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La Montálvez - 14
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declaración terminante, sobre la índole de ciertos apuros y las causas
productoras de ciertas necesidades en determinadas personas y
jerarquías, ¡cómo le engordaron en el meollo las nunca desvanecidas
ideas que tenía de las gentes de Madrid! Ya no podía negársele que había
mujeres que derrochaban tesoros para vivir entre lujos y
deshonestidades; «mujeronas empingorotadas» que escandalizaban al mundo
y se burlaban de la ley de Dios; mujerzuelas de más abajo que arruinaban
a sus maridos por el vicio de ser tan escandalosas y desarregladas como
las de más arriba; hombres que perdían a una carta en un instante la
hacienda de todos sus hijos..., ¡y casi siempre la bambolla y la
lujuria, de más cerca o de más lejos, danzando en los enjuagues del
dinero y en las angustias del plazo! Y esto en su casa, donde el interés
no era rosca que asfixiaba al deudor; donde había prórrogas para los
apuros, y eran los préstamos favores de amigo más que negocios de
prestamista inexorable. ¡Qué no sucedería, qué llagas no se verían al
descubierto en los antros de la usura, a donde se acude en los grandes
ahogos, y se pactan, a trueque de salir de ellos, los mayores saqueos y
pillajes? Y aquel hijo que ella tenía llegaría a ser un hombre, y a
saber que era rico, muy rico, y tal vez a envanecerse, y de seguro a
rozarse con la peste tramposa y desvergonzada que todo lo corrompía; y,
sin embargo, no quería ella hacer de su hijo un ignorante droguero,
porque valía para mucho más y debía serlo. ¡Qué pulso, qué tino, qué
vigilancia había que tener con él para que el diablo no le conquistara!
Y como si viera al diablo en cada prójimo, había hecho un verdadero
exorcismo de su cara.
Tenían serias y largas discusiones don Santiago y su mujer sobre el
punto referente a la educación de su hijo. ¿Por dónde comenzarían para
no equivocarse? Y después, ¿le _harían_ abogado, médico, ingeniero,
cura, ministro, general, emperador..., pontífice?... Porque los alientos
de los padres alcanzaban a todo eso, o poco menos, y los merecimientos
que suponían en el hijo, a mucho más.
Por de pronto, le matricularon en San Isidro; y después, curso tras
curso y con regular aplicación y bastante aprovechamiento, llegó el
estudiante a las vísperas del bachillerato al cumplir los catorce años
de edad. Tenía entonces su padre cincuenta y cinco, y su madre...,
¿quién era capaz de saberlo, ni para qué cansarse en averiguarlo? La
Esfinge lo parecía ya de verdad; y cuando se llega a ese estado de
petrificación y de dureza, se vive una eternidad, y no se cuenta por
años, sino por siglos, como para los monumentos de los Faraones.
Hacia aquellas fechas (no las de los Faraones) fue cuando don Santiago
Núñez escribió a la marquesa de Montálvez la carta cuya substancia
conocemos.
Hablando del suceso largamente, llegó a decir la Esfinge:
--Otra nueva trapisonda tenemos. Basta con oler la carta para
convencerse de ello. Todas esas mujeronas huelen a lo mismo.
Y don Santiago se reía como unas castañuelas, porque era así. Estaba
embutido en su sillón, con la pierna derecha entrapajada por la rodilla
y descansando sobre una banqueta.
Buena ocasión era esta para describir el físico del droguero, y en ese
deber estaba yo, y a cumplir con él iba ahora mismo; pero me obligan a
renunciar a esa tarea las mismas condiciones del sujeto: no hay por
dónde tomarle para que resulte pintoresco, porque era la misma
insignificancia el bueno de don Santiago Núñez.
Estando en aquellos comentarios ya largo rato hacía el matrimonio,
hízose anunciar la marquesa; y poco después entró, llenando el despacho
de fragancia, de crujidos de seda cara, y de esa luz especial que
irradian, en las moradas tristes y descoloridas, las mujeres hermosas y
elegantes.
La Esfinge no se movió de su pedestal ni dejó de hacer calceta; y sólo
dio señales de vida para responder a la ceremoniosa cortesía de la
marquesa con un gesto no difícil de traducir en palabras para los que
estaban avezados a leer en aquel arranciado pergamino. El gesto quería
decir:
--¡Pufff!... ¡Qué Peste!
V
* * * * *
Y como don Santiago no podía levantarse de su asiento sin gran trabajo,
no hubo allí quien presentara una silla a la marquesa, la cual se sentó,
muy campechana (porque afortunadamente era mujer de gran correa para
esos lances), en la que, entre excusas y hasta cabriolas, le ofreció el
aturdido reumático desde su potro de tortura.
--¡Oh, señora marquesa!--decía don Santiago, tambaleándose entre el
escritorio y el sillón--: si yo hubiera sabido..., si pudiera presumir
que esta casa había de ser honrada por usted y no por otra persona de su
confianza, yo me habría prevenido, habría esperado, y en la sala, como
es de...
--Gracias, gracias, señor de Núñez--respondía atajándole la gran dama,
entre sonrisas picarescas--; no tiene usted por qué lamentarse: lo
conozco todo; me pongo en todos los casos.
