del pecado. El autor, por cierto admirable
prosista cuyo nombre ha sido olvidado injustamente en las historias de
nuestra literatura, que con más claridad y energía supo expresar esta
hostilidad al desnudo, aunque exagerando como era natural sus peligros,
fue el carmelita Fray José de Jesús María.--«El sentido de la
vista--dice--es más eficaz que el del oído, y sus objetos arrebatan el
animo con mayor violencia; y así es más vehemente la moción que
despierta la deshonestidad con las pinturas lascivas, que con las
palabras; y tienen menos reparo las especies y memorias que entran por
los ojos que las que se perciben por los oídos; porque las palabras
pintan una cosa ausente o ya pasada, pero las pinturas la figuran
presente... Y así los pintores cuando hacen figuras fabulosas y lascivas
cooperan con el demonio, granjeándole tributarios y aumentando el reino
del infierno. Esta introducción pestilencial y venenosa fue obra y traza
del demonio particularmente en estos reinos porque (como queda
referido), por vengarse en la tierra, de la cristiandad, de haberle
destruido los templos y los ídolos donde era adorado en las Indias,
introdujo en Europa las figuras deshonestas de mujeres desnudas»[8].
Poniendo en duda o atenuando la fuerza de esta manera de pensar, se dirá
que después de escritos tales párrafos, acaso en aquellos mismos años,
los monarcas adornaban sus palacios con obras de Veronés y de Ticiano,
tales que según la intransigencia de los místicos podían calificarse de
pecaminosas, y aun que el mismo Velázquez trajo varias de Italia para
Felipe IV; mas esos lienzos no eran imitados por nuestros pintores.
Los tratadistas de las bellas artes participaban de las mismas ideas;
pues si bien los del siglo XVI, unos como Francisco de Holanda, se
postraban ante el genio de los italianos, y otros, como don Felipe de
Guevara, preferían a todo los restos del arte pagano, en cambio los del
siglo XVII sin dejar de entusiasmarse con Rafael y el Vinci, declaran
categóricamente que el objeto principal de la pintura es la
glorificación de la fe. Carducho, entre otras afirmaciones parecidas
aceptando la opinión de un monje griego llamado Ignacio, dice que _los
pintores son ministros del Verbo, atributo suficiente de apóstoles_; y
apoyándose en San Gregorio, San Juan Damasceno y el venerable Beda,
añade que _el Espíritu Santo socorrió la flaqueza humana con el
milagroso medio de la pintura y que las pinturas de las imágenes son
como historia y escritura para los que ignoran_.
Pacheco, movido por igual fervor, escribe que _el fin de la pintura será
mediante la imitación representar la cosa con la valentía y propiedad
posible... y estando en gracia alcanzar la bienaventuranza, porque el
cristiano criado para cosas santas, no se contenta en sus operaciones
con mirar tan bajamente... de modo que la pintura que tenía por fin
parecerse sólo a lo imitado ahora como acto de virtud, toma nueva y rica
sobreveste, y demás de asemejarse, se levanta a un fin supremo, mirando
a la eterna gloria_.
Menéndez Pelayo, que ha tratado magistralmente cuanto se refiere a
nuestros escritores didácticos de bellas artes, dice, después de copiar
más extensamente aquellos párrafos: «Este profundo sentido religioso, o
más bien ascético que hace de Pacheco en la teoría un predecesor del
espiritualismo de Owerbeck, le mueve a quitar todo valor propio a la
pintura considerándola sólo como una manera de oratoria que se encamina
a persuadir al pueblo... y llévalo a abrazar alguna cosa conveniente a
la religión».
D. Juan de Butrón[9], en un libro de insufrible culteranismo sienta
también el principio de que el _gusto de una pintura, si con cordura lo
recibiésemos, debía levantarnos al conocimiento del amor de Dios y
enseñarnos el principio de que procedemos_.
