La Montálvez - 02

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en todas partes estorbaban y de todas partes se caían. El espíritu era
digna joya de tal estuche: quebradizo, avinagrado y herrumbroso. Daba
compasión contemplar aquel ser que parecía un castigo providencial de
ciertas injusticias y flaquezas de sus padres. Más que un niño
enfermizo, era un enano decrépito. Por razón de su miserable naturaleza,
nada se le había enseñado; así es que, contando ya más de quince años,
no sabía deletrear. Por el contrario, se le había dejado en completa
libertad de hacer todo cuanto le diera la gana; pero tan hastiado estaba
de ser libre y de campar por sus caprichos, de romper, de manchar, de
alborotar y de dar tormento impunemente a cuanto respiraba y se movía en
su derredor, que ya solamente se entretenía con las contrariedades y las
resistencias, por hallar el placer de vencerlas y de atropellarlas. Y
había que presentárselas, o fingir que se le presentaban, para darle
gusto y sacarle por un instante del mortal desfallecimiento en que caía
en cuanto le faltaba el aguijón de un apetito que pusiera en actividad
el cordaje de su desconcertada máquina.
Es verosímil que la contemplación continua de este desconsolador
espectáculo tuviera gran parte en los cambios geniales de la marquesa;
y, sin embargo, no concordaban tampoco las manifestaciones de ésta con
la tristeza y gravedad del motivo, aun sin tener en cuenta los extremos
de locura a que la condujo el nacimiento de aquel hijo tan deseado.
Cierto que continuaba siendo esclava de sus antojos; pero no con la
abnegación incansable de antes. Aquella esclavitud no era ya amoroso
entretenimiento, sino carga abrumadora, cruz de enorme peso. Llevábala
con paciencia, pero no sin cansancio. ¿Consistiría esto en que sus
propios males la hacían más insensible para los ajenos, o en que,
robándole los alientos del espíritu, agostaban el campo de sus ilusiones
y vanidades, e imprimían nuevo y más sosegado ritmo a los impulsos de su
corazón? Pero, en este caso, ¿por qué no se cumplía la ley con igual
rigor en lo tocante a las pompas del mundo? ¿Por qué continuaba
pagándose de ellas con el mismo fervor del primer día? Posible era
también que el convencimiento que necesariamente tendría de que para la
enfermedad de su hijo no había humano remedio, le quitara, con la
esperanza de conservarle, las fuerzas para sufrirle; pero, en este caso,
¿qué pensar de la calidad de aquel extraño sentimiento que se manifestó
en la casa, haciendo a todos los moradores de ella siervos pacientísimos
de la tiranía del presunto heredero de los títulos de su padre?
Lo cierto era que el enfermo se moría poco a poco; que su madre, aunque
lo sabía muy bien, no daba muestras de apurarse por ello, y que ya no
era Verónica quien pagaba, como en otros tiempos, todos los vidrios
rotos de la casa.
Por lo tocante al marqués, tampoco se preocupaba gran cosa con el estado
mísero de aquel su retoño, cuyo nacimiento tantas extravagancias y
sandeces le había hecho cometer. Bastante más le quitaban el sueño otros
cuidados. Habíase dado con pasión a la política; y mientras arreglaba
ciertos comprobantes, de muy mal arreglo, para que le nombraran senador,
perseguía, con escasa fortuna, una credencial de diputado cunero. No
salía del salón de Conferencias, ni de la tertulia del ministro de la
Gobernación. En casa paraba poco, pero hablaba mucho, y siempre de su
pleito; no a la manera llana y familiar de otros tiempos, sino en estilo
declamatorio y rimbombante, y tomando pretexto de todo para ensayar
papeles de tribuno. Comíale el prurito de la solemnidad y de las grandes
frases, y más de una vez le arrastraron sus obsesiones parlamentarias al
extremo de replicar a su mujer en un diálogo prosaico sobre temas de
cocina, con un «¡Su señoría se equivoca!» que, por lo campanudo y
resonante, hubieran envidiado los más famosos adalides del Congreso.
No eran de fácil arreglo los susodichos comprobantes para lograr la
senaduría, porque las rentas propias, vueltos los manantiales al bajo
nivel en que estaban antes de fomentarlos su suegro con el copioso
caudal de sus talegas, no llegaban hasta donde la ley quería. Y ésta fue
otra de las novedades con que se halló la colegiala al volver a su casa.
