La Montálvez - 01

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La Montálvez
José María de Pereda


PARTE I


I

Pulcro y rollizo; suave y risueño, y, al mismo tiempo, solemne y
espetado; vulgar obscuro de meollo; rico, huérfano y libre; sin nervios
ni hieles en el cuerpo, ni señal de polvo de las aulas en la ropa;
vicioso a la chita callando; enamorado de su estampa, de su _talento_,
de su _elocuencia_, y especialmente de los timbres de su linaje, y
dejándose correr, con todas estas ventajas, a lo largo de la vida en lo
más substancioso de ella, sin otros fines que el regalo de la querida
persona, con la satisfacción de todos los apetitos, pero sin prefacios
de grandes desvelos, ni epílogos de incómodas harturas... eso era el
caballero marqués de Montálvez (título con polillas, de puro rancio);
eso era en los tiempos de su mocedad; y así fue tirando el pobre, sin
visible quebranto en la salud, aunque con muchos y muy gordos en el
caudal, hasta que le apuntaron la calvicie en el cogote y la pata de
gallo en los ojos. Entonces se decidió a casarse; y contra lo que era de
esperar de sus devociones y pujos aristocráticos, partió su blasonado
lecho con la hija única de un rico ex contratista de carreteras y
suministros, rozagante y frescachona, eso sí, pero no tan hermosa,
seguramente, como él la pintaba, quizás en su empeño de justificar con
la ley irresistible de una pasión desinteresada, una caída desde lo más
alto de las cumbres de su vanidad.
El _mundo_, del cual era el marqués uno de los más brillantes
sustentáculos, lo vela muy de otro modo; pero el recién casado no paraba
mientes en ello, o fingía no pararlas. Lo cierto es que la hija del rico
ex contratista hacía a maravilla el papel de marquesa; que el marqués
alimentó no poco la extenuada corriente de sus caudales con el copioso
manantial del bolsón de su suegro; que éste parecía muy complacido
viendo cómo lucían sus prodigalidades en la flamante jerarquía de su
hija; que la encopetada sociedad de la corte, a pesar de sus escrúpulos
y reparos de estirpe, propalados de oreja en oreja a escondidas de los
despellejados, abría de par en par a éstos las puertas de sus salones, y
que no eran las galas, ni el esplendor, ni el natural donaire de la
advenediza, lo que menos se aplaudía en ellos.
Cerca de dos años llevaba de consumado este matrimonio, y aún no daba
señales de lo que el marqués anhelaba con un ansia y un afán tan poco
disimulados, que más de una vez dieron motivo a los ingeniosos epigramas
de la gente encopetada, los cuales caían después, sin saberse cómo, en
medio de la vía pública, donde los recogían estudiantes, gacetilleros y
otras gentes nocivas, que los propalaban y esparcían por toda la
capital, y aun fuera de ella. Es muy singular el don que tiene Madrid,
con ser tan grande en comparación con una aldea, para vulgarizar tipos,
acreditar frases y poner motes.
Lo que el marqués deseaba con tan descomedidas ansias, era un hijo
varón; pero llegaron a pasar tres años, y lo deseado no venía. Al
cumplirse los cuatro hubo grandes barruntos de algo. Pero ¿qué sería? Y
esto se preguntaba a cada instante el buen marqués, y esto le
preguntaban a cada hora sus amigos y conocidos; y por adivinarlo,
aceptaba y rechazaba, según que se ajustaran o no a sus deseos, cuantos
síntomas y fenómenos internos y externos acepta como artículos de fe la
observación del vulgo, cuando la marquesa dio a luz una hembra.
Dudo mucho que se reciba con peor talante a un huésped desconocido que
se mete a las dos de la mañana en casa de su prójimo, robándole el sueño
y alborotándole el hogar, que a la recién nacida en el de sus padres, en
cuanto el doctor proclamó, en voz desfallecida y con gesto de terciana,
el sexo que la había tocado en suerte.