--La rodilla, señora, esta pícara rodilla que no me permite levantarme
de pronto, ni andar sin muchísimas dificultades--añadía don Santiago,
que todo le parecía débil para excusa de su falta--, y hasta la poca
salud de mi esposa (y señalaba hacia ella), que también la impide...
--Nadie ha incurrido aquí en falta más que yo--repuso la marquesa,
mirando tan pronto muy risueña hacia el reumático, como con asombro
hacia su mujer, que no chistaba--; yo, que he venido a molestar a
ustedes sin tener esos inconvenientes en cuenta...
--¡Molestarnos usted, señora marquesa! ¿Cuándo más honrados ni más...?
--Me parece--apuntó aquí la Esfinge con su voz de fantasma--que sin
tanto cumplimiento nos entenderíamos mejor y mucho antes.
La marquesa cayó en un nuevo asombro al oír la voz de aquella estatua; y
si hubiera sabido con qué mote se la conocía, quizás habría tomado la
cosa más en serio, creyéndose transportada a los tiempos fabulosos.
--Tiene razón esta señora--atreviose a decir la dama, sin apartar sus
ojos de ella--. Dejémonos de cumplidos y hablemos del asunto que me trae
aquí.
--Estoy a las órdenes de la señora marquesa--dijo don Santiago Núñez
haciendo una cortesía.
Pero la marquesa no empezaba a hablar, ni concluía de mirar a la
Esfinge. Era indudable que la presencia de ésta la contrariaba tanto
como la sorprendía.
Conociolo bien pronto doña Ramona, y enderezó a la otra estas palabras,
acompañadas de dos saetazos por encima de sus anteojos:
--Yo no estorbo aquí, señora; téngalo usted entendido. Entre mi marido y
yo, como no hay pecados, tampoco hay secretos. Somos un alma en dos
cuerpos, por la gracia de Dios.
--Mil enhorabuenas--respondió la marquesa entre burlona y picada--por
esa felicidad; pero crea usted que no era la cosa para tanto. Verá usted
cómo, aunque pecadora, me atrevo a confesar aquí el motivo de mi visita,
y sin escándalo de nadie.
Don Santiago estaba en ascuas con las crudezas de su mujer, y no sabía
cómo disculparlas sin provocar otras más incisivas. Al mismo tiempo, la
marquesa, desde que conocía a la Esfinge, ardía en curiosidad de saber
de dónde procedían las intimidades de Guzmán con aquella singular
familia; pues estaba segura de que a su amigo le sobraba siempre el
dinero, y no podían ser necesidades de esta clase los motivos del
conocimiento. Hizo en el acto, y como introducción a su particular
negocio, la pregunta a don Santiago, y le respondió éste, alegrándose en
el alma de que se distrajera por allí el otro tiroteo:
--¡Ah!, el _Condesito_, como yo le llamo..., porque aunque el conde es
su tío, mucho más merece serlo él, hasta por la estampa: ¡guapo mozo!
Pues la estimación con que nos honra el señor de Guzmán viene de lejos:
nada menos que de su padre con mi principal y tío de mi señora, al cual
hizo muchos y muy grandes favores en los tiempos en que comenzaba a
vivir por su propia cuenta. Un hermano de nuestro tío había sido muchos
años empleado en la casa de los señores de Guzmán..., y de aquí nació lo
otro. No era ingrato el favorecido; sabía, además, hacer buen uso de los
favores; y con todo ello, la estima del favorecedor llegó hasta una
buena amistad, como entre iguales: vea usted, señora marquesa, ¡como
entre iguales! Y esta buena amistad del padre la continuó el hijo, don
José Celestino Guzmán, el actual _Condesito_. Como se quedó huérfano
siendo un muchacho, y llegó a ser mozo independiente y libre con un
caudalazo atroz, se aconsejaba muy a menudo de mi principal para la
colocación de sobrantes y otros asuntos por este orden. Andaba yo muy
cerca de ellos en esos casos; y como los dos me estimaban en más de lo
que yo valía, obligábanme de vez en cuando a meter mi cuchara en la
conversación. Tuve la suerte de acertar casi siempre; y ya lo mismo le
daba a don Pepito Guzmán encontrarse en la droguería con el principal
que con el dependiente, cuando de higos a brevas iba por allá con los
motivos de costumbre. Retirose nuestro tío, y se murió bien pronto, y
continué yo mereciendo todas las atenciones y hasta la amistad que él
había merecido del señor de Guzmán. Muy de tarde en tarde nos vemos,
porque son muy distintos los mundos por donde andamos, y él es ya hombre
que no necesita para nada los consejos de nadie, y aun puede dárselos
sobre todas las cosas a medio Madrid; pero nos honra con una buena
amistad, que nosotros le pagamos como se debe. Anteayer me pasó una
esquelita diciéndome que usted quizá me necesitaría para tratar de un
asunto de intereses conmigo, y que procurara servirla lo mejor que
pudiera y como si se tratara de él mismo. ¡Figúrese usted, señora
marquesa, si aunque no sea más que por este solo motivo y sin contar lo
que usted por sí propia se merece, estaré yo dispuesto a servirla en
cuanto esté al alcance de mis posibles!