De la cual novedad llegó a enterarse por los comentarios de su padre a
cada batacazo del expediente, que no salía de un atolladero sino para
caer en otro más hondo. Si esta merma procedía de los banquetes y otras
parecidas _travesuras_ con que el marqués trataba de hacerse visible, y
hasta _ministrable_, entre los hombres políticos de mayor talla, o de
las enormes sumas que le costaba a la marquesa sostener el esplendor de
su jerarquía a la altura en que le había colocado de recién casada, o de
lo uno y de lo otro, que era lo más seguro, no cayó la hija en la
tentación de averiguarlo. Bastábale saber que el lujo y la abundancia
rodaban por aquellos suelos lo mismo que antes, y que su abuelo, hecho
una ruina ya, aunque de mala gana y refunfuñando, acudía siempre a las
llamadas de la hija en sus continuos apuros.
¿Ni cómo pararse ella en reflexiones de mayor substancia? ¡Ella, que
siempre había sido allí la _puerca cenicienta_! ¡Ella, que llegaba del
colegio con la cabeza llena de fantasías tentadoras y el pecho atestado
de mortificantes deseos, y en todo cuanto la rodeaba veía recursos para
satisfacerlos, alas con que mecerse en los sonados espacios, llaves de
hechizos con que abrirlas doradas puertas que guardaban los descifrados
enigmas de su curiosidad insaciable!
Ocupaba un hermoso gabinete que se la había dispuesto ex profeso. Era
como la leyenda, en colores y substancias, de su fresca juventud, con
los obligados atributos de inocencias, candores y misterios pudorosos.
El arte y el cariño parecían haber trabajado con empeño en aquel nido
fantástico. Tan elocuente y expresivo estaba todo allí, que casi se
ruborizaba de sí propia la jovenzuela al desnudarse para meterse en el
cándido y esponjado lecho. ¡Lo que influye en los juicios y sentimientos
humanos el relumbrón del aparato escénico!...
Su madre no se hartaba de palparla, unas veces vestida, otras medio
desnuda; de medirla con ávidos ojos, de verla andar, y, aunque seca de
palabra siempre, de prodigar, a su manera, elogios a su precoz
desarrollo físico y moral, a la redondez de su cuello, a la tersura de
su garganta, a la expresión maliciosa de sus ojos, a la frescura de su
boca, a la esbeltez de su talle y a todas y a cada una de sus prendas
esculturales. Era mucho más exigente con la modista para sus vestidos
que para los propios, y la frase que más la halagaba en boca de sus
amigos, era la que envolvía un piropo para su hija. Llevábala a muchas
partes consigo, y se afanaba y desvivía para hacer cuanto antes, con la
debida solemnidad, su presentación en «el mundo».
El marqués no estaba menos admirado que su hija de esta transformación
de sentimientos de su mujer. ¿En qué consistía? ¿Por qué, a medida que
iba resignándose sin esfuerzo a quedarse sin el hijo, antes preferido,
se aficionaba tanto a la hija, despreciada y aborrecida ayer?
«Dios me lo perdone--dicen en este pasaje los _Apuntes_--, si en el
supuesto me engaño, porque bien pudiera ser causa de mi juicio el
recuerdo de lo pasado; de aquel desdén, que rayaba en antipatía, con que
empapó mi corazón, en una edad en que arraigan las impresiones para el
resto de la vida; pero yo no vi nunca en las nuevas atenciones de mi
madre uno solo de esos reflejos que llegan al alma y hacen latir al
_unísono_ dos corazones. Si me amaba, no sabía expresarlo, o yo era
incapaz de sentirlo. Esta es la verdad. Y si sus actos no eran
determinados por el amor, había que suponerlos hijos de otro sentimiento
bien distinto. Autoriza a creerlo así el hecho de que todos los consejos
que entonces me dio se dirigían a hacerme mujer elegante y distinguida;
ni uno solo a hacerme honrada. A pesar de ello, no considero esta falta
gravísima como signo de perversidad del alma. Esta falta y otras como
ella, son, en determinadas gentes, obra de ciertas deficiencias, a veces
constitutivas, a veces impuestas por la educación; falsas ideas que se
adquieren de las cosas, por el modo erróneo de considerarlas. El
corazón, al cabo, es una máquina que tiene en la cabeza el tornillo
regulador de sus impulsos.»
