La Montálvez - 04

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en substancia, a la gloria dudosa de haber pronunciado un discurso de
dos horas mortales sobre la langosta de la Mancha, que no escucharon
más que los taquígrafos y unos cuantos babiecas inexpertos de las
tribunas; al trabajo imponderable y continuo de atormentar
subsecretarios y directores, recomendándoles las querellas de todo
linaje de pretendientes desvalidos, con el único fin de acreditar sus
influencias; al oneroso vicio de solemnizar con un té a «sus amigos
políticos» cada discurso del Presidente del Consejo, o cada batalla
ganada por el Ministerio a las revoltosas oposiciones; a no tener hora
ni punto de sosiego, por estar pendiente de sus deberes de padre de la
patria y creerse obligado a tomar por lo serio y a sentir en su
ministerial epidermis cuantas cuchufletas y alegatos contra la situación
leyera en la prensa oposicionista, y la leía de cabo a rabo, y a algunas
cosas más por el estilo; cotejándolo todo, repito, con lo que le había
costado en desaires, en paciencia... y en banquetes, la ganancia no
resultaba del todo apetecible para un ambicioso de los más usuales.
Pero, al fin y al cabo, gozaba de veras el pobre hombre, era dichoso por
completo; y tan absorto le traían las preocupaciones del oficio y los
deberes y solaces de su vida doméstica y social, que hasta había perdido
enteramente aquel su hidalgo aborrecimiento a las deudas y a la usura, y
ni siquiera reparaba cómo este mal demonio de los ricos desatentados le
iba hincando las unas en lo más vivo, en lo más hondo, en el mismo
corazón de la «olla grande».


VIII

En este método de vida, y sin pensar en abandonarle, porque no conocía
otro más divertido, cumplió Verónica los veintidós años. Decían los
cronistas de salones por escrito, y de palabra el enjambre de aduladores
que cenaban en su casa y la perseguían en las ajenas, que era, por
entonces, el dechado de todas las perfecciones escultóricas y el
conjunto de todos los donaires del ingenio. Sin ser la cosa para tanta
ponderación, es innegable que la madre naturaleza no la había escaseado
los dones que más seducen y alucinan a los hombres de escogidos gustos,
y más provocan las rivalidades y antipatías entre las mujeres que
carecen de ellos, o no los poseen en tan alto grado. De ambos efectos
tuvo copiosas pruebas.
Pero la tachaban, con pesadumbre los unos y con visible delectación las
otras, de descorazonada y mordaz; y creo que tampoco estaban en lo justo
los hombres ni las mujeres que tal afirmaban. No le faltaba corazón en
el sentido en que lo entendían aquellas gentes. Lo que ocurría, a mi
entender, era que hasta entonces no había hallado cosa de su gusto en
que emplearle, ni sentido seria tentación ni punzante deseo de trocar la
divertida y risueña libertad que gozaba, por la relativa opresión de la
cadena de flores, pero al fin cadena, con que se estimulan ciertas
concupiscencias femeniles al cambiar de estado en aquella edad y en la
esfera social en que ella vivía. Tan atestados tenía los oídos de
lisonjas, tan repetido llegó a ser el tema _amoroso_ con que la
asediaron galanes de todas las imaginables cataduras, que ya consideraba
el caso como una rutina obligada en los usos de la buena sociedad; le
sonaban aquellos arrullos como un ruido más de los ruidos del mundo, y
pasaban con éstos sobre ella como el aire sobre las rocas.
No es esto decir que todo le fuera lo mismo y que no hubiera en el ancho
círculo de sus relaciones sociales algo en que detener la imaginación y
con que apacentar los deseos, ni, por tanto, me atrevo a afirmar que no
hubiera sido otra su conducta bajo el imperio de otras leyes de moral
enteramente distintas de las que rigen en las cultas sociedades
europeas; pero, aceptando el cargo _en derecho constituido_, como dicen
los jurisconsultos, y pareciéndole, para juego, muy insubstancial el de
los amoríos _a turno_, su cabeza, contra lo que se refiere de los
ímpetus de la edad y de las rebeldías de la carne, se imponía sin gran
esfuerzo a toda esa caterva de impulsos pasajeros, tan mal llamados, por
falta de experiencia o por sobra de malicia, «arranques del corazón».