--¡Gracias mil, señor de Núñez--respondió en seguida la _señorona_,
visiblemente complacida con el candoroso ofrecimiento de aquel pobre
hombre, y acaso, acaso, y quizá más, con la espontánea recomendación de
su amigo--. Y ahora, sin nuevas digresiones que nos distraigan y le
roben a usted el tiempo y a su excelente señora la paciencia, allá va la
historia en pocas palabras: Ha habido en mi familia un gran caudal; pero
cuando llegó a mis manos ya no lo era tanto. Despilfarros y vicisitudes
lo quisieron así. Poseo, sin embargo, lo suficiente para vivir con
holgura en la esfera en que he nacido y me han educado; pero no tengo la
virtud del ahorro ni otras virtudes que acrecientan los caudales. Antes,
soy un poco abierta de mano, y no peco de previsora. Con estos defectos,
no es de extrañar que algunas veces resulten desproporciones entre las
salidas y los ingresos, como dicen ustedes los hombres de negocios. En
estos casos, hay que resignarse al contratiempo o conjurarle de
cualquier modo, si la necesidad lo exige. A mí me lo ha exigido varias
veces, y siempre me han costado muy caros los conjuros; porque, según me
afirman, no debí hacerlos nunca por intermediarios. Me he convencido de
que esto es verdad, y estoy resuelta a cambiar de sistema, recorriendo
esos trámites por mí misma cuando sean de necesidad. Por si llegaran a
serlo de un momento a otro..., y antes de pasar más adelante, quiero
advertirle a usted que le doy todos estos pormenores para anticiparme a
sus deseos y evitarle el trabajo de inquirirlos, y porque sería una
inocentada el empeño de esconderlos cuando no resulta desdoro en
confesarlos.
El ex droguero escuchaba con la boca abierta a la hermosa y elegante
dama, cuyos donaires y gracejo le tenían cautivo; mientras, la Esfinge
la miraba de reojo y a hurtadillas, por no tener a mano lanzón de mayor
fuerza para pasarla de parte a parte. La marquesa se enteraba de todo y
se deleitaba grandemente con ello. Sin dar tiempo a que don Santiago
apuntara las corteses rectificaciones que ya la sagaz interlocutora le
había leído entre los labios, continuó así, tras una breve pausa:
--Por si llegara ese caso, repito, de un momento a otro, deseo y
necesito saber, señor don Santiago, qué condiciones impone usted para un
anticipo a las personas de reconocida responsabilidad, como yo;
responsabilidad, se entiende, en inmuebles, como ustedes dicen también,
y de cuya existencia, libre y desempeñada, se puede certificar cuando
sea necesario.
Lanzó entonces la Esfinge una mirada de acero a su marido (que ya
contaba con ella), como diciéndole: «Mucho ojo con esta víbora»; y
respondió el buen hombre, después de prepararse mucho con algún
carraspeo y tres cambios de postura en el sillón:
--Mire usted, señora marquesa: en primer lugar, yo no soy un
prestamista... por oficio, ¿me entiende usted?... Corriente. Tengo un
piquillo suelto que dedico a descuentos lícitos, quiero decir, sin
explotar ahogos ni conflictos de nadie..., servicio por servicio, ni más
ni menos. Que ocurre entretanto algo de lo que usted desea: me entero de
la calidad del apuro; resulta honrado, puedo sacar de él a la persona; y
a la buena de Dios y como entre caballeros, «toma lo que apeteces, y
venga el resguardo», con las cláusulas que se establezcan y por un
interés que no pasará del seis aunque me ahorquen. Que llega el
vencimiento y no hay con qué recoger el testimonio de la deuda. ¿Hay
razones que lo justifiquen? ¿El apuro es honrado también? Pues, señor,
no he de llevar al pobre hombre a la cárcel, ni le he de malvender la
hacienda para cobrarme. O hay buena fe, o no la hay. ¿La hay? Se da una
prórroga de dos, de tres meses... o más, si se necesita. El hombre
respira, y yo no me ahogo; él se beneficia, y yo no me perjudico. ¿No
fuera pecado mortal obrar de otro modo? Pues, señor, lo que yo digo: si
el dinero no ha de servir más que para irle amontonando, o para sacar la
entraña a mi vecino, vaya a la porra ese metal, que nunca debe ser
metralla para nadie. ¿Se va usted enterando, señora marquesa?
Aquí era la marquesa la cautivada, porque cautiva la tenía la noblota
ingenuidad del hombrecillo. Juraría entonces que aquella era la primera
vez que veía de cerca un corazón de oro. ¡Y en qué cuerpo le hallaba, y
de qué retórica se servía!
--¡Siga usted, siga usted!--le dijo la marquesa radiente de curiosidad,
y bien sabe Dios que sin pizca de interés por lo que personalmente le
alcanzaba en el desusado prospecto de aquel singularísimo _prestamista_.
--En segundo lugar--continuó don Santiago--, yo no puedo establecer esas
condiciones generales por que usted me pregunta, porque, como ya he
tenido el honor de manifestarla, el capital que dedico a las operaciones
de préstamos es de poca importancia, al paso que son incalculables las
atenciones que necesitaría cubrir si no las limitara al tenor de los
casos. De modo que según sea lo que se solicita y quien lo solicita, así
lo doy o lo niego; y si lo doy, con arreglo a las bases que se
establecen entonces de común acuerdo, y según las circunstancias, pero
del seis no se pasa nunca, como también he tenido el honor de indicar
antes; y esta es la única condición que puede estipularse de antemano.