Como su abuelo salía ya poco de casa, cuando no podía ir a la de sus
hijos, iba la nieta a visitarle. ¡Cuánto la agradecía estas visitas el
pobre viejo!
--Es triste--la decía--vivir solo a esta edad y lleno de achaques. Todo
el año es invierno para uno; todos los celajes obscuros; todas las
esperanzas negras, ¡muy negras! Tú, que asomas ahora, hija mía, por las
puertas de la vida, y porque, comparándolo con lo poco que llevas
andado, se te figura que es interminable el camino que te falta por
andar, no te dejes seducir de esta ilusión. Porque es una ilusión, nada
más que una ilusión: créeme a mí. La vida es breve, muy breve; y si se
comienza andando muy de prisa, se va por la posta. Cuando quieras
fijarte en ello, tendrás la cabeza blanca y la cara llena de arrugas; y
de allí ya no se retrocede ni con la fuerza de la desesperación: al
contrario, cuanto mayor sea el empeño, más irresistible es el empuje del
tiempo, que no para jamás. Para que las canas y las arrugas no te
sorprendan ni te espanten, no hay más que un remedio: andar con pies de
plomo en la juventud, y acopiar algo de lo que fructifica durante ella,
para que nos anime y conforte en las tristezas y soledades de la vejez.
De todos estos acopios, ninguno tan importante ni eficaz como el de una
conciencia tranquila. ¡Si tú supieras el valor que tiene este consejo
por ser mío!... Dígote todas estas cosas siempre que te veo, y aunque sé
que te aburren, porque no hay en tu casa quien te las diga. Tu padre...
¡valiente padre está el tuyo! Tu madre... no quiero decirte ahora lo que
pienso de tu madre. Por de pronto, Dios ha castigado sus injusticias
contigo, haciendo aborrecible cruz para ella lo que con tan locos
extremos puso sobre su cabeza y aun por encima de todas las leyes
divinas y humanas... Por supuesto, que ese hijo se le muere, y se le
muere muy pronto, y ella lo sabe y se queda tan fresca. ¿Puedes tú
explicar este contrasentido? Yo podría si quisiera; pero no quiero,
porque, al fin y al cabo, no estoy tan limpio como debiera estarlo, de
la culpa de los estúpidos extremos de tus padres al nacer tu infeliz
hermano. ¡Ah, si yo hubiera tenido entonces un poco más de carácter y no
me hubiera dejado vencer de ciertas debilidades!... En fin, ya no tiene
remedio. Lo mejor es que tu madre te mira ya con buenos ojos... ¡Pues
podía no! ¡Caramba, cómo te vas redondeando, y qué guapísima estás!
Vaya, que da gusto mirarte. ¡Chica más precoz y más...! Mira, cuando
entras por esas puertas, parece que asoma la primavera y que cantan los
pajaritos en esta casa. ¡Si me sabrán a gloria tus visitas! ¡Dios te lo
pague, hija mía!
Y cuando llegaba aquí lloraba el pobre anciano, daba a su nieta un
sonoro beso en la frente; y después, casi siempre la hacía un regalo.
Ella le entretenía hasta hacerle reír con el relato de sus travesuras de
colegiala, o con el de los recursos a que apelaba para templar la
iracundia de su hermano, cada vez que, por obra de caridad, se acercaba
a él; y así llegaba la hora de marcharse. Dábale el abuelo otro beso,
recomendándola de nuevo que no echara en olvido sus advertencias; y
entonces cala ella en la cuenta de que, a pesar de lo sanas que eran,
por un oído le entraban y por otro le salían.
En una de estas ocasiones, o porque el abuelo se espontaneara algo más,
o porque fueran más vivas las tentaciones de la curiosidad de su nieta,
díjole ésta en crudo:
--Quiero saber lo que usted piensa de esas cosas de mamá. ¿Por qué me
trataba antes tan mal, y me contempla y mima tanto ahora?
El abuelo, como quien se desprende de algo que molesta, respondió al
punto y sin titubear:
--Primeramente, tu madre está deseando que se le muera el hijo, porque
la da demasiado que hacer y cada día le ve más enclenque, más feo y más
_imposible_; y ella no soporta hijos así ni para eso.
--Corriente; pero bien podía hallar insoportable a mi hermano, y no
quererme a mí tampoco.