Dueña, pues, de sí misma y con sereno juicio; alegre por carácter,
cortés por educación, y tomando a broma los galanteos y a diversión las
flaquezas de los demás, no es extraño que en sus procedimientos, en su
conducta y en su lenguaje, abundaran más las notas de color alegre, si
vale el símil, que los tonos severos de las naturalezas profundamente
sensibles y reflexivas. A esto se llamaba mordacidad, con bien poco
fundamento, a mi juicio.
Lo que no tiene duda es que por entonces gozó de mucha celebridad en el
«gran mundo» madrileño; o, hablando más adecuadamente, estuvo _de moda_
en él. Se atrevió a enmendar la plana a las reinantes, así en el vestir
y aderezarse, como en el andar; formaron escuela sus atrevimientos, y
hubo peinados, y abanicos, y hasta actitudes con su nombre;
ambicionábanse sus saludos y sonrisas en la calle y en los espectáculos,
entre los hombres y los mocosos _distinguidos_, casi tanto como los del
_Tato_ o los de la Alboni; rayáronle el afrancesado _Beronic_ con que
desde su salida del colegio la habían confirmado sus amigas, por horror
justificable al sainetesco nombre con que fue castigada en la pila, y la
llamaron todos, en papeles y corrillos, para colmo de su gloria y sello
de legítima calidad, _Nica Montálvez_.
En las grandes fiestas de su casa, o en otras semejantes fuera de ella,
era donde los donaires de su ingenio y la pimienta de su natural
desenfado se derramaban en mayor abundancia y lucían en todo su
ponderado alcance. Estaba allí como el pájaro en la selva, cantaba
donde, cuando y lo mejor que le parecía, porque la misma multitud le
servía de escondite, y su obligada agitación disculpaba sus incesantes
vuelos de rama en rama; y como los hombres tontos son los ecos de estas
_soledades_, siempre había flotando sobre los rumores del concurso
alguna melodía de sus cánticos, llevada de boca en boca, con la mejor
intención del mundo, pero con el afán y la rapidez con que se propagan
de ordinario todos los falsos testimonios. Parecía cosa convenida que
todos sus actos habían de ser originales y todas sus palabras agudezas.
Otra bien distinta era su conducta en la intimidad de las tertulias de
su casa. Y, sin embargo, estaba allí más a gusto y en su elemento que en
todas partes, con ser el círculo tan estrecho y tan limitados los
pasatiempos. Porque, contra lo que publicaba la fama, y aun contra
mucho de lo que ella misma juzgaba de su propio carácter, había en el
fondo de éste, cuando se trataba de recrear un poco el espíritu, cierta
oculta preferencia por el examen íntimo de las cosas, entre éste y el
conocimiento de ellas por medio de las impresiones súbitas, como si la
cautivara más el detalle que el conjunto.
De todas maneras, llegó a haber motivos muy considerables para que, aun
sin contar con aquella su natural inclinación, consagrara más hondo,
interés a sus reuniones de confianza, que a las ruidosas solemnidades
del «gran mundo».
Componíanse aquéllas, como ya se ha dicho, de un poco de todo lo de
éstas, y no era en conjunto tan escaso que no diera para satisfacer los
gustos y las aficiones de los tertuliantes. Los había de una tenacidad
de hierro para el tresillo, apegados a la mesa como la ostra al peñasco.
Por lo común, eran gentes desabridas y regañonas; y en sus peleas contra
las veleidades de la baraja, siempre llevaban la parte más cruda unas
cuantas viejas aristócratas, como si el ochavo que allí disputaban
encarnizadamente alcanzara a tapar los descubiertos y trampas en que
vivían, por culpa de sus despilfarros y disipaciones.
De estas _partidas_, que en ocasiones parecían de bandoleros, había
varias, y estaban siempre a matar con la gente joven que hablaba recio y
se movía mucho en las inmediaciones; la cual gente, capitaneada por la
revoltosa Sagrario, más alborotaba en el salón, cuanto más fuerte
protestaban contra el alboroto los tresillistas del gabinete. En otro
frontero a él, donde la marquesa permanecía más de continuo,
arrellanada en un sillón junto a la chimenea, se reunían los íntimos del
marqués, desde luego, y poco a poco los aburridos de las demás
secciones, que acudían al calorcillo de los debates que sustentaban los
personajes de la política, y a la golosina del chiste, más o menos
culto, de algunas damas de _mucha correa_, y de otros tantos galanes de
_buena sombra_.