Por lo demás, y si sólo se mirara el beneficio material, a sacar el
redaño al prójimo, crea usted, señora marquesa, que no habría tenaza
mejor que el oficio de prestamista sin entrañas. Me he convencido de
ello con la experiencia de estas vecindades suyas. ¡Es un espanto lo que
sabría usted si contaran estas cuatro paredes la mitad de lo que han
visto y oído! Porque aquí se han llorado lástimas de todos los colores,
y se han descubierto fregados que tumban de espaldas. ¡Y siempre por el
lujo, por el juego y por todos los vicios más abominables! ¡Qué agonías
tan congojosas y tan complicadas, y qué pasar por todo las infelices
gentes, si yo hubiera sido capaz de aceptarlo por el ansia de recoger
onzas de oro mañana, sembrando ochavos morunos de presente! Porque eso
hace la usura con los desdichados que se ahogan en apuros. De algunos de
ellos me he condolido; y por evitar que otros los robaran, casi me he
dejado robar yo a ojos vistas. Pero a los más les he enviado enhoramala,
porque no merecían caer en manos de un hombre de bien. Y ¡qué porte el
suyo! ¡Qué caballeros tan de punta en blanco!... ¡Y qué señoronas de
primer lustre! Y saldrán a la calle con un palmo de hocico y
atropellando a la gente menuda, cuando ellos merecían un grillete, y
ellas la Galera de Alcalá... Yo sé todas estas cosas al pormenor, porque
la misma resistencia mía a servirlos los forzaba a exponer sus miserias
sin disfraces, para moverme mejor. ¡A buena parte venían!
En la marquesa se notaban, durante esta parte del relato del buen Núñez,
las mismas señales de curiosidad que durante la anterior, pero no tantas
de complacencia; y quizás tenía algún parentesco con las causas de esta
diferencia, el motivo que la obligó a interrumpir al relatante, aunque
muy afable y risueña, en la siguiente forma:
--De manera que si no me precede a mí la recomendación de nuestro amigo
el señor Guzmán, Dios sabe a qué presidio destina usted mis
pretensiones, después de oír lo que con tanta franqueza le he declarado
hace un instante.
Atarugose un poco don Santiago con la observación de la marquesa, y miró
hacia su mujer, la cual le socorrió con una ojeada que quería
significar: «¡Ahí le duele a la bribona!... ¡Duro en ella!» Por fortuna,
no era tan áspero de veta el uno como la otra, y esto libró allí a la
elegante dama de que la pusieran entre los dos para pelar. Lejos de
ello, don Santiago, temiendo haberse corrido demasiado allá en sus
palabras, y reparando por primera vez en que había, aunque remota,
alguna semejanza entre los casos maldecidos por él y el caso de la
marquesa, se apresuró a responder:
--Nada hay en el relato de usted, mi distinguida y respetable señora,
que merezca esa pena tan dura. Gastar en ocasiones un poco más de lo que
se puede, no es una virtud, ciertamente; pero tampoco un horror de esos
horrores de que yo hablaba. Las cosas en su punto. Conviene distinguir,
y es de justicia que se distinga. La recomendación del señor de Guzmán
nos ha abreviado el camino, sin duda alguna; pero le aseguro a usted que
sin ella hubiéramos llegado también al punto a donde desea llegar la
señora marquesa, y le aguarda para recibir sus órdenes este su inútil
servidor.
--Acepto de todo corazón la excusa, señor Núñez--respondió la dama con
una sonrisa que confirmaba la sinceridad de lo que decía--, hasta como
modelo de excusas corteses y delicadas...
La Esfinge cortó aquí los cumplidos con el espadón de su palabra de
hierro, y lanzó a su marido otra ojeada con la que le pedía estrecha
cuenta de aquellas sus debilidades. La marquesa se dio por entendida con
un movimiento de cabeza dirigido a la mujer, tan lleno de donaire como
de mala intención, y dijo, volviéndose hacia don Santiago, que estaba en
ascuas con las genialidades de aquélla:
--¿Me permite usted que concretemos un poco más el punto de mis
pretensiones para que nos entendamos mejor?
--Repito a la señora marquesa que estoy enteramente a sus órdenes.
--Figúrese usted que yo necesitara dentro de ocho días..., mañana...,
hoy mismo, una cantidad determinada...
--¿Cuánto? Porque, como he tenido el honor de advertir hace un momento a
la señora marquesa...
--Por lo mismo que no lo he olvidado, iba a fijar la cantidad cuanto
usted me ha interrumpido. Pongámosla en números redondos: tres mil
duros.
--Puedo con ellos, y los tendría usted.
--¿Garantías?
--La firma de la señora marquesa, y nada más, con el plazo que desee y
el interés que ella marque, si le parece mucho el seis por ciento.
--¿Y si me viera yo precisada, más adelante, a acudir a usted con
idéntico motivo que hoy?
--En ese caso, señora marquesa, sucedería, sobre poco más o menos, lo
mismo que está sucediendo ahora.