--A ti, chiquilla, no te quiere ni pizca... lo que se llama _querer_
cuando se trata de otra clase de madres. Lo que hay es que la haces
falta: a su edad y con sus males, ya no puede esperar hijo más de su
gusto, como cuando nació tu hermano; y como eres hermosa y expansiva y
discreta, y prometes mucho para brillar en la carrera que ella está
terminando, ve en ti, con la supuesta obligación de acompañarte, un
hermoso pretexto para no retirarse del mundo cuando más enamorada está
de él. En fin, que te necesita para pantalla de sus incurables
vanidades; y, como cosa suya, cuanto más hermosa sea la pantalla, mayor
es su deseo de lucirla. Si fueras fea y tonta, antes se retiraría ella
del mundo que presentarse contigo en él. Por algo así desea que tu
hermano se las líe cuanto antes.
--Triste sería eso, abuelito, si usted no se equivocara.
--Pues te aseguro que no me equivoco.
--Sin embargo, papá no está en el mismo caso que mamá, por lo que a mí
toca, y tampoco quiere a mi hermano como le quería.
--Tu papá es un majadero a quien nunca le cupieron en la cabeza dos
ideas juntas. Desde que dejó de pensar en su hijo; en cuanto se
convenció de que no le servía para representar dignamente el papel de
_príncipe heredero_ de su augusta dinastía, se enamoró de los papelones
de político; y mientras esa farsa le preocupe, no se le dará un rábano
ya porque, con el hijo espirante, se os lleven los demonios en una noche
a ti y a tu madre..., sobre todo, si me llevan a mí también.
Aquí la nieta paralizó la lengua del desengañado abuelo, que tales cosas
decía, dándole, de pronto, un beso en cada mejilla, y despidiéndose
luego de él con una zalamería, de expresión tan confusa, que le dejó
dudando si era un embuste de su incredulidad despreocupada, o el
disimulo de una pesadumbre.


IV

Sagrario y Leticia, con un año de práctica en el mundo que aún no
conocía su amiga, eran como los pilotos que la enseñaban a cada
instante, con el dedo sobre los planos, cuanto le importaba saber de
aquellas regiones colmadas de visibles encantos y de tentadores
misterios. Ni ella se hartaba de preguntarlas, ni sus amigas se cansaban
de responderla; pues si era muy grande la curiosidad de la una, mayor
era el apego de las otras al papel de profesoras. ¡Con qué gravedad tan
cómica le desempeñaban algunas veces, y qué mezclados solían andar en
sus dictámenes el candor y la malicia! De aquellas cosas que eran el
tema de sus conversaciones, todavía no conocía Verónica más que lo que
había podido columbrar acompañando a su madre, no muchas veces, al
paseo, al teatro, o a tal cual visita o reunión de confianza, si no con
la librea de colegiala precisamente, con todas sus rozaduras frescas
sobre el cuerpo, y todas las cortedades, fingimientos y desentonos a que
obliga ese desairado carácter de crepúsculo invernizo: lo que se ve y se
sabe de un espectáculo, mirando por los resquicios de la puerta y oyendo
los rumores, del concurso, o leyendo mal y de prisa los contradictorios
relatos de los obligados cronistas; parvidades y probaduras que sólo
sirven para estimular y enardecer los apetitos. Sagrario y Leticia, en
cambio, habían traspuesto los umbrales, y eran ya espectadoras _de
adentro_; más que espectadoras, figuras principales de la gran comedia:
les era permitido, una vez en escena, disponer libremente de los
recursos propios para aspirar hasta al dominio de ella; mirar a los
hombres cara a cara; provocar sus lícitos atrevimientos; poner a prueba
la calidad y el temple de sus armas; luchar impertérritas y vencer
valerosas, o sucumbir apasionadas, que este es el fin, más o menos
remoto y a sabiendas, de todos los femeniles empeños en lo mejor de la
vida, y a ese solo paradero se va por donde las mujeres andan, cargado
el cuerpo de lujo y el alma de tempestades...; en fin, tocar y palpar
las realidades de los sueños de la colegiala y de sus entusiasmos de
recién llegada a las puertas del mundo.
Bien sabían las maestras con qué ansias aguardaba la neófita a que se
las abrieran; y por saberlo tanto, se complacían en aguijonear sus
impaciencias extremando el color de sus pinturas.