Aun el preceptista de aquel tiempo menos especulativo y más practico,
que fue Jusepe Martínez[10], gran admirador de los italianos, aconseja
al pintor católico que _la elección de las pinturas que se deben hacer
para ser veneradas no sean hechas con extravagantes posturas y
movimientos extraordinarios, que mueven más a indecencia que a
veneración_; y en otro lugar añade que _en las pinturas religiosas antes
se atienda a la devoción y decoro que a lo imitado_: llegando a decir
que _el fin de estas profesiones de escultura y pintura no se ha
introducido para otra cosa sino para adoración y veneración a sus
santos; por cuyo medio Su Divina Majestad ha obrado infinitos milagros_.
Tal era el concepto que de la pintura tenían los escritores sagrados y
los tratadistas especiales. Estas doctrinas arraigaron con tal fuerza
que un siglo más tarde todavía se revelan en rasgos de superstición y
fanatismo. Hombre tan serio como Palomino habla de un religioso de una
santa cartuja a quien hubieron de quitar de la celda una imagen de
María Santísima, de suma perfección, porque su mucha hermosura le
provocaba a deshonestidad; y el P. Interian de Ayala exclama indignado:
«Porque ¿a qué viene el pintar a la Virgen, maestra y dechado de todas
las vírgenes, descubierta la cabeza? ¿A qué el cabello rubio esparcido y
tendido por el blanco cuello? ¿A qué sin tapar decentemente aquellos
pechos que mamó el Criador del mundo? ¿A qué, finalmente el pintar sus
pies o totalmente desnudos o cubiertos con poca decencia?»[11]. De modo
que hasta la _Concepción_ de Murillo, acaso la expresión más poética del
arte católico, vino a ser sospechosa.
A propio intento me he detenido algo en lo que precede, aunque sin
insistir lo que la materia permite, porque tales ideas fueron la causa
de que la pintura de aquel tiempo, exceptuando el retrato, esté limitada
al género religioso. Sin incurrir en el absurdo de rechazar esta fase
del espíritu nacional, séame permitido lamentar que su exclusivismo nos
privara de otras manifestaciones artísticas.
Pero si en lo que se refiere a la elección de asuntos, venció el amor a
lo sobrenatural, en lo tocante a la manera de tratarlos y a la
representación de la figura humana, prevaleció un sentido esencialmente
realista. La pintura de entonces, no crea más que Cristos, Vírgenes y
Santos, pero no les da forma con rasgos de perfección soñada, sino
mediante la más brava imitación del modelo; su belleza no es un
engendro de la mente, no nacen de la _corta idea_ rafaelesca, sino de la
propia naturaleza humana. Los tipos de apóstoles, mártires y ermitaños,
están tomados del campo y de la hampa o son soldados viejos de Flandes y
de Italia: el artista sin cuidarse de ennoblecerlos ni siquiera
limpiarlos, los coloca en los altares y allí son reverenciados y
adorados: persuaden al animo y seducen a la imaginación meridional
porque tienen vida: la pintura española esta creada.


III
JUVENTUD DE VELÁZQUEZ.

Don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez nació en Sevilla, según
tradición falta de pruebas, en la calle de Gorgoja: fue su padre Juan
Rodríguez de Silva, oriundo de Portugal, pero nacido y avecindado en
Sevilla, y su madre D.ª Jerónima Velázquez[12]: se le bautizó en la
parroquia de San Pedro el 6 de Junio de 1599.