Como _Nica_ lo pudiera remediar, no salía de allí; y no por el chiste,
precisamente, ni mucho menos por los discursos políticos, sino porque
había, en lo que pudiera llamarse núcleo de esa tertulia, algo que tenía
su lado pintoresco y su lado interesante para una observadora como ella.
El primero que llegaba siempre a aquel lugar de preferencia, era el
señor don Mauricio Ibáñez, hombre de _cierta edad_, de mucho pelo
castaño y sin canas, anchas patillas y poca frente, mucha ceja, labios
gruesos, largos dientes y muy blancos, nariz cuadrada y ojos de asombro
continuo, buen color, poca estatura, elevado pecho, brazos largos y
manos enormes con dedos descomunales. Era banquero muy rico, y parecía
querer darlo a entender en su persona cargándola de oro y pedrería, de
paños finísimos y de holandas impalpables; y además, caballero gran cruz
de Carlos III, y capaz de pesar en oro al ministro que le diera el
derecho de poner sobre el escudo de armas que ya usaba en sus tarjetas,
siquiera la más modesta de las coronas nobiliarias. Tenía este prurito y
el de hablar bien y formalmente de todas las cosas. Había sido dos o
tres veces diputado por un distrito de la provincia de Cáceres, de la
cual era nativo él. Sin embargo, nunca pudo «romper a hablar» a su
gusto, aunque había quedado bastante satisfecho de sus tentativas: dos
preguntas breves al ministro de la Gobernación, sobre otros tantos
expedientes detenidos en aquel centro, y una presentación a las Cortes
de una exposición de varios ganaderos de su distrito, que solicitaban no
sé qué franquicias o privilegios para los exportadores de reses cebadas.
Llamaba él hablar a su gusto, ser afluente, verboso; «porque--decía--no
es la palabra lo que a mí me falta, pues que todas las que oigo en boca
de los demás me suenan a conocidas, sino otra cosa en que no puedo dar
de pronto. Que se me dice, a lo mejor, pongo por caso, que esto es
blanco... y que tal y demás, y que a mí me parece negro; pues con decir
esto solo, ya se me acabó la cuerda, y no hallo el modo de seguir por
esa ruta, como siguen otros, diciendo que arriba y que abajo... y que
tal y demás».
Aun sin el ejemplo que él ponía, se echaba de ver bien pronto que lo que
le faltaba al reluciente don Mauricio, eran ideas para construir y
exornar sus malogrados discursos.
Para «romper a hablar», se iba inflando poco a poco, como el pavo antes
de hacer las gárgaras; y, entonces, el hombre, que ya era «de por sí»,
corto de cuello, daba en el pecho con la barbilla y en las orejas con
los hombros. Era tardo de palabra, y de voz áspera y recia; y mientras
las emitía, muy acentuadas y con cierto repicoteo de pronunciación, se
tiraba dulcemente de una patilla con los dedos de la mano del mismo
lado, apiñados, tiesos y algo temblorosos, como si por allí buscara el
chorro de verbosidad, que no salía por ninguna parte, y daba a sus ojos
asombradizos una expresión tan rara, que podía dudarse si pedía con
ellos misericordia o reclamaba un aplauso.
La primera vez que hablé en casa del marqués, fue tomando punto de no sé
qué suceso parlamentario de aquellos días, y se mostró muy indignado con
«_los meeroodeadooores_ del campo de la política, peste de los tiempos
_aztuales_..., y tal y demás». Después se fue viendo que llamaba
merodeador al lucero del alba, y que sin el apoyo de la otra muletilla,
era hombre al suelo en cuanto «rompía a hablar».
Sin embargo de todo lo cual, mareaba a los ministros de Hacienda, y se
pintaba solo para sacar buena raja de los más duros de veta; a lo que se
debía que el marqués le distinguiera con singularísima estimación, y
hasta le admirara; porque es de saberse que el tal marqués, desde que
era diputado a Cortes, se había dedicado con afán ansioso a los negocios
lucrativos que «le saltaran al paso», y en el señor de Ibáñez tenía un
ojeador expertísimo, un consejero de gran competencia, y, en ocasiones,
un socio desinteresado.--Lo peor era que los únicos negocios que le
salían mal al banquero eran los en que tomaba parte su amigo.