--¿Y si continuaran mis visitas a esta casa por no cesar los motivos?
--Ya sabe la señora marquesa que, sin la enfermedad que me impide salir
de aquí, la hubiera ahorrado yo la molestia de visitarme.
--Muchas gracias, señor Núñez; pero es igual para mi ejemplo que yo le
visite a usted, o que usted me visite a mí.
--Concedido.
--¿Y bien?
--En castellano claro y por derecho, señora marquesa, pues creo haber
penetrado la intención de usted al hacerme esas preguntas: yo no la he
de malvender a usted jamás sus propiedades: en primer lugar, porque no
la considero capaz de abusar de mi buena fe hasta el punto de
arrastrarme a aquel extremo, y después, porque, aunque lo fuera, tampoco
lo conseguiría.
--¿Por qué?
--Porque abusando, abusando... En fin, señora marquesa, ya he tenido el
honor de manifestar a usted hasta dónde me interesan las necesidades del
prójimo, y desde dónde comienzan a parecerme abominables, y cuál es mi
modo de proceder en cada uno de los casos.
--Pues bien, señor Núñez--dijo entonces la dama con inequívoca
lealtad--, he querido estirar el ejemplo hasta este límite, porque en
eso mismo con que otra dama, por un falso pundonor, se ofendería, hallo
yo un goce que jamás he saboreado.
--No me lo explico.
--Ni es fácil, porque entre ustedes, quiero decir, entre las gentes de
su condición de usted, lo que yo he encontrado aquí no es un hallazgo.
--Si usted se explicara más, señora marquesa...
--No hay para qué, señor don Santiago. Yo me entiendo bien, y esto sobra
para mí. Para usted, bástele la seguridad de que no he de encomendar a
la justicia el trabajo de liquidar las cuentas entre ambos. Podré ser
gastadora, pero no desagradecida.
La Esfinge la miró entonces con ojos de curiosidad. Parecía sentir
temores de hallar algo bueno en aquella mujer. De pronto la preguntó:
--¿Ha perdido usted algún hijo?
Como si estas palabras fueran un rayo que la marquesa hubiera visto
sobre la cabeza de Luz, contestó estremeciéndose toda:
--¡Ni Dios lo permita!
--Parece que duele ahí--repuso la Esfinge, bajando otra vez la mirada a
su calceta--, y sólo con el supuesto. ¿Cómo será el dolor cuando los
hijos se mueran de veras!
--¿Le ha sentido usted, a lo que veo?--se atrevió a decir la marquesa,
medio aturdida bajo el peso de aquel inesperado incidente promovido por
tan extraño ser.
--Nueve veces, señora--respondió tétrica, sepulcralmente, la Esfinge--;
nueve... ¡nueve mil puñaladas! Para las últimas, no había en el corazón
un sitio sin una herida ensangrentada.
Ya no le parecía a la marquesa tan fea ni tan extraña aquella mujer. La
carga de tales y de tantos dolores lo justificaba todo a sus ojos.
Volviolos de pronto a don Santiago, sin atreverse a hacer a ninguno de
los dos un a pregunta que se le escapaba de los labios; y como si la
hubiera leído allí, dijo el pobre hombre:
--Nos queda un hijo solo... Eso sí: vale, por bueno y por gallardo, los
nueve que le han precedido, por mucho que éstos valieran; pero por lo
mismo que es solo y vale tanto, ¡qué miedos tan horribles de perderle!
--O de que se _pierda_, ¿no es verdad?--añadió aquí la marquesa, con un
vigor de acento y de mirada que sorprendieron a la Esfinge misma.
--¿Cuántos tiene usted?--la preguntó ésta.
--También uno solo... Una hija.
--Pues no eche usted en olvido--continuó la mujer sombría--que el honor
de las hijas depende del buen ejemplo de las madres.
Don Santiago acudió rápidamente a suavizar el efecto que esta nueva
aspereza de su terrible mujer pudiera haber causado (y causádole había
muy hondo) en la marquesa, dando otro giro al diálogo.
--Pero aún es usted muy joven--expuso con la mejor de las intenciones y
el más desastroso de los éxitos.
--Después de haberse casi solemnizado un contrato entre los dos, no
debía usted ignorar que... soy viuda.
Esto tuvo que responder la dama, con iguales repugnancias que si
descubriera con ello toda la urdimbre de aquel tejido de enormidades que
se llamó su casamiento, con sus cenagosos y consiguientes antecedentes.
--¡Bestia de mí!--exclamó el sencillo burgalés, dándose con las dos
manos en la frente--. ¡Pues no me había olvidado?... Perdone usted,
señora marquesa, esta distracción, que, bien mirada, no es de extrañar.
En oyendo hablar de hijos, ya está todo en mi cabeza patas arriba.
«¡Viuda y con ese pelaje y la vida que trae!...», dijo en sus adentros
la Esfinge (que no había caído tampoco en lo olvidado por su marido, y
no estaba tan obligada como él a recordarlo), y enviando el dicho a la
marquesa en una mirada fulminante.