Bautizáronla con un poco de fausto, por el _qué dirán_, pero a
regañadientes; pusiéronla, como un castigo, el nombre de Verónica, entre
el barón de Castañares y la condesa viuda de Picos Pardos, que fueron
sus padrinos de mala gana; y por esto, y por el nombre, y por el chasco
y por todo lo imaginable, la fábrica de epigramas funcionó sin descanso
y la pusieron el aún mal desengrasado pellejito lo mismo que si la
inocente criatura hubiera sido causa voluntaria de aquellas caritativas
expansiones del ingenió maleante de los aristocráticos amigos de su
casa.
La entregaron inmediatamente al pecho mercenario de una nodriza; y por
la razón o el pretexto de que su madre no había quedado para atender a
los cuidados molestísimos de su crianza, se acordó que la nodriza se la
llevara a su aldea, en el riñón de la Alcarria.
Y allá la llevaron, con mucha _impedimenta_, eso sí, de pañales, y
mantillas, y gorros y cuanto había que apetecer en tales casos, y un
infolio de advertencias, prescripciones, avisos, encargos y hasta
amenazas, sin contar el dinero que a puñados les metieron en el bolsillo
a la nodriza y al zángano de su marido, que las había de acompañar en
el viaje. Esto era duro, durísimo, decía el marqués, para unos padres
tan blandos de corazón como ellos; pero el estado de la marquesa, tan
delicado en su convalecencia, y el temperamento de la niña, que era por
todo extremo _linfático_, según dictamen, casi en profecía, del doctor,
el cual temperamento hacia indispensable para ella el aire y la libertad
del campo, les obligaban a echarla de casa.
Y la echaron, así como suena, a los quince días de haber nacido en ella,
vírgenes sus tiernas carnecillas de esas vivificantes impresiones de que
no carecen los hijos del más haraposo menestral: las dulces caricias,
los besos amorosos y el blando y providente manoseo de una madre.
Diez y ocho meses bien cumplidos estuvo en la Alcarria; y refería
después la nodriza que, en las pocas veces que en ese tiempo fue el
señor marqués a ver a su hija, se le caía la baba de gusto al
contemplarla rodando por los suelos, medio desnuda, entre cerdos y
rocines, tan valiente y risotona, y tan sucia y curtida de pellejo, como
si fuera aquél su elemento natural y propio.
Cuando la volvieron a Madrid, viva y sana por un milagro de Dios,
alborotó la casa a berridos. Y no podía suceder otra cosa delante de
aquellos espejos relucientes, entre aquellas colgaduras ostentosas,
lacayos de luengos levitones y señoras muy emperejiladas, con lo arisca
y cerril que ella iba de la aldea. Con su padre se las arreglaba tal
cual; pero en cuanto su madre intentaba tomarla en brazos, más bien por
tema ya que por cariño, se retorcía como alimaña en cepo. Le daban miedo
hasta el centelleo de sus pendientes de diamantes y el olor de todos
sus menjurjes y perfumerías; y acaso, acaso, algo que su instinto
infantil vela en el yerto lucir de sus ojos y en el forzado sonreír de
su boca, que no era la golosina que arrastra a los niños a pegar sus
frescos labios en la faz regocijada de su madre.
Muy otra debió de parecer a la desabrida marquesa su hija cuando ésta
estrenó las primeras galas del hatillo que apresuradamente la hicieron
al llegar a Madrid, porque se dejó oprimir entre sus brazos sin
protesta, y hasta besar con estruendo en la mejilla.
«Aquel beso»--dicen los _Apuntes_ a este propósito--«fue el primero que
recibí de los maternos labios: le recuerdo como si le hubiera recibido
ayer; y esto debe consistir en que mi naturaleza estaba ávida de aquel
tributo que no se le pagaba, y la fuerza de la sensación, desconocida
hasta entonces, aguzó el instinto que ya columbraba los albores de la
inteligencia, y estampó el suceso, para no borrarse nunca, en las tablas
vírgenes de la memoria.»
A todo esto, y desde la vuelta de su nodriza al pueblo, la habían puesto
al cuidado de una niñera, que la sacaba a orearse por el Retiro tres o
cuatro veces a la semana, y dormía a su lado en una de las habitaciones
más apartadas de la de su madre, con el piadoso fin de que no la turbara
el sueño por la noche. Y eso que desde aquel beso, y por virtud también
de las ponderaciones que de la hermosura y gracias de la hija hacían
delante de ella las amigas de la madre, parecía que ésta la iba cobrando
cierta inclinación, que no disimulaba. Pero comenzó por entonces la
marquesa a sentir muy certeros e incómodos anuncios de otro heredero, y
esto la causaba grandes preocupaciones y molestias y «la quitaba el
gusto para todo».