En las tertulias de éste, indefectiblemente llevaba la contraria en
todas las peroraciones de don Mauricio, Gonzalo Quiroga, primogénito de
los condes de Camposeco. Este mozo tenía un frontispicio poco simpático,
y además era gangoso. Se había educado en Inglaterra, y había viajado
mucho por Europa, con largas detenciones en París, en Baden-Baden, Monte
Carlo y otros sitios no menos famosos de _recreo_. De todas estas
excursiones y paradas había sacado copiosos frutos, como lo acreditaban
sus vicios dominantes, sellado alguno de ellos en la cara con _hondas
cicatrices_, y en el cráneo con una calva precoz. Su barba era lacia, y
su cuello muy largo, con nuez y costurones; tenía boqueras, los párpados
tiernos, y un hombro algo más elevado que el otro. Era alto y flaco y
pasaba por elegante, a pesar de todos sus defectos físicos. Lo cierto es
que tenía gran desenvoltura y desparpajo para moverse dentro de los
desairados arreos de sociedad, y para meter la cuchara en todos los
corrillos. Aunque no era tonto, le faltaba mucho para tener un buen
entendimiento; pero no conocía la vergüenza; y con esto y con el trato
continuo de las gentes de su mundo, tenía lo suficiente para vivir en él
como el pez en el agua. Era, en suma, un completo _perdido, de buen
tono_.
Pues con esa alhaja estaba concertado el casamiento de Sagrario.
Cálculos de familia, al decir de los bien enterados, desde que los
novios eran así de tamañicos. Por lo visto, no tenían prisa para
realizar el proyecto; y entre tanto, iban juntos a muchas partes, pero
se trataban muy poco, por exceso de confianza entre ambos; así es que,
más que novios en vísperas de casarse, parecían un matrimonio
desavenido.
La razón de llevar siempre la contraria Gonzalo Quiroga a don Mauricio
Ibáñez, no era otra que el gustazo de ver cómo se inflaba y contraía y
trasudaba el banquero en cada contradicción, y cómo _meeroodeaaba_
inútilmente en el camino de su pobre retórica, para urdir una réplica
con que confundir al importuno a quien ya temía de lumbre, o para salir
siquiera medio airoso del atolladero, delante de los contertulios, que
habían dado en tomar aquellas _engarras_ como la más divertida de las
comedias.
Se había observado que en los apuros de más angustia, o en los arranques
de mayor empuje, don Mauricio buscaba con los ojos a Verónica, como las
plantas sombrías se alargan hacia el sol que necesitan; y en topando con
ella, parecía decirla en el primer caso: «¿Peero ve usted qué teema el
de este chico?» Y en el segundo: «Me paarece que ésta no tiene vuueelta.
¿No piensa usted lo miismo?».
A Gonzalo le hacía mucha gracia este resabio de su contrincante; y una
noche, mientras se ahogaba el pobre hombre «meeroodeeando» a obscuras en
el huero caletre media docena de palabras al acaso, acercose el otro con
gran sosiego a Verónica, y, en el tono menos gangoso que pudo, le dijo
al oído con mucha formalidad:
--No te alarmes, chica; pero es indudable que ese sujeto tiene planes
siniestros _contra_ ti.