La marquesa había perdido el tino ya. No salía de un bochorno sin verse
presa de otro mayor. Pensaba haber dado de improviso en la charca de sus
pesadillas, y que aquel empecatado matrimonio se deleitaba en
zambullirla en lo más hediondo de ella. Y era de admirar que el caso,
con tanto como le dolía, no la indignaba contra nadie. ¿Por qué echar la
culpa a quien no la tenía? La culpa estaba en ella, en ella sola, y el
peso de esa culpa era lo que la turbaba y remordía. En aquel instante
hubiera trocado su belleza, su juventud, sus galas y los encantos de su
mundo, por la fealdad y la tristeza y la soledad de la Esfinge, si con
todo esto le daba también el sosiego de su conciencia. Porque era una
triste gracia que una señorona como ella lo pudiera todo, menos hablar
de cosas tan triviales delante de un matrimonio de drogueros, sin
caérsele la cara de vergüenza.
Por salir cuanto antes de esta mortificación, se levantó rápidamente de
su asiento, y dijo con aire de querer echar el asunto hacia otra parte:
--Es harto triste esta materia, que a ustedes les trae muy amargos
recuerdos y a mí muy negros temores. Dejémoslo aquí, si les parece; y
pues que no me sobra el tiempo tampoco, tenga el señor don Santiago la
bondad de decirme en qué quedamos de nuestro negocio.
--Pues en lo dicho, señora marquesa, si usted no dispone otras bases más
a su gusto.
--Yo acepto cuantas usted estime por buenas y equitativas.
--Pues el día en que usted necesite el dinero, me pasa una esquelita por
persona de su confianza, diciendo cuánto y por qué tiempo; le envío yo
la suma en efectivo con el documento para que tenga usted la bondad de
firmarle; me le devuelve después... y santas pascuas. No necesita usted
incomodarse.
--Es usted un hombre incomparable, señor don Santiago; y yo nunca pagaré
bastante a nuestro amigo el señor Guzmán el favor de habérmele dado a
conocer.
--No haga la señora marquesa, a fuerza de elogios, que tenga yo que
echarlos a mala parte. Estoy acostumbrado a mucho menos.
--Pues no le dan a usted lo que merece; y le juro que no le digo más que
lo que siento. Deme ahora su mano por despedida... Gracias. Y perdone si
se la oprimo tan de veras, porque nunca se ha creído tan honrada la de
esta su buena amiga.
En seguida, y mientras quedaba el droguero como fascinado, con los ojos
muy abiertos y la mano en el aire, volviose hacia la Esfinge; la hizo
una elegante reverencia; y, sin acabar de enderezar el talle, salió por
donde había entrado, acompañada de unos cuantos campanillazos que se
oyeron, en virtud de otros tantos tirones que dio a un cordón la Esfinge
desde su asiento, para que abrieran la puerta de la escalera; de un sin
fin de excusas del complaciente Núñez, y de estas pocas palabras entre
dientes, con que la droguera contestó al saludo.
--...serrrvir a usted.
En cuanto se quedaron solos don Santiago y su mujer, se levantó ésta y
abrió las vidrieras del balcón.
--¿Qué haces, alma de Dios?--preguntola el pobre hombre, a quien
asustaban entonces los aires colados.
--Purificar esto. ¿No hueles la peste?
--Tienes grandes virtudes, Ramona--la dijo su marido cubriendo la
rodilla enferma con el faldón del gabán--; pero en ciertas debilidades,
eres incorregible... y tremenda.
VI
* * * * *
Resabios de mis buenos tiempos de doncella pudorosa; algo que queda
todavía en el fondo, entre las cenizas. Pues no pensaba yo que fuera
tanto como para brotar al primer choque. Y ello es poco, pero molesto
cuando aparece. Ya se irá apagando también..., porque señales de lo
contrario no deben de ser. ¡A buen tiempo!... Sin embargo, no me
productoras de ciertas necesidades en determinadas personas y
jerarquías, ¡cómo le engordaron en el meollo las nunca desvanecidas
ideas que tenía de las gentes de Madrid! Ya no podía negársele que había
mujeres que derrochaban tesoros para vivir entre lujos y
deshonestidades; «mujeronas empingorotadas» que escandalizaban al mundo
y se burlaban de la ley de Dios; mujerzuelas de más abajo que arruinaban
a sus maridos por el vicio de ser tan escandalosas y desarregladas como
las de más arriba; hombres que perdían a una carta en un instante la
hacienda de todos sus hijos..., ¡y casi siempre la bambolla y la
lujuria, de más cerca o de más lejos, danzando en los enjuagues del
dinero y en las angustias del plazo! Y esto en su casa, donde el interés
no era rosca que asfixiaba al deudor; donde había prórrogas para los
apuros, y eran los préstamos favores de amigo más que negocios de
prestamista inexorable. ¡Qué no sucedería, qué llagas no se verían al
descubierto en los antros de la usura, a donde se acude en los grandes
ahogos, y se pactan, a trueque de salir de ellos, los mayores saqueos y
pillajes? Y aquel hijo que ella tenía llegaría a ser un hombre, y a
saber que era rico, muy rico, y tal vez a envanecerse, y de seguro a
rozarse con la peste tramposa y desvergonzada que todo lo corrompía; y,
sin embargo, no quería ella hacer de su hijo un ignorante droguero,
porque valía para mucho más y debía serlo. ¡Qué pulso, qué tino, qué
vigilancia había que tener con él para que el diablo no le conquistara!
