Vida y obras de don Diego Velázquez - 08

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_El Primo_, con su gran chambergo y su traje de rizo negro, hojeando un
infolio: _Morra_, más que sentado, caído en el suelo de golpe, mostrando
sus calzas verdes y su tabardo rojo; el _bobo de Coria_, con su severo
traje negro como persona grave; el _niño de Vallecas_, casi todo de
verde y con una media desgarrada; _don Antonio el inglés_, con coleto de
brocado y sombrero de plumas, y _don Juan de Austria_, con arreos
militares, forman una compañía abigarrada y extraña, a la cual se pasa
revista bromeando y riendo, como ellos vivían, pero que deja en el
pensamiento una impresión más honda que muchos espectáculos serios.
En las cabezas de aquellos desdichados es donde mejor se puede estudiar
hasta dónde llegó Velázquez en el estudio de la expresión: _el Primo_ es
grave y reflexivo, casi elegante; _Morra_ tiene cara de malo; el _bobo
de Coria_ es tipo de idiota triste; el _niño de Vallecas_ estúpidamente
alegre; _don Antonio el inglés_, apoyado en aquel admirable mastín más
simpático que él, parece una caricatura del orgullo; _don Juan de
Austria_, antes que de bufón palaciego, tiene traza de pícaro escapado
de los capítulos del _Guzmán de Alfarache_ o de las jácaras de Quevedo.
Y no se puede afirmar cuales están mejor pintados, porque si los del
último período son un prodigio para quien conoce la técnica, los
anteriores asombran por la vida que hay en sus cuerpos, prontos a
moverse, y en sus rostros donde tras gestos o muecas de un cómico
insuperable, parece que bulle la tristeza sin nombre que debe de dejar
en el alma el convencimiento de la propia ignominia.
Cada español aficionado a la pintura, tiene sus trozos favoritos en el
conjunto de las obras de Velázquez: yo, reconociendo la mayor
importancia de las grandes composiciones como _las Hilanderas_ y _las
Meninas_, confieso que siento particular afición a esa cuadrilla de
payasos tristes, que no me parecen retratos independientes, sino figuras
de un mismo cuadro, actores de un mismo drama que por su voluntad se han
separado para pensar a solas, pero que pueden reunirse cuando quieran.
Siempre interpretó Velázquez maravillosamente el mundo de lo real, hasta
en lo más intangible y sutil, pues que dio la ilusión del aire que
respiramos, pero donde acertó a pintar la vida con mayor potencia de
expresión, fue en las cabezas de aquel rebaño de hombres frustrados, no
hechos seguramente a semejanza de Dios, que dan ganas de llorar después
de haber hecho reír. El Rey, que alardeaba de literato, no le mandó
retratar a los poetas que dieron gloria a su reinado, ni a Montalbán, ni
a Salas Barbadillo, ni a Vélez de Guevara, ni a Rojas, ni a Moreto, ni a
Tirso, ni a Calderón, ni a Lope, sino a sus bufones: y no hace falta
fantasear para creer que los pintó con cierta dulce simpatía: eran sus
compañeros, juntos figuraban en las nóminas de Palacio.
Los antiguos inventarios del Alcázar y los biógrafos de Velázquez hablan
de otros retratos de bufones cuyo paradero se ignora: citan el de
_Calabacillas_, que acaso sea el designado hoy como el _bobo de Coria_,
pues se recordara que tiene ante sí en el suelo dos calabazas; el de
_Cárdenas, el toreador_, y el de _Velasquillo_: finalmente, Ponz, al
enumerar las pinturas que en su tiempo existían en el palacio del
Retiro, menciona «un bufón divertido con un molinillo de papel y alguno
más, que son del gusto de Velázquez»[81]. Finalmente, Stirling, dice,
que el capitán Widdrington, autor de _La España y los españoles en
1843_, asegura en esta obra haber visto el retrato de una enana desnuda
representada en forma de bacante.


X
CUADROS MITOLÓGICOS: «MERCURIO Y ARGOS». «MARTE». LA «VENUS» DE LA
COLECCIÓN MORRITT. «MENIPO». «ESOPO». «LAS HILANDERAS». «LAS MENINAS».