Precisamente en una de las pocas ocasiones en que la despreocupada joven
no estaba atenta a los discursus del banquero, que la divertían
sobremanera. Prefería, por el momento, la conversación de Pepe Guzmán,
pájaro de mayor cuenta que su amigo Gonzalo. El tal Guzmán, aunque de
segunda rama, era también vástago aristocrático: de la ilustre cepa de
los Valdejones. Pasaba ya bastante de los treinta, era de hermosa y
distinguida estampa, independiente, libre como el aire, y rico. No
abusaba, aparentemente, de ninguna de estas ventajas. Por el contrario,
parecía hombre de muy racionales inclinaciones, y bien regido. Había
estudiado media carrera de Derecho, algo de Medicina, otro tanto de
Mecánica, y hasta desflorado la Teología y los sistemas filosóficos de
Kant, de Krausse... y de Santo Tomás; se sabía de memoria a Maquiavelo,
a Fr. Luis de Granada, a Shakespeare, a Fourrier, a Santa Teresa y a
Cervantes. En todo picaba y nada le satisfacía, fuera de las grandes
obras de imaginación. Quizás con la espuela y el freno de la necesidad,
hubiera brillado en algo de lo mucho que intentaba conocer por
invencible curiosidad, pues talento y discreción tenía para ello; pero
le faltaba paciencia, porque le sobraban la libertad y el dinero, y de
aquí sus veleidades y aquellas ensaladas científico-filosóficoliterarias
de que se atiborraba la cabeza. Viajaba a menudo y gastaba grandes sumas
en objetos de arte. Los cuadros buenos le entusiasmaban, pero los
bronces de mérito le enloquecían. Tenía el buen gusto de no invertir un
ochavo en libros viejos, ni en vargueños apolillados; prefería las obras
contemporáneas, si eran buenas, y, lo que es más raro, las leía y las
saboreaba. Cosa más rara aún: en igualdad de méritos, estaba por las
españolas antes que por las extranjeras, y no incurría jamás en la
vulgaridad cursi de decir que no podían vivir en España los hombres
cultos. Se referían de él grandes hazañas galantes, y podrían ser
ciertas; pero no era su boca quien lo confirmara, ni con un gesto.
Finalmente, era hombre de alegre carácter, aunque poco hablador, pero
muy al caso, particularmente con las mujeres. Tenía el don de
entretenerlas sin apelar al lugar común de la lisonja ni al formulario
oficial del «joven travieso, distinguido y elegante». Calificábanle por
ello de indomesticable y de _frío_ muchas damas; pero es lo cierto que
hasta las más remilgadas se pagaban mucho de sus atenciones... Y no sigo
con la lista de sus prendas de carácter, porque, a pesar de tomarlas
una a una de los _Apuntes_ que tengo a la vista, va a resultarme un mozo
cortado por el sobado patrón del _mata-corazones_ de comedia; y esto que
aquí se narra podrá ser malo, pero es la pura verdad.
Digo, pues, que este Pepe Guzmán entretenía aquella noche a Nica
Montálvez cuando se acercó a ella su amigo Gonzalo Quiroga con la
consabida embajada, y añado, para decirlo pronto, puesto que ha de
saberse más tarde o más temprano, que el tal Guzmán era aquel _algo_ que
Verónica exceptuaba de los molestos arrullos amorosos que pasaban sobre
ella, sin sentirlos, como el viento sobre las rocas; aquel «_algo_ en
que detener la imaginación y con que apacentar los deseos, que existía
en el ancho círculo de sus relaciones sociales». Y es de saberse también
que, a aquellas fechas, aún no se habían cruzado los primeros fuegos de
la batalla entre la dama y el galán. Conocíanse mutuamente las
intenciones de batallar, exploraba cada cual el terreno de su enemigo, y
hasta le provocaba con ingeniosas estratagemas; pero de aquí no pasaba;
y, a mi entender, en el misterio de estas precauciones, en el problema
de esta actitud recelosa, estribaba el mayor interés de los
beligerantes. Ni ella ni él parecían tener prisa para resolver el punto
dudoso. Podía ser el caso un pasatiempo; pero desde luego era un
pasatiempo entretenidísimo, con la rara virtud de no gastarse con el
uso.
Tal vez era el «lado interesante» que, «para una observadora como
Verónica, había en las reuniones íntimas de su casa». Del «lado
pintoresco» era la principal figura el banquero don Mauricio, con todas
sus cosas y con todas sus _malas_ intenciones, en las cuales había leído
ella mucho antes de que se las anunciara al oído el gangoso Gonzalo
Quiroga. Por cierto que estas intenciones, o «planes siniestros», como
decía el novio de Sagrario, la hacían suma gracia también.