De la infancia del gran pintor nada se sabe: es de suponer que estudiase
algunos años con cualquier profesor de humanidades de los muchos que por
aquel tiempo había en Sevilla, mas no debió de ser muy largo este
aprendizaje literario. Cean Bermúdez dice: que notando sus padres una
inclinación decidida en el muchacho a la pintura, porque siempre estaba
dibujando en los libros y cartapacios, tuvieron por más acertado
ponerle en la escuela de Francisco de Herrera _El viejo_, tan conocido
por su facilidad en pintar como por la aspereza de su genio. Era éste de
condición tan desabrida y dura que su hija por no aguantarle se metió
monja y su hijo le robó y huyó a Italia. Sus cuadros reflejaban su
carácter: pintaba con extraordinario vigor, sin imitar a los que
habiendo estado en Italia volvían entusiasmados con la gracia y la
elegancia de las escuelas romana y florentina. Si esta intransigencia
era resultado de ideales artísticos más o menos combatidos o mera
consecuencia de su carácter, nadie puede saberlo: lo cierto es que los
discípulos le sufrían de mala gana y paraban poco a su lado. El hombre
debía de hacer intolerable al maestro. Velázquez, acaso por deseo propio
o, pensando mejor, por iniciativa de sus padres, pues aún no había
cumplido catorce años, abandonó el taller de Herrera y pasó al de
Francisco Pacheco. La figura de éste es interesantísima, tanto por el
propio valer, cuanto por la influencia que ejerció en el porvenir de
Velázquez. No se sabe de cierto si nació en Sevilla ni si viajó por
Italia: de lo que no cabe duda es de que fue hombre de singular cultura
y gran prestigio; pintor, preceptista y poeta. Si no hubiese escrito más
que versos nadie se acordaría de él porque los hacía dañados de
conceptismo, desaliñados y fríos, sin conseguir acercarse a sus modelos
Herrera y Rioja; y de Góngora que fue su amigo sólo se asimiló lo
censurable. Como pintor rindió culto al gusto italiano y aunque nada
suyo se conserva de mérito sobresaliente, fue muy apreciado en su
tiempo, influyendo tal vez en esta estimación antes las prendas
personales que las facultades artísticas: sus cuadros son más correctos
pero tan fríos como sus sonetos. Trató al Greco en Toledo año de 1612
sin asimilarse ninguna de sus buenas cualidades. Ha pasado a la
posteridad, gracias a lo que escribió. Compuso en prosa entreverada de
versos la _Apacible conversación entre un tomista y un congregado,
acerca del misterio de la Purísima Concepción, nuestra señora_, y un
opúsculo _En defensa del compatronato de Santa Teresa_, en el cual alegó
razones contra la opinión de Quevedo que, como es sabido, defendía el
patronato exclusivo de Santiago. Pero compuso dos obras porque merece
ser más estimado. La primera es el[13] _Arte de la pintura, su
antigüedad y grandezas_. En lo que se refiere a las relaciones del arte
con la religión esta fundada en la doctrina y consejos de los amigos
jesuitas que le ayudaron en su trabajo, y en lo que toca a la practica
es un reflejo de las ideas de los tratadistas neoplatónicos de
Florencia. El _Libro de descripción de verdaderos retratos_ es una
colección de ellos, hechos a dos lápices, en que figuran desde el Rey
Felipe II hasta artífices que entonces gozaban popularidad y hoy están
olvidados: los más del natural, otros valiéndose de copias, todos
interesantísimos ya por la calidad de las personas ya por la excelencia
de la mano, y algunos tan sobria y magistralmente trabajados que antes
que de Pacheco pudieran ser de Velázquez.
No faltó, sin embargo, en Sevilla por aquellos años poeta que viendo un
Cristo crucificado, de Pacheco, en que la ejecución quedaba muy por bajo
del pensamiento, dijese:
_¿Quién os puso así Señor_
_tan descarnado y tan seco?_
_Vos me diréis que el amor,_
_mas yo digo que Pacheco._
A pesar de lo cual, la personalidad artística y social del maestro debió
de merecer tal respeto a sus conciudadanos que llegó a ser alcalde y
veedor del oficio de pintores, y el Santo Oficio _teniendo atención a su
cordura y prudencia le encargó que tuviese particular cuidado de mirar y
visitar las pinturas de cosas sagradas que estuviesen en sitios
públicos_, dándole para ello comisión, _cual se requiere de derecho_.