«LA CORONACIÓN DE LA VIRGEN». «VISITA DE SAN ANTONIO ABAD A SAN
PABLO».--VIAJE DE VELÁZQUEZ A LA FRONTERA DE FRANCIA. SU ENFERMEDAD Y
MUERTE.

Nunca debió Velázquez de tomar muy en serio la mitología: cuando
muchacho, en casa de Pacheco, donde habían de leerse y comentarse
composiciones poéticas apropiadas al gusto de la época, con amores y
aventuras de héroes y dioses, él pintó animales y pescaderías; cuando
fue a Italia y respiró aquella atmósfera, esencialmente pagana, trajo
_La fragua de Vulcano_; cuando en los últimos años de su vida le ordena
el Rey decorar una estancia de Palacio, hace cuadros en que representa a
los personajes de la fábula como simples mortales. Para el salón de los
espejos del Alcázar pintó _Venus y Adonis_, _Psiquis y Cupido_, _Apolo
desollando a un sátiro_ y _Mercurio y Argos_, de los cuales sólo el
último se salvó del incendio de 1734.
La composición de _Mercurio y Argos_[82] es originalísima, adecuada
para el sitio que había de ocupar sobre una puerta emparejado con el
_Apolo desollando a un sátiro_: el dibujo de una precisión insuperable:
en la ejecución es la muestra de todo lo que supo hacer. Las tintas, muy
diluidas, apenas manchan la superficie que cubren; las pinceladas, ya se
marcan creando al mismo tiempo forma y color, ya se desvanecen
estableciendo términos, sombras y distancias; por más que se mira aquel
lienzo, no hay manera de darse cuenta exacta de cómo esta pintado, y,
sin embargo, los ojos no pueden desear más verdad. De que Mercurio y
Argos tengan el carácter heroico y grandioso que su naturaleza
sobrehumana y poética debiera infundirles, no se ha cuidado el artista
en lo más mínimo: antes al contrario, parece que ha puesto empeño en
rebajarles, no sólo a la condición de simples mortales, sino de hombres
bajos y ordinarios; el guardián del vellocino de oro, tiene trazas y se
ha dormido en postura propia del más zafio lugareño; el mensajero de los
dioses viene a robarle sin gallardía, como un rateruelo vulgar. Es un
modo propio, personal, único, de entender e interpretar la mitología,
donde hay algo análogo al sarcasmo y la burla, que pudiera ocurrírsele a
un pintor pagano para expresar ridiculizándolo un episodio sagrado al
cristianismo.
Tanto por la disposición del asunto cuanto por su interpretación y su
técnica, es un cuadro que nunca podrá satisfacer a la mayoría del
público: el día que todo el mundo lo entienda, no habrá vulgo; en cambio
los pintores lo consideraran siempre como el resultado más completo que
se puede obtener en la practica de su arte.
No trató Velázquez con más miramiento ni respeto al furibundo
_Marte_[83], a quien representó sentado, en cueros, apoyando el codo
izquierdo sobre el muslo y la barba sobre la palma de la mano, mientras
deja el brazo contrario caer naturalmente. Son sus ropas un manto rojo
vinoso que, sin cubrirle, le sirve de fondo por la parte inferior, y un
trapo azul liado a la cintura y sujeto por entre las piernas. Lleva en
la cabeza morrión, y se ven a sus pies una rodela y una espada. Es un
soldadote de aquellos que, cuando les faltaba la paga, se hacían
capeadores en las ciudades o bandidos en el campo. El rostro es vulgar,
aviesa la mirada, la musculatura recia, pero no hay en toda su persona
rasgo ni línea que revele carácter sobrehumano, ni siquiera heroico.
Creen unos biógrafos de Velázquez, que la _Venus del espejo_, es el
mismo cuadro de _Psiquis y Cupido_, que se sabe hizo para el _Salón de
los espejos_: otros dicen que es una obra distinta. En lo que nadie
discrepa, es en lo que se refiere a la autenticidad, en la segura
convicción de que esta soberbia pintura es de mano de Velázquez. Se
ignora si estuvo en el Alcázar caso de no ser la misma _Psiquis y
Cupido_. El siglo pasado, era propiedad de la casa ducal de Alba, donde
la vio Ponz,[84] perteneció después a Godoy cuyos herederos la vendieron
y es ahora la joya mejor de la célebre Colección Morritt. Con decir que
no se conserva otro desnudo de mujer pintado por Velázquez, siendo éste
el único que se conoce esta dada idea de su importancia.