Al abuelo, que estaba chocho con su nietecilla, le llevaba el diablo con
estas cosas: apostrofaba a la hija por su frialdad, y predicaba al yerno
por su injustificable indiferencia; pero el uno y la otra se encogían de
hombros por toda respuesta, y no revivía el extinguido fuego de amor a
la hija, que había chisporroteado un instante después del primer besó de
la madre. ¿Quién sabe el rumbo que hubiera tomado el astro de los
destinos de la niña sin los prosaicos inconvenientes en que fundaba la
marquesa su nuevo alejamiento de ella, y el acontecimiento que sobrevino
poco después?
El acontecimiento fue nada menos que la llegada al mundo del anhelado
varón. Todo fue júbilo entonces y locura y desconcierto en la casa, de
la cual pudiera decirse, sin gran exageración esta vez, que fue echada
por la ventana. Se revolvió medio Madrid para el bautizo; medio Madrid,
que le comió al marqués, digo, al abuelo, medio costado; se consiguió
elegir los padrinos entre lo más cogolludo de la nobleza, y se le
pusieron al flamante heredero todos los nombres de los grandes reyes, de
los mayores santos del cielo, de todos los conquistadores célebres, y de
los más gloriosos poetas y artistas de la tierra. Entre tanto, el recién
nacido, más que criatura humana, parecía un ratón en salmuera: ni era
mucho más grande, ni más rollizo, ni más pulcro, ni mejor encarado.
Nació gimiendo; entre gruñidos y pataleos recibió el agua del bautismo,
y gruñendo volvió a casa y continuó, sin cesar, muchos días, comiéndose
los puños apretados y perneando rabioso, como sapo clavado en estaca,
mientras la pacífica y rozagante Verónica, olvidada de su familia en el
último confín del hogar, no se moría de hambre porque la niñera cuidaba,
de propio impulso, de esos y otros menesteres.
Desde aquellos días se echó en la casa de los marqueses de Montálvez una
raya por debajo de lo vivido hasta allí, y se abrió una vida nueva, cuyo
centro, cuyo eje, era el recién nacido heredero de los títulos y
preeminencias de su padre; por lo que la pobre Verónica, elemento
principalísimo de la _vida vieja_, quedó entre lo más alto y olvidado de
la raya para arriba, como trasto inútil en obscuro desván.
No puede negarse que el _medio ambiente_, tan traído y tan llevado ahora
por la gente de mi oficio, influye mucho en la condición moral y hasta
en el desarrollo físico de los caracteres y de las naturalezas; pero no
es menos cierto que las hay de tal fibra, que, con ambiente y sin
ambiente, echan impávidas por la calle de en medio, y por ella siguen
sin torcerse ni extraviarse, aunque las ladren canes y las tiren
vestiglos de la ropa.
Prueba de ello es que cuando Verónica llegó a la edad de los celos y de
las envidias, y tuvo razón bastante para distinguir los halagos de las
durezas, no echó de menos los extremados mimos que se le prodigaban a
todas horas a su hermano, criatura de lo más encanijado, llorón y
cascarrabias que hubo venido nunca al mundo. La tenían sin cuidado los
tumultos que se armaban a cada instante en la casa porque el angelito no
comía, o se descalabraba, o tosía ronco, o se retorcía cárdeno y
pataleaba con un dolor de tripas; las ponderaciones que de su imaginada
hermosura se hacían delante de ella a parientes y amigos, que se
guardaban muy bien de afirmar lo contrario, y hasta los injustos
vituperios que se la enderezaban porque con sus juegos le quitaba el
sueño, o no discurría cosa con gracia para entretenerle y alegrarle. La
niñera no tenía otra obligación que la de mirar por ella y acompañarla
incesantemente; la quería de todo corazón, y era esclava de sus menores
caprichos; hacíanla estrenar un vestido cada semana, y no se ponía tasa
a sus antojos de juguetes. Con todas estas ventajas, hasta bendecía el
alejamiento a que se la condenaba en su propio hogar, porque, al fin y
al cabo, le procuraba una independencia de la cual sacaba ella mucho
partido para vivir a su gusto; y si hubiera conocido el placer de la
venganza, la hubiera hallado bien cumplida en los testimonios de cordial
amor que recibía de las _visitas_ y de los amigos de la casa, a
escondidas, por supuesto, de todas las gentes de ella.