No sin fundamento llama Palomino a la casa de Francisco Pacheco _cárcel
dorada del arte_, pues fueron sus amigos y en distintas épocas debieron
de leer o presentar allí sus obras muchos hombres ilustres. Fernando de
Herrera, Pablo de Céspedes, el licenciado Roelas, Martínez Montañez,
Juan de Malara, Baltasar del Alcázar, los Carducho, Góngora, Jauregui,
Alonso Cano, Quevedo, Rodrigo Caro, autor de la soberbia elegía _a las
ruinas de Itálica_, y tal vez Miguel de Cervantes.
La atmósfera intelectual creada por tales artistas y poetas, de los
cuales unos eran ya muertos y otros aún vivían, fue el ambiente que
comenzó a respirar Diego Velázquez, quien casi niño salió de poder de
Herrera, adusto y regañón, original e intransigente, que dibujaba con
cañas quemadas y pintaba con enormes brochas, y fue a parar a la
escuela de un hombre bondadoso, apacible, imitador de los italianos,
cuya morada debía de ser academia donde prevalecía el gusto clásico,
fruto de la más pulcra ilustración, pero al fin clasicismo de reflejo.
Aquí comienza a despuntar el genio de Velázquez, porque aun viviendo
rodeado de gentes que por su educación y tendencia, sobre todo por las
corrientes del tiempo, eran entusiastas de todo espiritualismo, aunque
allí dominaban en la doctrina y practica del arte, la devoción a la
antigua española y el renacimiento a la italiana, él lejos de doblegarse
fácilmente a la opinión ajena empezó a trabajar, inspirándose únicamente
de lo que la Naturaleza ponía ante sus ojos, obstinándose en dominar la
forma, comprendiendo que las cosas en apariencia más bajas, viles y
groseras están preñadas de belleza para quien sabe estudiarlas. Mientras
su maestro escribía que la pintura es loable porque puede servir a la
gloria de la religión y al fomento de la piedad, cuanto los pintores más
insignes competían en la representación de apariciones milagrosas y
prodigios inspirados en la fe; él hacía _estudios de animales, aves,
pescaderías y bodegones con perfecta imitación del natural_. Pacheco lo
refiere diciendo, que cuando era muchacho, «tenía cohechado un
aldeanillo, aprendiz que le servía de modelo en diversas acciones y
posturas, ya llorando, ya riendo sin dificultad alguna. E hizo por él
muchas cabezas de carbón y realce en papel azul, y de otros muchos
naturales, con que granjeó la certeza en el retratar»[14].
Por cierto que, a poderse hacer, sería curioso el estudio de investigar
cómo Pacheco dadas sus ideas, de que Velázquez indudablemente no
participaba, llegó a admirarle tanto. Pero si en éste fue grande la
independencia de observación y criterio, no debieron de ser menores la
perspicacia y tolerancia de Pacheco. Las maravillosas aptitudes del
discípulo sedujeron al maestro, que le casó con su hija.
Difícil es poner en claro si ésta y Velázquez aceptaron el propósito de
Pacheco sólo por obediencia, o si se unieron por amor, mas no es
disparatada la suposición de que doña Juana se prendara de don Diego,
cuya gallarda figura al tiempo de la boda, debía de ser muy semejante al
retrato que él mismo se hizo en el cuadro famoso de _Las lanzas_.
Además, así permite creerlo la dramática circunstancia de haber ella
muerto, andando los años, ocho días después de perder a su marido: ¿por
qué achacar a la casualidad aquello en que pudo tener parte la ternura?
Fuera como fuese, Pacheco se ufana diciendo al elogiar a Velázquez:
«Después de cinco años de educación y enseñanza (es decir, cuando su
discípulo tenía diecinueve) le casé con mi hija, movido de su virtud,
limpieza y buenas partes, y de las esperanzas de su natural y grande
ingenio. Y porque es mayor la honra de maestro que la de suegro, ha sido
justo estorbar el atrevimiento de alguno que se quiera atribuir esta
gloria, quitándome la corona de mis postreros años. No tengo por mengua
aventajase el discípulo al maestro (habiendo dicho la verdad que no es
mayor), ni perdió Leonardo de Vinci en tener a Rafael por discípulo, ni
Jorge de Castelfranco a Ticiano, ni Platón a Aristóteles, pues no le
quitó nombre de Divino»: nobles palabras que aun tocadas de disculpable
orgullo revelan su bondad de alma.