Desgraciadamente no volverá a España, pues como dice con razón un
escritor francés, «todo objeto de arte importado a aquellas islas, no
sale nunca de allí; esta condenado a reclusión perpetua; no vuelve a la
circulación y hasta se llega a ignorar que existe.» En la gran
_Exposición de tesoros artísticos del Reino Unido_ celebrada en
Manchester, los pudibundos ingleses, colocaron el cuadro a tal altura,
que casi no era posible examinarlo.
La figura es de tamaño natural. _Venus_ esta enteramente desnuda tendida
de espaldas en una cama, reclinada la cabeza sobre el brazo derecho,
cuya mano tiene oculta entre el cabello: no se le ve la cara: el cuello,
los hombros, la masa dorsal, las caderas, las rodillas y las piernas,
forman una línea ondulante de esbeltez incomparable. El bulto entero del
cuerpo, carnoso y blando, destaca por claro sobre paños grises que
establecen separación entre el lienzo blanco del lecho y la carne
pintada a toda luz. En segundo término y a la izquierda destacando sobre
un cortinaje rojo, un amorcillo sostiene un espejo con marco de ébano,
donde se refleja el semblante de la diosa. Bürger, dice, que «no tiene
la cintura deformada por ningún invento de la civilización», pero basta
ver una fotografía, para observar que el talle conserva huellas de la
presión de la durísima y emballenada cotilla que usaban las mujeres de
aquella época. La ejecución y la impresión general de color revelan que
el lienzo fue pintado hacia los mismos años que el _Marte_ y el
_Mercurio y Argos_. Aunque colocada y movida con suprema elegancia esta
_Venus_, no es una diosa, sino una bellísima mortal. Emilio Michel dice
de ella que «no tiene nada común con la divinidad clásica a que nos han
acostumbrado las obras de los maestros italianos»[85].
Quien así representaba a los dioses inmortales no había de tratar con
mayor consideración a los filósofos que dudaban de ellos.
Como si hubiera leído al autor de los _Dialogos de las cortesanas_, que
describe a _Menipo_, viejo, calvo, sucio, desarrapado y haciendo burla
de toda sabiduría, Velázquez lo pintó calado el chapeo mugriento y
envuelto en una capa raída, bajo la cual, asoman las piernas, que cubren
medias asquerosas de paño burdo y zapatos para los que fuera un insulto
la limpieza. Los libros y pergaminos que hay a sus pies, son emblema del
desprecio que le inspira el prójimo, y aún lo denota mejor la sonrisa
entre socarrona y descreída con que se le fruncen los labios[86].
_Esopo_[87] es más viejo y va no menos andrajoso: forma toda su
vestimenta, un sayo pardo raído y polvoriento: lleva una mano metida en
el pecho, y en la otra arrimada a la cadera, sostiene un voluminoso
pergamino. Lo mismo tienen estos dos de griegos y filósofos, que Marte,
Mercurio y Argos, de deidades olímpicas: es decir, nada. Pero si en el
modo de designarlos hay algo de bautizo caprichoso y arbitrario, todo lo
restante es en ellos asombrosa verdad: no pueden imaginarse tipos más
perfectos de esa suciedad y desorden con que el cuerpo y las ropas, el
continente y el semblante, acusan la perturbación del pensamiento: de
su orgullosa filosofía a la pérdida de la razón no hay más que un paso.