Y como si viera al diablo en cada prójimo, había hecho un verdadero
exorcismo de su cara.
Tenían serias y largas discusiones don Santiago y su mujer sobre el
punto referente a la educación de su hijo. ¿Por dónde comenzarían para
no equivocarse? Y después, ¿le _harían_ abogado, médico, ingeniero,
cura, ministro, general, emperador..., pontífice?... Porque los alientos
de los padres alcanzaban a todo eso, o poco menos, y los merecimientos
que suponían en el hijo, a mucho más.
Por de pronto, le matricularon en San Isidro; y después, curso tras
curso y con regular aplicación y bastante aprovechamiento, llegó el
estudiante a las vísperas del bachillerato al cumplir los catorce años
de edad. Tenía entonces su padre cincuenta y cinco, y su madre...,
¿quién era capaz de saberlo, ni para qué cansarse en averiguarlo? La
Esfinge lo parecía ya de verdad; y cuando se llega a ese estado de
petrificación y de dureza, se vive una eternidad, y no se cuenta por
años, sino por siglos, como para los monumentos de los Faraones.
Hacia aquellas fechas (no las de los Faraones) fue cuando don Santiago
Núñez escribió a la marquesa de Montálvez la carta cuya substancia
conocemos.
Hablando del suceso largamente, llegó a decir la Esfinge:
--Otra nueva trapisonda tenemos. Basta con oler la carta para
convencerse de ello. Todas esas mujeronas huelen a lo mismo.
Y don Santiago se reía como unas castañuelas, porque era así. Estaba
embutido en su sillón, con la pierna derecha entrapajada por la rodilla
y descansando sobre una banqueta.
Buena ocasión era esta para describir el físico del droguero, y en ese
deber estaba yo, y a cumplir con él iba ahora mismo; pero me obligan a
renunciar a esa tarea las mismas condiciones del sujeto: no hay por
dónde tomarle para que resulte pintoresco, porque era la misma
insignificancia el bueno de don Santiago Núñez.
Estando en aquellos comentarios ya largo rato hacía el matrimonio,
hízose anunciar la marquesa; y poco después entró, llenando el despacho
de fragancia, de crujidos de seda cara, y de esa luz especial que
irradian, en las moradas tristes y descoloridas, las mujeres hermosas y
elegantes.
La Esfinge no se movió de su pedestal ni dejó de hacer calceta; y sólo
dio señales de vida para responder a la ceremoniosa cortesía de la
marquesa con un gesto no difícil de traducir en palabras para los que
estaban avezados a leer en aquel arranciado pergamino. El gesto quería
decir:
--¡Pufff!... ¡Qué Peste!
V
* * * * *
Y como don Santiago no podía levantarse de su asiento sin gran trabajo,
no hubo allí quien presentara una silla a la marquesa, la cual se sentó,
muy campechana (porque afortunadamente era mujer de gran correa para
esos lances), en la que, entre excusas y hasta cabriolas, le ofreció el
aturdido reumático desde su potro de tortura.
--¡Oh, señora marquesa!--decía don Santiago, tambaleándose entre el
escritorio y el sillón--: si yo hubiera sabido..., si pudiera presumir
que esta casa había de ser honrada por usted y no por otra persona de su
confianza, yo me habría prevenido, habría esperado, y en la sala, como
es de...
--Gracias, gracias, señor de Núñez--respondía atajándole la gran dama,
entre sonrisas picarescas--; no tiene usted por qué lamentarse: lo
conozco todo; me pongo en todos los casos.
--La rodilla, señora, esta pícara rodilla que no me permite levantarme
de pronto, ni andar sin muchísimas dificultades--añadía don Santiago,
que todo le parecía débil para excusa de su falta--, y hasta la poca
salud de mi esposa (y señalaba hacia ella), que también la impide...
--Nadie ha incurrido aquí en falta más que yo--repuso la marquesa,
mirando tan pronto muy risueña hacia el reumático, como con asombro
hacia su mujer, que no chistaba--; yo, que he venido a molestar a
ustedes sin tener esos inconvenientes en cuenta...
--¡Molestarnos usted, señora marquesa! ¿Cuándo más honrados ni más...?
--Me parece--apuntó aquí la Esfinge con su voz de fantasma--que sin
tanto cumplimiento nos entenderíamos mejor y mucho antes.
La marquesa cayó en un nuevo asombro al oír la voz de aquella estatua; y
si hubiera sabido con qué mote se la conocía, quizás habría tomado la
cosa más en serio, creyéndose transportada a los tiempos fabulosos.
--Tiene razón esta señora--atreviose a decir la dama, sin apartar sus
ojos de ella--. Dejémonos de cumplidos y hablemos del asunto que me trae
aquí.
--Estoy a las órdenes de la señora marquesa--dijo don Santiago Núñez
haciendo una cortesía.
Pero la marquesa no empezaba a hablar, ni concluía de mirar a la
Esfinge. Era indudable que la presencia de ésta la contrariaba tanto
como la sorprendía.
Conociolo bien pronto doña Ramona, y enderezó a la otra estas palabras,
acompañadas de dos saetazos por encima de sus anteojos:
--Yo no estorbo aquí, señora; téngalo usted entendido. Entre mi marido y
yo, como no hay pecados, tampoco hay secretos. Somos un alma en dos
cuerpos, por la gracia de Dios.