Todo cuanto se prometía, física y moralmente, en las niñas Leticia y
Sagrario, quedó sobradamente cumplido en estas dos jovenzuelas. Leticia
era una morena gallarda, correcta, sobria, _expresiva_ y dura, así de
formas como de palabra; temible en el manejo de ciertos recursos
externos, que en una gran parte de las mujeres resultan inofensivos
accesorios, y en otras tantas no pasan de simples detalles decorativos
de su belleza. Estas cosas, puestas en juego por Leticia, a pesar de sus
pocos años, eran todo lo que había que ver. Con tal destreza las
concordaba, que del diabólico conjunto resultaba un arma tremenda, algo
que llevaba la muerte en sus acometidas y era, al propio tiempo, escudo
impenetrable. Cuanto más se la estudiaba, menos se la conocía y mayor
era el empeño de conocerla. ¿Era frialdad de espíritu o fortaleza de
razón, la causa determinante de aquella su inalterable serenidad en
todos los actos ostensibles de su vida? ¿Era leal en sus amistades,
noble en sus inclinaciones, sincera en sus informes, honrada en sus
impulsos? Todo se podía creer y de todo se podía dudar, porque todo
cabía en ella en opinión de todas sus amigas. Entre los hombres
discordaban mucho los pareceres: según las ocasiones y las
circunstancias. En lo que convenían unos y otras era en que Leticia
había nacido con el «don de gentes», y en que no era cosa llana predecir
hasta dónde podía llegar la «mujer de mundo» formada sobre la base de
una joven de aquel carácter y de aquella singular naturaleza.
¡Sagrario!..., el ruido, la inquietud, la intemperancia, la vehemencia,
la sinceridad, la pasión; el día y la noche, la risa y el llanto. La
curiosidad seguía devorándola, y la avidez de impresiones la consumía.
No había asomo de juicio en aquella cabeza rubia que parecía el capricho
de un pintor lascivo, ni tacha que poner a la hechicera envoltura de
aquel temperamento tempestuoso.
--Va verás, ya verás--decía Leticia, andando Verónica en vísperas de
echarse al mundo--, ya verás como ese cacareado león no es tan fiero
como nos le pintan. Algo impone de pronto su mirada, y cierto respetillo
infunden sus bramidos; pero con un poco de serenidad y otro tanto de
cierta mafia que no ha de faltarte a ti, se le pasa la mano por el lomo
y hasta se le pone bozal y se le liman las uñas, como a un falderillo de
tres al cuarto.
--Lo mejor es--añadió Sagrario revolviendo un huracán con su abanico--,
no tenerle pizca de miedo, aunque ponga en las nubes sus rugidos y te
saquen tiras de pellejo sus zarpadas. Así hay lucha, y el triunfo
resulta más sabroso. ¿Qué creerás tú que es lo más malo de esta bestia
de mil caras? Las mujeres, ¡pásmate! Ahí están los rencores, las
envidias y el veneno. Ésas, ésas son las que necesitan látigo y hierro
candente: todas, y cada cual por su estilo, son peores. ¡Pero los
hombres!: mansos, humildísimos borregos que se gobiernan con un hilo de
estambre... No me dé Dios mayores enemigos.
--Según y como se los trate--se atrevió la novicia a replicar a
Sagrario, mientras Leticia se sonreía maliciosamente.
--No hay más que un modo de tratarlos, que yo sepa--repuso la rubia con
admirable sinceridad--: bien... Pero el caso es que aplicas este mismo
procedimiento, generoso y cortés, a las mujeres, y te resulta el efecto
contrario; y cuanto mejor te portas con ellas, menos te quieren y más lo
disimulan. ¡Si lo sé yo!
--¡Lo sabe! ¡Qué exageraciones!--exclamó aquí Leticia, no sé si por
contener a Sagrario, o por irritar más sus intemperancias geniales.
--¡Exageraciones!--replicó la rubia imitando la voz y los ademanes de su
amiga--. ¿Por qué? ¿Porque digo lo mismo que estás tú pensando?
--Pero, alma de Dios--repuso la otra--, si aún no hemos cumplido los
veinte años, y no hace uno que andamos por el mundo, ¿cómo hemos de
conocerle con tantos pelos y señales? ¿Qué sabes tú todavía cuál es
bueno ni cuál es malo, tratándose de hombres y de mujeres?