_Las Hilanderas_[88] es obra tan popularizada por toda clase de
reproducciones que no ha menester descripción: además, la palabra es
impotente para dar idea de sus principales encantos que son la atmósfera
y el color. Hay manera de decir dónde y cómo están colocadas las
figuras, sus tipos, posturas, ademanes y ropas: lo inexplicable es la
vida que hay en ellas, el ambiente que les rodea y las distancias que
separan los cuerpos y diferencian las cosas, creando un conjunto tan
animado y movible como la misma realidad. El lugar de la escena es un
taller de la antigua fabrica de tapices de Santa Isabel: los personajes
principales son cinco obreras entregadas a la labor. Una, ya vieja, esta
hilando en rueca de torno: con la mano izquierda da vueltas a la rueda,
cuyos radios parecen hacer vibrar el aire: en la diestra sostiene el
huso, mientras vuelve naturalmente la cabeza para hablar con una
compañera que al tiempo de alejarse sujeta un pesado cortinón. Otra, al
lado opuesto de la composición y sentada de espaldas al espectador,
desenreda con la mano izquierda la madeja enmarañada en una devanadera
sosteniendo en la derecha el ovillo, en tanto que parece oír lo que le
dice una jovencilla que se le acerca trayendo un cesto. En el centro,
medio arrodillada, esta la quinta ordenando o recogiendo paquetes de
lana desparramados por el suelo, y al fondo, en otra segunda estancia de
piso realzado, en una atmósfera más clara que la de la acción
principal, envuelta en los rayos del sol que penetran por la izquierda,
hay dos damas de gentil talante entretenidas en examinar un tapiz
colgado del muro y otra que mira de frente como atraída por la hermosura
de la trabajadora del primer término que desenreda la madeja de la
devanadera. Esta moza, que muestra desnuda la espalda, ambos pies, el
brazo y parte de la pierna izquierda, es quizás la más gallarda figura
de mujer que pintó Velázquez. En ella parecen haberse refugiado toda la
lozanía, gracia y vigor que se echa de menos en los cuerpos enclenques y
los rostros paliduchos de las infantas y las reinas. Las partes y
miembros que en ella cubren las ropas aparecen acusados por los pliegues
de los paños; bajo la camisa y el refajo se adivinan formas llenas y
gallardas, duras y redondas, creadoras de un tipo que pudiera ser modelo
de una estatua erigida a la juventud o la hermosura. No se puede
expresar por qué; pero sus proporciones, su actitud, la forma de su
cabeza, el movimiento que hace, el modo de extender el brazo, la
delicadeza con que arquea los dedos, le dan en totalidad un aspecto
clásico en el más alto sentido de la palabra: y se le ocurre a uno
pensar que si se descubrieran obras de pintores griegos se hallaría algo
parecido a esa mujer gentil y airosa, bella y fuerte, que habiendo
nacido en Lavapiés o Maravillas es digna de haber pisado las plazas de
Atenas y Corinto.
Con otra escena tan natural y sencilla como la representada en las
_Hilanderas_ creó Velázquez una maravilla mayor: _Las Meninas_[89].
El origen y momento, si así puede decirse, del cuadro es fácil de
reconstruir. Velázquez estaba retratando a los Reyes cuando entretenida
en sus juegos vino a colocarse cerca de él la Infanta Margarita con sus
meninas y enanos; el grupo que formaban seduciría a los regios padres de
la niña tanto como al artista y se acordaría que éste pusiese manos a la
obra.
A la izquierda de la composición, con paleta, tiento y pinceles, esta
Velázquez en pie ante un gran lienzo que se ve por el revés, en actitud
de mirar a los Reyes, cuyas figuras se reflejan en un espejo de marco
negro colocado en la pared del fondo. En el centro esta la Infanta
Margarita, que representa cuatro o cinco años, ricamente vestida, en
actitud de tomar un búcaro de agua que le presenta en actitud
respetuosa, viniendo de la izquierda, la graciosa doña María Agustina
Sarmiento. En la misma línea a la derecha otra menina no menos
agraciada, doña Isabel de Velasco, y la enana Maribárbola de feo
semblante y descomunal cabeza miran de frente hacia donde están los
Reyes sentados; ante esta horrenda criatura hay en el suelo echado y
dormitando un mastín que parece pronto a levantarse y huir mansamente
para que no siga hostigándole con el pie Nicolasito Pertusato, enanillo
alegre, esbelto y bien vestido como juguete vivo, cuya postura y
movimiento no hubiera sorprendido mejor una instantánea fotográfica.