Su abuelo persistía en el honrado propósito de arreglar más a justicia
estas cosas, que le repugnaban; pero su esfuerzo alcanzaba a poco. Por
de pronto, cada día se alejaban más de la casa de su yerno, porque cada
vez le eran más insoportables «las majaderías y sandeces» que observaba
en ella. Su naturaleza tosca, y los resabios adquiridos en los tratos y
contratos en que había pasado lo mejor de la vida, le hacían
incompatible con los hábitos aparatosos y refinadamente vanos y
teatrales de sus hijos; y como, además, era hombre sin retóricas,
desengañado y de muy poca correa, el menor reparo a sus crudos alegatos
le quitaba las ganas de exponer el segundo. Su misma nieta, objeto
exclusivo de los desvelos del pobre hombre, dudaba muchas veces si tenía
en él un protector cariñoso o un enemigo más de quien temer
contrariedades y desabrimientos.
--Pero, vamos a ver--decía el ex contratista a su hija cuando más
desatinados eran los extremos que ésta y su marido hacían en honor del
hijo varón--, ¿a qué vienen esas majaderías? Y ya que las hagáis, ¿por
qué pecáis por el extremo contrario con Verónica, que es una niña como
unas perlas? ¿Por qué detestáis a la una tanto como queréis al otro?
Negaba la marquesa que ni ella ni su marido dejasen de querer bien a su
hija, y hasta citaba en testimonio de ello el regalo en que la
mantenían.
--Es verdad--replicaba el abuelo--: atestáis de juguetes su escondite y
de vestidos su ropero, como se echan mendrugos a los perros en su
garita, para que no molesten con sus ladridos ni estorben con su
presencia, y acaso, acaso, porque los vean gordos y lozanos los vecinos.
Pero de aquí, de aquí (y se golpeaba sobre el corazón), de eso que
alimenta el alma y hace buena sangre a los niños, ¿qué dais a la
infeliz? Pues mira, y no lo olvides: hija que se acostumbra a vivir
entre la esquivez y el desamor de sus padres, si sale mujer honrada es
por un milagro de Dios.
Protestó contra el supuesto la marquesa, e insistió en que, desde que la
niña había nacido, se la amaba _cuanto se la debía amar_.
--Justamente--repuso su abuelo--, porque ni entonces, ni ahora, ni
nunca, habéis podido tragarla; y no la habéis podido tragar, porque lo
que se quería en esta casa no era familia por el ansia natural de
tenerla, ansia que sienten hasta los irracionales, sino un heredero
varón en quien vincular los relumbrones aristocráticos de tu marido,
como si importara seis maravedís que se perdiera la casta directa de ese
mentecato; y como a Dios no se le engaña, después de probaros la
voluntad y la mala entraña con la hija que os dio, sin merecerla, os ha
castigado en el varón que apetecíais..., porque ese niño ha de ser, está
siendo ya, vuestro castigo.
Con esto, dio media vuelta la marquesa y no pareció su padre en mucho
tiempo por aquella casa.
Y así fueron corriendo los años, y llegó Verónica a contar diez bien
cumplidos. Tenía una salud de bronce, y crecía y se redondeaba que era
una bendición de Dios: los amigos de la familia la comían a besos los
carrillos, y la decían verdaderas atrocidades mientras la volteaban en
el aire, o la echaban una zancadilla en un corredor o en mitad de la
escalera, siempre, por supuesto, a escondidas de sus padres y, sobre
todo, de su hermano, que cada día era más ruin y más inaguantable, por
envidioso y desabrido.