--¡Mucho, muchísimo!--exclamó Sagrario en un arranque de cómica
solemnidad--. Y dejemos a un lado los hombres, por ahora, que son unos
infelices que no se meten con nadie; ¡pero las mujeres!... ¿Piensas que
soy sorda? ¿Tiénesme por ciega? ¿Lo eres tú, por si acaso? ¿Y tantos
años se necesitan, andando entre ellas, para observar cuándo sus besos
son de judas, y puñaladas sus sonrisas?... Mira, _Beronic_ (la llamaban
todos así, en francés, como la habían llamado en el colegio, por quitar
el saborcillo sainetesco que teñía su nombre pronunciado en español), y
no te lo digo por meterte miedo, sino por todo lo contrario: porque
sepas que, providencialmente y porque no aburran por llanos los salones,
hay esas escabrosidades en ellos; lo que pasa es esto... y tenlo
presente para que no te acongoje al otro día la sorpresa del hallazgo:
por llegar, te comerán todas con los ojos; algunas te llenarán los oídos
de lisonjas; otras, la cara de besos; tú estarás ruborosa, algo trabada
con los estorbos de los elegantes arreos que nunca has arrastrado, y el
flamear de los honores con que te reciben en el gran mundo los veteranos
de él; pues porque te turbas, porque te trabas, y, sobre todo, porque
estás hermosa, te morderán las que te besan, las que te adulan y las que
te miran: las unas con la lengua, las otras con los ojos; y si no fueras
bonita, te morderían lo mismo por todos estos pecados y por el de ser
fea... ¿Te sonríes, Leticia?... ¡Qué pieza eres! Pues mira, ni siquiera
le pido a _Beronic_ las albricias del descubrimiento, porque esas cosas
las he leído infinitas veces en libros de escarmentados. Lo que he hecho
yo es comprobar el caso sobre el terreno, como ha de comprobarle esta
novicia, por torpe que sea de oído y de mirada, siempre que haga la
observación con un poco de malicia. ¡Pues si llegas a _tener ángel_ para
los hombres, y dan éstos en acudir a tu lado!... De risco que sean tus
carnes, han de sentir la mordedura de la más blanda de boca.
Leticia soltó aquí la carcajada.
--¿A que te sangran a ti todavía las cicatrices?--le dijo Sagrario,
encarándose valientemente con ella.
--¡Si no me río por eso, extremosa!
--Pues ¿por qué te ríes, prudente?
--Porque, en tu afán de abrir los ojos a ésta, vas a concluir por
hacerle aborrecible aquello mismo que tratamos de hacerle amable... y
que tanto nos gusta a nosotras.
--¡Bah!..., ese no es caso de risa.
--¿Lo dudas?
--Es que no lo creo. Te ríes de mis despreocupaciones, como tú llamas a
esta claridad que yo gasto, lo mismo en hechos que en dichos. ¡Como tú
prefieres el sistema contrario!... Pues mira, yo no me río del tuyo, que
te lleva al mismo fin que el mío: cuestión de temperamento y de gustos.
Por eso no le predico a ésta las ventajas de tal o cual camino para ir a
donde nosotras vamos: lo mejor es dejar a cada cual que marche por donde
más llano lo vea.
--Estamos conformes--dijo Leticia con gran formalidad, probablemente
forzada--. Pero sea o no caso de risa lo del cuadro que pintabas, es lo
cierto que tanto puedes recargarle de color, que llegue ésta a mirarle
con miedo.
--Por eso mismo--replicó Sagrario, golpeando a la aludida en un hombro
con el abanico cerrado--, he comenzado por advertirla que se lo cuento
para evitarle la sorpresa del hallazgo de ello; porque ha de saltarle a
los ojos, más tarde o más temprano, eso que yo tengo por uno de los
bocadillos más sabrosos de la mesa de nuestro mundo... ¡Caramba, y qué
bien salió este parrafejo! ¿Si iré para literata sin notarlo?... Con
franqueza, _Beronic_..., y perdona tú, Leticia, si hallas algo
_shocking_ la despreocupación: después del placer de ser codiciada de
los hombres de buen gusto, no hay otro que más halague mi vanidad que el
ser envidiada y aborrecida de las mujeres elegantes.