[imagen: MUSEO DEL PRADO
LAS HILANDERAS
Fotog. M. Moreno]
Tras este grupo de la Velasco, los enanos y el perro están en pie
hablando entre sí dos personas de la servidumbre; un guardadamas
severamente vestido de negro y doña Marcela de Ulloa, _señora de honor_,
con tocas que parecen monjiles. Ocupan la pared de la derecha ventanas
y espacios intermedios entre ellas: en la del fondo hay en la parte
superior dos grandes cuadros; bajo ellos el espejo donde se ven
reflejados los bustos de doña Mariana y Felipe IV: y en último término
se abre una puerta de cuarterones fuertemente iluminada por la luz de
otra estancia, destacando sobre el intenso claror del hueco, la figura
del aposentador de la Reina, con la mano puesta sobre una cortina. Los
personajes principales que ocupan la primera línea de la composición,
Infanta, damitas, perro y enanos, están iluminados de frente y de alto a
bajo: Velázquez queda algo en sombra: junto al traje obscuro del
guardadamas, resaltan el busto gentil y la faz simpática de la dama de
las tocas y en el fondo contrastan y se diferencian por su distinta
intensidad la luz reflejada en la superficie del espejo y la directa e
intensa que penetra por la puerta. Sorprende a primera vista la altura
de techo de aquella estancia pero pronto explica la observación que
sirve para darnos idea exacta de las proporciones de los cuerpos, y
además para contribuir a la ilusión de las distancias, efectos
conseguidos en esta obra inmortal, mas que con líneas y colores, con la
combinación y contraste de luces que, aislando objetos y personas, les
hace parecer circundados de aire respirable.
Razonar las bellezas de _Las Meninas_, explicando en qué consisten y
porque causan impresión tan honda, equivaldría a escribir un curso de
óptica, aplicada a la pintura.
Después de describir Palomino esta obra sin igual, cuenta que: «fue de
su Magestad muy estimada, y en tanto que se hacía asistió frequentemente
a verla pintar, y asimismo la Reyna nuestra Señora Doña María-Ana de
Austria baxaba muchas veces, y las Señoras Infantas y Damas, estimándolo
por agradable deleyte y entretenimiento. Colocose en el quarto baxo de
su Magestad, en la pieza del despacho entre otras excelentes; y habiendo
venido en estos tiempos Lucas Jordán, llegando a verla, preguntole el
Señor Carlos Segundo viéndole como atónito: _¿Qué os parece?_ Y dixo:
_Señor esta es la Teología de la Pintura_: queriendo dar a entender, que
así como la Teología es la superior de las Sciencias, así aquel quadro
era lo superior de la Pintura».
La frase de Lucas Jordán, es conceptuosa y rebuscada; pero, poco más o
menos, lo mismo han venido a decir luego algunos escritores modernos.
Teófilo Gautier al ver _las Meninas_, por primera vez, como si
confundiese lo real con lo pintado, preguntó: «_pero, ¿dónde esta el
cuadro?_» Pablo de Saint-Victor contó en él hasta tres atmósferas
distintas: Lefort dice: que es la última palabra de la pintura realista
y textual: Stirling afirma que allí Velázquez «parece haberse anticipado
al descubrimiento de Daguerre y tomando un grupo reunido en una cámara,
lo ha como por magia impreso para siempre en el lienzo»: Stevenson dice
que esta obra «es cosa única y absoluta en la historia del arte».
Nadie cree ya aquella tradición según la cual Felipe IV pintó en el
pecho de la figura de Velázquez la cruz de Santiago. Primero don Pedro
de Madrazo y Cruzada Villamil con documentos de Palacio, y después
Beruete de un modo definitivo con datos del archivo de las órdenes
militares, han puesto en claro cuando se concedió a Velázquez el hábito
de Santiago. Según las noticias que el último ha reunido y ordenado, la
cédula de otorgamiento esta firmada por el Rey en 12 de Junio de 1658.
En 15 de Julio presentó Velázquez de su puño y letra la propia
genealogía al Consejo de las Órdenes, que formó el expediente necesario
a las pruebas: aquel mismo día decidió el Consejo que se abriese
información en Monterrey y Tuy para lo que se refería a los ascendientes
de la línea paterna, y en Sevilla a los de la madre. Don Gaspar de
Fuensalida prestó la fianza de 300 ducados: la prueba duró algunos
meses, y en ella declararon Carreño, Zurbarán, Ángelo Nardi, el Marqués
de Malpica, el portugués Marqués de Montebello y Alonso Cano, el cual
afirma que «jamás oyó decir que Velázquez practicase el oficio de pintor
ni hubiera vendido cuadros, sino que los hacía por gusto en obediencia
del Rey para ornato de Palacio, donde desempeñaba cargos honrosos».