Como «había proyectos sobre ella», al decir de su madre, interinamente
la pusieron maestros de primeras letras y de música, con los cuales
aprendió a leer mal, a hacer palotes muy torcidos y a solfear
desastrosamente, por culpa, según dictamen del maestro, que era un
italiano famélico, de su mal oído. Esto, y el Catecismo de punta a cabo,
y una oración para cada acto de los más ordinarios de su vida, es decir,
para acostarse, para levantarse, para ir a comer, para salir a paseo,
etc., etc., y otras para cuando tronaba, pasaba el Viático por la calle,
ventaba muy recio, y así sucesivamente, enseñadas por su sirvienta, que
era una guipuzcoana muy devota, y tuvo la abnegación de no reclamar para
sí las alabanzas que el cura de la parroquia, que preparó a la niña para
la primera confesión, dedicó al celo cristiano de su madre, era cuanto
Verónica sabía en artes liberales y en letras divinas y humanas, a la
edad de once años y algunos meses de pico.
Al cumplir los doce se le revelaron los proyectos que había sobre ella,
los cuales se reducían a enviarla a Francia a _terminar_ su educación en
un colegio de los más afamados de París. No supo la niña, por de pronto,
si la noticia la alegró o la produjo el efecto contrario. No le agradaba
por lo que de colegio, es decir, de encierro y sujeción había en el
asunto; pero, en cambio, le deleitaba por tratarse de ver el mundo,
aunque de refilón y con trabas; de ir a París, de vivir en París, de
respirar el aire de París, de comer, en fin, y vestir y soñar en París,
nombre con el cual estaban atascados sus oídos y su cabeza, porque en su
casa no se hablaba comúnmente de otro asunto, ni entre las gentes que la
frecuentaban, ni en las casas que frecuentaba ella. París era lo mejor
de la tierra, y lo de París no tenía igual en el mundo, y al uso de
París se vestía, y se andaba, y se comía, y hasta se hablaba con agravio
de la lengua de Cervantes... y de la de Molière.
Y a París la llevaron en esta situación de ánimo, sin alegría y sin
penas, no contando las lágrimas que la arrancó del fondo del corazón el
desconsolado llorar de la niñera, en cuyos besos de despedida,
ardorosos, resonantes y mezclados con el llanto de sus ojos, sentía
palpitar el alma entera de la noble guipuzcoana. El desconsuelo de
aquella honrada mujer y el recuerdo de la cariñosa abnegación que la
debla, eran el único vínculo con que la hija de los marqueses de
Montálvez se sentía ligada a la casa paterna a medida que iba alejándose
de ella por el camino de Francia. No era suya la culpa. Su corazón no
podía dar otro fruto que el de las semillas que se habían depositado en
él.


II

Bien poco trabajo le costó hacerse a la vida y costumbres de colegiala.
Parte de esta fortuna se la debía a las condiciones de su carácter
acomodadizo y placentero; algo al no muy estimulante recuerdo de su
perdida libertad, y el reto a la feliz circunstancia de no haberse visto
un solo día verdaderamente aislada en aquel hervidero de chicuelas de
todas castas, edades, temperamentos y naciones. La fuerza de la
atracción, por imperio de la necesidad, arrastra, en tales casos, lo que
flota indeciso y como al azar, hacia su centro apetecido. Por eso, no
bien hubo llegado al colegio, cuando ya conocía de vista a todas las
españolas que había en él; en seguida formó entre las de su edad; luego
dio la preferencia a las madrileñas, y acabó por intimar con las que, de
éstas, pertenecían a su jerarquía social.
Así conoció a Leticia Espinosa y a Sagrario Miralta, vástagos ambas de
la más encumbrada aristocracia española, las cuales habían entrado en el
colegio un año antes que ella. Leticia, contra lo que su nombre
declaraba, era una morena triste, o, mejor dicho, serena y algo fría,
como esos días de otoño, de poco sol, de que tanto gustan los espíritus
contemplativos y melancólicos. Tenía hermosos ojos y muy correctas
facciones; y sin dejar de ser animosa para todo, faltaba casi siempre en
sus actos y en sus dichos el color de la sinceridad, lo cual se
atribula, más que a un vicio de su carácter, a que rara vez la animaba
el calor del entusiasmo.