Casi tanto como a Leticia, que no perdía ocasión de apuntarla, con la
mirada o con un gesto expresivo, cada memorial que el banquero la
enviaba con los ojos en sus grandes apuros oratorios. De este celo por
los _intereses_ de don Mauricio, murmurábase bastante. Afirmábase que
Leticia fomentaba las intenciones del banquero, y que se hallaba
dispuesta a barrerle el camino de ellas de cuantos obstáculos estuvieran
al alcance de su escoba... Hay que advertir aquí que Leticia, la
hermosa, fría e impenetrable Leticia, llevaba ya un año de casada con el
general Ponce de Lerma, conde de Peñas Pardas, hombre más que
cincuentón, y feo, diputado sempiterno, conspirador incansable de
pasillos y antesalas contra todos los ministros de la Guerra, con la
santa intención, jamás lograda, de llegar él a serlo una vez siquiera;
amigo desleal de todos los Gobiernos; veterano de todas las cuarteladas
de treinta años a aquella parte, para ganarse honradamente desde las
charreteras de capitán hasta los dos entorchados que tenía; agiotista
insaciable; asociado detrás de la cortina, durante la guerra, a otros
especuladores que daban tocino podrido a las tropas de África,
procurándose así inverosímiles ganancias que fueron ancha y sólida base
de su enorme caudal, adquirido después en idénticas y tan honradas
especulaciones; y, por último, de valor y capacidad «supuestos», porque
jamás tuvo ocasión de acreditarlos en el campo de batalla, ni siquiera
en los cuarteles; todo, incluso los ascensos, se lo fueron dando hecho
y arregladito los suyos apenas salido él del escondite, en seguida de
triunfar la cuartelada. Hasta el título nobiliario se ganó de parecido
modo, cuando ya era general, por haber corrido en aquellos desfiladeros,
siendo alférez..., delante de una partida carlista, en la primera guerra
civil.
Pues con este hombre se había casado Leticia, después de convencerse (en
opinión de sus amigas) de que no había en el horno de sus especiales
hechizos, fuego bastante para fundir el hielo de Pepe Guzmán, que la
distinguió por algún tiempo con sus cultas y amenas «frialdades».
Con estos dos hechos se explicaba la conducta de Leticia con el
banquero. Le quería para Verónica, con el piadoso fin de que no tuviera
ésta marido más lucido que ella; y se miraba mucho en el capítulo de las
zumbas a la interesada, porque, hasta la fecha, era el caso de la
generala harto más _mordible_ que el de su amiga.


IX

Así las cosas y andando los días, una noche, en casa de Verónica, tomó a
ésta del brazo Sagrario; llevósela a un rinconcito lejos de la gente; y
allí, sentadas las dos en sendos sillones de rica tapicería, dijo la
vehemente rubia a su amiga, entre mustia y alegre, pero con más carga
de lo primero que de lo segundo:
--¡Por fin!...
--Por fin... ¿qué?--preguntole la otra con cara de pascua, al ver lo
indefinible de la de su amiga.
--Que se decidió... _eso_.
--Y ¿cuál es _eso_?
--¡Jesús, y qué torpe estás hoy de entendederas! ¿Qué ha de ser _eso_
más que... lo de Gonzalo?
--¡Lo de Gonzalo! Y ¿qué le pasa a Gonzalo, hija mía?
--¡Caramba con la chica ésta!... Que me caso con él. ¿Lo entiendes
ahora?
--Sí que lo entiendo; pero no es noticia para mí. ¿Cuántos siglos hace
que estáis... en eso?
--¡Dale, la muy taimada!... ¿No te he dicho que, por fin, se de-ci-dió
ya? ¿Lo quieres más claro?
--¿Quieres decir que os vais a casar en seguida?
--Eso mismo.
--¡Acabaras!
Aquí un ratito de silencio. Cierta inquietud en Sagrario. Miradas
investigadoras en su amiga, envueltas en sonrisas maliciosas. Recios,
secos e intermitentes charrasqueos del abanico de la novia. Al fin
volvió a hablar la primera, y dijo a la segunda, sin borrar de su cara
la expresión maliciosa:
--¿Y para contarme esto solo me has traído tan acá y tan a escondidas,
cuando podías haberlo publicado a gritos en medio de la tertulia..., y
de seguro lo publicarán mañana los periódicos en sus crónicas de
salones?
--Para esto solo--respondió Sagrario, sonriendo también--, y para lo que
de ello se cae por su propio peso.
--Lo suponía: un poco de comentario; pero como te quedaste tan
callada...
--Pensaba yo que a ti te tocaba empezar.
--Claro, ¡como no hay todavía franqueza entre nosotras, y tú eres una
joven tan corta de genio!... ¿O es que piensas tomar el papel de casada
por lo serio y comienzas ya a hacer provisiones de formalidad?... Lo
cierto es que te desconozco esta noche...