Con esta explosión de las ingenuidades de Sagrario, cuatro mordiscos de
la lima sorda de Leticia, y media docena de comentarios de la neófita,
no tan cortos de alcance como pudieron creer sus amigas, tomándolos en
toda su apariencia, terminó aquella entrevista, que no la enseñó mucho
más de lo que ella sabía o sospechaba.


V

Llegó, al fin, y por sus pasos contados, la tan esperada noche de mi
exhibición solemne. No conservo en la memoria los detalles minuciosos de
aquel acontecimiento, tan señalado en la vida de las mujeres de mi
alcurnia y de mis hábitos, porque, como todas las realidades muy
soñadas, ésta no me pareció de la magnitud en que me la habían forjado
las quimeras de la imaginación.
»Recuerdo que precedieron a la fiesta largas horas de punzante
inquietud, de ávida contemplación de mis flamantes y simbólicos arreos
de batalla, tendidos sobre lechos, sillones y cojines: desde el menudo
zapato de raso, hasta las flores de la cabeza, pasando por un océano de
sedas, encajes, plumas y crespones; todo aéreo, todo casto, todo
_simple_, como pedían y piden los estatutos de la _Orden_ para una
doncella de mi edad y condiciones, a quien no le es lícito, _todavía_,
albergar malicias en su cabeza ni torpes sentimientos en el corazón;
otras horas, no tan largas, en lo más recóndito de mi gabinete, entre
menjurjes, abluciones y atildaduras de tocador. En seguida, la ímproba y
conmovedora tarea de vestirme todos los dispersos perifollos: allí mi
madre, allí la doncella, allí la modista; yo, como un maniquí, rodeada
de luces y de espejos. El vestido, sin mangas y casi sin cuerpo,
dejábame las carnes, de cintura arriba, medio a la intemperie. Sentía yo
la impresión del aire tibio, más que en ellas, en algo tan profundo y
delicado, que, tras de golpearme las sienes, me obligaba a cerrar los
ojos y a tirar del escote del vestido hacia arriba, y de las mangas
hacia abajo; procedían en sentido inverso la modista y la doncella;
sonreíase mi madre; quejábame yo de que era mucho lo descubierto;
replicábanme, que, por lo mismo, y por ser bueno, había que lucirlo;
atrevime a mirarlo más despacio, y resigneme al fin, porque quizás
estuvieran ellas en lo cierto, amén de que lo imperioso del mandato
quitaba todo pretexto a mis escrúpulos.
»Ya estaba armada de punta en blanco: nuevas combinaciones de luces y de
espejos para verme a mi gusto por todas partes, y ensayar actitudes,
movimientos y sonrisas, y sorprender a hurtadillas la grata impresión
de todo ello en las caras de las tres espectadoras.
»En el salón inmediato aguardaba mi abuelo, que, en honor mío, había
hecho aquella noche «la calaverada» de ir a admirarme «vestida de
pecadora». Al verme aparecer, se quedó como asombrado. Pensé yo que se
escandalizaba, y me cubrí el seno con el abanico. Me dijo a su modo
muchas cosas, que tan pronto me sonaban a ponderaciones entusiásticas,
como a lamentos de pesadumbre. Atajele el discurso poniéndole mi frente
junto a su boca para que me diera un beso, y le pagué con otro resonante
en la rugosa mejilla, y unos cuantos embustes cariñosos, de cuyo efecto
mágico sobre el corazón del pobre hombre estaba yo bien segura.
»En esto, y mientras mi madre acababa de vestirse y de adornarse,
dijéronme que mi hermano deseaba verme.
»Acudí a su cuarto. Estaba en la cama, descoyuntado entre mantas y
almohadones. Por verme entrar, me llenó de improperios; detúveme dudando
junto a la puerta, y esto fue mi fortuna, porque con la última
desvergüenza me arrojó la palmatoria, que se estrelló contra el espejo
de un lavabo, a media vara de la cola de mi vestido.
»Volvime al lado de mi abuelo, entre asustada y risueña; y tras largo,
interminable rato de esperar a pie firme, por no ajar la tersura de mis
faldas, llegó mi madre con el aspecto y el andar de una matrona romana,
ocultando la cruz de sus achaques y los estragos de la edad con el
engaño de un cielo de fulgurante pedrería sobre otro caudal de sedas y
artificios.
»Mi padre andaba aquella noche ciegamente empeñado en sus caballerías
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