Sagrario era una rubia inquieta y bulliciosa, ávida de impresiones, de
aire, de luz... y de golosinas. Fisgona impenitente, no había castigo
que la curase de la pasión de arrimar, ora el ojo, ora el oído, a todas
las rendijas y cerraduras de los aposentos; y, a creerla por su palabra,
¡qué cosas veía y escuchaba en aquellos vedados interiores! Su manía,
casi criminal, eran las _zangolotinas_, como llamaba a las mayores,
algunas de ellas vestidas ya de largo y con un pie en el estribo para
tomar la vuelta a sus hogares. A éstas las perseguía con una tenacidad y
un instinto de perro de caza. Espiaba sus actos, escuchaba sus dichos,
asaltaba sus dormitorios, revolvía sus equipajes, les abría los cajones,
se enteraba de sus cartas y les robaba las novelas que después
devoraban las otras..., porque tenían novelas y algunas profanidades
más, que eran contrabando allí; y, no conformándose con esto sólo,
relataba historias desvergonzadas ¡y hacía unos comentarios! A mi ver,
todo era una mala pasión de despecho, porque se recataban de ella y de
las de su grupo en sus entretenimientos y conversaciones.
Lo que sigue es, palabra por palabra, de la mano que escribió los
_Apuntes_:
«Si entrara en los reducidos términos de mi paciencia el propósito de
describir mi vida de colegiala con todos sus pelos y señales, larga
sería aquí la lista de los lances curiosos en que intervine yo, por las
intemperancias incorregibles de Sagrario y por la entereza glacial de
Leticia; pero no van por ahí las corrientes que me empujan en este
instante; y si menciono los nombres y principales rasgos de carácter de
estas dos compañeras, omitiendo los de tantas otras, es porque conservé
esas dos amistades durante toda mi vida mundana, y no influyeron poco en
la calidad de ella, lo mismo bajo el cascarón de crisálida en el
colegio, que cuando volé a mis anchas por el mundo con las alas de
mariposa.
»También habría mucho que hablar sobre el tema de la educación de las
jóvenes de mi pelaje, si por _educarlas bien_ se entiende, como debería
entenderse, la manera de hacer de ellas _buenas_ hijas y mejores madres.
Desde luego afirmo que estos hermosos fines no han de lograrse en
ciertos colegios ni en parte alguna donde la _distinguida_ y mal
acostumbrada educanda viva «a uso de tropa». De este modo se aprende
todo, si se aprende algo, como el soldado la táctica y las leyes
penales: maquinalmente y a la fuerza; y no se toma amor, sino miedo y
repugnancia, a las tareas y al _cuartel_ mismo, con sus largos y
desnudos pasadizos, sus enfilados dormitorios, sus lechos de contrata,
sus vigilantes antipáticos y su refectorio mal oliente. Llega a ser
insoportable el patio de altos muros, con los juegos de siempre y los
cánticos de todos los días, y el pasear en hileras, y el comer en
comunidad, y el recogerse y el levantarse a unas mismas horas y con el
mismo forzado silencio. Fatiga el ánimo la contemplación incesante de
unos mismos colores, de unas mismas caras, de unos mismos cuerpos, de
unos mismos uniformes, y, sobre todo, de aquel blasón de la casa, de
aquella cifra sempiterna reproducida en los muros, en los libros, en las
ropas y en los platos. Abruma el peso de la monotonía según van pasando
los meses y los años en esta vida reglamentada, y el demonio de la
indisciplina y de la rebelión llega a poseer a las colegialas de pies a
cabeza. Entonces se piensa con fruición hasta en las peripecias, en los
horrores de un incendio repentino de la casa; en la enfermedad del
profesor de Geografía, o en la prisión de la directora por mandato del
Gobierno...; en fin, en todo lo que pueda ser causa de que se altere y
descomponga, de cualquier modo, la máquina de aquel reló de piezas
humanas.
»Por eso la colegiala más querida de sus compañeras es la más indócil y
revoltosa y holgazana, la que más depresivos motes pone a las _madres_,
y más perturbaciones acarrea en el gobierno interior de la casa.