--Ya ves tú..., el lance, al fin y al cabo, si no es serio, es nuevo
para mí; y al verme tan cerca de él...
--Con franqueza, Sagrario; ese lance ¿te duele o te gusta?
--Ni me gusta ni me duele; le tomo como me le presentan: amasado y
cocido. Me dicen «ahora»; pues ahora.
--¿De modo que tú no has contribuido a él... ni con la inclinación?
--Absolutamente, y bien lo sabes tú; ni ¿por qué había de contribuir con
eso?, ni, aunque quisiera, ¿cómo podría? Ya ves qué ganga... ¡Gonzalo!
--¿Qué?
--¡Qué estampa de galán! con todos los vicios del catálogo...
--Entonces, ¿por qué le aceptas?
--Y a mí ¿qué más me da? Dicen que las mujeres de nuestra alcurnia deben
casarse, a cierta edad, con hombres de determinadas condiciones: la casa
Miralta cree que no puede entroncar con otra que la de Camposeco, y ésta
juzga que vino al mundo para fundirse con la de Miralta; yo soy lo
primogénita de una, y Gonzalo es el único heredero de las grandezas y
caudales de la otra; se acuerda entre ambas familias que Gonzalo y yo
nos casemos... «para que se cumplan las profecías»: no se admiten
consultas, ni protestas, ni reparos, porque, como «ellos» dicen, lo
principal es que se haga el matrimonio, «_lo demás_ no importa tres
cominos»; a esta idea nos vamos haciendo, y a este papel nos vamos
acomodando poco a poco el galán y la dama de esta comedia de la _buena
sociedad_... hasta que llega la hora del desenlace, nos echan la
bendición, se baja la cortina... y cada comediante o vivir como Dios le
dé a entender. Esto, después de bien mirado, es hasta cómodo. ¿No te
parece a ti lo mismo, Nica?
Y Nica dijo que sí, pero sin dejar de sonreírse. En seguida preguntó a
su amiga:
Pero ¿no puede ocurrir que la dama de esa comedia tenga, al llegar ese
desenlace, el corazón interesado por otro galán de los de la sala?
¡Yo lo creo!..., ¡y a quién se lo preguntas!--respondió Sagrario en un
arranque de sinceridad de los suyos.
--Pues, entonces...
--Entonces ¿qué?
--Más claro: tú no amas a Gonzalo
--_Naturalmente_.
--¿Y no preferirías para marido al hombre a quien amaras?
--Ponlo en presente: a quien _amo_.
--Lo pongo: a quien _amas_.
--Corriente... Pues te respondo que quizás no.
--¿Que no?
--Que no... ¿Te asombras? Pues no hay motivo para ello. Yo tengo acá mi
teoría sobre el caso; y no es así, al aire y como se quiera, sino
fundada en la observación y en el propio sentir. De pronto te parecerá
un lugar común de la manoseada sátira contra el matrimonio, porque algo
así se ha dicho en esas rutinas desacreditadas; pero es cosecha de mi
caletre, créelo. Te la expondré en forma de máxima, como _hacemos_
siempre los sabios para acreditar vulgaridades: «si quieres conservar el
amor que sientas por un hombre, con todo lo que de este amor se sigue y
se desprende, no te cases con él».
--¡Cáspita!
--Así como suena, hija mía. Parece duro y un si es no es atrevido; pero
es la pura verdad. Y si no, tiende un poquito la vista sobre todo lo que
conoces en derredor de ti: es un semillero de comprobantes de mi modo de
pensar sobre el caso. Otra máxima: «el amor se alimenta de deseos, de
privaciones y de contrariedades; dale todo cuanto pida, sin cortapisas y
a pasto, y cátale muerto en dos días; y muerto por hartazgo de prosa,
que es, de todos los hartazgos, el más abominable.
Sonreíase otra vez la amiga de Sagrario al oír cómo ésta se despachaba,
vuelta ya al pleno dominio de su carácter, y replicola:
--Eso dependerá de la calidad del amor... me parece a mí.
--No hay más que una calidad de amor--repuso con ademán resuelto
Sagrario--, y el amor tonto, que no reza con nosotras.
--Y suponiendo que tú tengas razón--preguntó Verónica a su amiga, de
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