Esto, después de aquel famoso fallo del Real Consejo de Hacienda
eximiendo del pago de la alcabala a la pintura y reconociéndola como
arte liberal, cuando en las cuentas del Bureo continuamente se hablaba
de pagos y atrasos cobrados por Velázquez como pintor del Rey, es de lo
más tristemente cómico que puede imaginarse y de lo que mejor pinta la
necia vanidad de entonces.
Concluidas las pruebas, el Consejo de las Órdenes aprobó la edad,
limpieza de sangre y descendencia por línea recta, mas no consideró
noble a Velázquez por parte de padre ni de madre, y aunque el pintor
atestiguó que sus ascendientes no habían pagado nunca el tributo
llamado _la blanca de la carne_ de que estaban exentos los nobles, el
dictamen fue negativo, y Felipe IV, tuvo que pedir al Papa dispensa por
falta de nobleza. Llegó el breve firmado por el Pontífice en Albano a 7
de Octubre de 1659, y aún fue preciso que el Rey hiciese hidalgo al
pintor para que pudiera cruzarse: por fin en 27 de Noviembre de aquel
mismo año, se extendió la orden que le confería merced tan deseada.
Cuenta Palomino, que al día siguiente, cumpleaños del Príncipe Felipe
Próspero, se celebró la ceremonia de la toma de hábito, y al volver
Velázquez a Palacio, fue de S. M. muy bien recibido. Y en distinto lugar
de su obra refiere, que después de muerto, mandó el Rey que en su figura
del cuadro de _Las Meninas_, se le pintase sobre el pecho la cruz de
Santiago.
Esto nos da ocasión para hablar de cuantas veces se retrató Velázquez.
En los museos y colecciones particulares del extranjero, hay muchos
retratos suyos que se supone hechos por él mismo. Bürger, en el catalogo
que añadió a la obra de Stirling, cita siete: Lefort, habla de nueve: si
se hiciera caso de las listas de ventas célebres verificadas en lo que
va de siglo, sería forzoso admitir que don Diego pasó una gran parte de
su vida retratándose. En realidad, sin contar el que «para admiración de
los bien entendidos y honra del arte» se ufanaba de poseer Pacheco[90],
pintado en Italia durante el primer viaje y que se cree perdido, hay
cuatro de autenticidad indudable, ya por el estilo, ya por las
composiciones en que figuran: el de _Las lanzas_; el del Museo de
Valencia, hecho pocos años después, que según cuantos lo han estudiado y
copiado, ha padecido mucho entre injurias del tiempo y repintes o
restauraciones inhábiles; el del Museo del Vaticano,[91] notabilísimo
por su ejecución, teniendo ya cerca de cuarenta años; y finalmente el de
_Las Meninas_. En éste, a pesar de haberse modestamente colocado en el
segundo término de la composición y casi en sombra, se le percibe muy
bien. Era moreno de rostro, viva la mirada, tan abundoso el pelo, que
acaso sea peluca, de gentil talle, galán y airoso, con esa hermosura
masculina, que consiste antes en la simpática expresión de la fisonomía
y natural elegancia de la persona que en la corrección de las líneas:
tipo muy de su tierra que pudiera aceptarse como la personificación del
caballero español de su tiempo. Es de observar en este retrato, que
nacido don Diego en 1599, y pintado el cuadro en 1656, no representa los
cincuenta y siete años que tenía.
En opinión de muchos, que acaso pequen de ligeros, Velázquez _no sintió_
los asuntos religiosos. Según ellos, su tendencia a la mera imitación de
lo que podía ver y observar era opuesta a la exaltación de espíritu
necesaria, para concebir y representar personas divinas, misterios y
milagros. En mi humilde juicio se ha exagerado mucho en este sentido. No
fue ciertamente un místico: media un abismo entre la amorosa admiración
a la Naturaleza que revelan sus cuadros y el desprecio del cuerpo, _la
envoltura carnal_ el _vaso dañado_, como le llaman las obras de los
teólogos de aquel tiempo, y de cuya doctrina se hicieron intérpretes
casi todos los pintores. Velázquez experimentaba esa adoración a la
forma, por sí misma, que es el rasgo propio de los grandes artistas: tal
vez veía en la belleza la principal manifestación de la suprema bondad,
y no gustaba de mermarle sus encantos. Cuando trató fealdades, como en
los bufones, envolvió aquellas injurias a la Naturaleza en ese
resplandor moral que se desprende de lo verdadero: pero jamás para
expresar ideas determinadas privó a la forma humana de sus excelencias y
primores. No hizo, no podía hacer Cristos feos de puro demacrados,
Vírgenes sin gracia en fuerza de querer representar pureza, mártires
chorreando sangre, anacoretas cadavéricos, rostros consumidos ni
miembros donde estuviera maltratada y desconocida esa dignidad de la
forma, que es también una alabanza para el Hacedor: debía de amar antes
al Dios que crea, conserva y embellece, que al que destruye, aniquila y
afea; era creyente y no fanático.