»A mí me enseñaron muchas cosas en libros, con la aguja, de palabra,
por escrito y hasta por señas y a toque de violín; pero sobre todas las
enseñanzas obligatorias en aquel colegio, prevalecieron las del mal
ejemplo de mis compañeras, más avispadas que yo, o más cargadas de
malicias y de años. Nunca me faltaron libros profanos, ni noticias
estimulantes de los placeres del mundo; y con este acopio y el que hice
por mí misma durante la relativa libertad que se me concedía cuando fui
_de las mayores_, viendo las cosas mundanas de tarde en tarde y a
deshora y con el rabillo del ojo, y contando diez y siete años muy
cumplidos, se dio por terminada mi educación en aquel afamado colegio
francés.
»Del cual salí diez meses después que mis inseparables amigas Leticia y
Sagrario, muy ducha en bailar, en hacer reverencias, en modular la voz,
en manejar el abanico y la cola del vestido de baile, en esgrimir los
ojos y la sonrisa, según los casos, los sexos y las edades, y en el
ceremonial decorativo y escénico de las prácticas religiosas; tal cual
en lengua francesa, materialmente al rape en obras de costura y
principios de economía doméstica, y casi, casi, en el idioma nativo; y
sobre todo esto, y por razón de los contrabandos del colegio y de las
incompletas ideas adquiridas en conciliábulos clandestinos, y la propia
observación hecha a medias con trabas y sobresaltos, y quizás también
por obra de mi temperamento o de mi carácter, franco y expansivo, un
ansia, que rayaba en voracidad, de ver el mundo por dentro, de conocerle
a fondo, de saborearle a mis anchas, sin los velos y cortapisas que a
las puertas de él me habían, hasta entonces, despertado los apetitos.
»Esto es todo lo que llevaba aprendido al volver a mi casa, cinco años
después de haber salido de ella, sin contar la persuasión íntima de que,
mientras no se invente cosa mejor que lo conocido, la educación menos
peligrosa y más esmerada de una niña será aquella en que más se deje
sentir la intervención amorosa de su madre, si, por su dicha, tiene
madre, y madre _buena_.»


III

Como el tiempo no pasa sin mudar la faz de las cosas, cuando volvió a su
patrio hogar la colegiala no dejó de hallar en él cambios y mudanzas que
la sorprendieron. Su madre tenía «achaques», y achaques graves, según
ella decía, apostándoselas al médico, que no mostraba gran empeño en
contradecirla. Estos achaques no la impedían frecuentar los salones de
«su mundo», ni la obligaban a tachar un solo renglón de su larga lista
de compromisos sociales, ni se revelaban, _a cierta distancia_, en su
cara frescachona ni en su apostura garbosa y elegante; pero es indudable
que los tenía, y muy hondos; achaques de matrona presumida, bien
sufridos y mejor tapados con heroicos esfuerzos de la voluntad y buen
acopio de sonrisas y menjurjes.
No fue esto un hallazgo, en todo el rigor de la palabra, para su hija,
que ya barruntaba algo de ello por las últimas cartas de la marquesa y
la propia observación en las dos visitas que la había hecho en el
colegio. Harto más se admiró al convencerse de que la inusitada dulzura
con que su madre la había tratado en París, y que ella tomó por disfraz
de añejas y naturales esquiveces, antes crecía que se agriaba en las
intimidades de la vida doméstica; y todavía fue mayor su asombro cuando
supo, por testimonios fidedignos, que la modificación genial de la
marquesa, en lo referente a este grave punto, databa de la misma fecha
que los achaques. ¿Cómo lo que de ordinario sirve para exacerbar los
humores y despertar las impertinencias, y hace inaguantables a las
gentes que son desabridas por naturaleza, había producido en aquel
_ejemplar_ el efecto contrario? No podía averiguarlo Verónica. Lo
importante para ella era el hecho, y el hecho bien a la vista estaba.
Otro suceso que fue completa novedad para la colegiala: su hermano tenía
achaques también; es decir, nuevos, muchos, demasiados achaques; pero en
este infeliz se cumplía rigurosamente la ley común: se le reflejaban
claramente en el espíritu los que le desorganizaban y consumían el
cuerpo. Era éste raquítico, sarmentoso y descuajaringado. Cada pieza de
él estaba mal avenida con la inmediata: las piernas se negaban a
sostener el tronco; el tronco forcejeaba por desprenderse de la cabeza,
y los brazos andaban de acá para allá sin saber a qué arrimarse, porque
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