[imagen: MUSEO DEL PRADO
PABLILLOS DE VALLADOLID
Fotog. M. Moreno]
La primera educación de Velázquez, la que pudieron darle libros y
maestros, debió de estar por entonces si no concluida muy adelantada.
Según Palomino estudió anatomía en Durero y Vesalio, expresión en Juan
Bautista Porta, perspectiva en Daniel Barbaro, aritmética en el
bachiller Juan Pérez de Moya, geometría en Euclides, rudimentos de
arquitectura que aprendían todos los pintores de su tiempo, en Vitrubio
y Viñola, y finalmente elegancia, poesía y buen gusto, en la culta
sociedad de aquellos ilustres varones que frecuentaban la casa de su
suegro.
Palomino, que escribió medio siglo después de muerto Velázquez, pero que
declara deber a Juan de Alfaro, discípulo de éste, lo principal que supo
de él, habla de varias pinturas de su juventud que corresponden a esta
época anterior a su salida de Sevilla.
«Otra pintura hizo de dos pobres comiendo en una humilde mesilla en que
hay diferentes vasos de barro, naranjas, pan y otras cosas, todo
observado con diligencia extraña. Semejante a ésta es otra de un
muchacho mal vestido, con una monterilla en la cabeza, contando dineros
sobre una mesa, y con la siniestra mano haciendo la cuenta con los dedos
con particular cuidado; y con él esta un perro detrás, atisbando unos
dentones, y otros pescados, como sardinas, que están sobre la mesa;
también hay en ella una lechuga romana, que en Madrid llaman cogollos, y
un caldero boca abajo; al lado izquierdo esta un vasar con dos tablas;
en la primera están unos arencones y una hogaza de pan de Sevilla sobre
un paño blanco; en la segunda están dos platos de barro blanco, y una
alcucilla de barro con vidriado verde, y en esta pintura puso su nombre,
aunque ya esta muy consumido y borrado por el tiempo. Igual a ésta es
otra, donde se ve un tablero, que sirve de mesa, con un anafe, y encima
una olla hirviendo; y tapada con una escudilla, que se ve la lumbre, las
llamas y centellas vivamente, un perolillo estañado, una alcarraza, unos
platos y escudillas, un jarro vidriado, un almirez con su mano y una
cabeza de ajos junto a él; y en el muro se divisa colgada de una
escarpia una esportilla con un trapo, y otras baratijas, y por guarda de
esto un muchacho con una jarra en la mano, y en la cabeza una escofieta,
con que representa con su villanísimo traje un sujeto muy ridículo y
gracioso»[15].
En vano aconsejaron a Velázquez los que le rodeaban que pintase _asuntos
de más seriedad en que pudiese imitar a Rafael de Urbino_: él respondía
que _más quería ser primero en aquella grosería que segundo en la
delicadeza_.
Prescindiendo de otros que no pueden considerarse auténticos, a esta
época pertenecen varios cuadros de costumbres cuyas figuras representan
gentes de humilde condición y vulgares ocupaciones: _Una vieja friendo
huevos_[16]; _El aguador de Sevilla_[17]; _Un vendimiador_[18], y _Un
retrato de hombre desconocido_[19].
La primera de estas obras descritas todas cuidadosamente por Aureliano
de Beruete[20], representa una vieja puesta de perfil y cubierta en
parte la cabeza por una cofia blanca, que es la nota más clara del
cuadro; tiene en la mano derecha una cuchara de palo, en la izquierda un
huevo: ante ella se ve una mesa con utensilios de cocina, y a su derecha
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