Sus cuadros lo atestiguan. El de la _Adoración de los Reyes_ es, ni más
ni menos, lo que hacían los demás artistas de entonces; Zurbarán por
ejemplo: pero el _Cristo flagelado_, de Londres, aún después del
suplicio conserva la belleza del vigor y el _Cristo crucificado_, de
Madrid, en el momento de morir resplandece por la pureza de sus líneas:
en ambos casos dio a la figura divina la hermosura por atributo.
Veamos las otras dos composiciones que pintó de asunto cristiano, y nos
persuadiremos de que sin dejarse absorber por el ascetismo lúgubre que
dominó a sus contemporáneos, sabía expresar poética y severamente lo
religioso.
En la _Coronación de la Virgen_,[92] que hizo para el oratorio de la
segunda mujer de Felipe IV, exceptuadas las cabezas de Cristo y del
Padre Eterno, que realmente son vulgares y carecen de majestad, todo lo
demás es propio de un fervoroso creyente. Si se prescinde en el arte
español de las _Concepciones_ de Murillo, y en las escuelas flamencas de
las antiguas Vírgenes, representadas con sin igual ingenuidad y pureza,
¿qué semblante hay más noble y divinamente humano que el de la Virgen de
este lienzo? Y la gloria anegada en luz, y las cabecitas de los
serafines, envueltos en clarísimos resplandores, ¿qué tienen que
envidiar a los cielos y los ángeles del gran Murillo?
Sin embargo, quizás sea este el cuadro más discutido de Velázquez, hasta
en lo que se refiere al color: pues al paso que unos críticos y pintores
lo consideran como afeado por agrios contrastes y desentonos entre los
rojos amarantados casi vinosos, y los azules intensos, otros creen que
es la obra donde logró ser más colorista, mostrando su predilección por
los maestros venecianos y su afición a la manera del _Greco_. Esta
opinión es en mi juicio la que acierta: pues aunque las túnicas
carminosas y moradas del Padre Eterno, de Jesús y de la Virgen,
consideradas aisladamente, pudieran parecer ingratas a la vista, no lo
son merced a la habilidad y buen gusto, superiores a todo encomio, con
que están sus tonos hermanados por una serie de gradaciones intermedias
en que dominan los grises, ya pálidos, ya intensos, luminosos y
plateados, viniendo a formar una armonía encantadora, y acaso la más
brillante impresión de color que ideó Velázquez. Por último, la
tonalidad general de este cuadro, que puede causar en un museo efecto
poco favorable, estaría de fijo calculada conforme a la decoración y
ornato del oratorio donde había de figurar.
En _San Antonio Abad visitando a San Pablo, ermitaño_[93], no falta
tampoco espíritu religioso, sino, por el contrario, tiene la escena todo
el austero carácter que requiere su índole. No podía Velázquez,
adelantándose a las exigencias de fidelidad y color local que pide la
crítica moderna, dar a los personajes y al sitio el aspecto propio de
Oriente que debieran tener. San Pablo, huyendo de la persecución
organizada en tiempo de Décio, se pasó de la Thebaida inferior al
desierto, y aquellos lugares, no eran fáciles de estudiar para un
artista a mediados del siglo XVII, suponiendo que se le ocurriese; pero
él, con superior instinto, buscó un paraje solitario de imponente
grandeza, acaso de lo más abrupto del Guadarrama, y allí, entre ingentes
peñascos, a la entrada de una espelunca, colocó a los anacoretas en
graves posturas, poseídos de unción y llenos de dignidad. Hasta la bien
calculada desproporción que existe entre sus figuras y el grandor
descomunal de las rocas da al conjunto aspecto solemne por el contraste
que forma la grandiosidad de la Naturaleza con la pequeñez humana. El
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