--Mil enhorabuenas--respondió la marquesa entre burlona y picada--por
esa felicidad; pero crea usted que no era la cosa para tanto. Verá usted
cómo, aunque pecadora, me atrevo a confesar aquí el motivo de mi visita,
y sin escándalo de nadie.
Don Santiago estaba en ascuas con las crudezas de su mujer, y no sabía
cómo disculparlas sin provocar otras más incisivas. Al mismo tiempo, la
marquesa, desde que conocía a la Esfinge, ardía en curiosidad de saber
de dónde procedían las intimidades de Guzmán con aquella singular
familia; pues estaba segura de que a su amigo le sobraba siempre el
dinero, y no podían ser necesidades de esta clase los motivos del
conocimiento. Hizo en el acto, y como introducción a su particular
negocio, la pregunta a don Santiago, y le respondió éste, alegrándose en
el alma de que se distrajera por allí el otro tiroteo:
--¡Ah!, el _Condesito_, como yo le llamo..., porque aunque el conde es
su tío, mucho más merece serlo él, hasta por la estampa: ¡guapo mozo!
Pues la estimación con que nos honra el señor de Guzmán viene de lejos:
nada menos que de su padre con mi principal y tío de mi señora, al cual
hizo muchos y muy grandes favores en los tiempos en que comenzaba a
vivir por su propia cuenta. Un hermano de nuestro tío había sido muchos
años empleado en la casa de los señores de Guzmán..., y de aquí nació lo
otro. No era ingrato el favorecido; sabía, además, hacer buen uso de los
favores; y con todo ello, la estima del favorecedor llegó hasta una
buena amistad, como entre iguales: vea usted, señora marquesa, ¡como
entre iguales! Y esta buena amistad del padre la continuó el hijo, don
José Celestino Guzmán, el actual _Condesito_. Como se quedó huérfano
siendo un muchacho, y llegó a ser mozo independiente y libre con un
caudalazo atroz, se aconsejaba muy a menudo de mi principal para la
colocación de sobrantes y otros asuntos por este orden. Andaba yo muy
cerca de ellos en esos casos; y como los dos me estimaban en más de lo
que yo valía, obligábanme de vez en cuando a meter mi cuchara en la
conversación. Tuve la suerte de acertar casi siempre; y ya lo mismo le
daba a don Pepito Guzmán encontrarse en la droguería con el principal
que con el dependiente, cuando de higos a brevas iba por allá con los
motivos de costumbre. Retirose nuestro tío, y se murió bien pronto, y
continué yo mereciendo todas las atenciones y hasta la amistad que él
había merecido del señor de Guzmán. Muy de tarde en tarde nos vemos,
porque son muy distintos los mundos por donde andamos, y él es ya hombre
que no necesita para nada los consejos de nadie, y aun puede dárselos
sobre todas las cosas a medio Madrid; pero nos honra con una buena
amistad, que nosotros le pagamos como se debe. Anteayer me pasó una
esquelita diciéndome que usted quizá me necesitaría para tratar de un
asunto de intereses conmigo, y que procurara servirla lo mejor que
pudiera y como si se tratara de él mismo. ¡Figúrese usted, señora
marquesa, si aunque no sea más que por este solo motivo y sin contar lo
que usted por sí propia se merece, estaré yo dispuesto a servirla en
cuanto esté al alcance de mis posibles!
--¡Gracias mil, señor de Núñez--respondió en seguida la _señorona_,
visiblemente complacida con el candoroso ofrecimiento de aquel pobre
hombre, y acaso, acaso, y quizá más, con la espontánea recomendación de
su amigo--. Y ahora, sin nuevas digresiones que nos distraigan y le
roben a usted el tiempo y a su excelente señora la paciencia, allá va la
historia en pocas palabras: Ha habido en mi familia un gran caudal; pero
cuando llegó a mis manos ya no lo era tanto. Despilfarros y vicisitudes
lo quisieron así. Poseo, sin embargo, lo suficiente para vivir con
holgura en la esfera en que he nacido y me han educado; pero no tengo la
virtud del ahorro ni otras virtudes que acrecientan los caudales. Antes,
soy un poco abierta de mano, y no peco de previsora. Con estos defectos,
no es de extrañar que algunas veces resulten desproporciones entre las
salidas y los ingresos, como dicen ustedes los hombres de negocios. En
estos casos, hay que resignarse al contratiempo o conjurarle de
cualquier modo, si la necesidad lo exige. A mí me lo ha exigido varias
veces, y siempre me han costado muy caros los conjuros; porque, según me
afirman, no debí hacerlos nunca por intermediarios. Me he convencido de
que esto es verdad, y estoy resuelta a cambiar de sistema, recorriendo
esos trámites por mí misma cuando sean de necesidad. Por si llegaran a
serlo de un momento a otro..., y antes de pasar más adelante, quiero
advertirle a usted que le doy todos estos pormenores para anticiparme a
sus deseos y evitarle el trabajo de inquirirlos, y porque sería una
inocentada el empeño de esconderlos cuando no resulta desdoro en
confesarlos.
El ex droguero escuchaba con la boca abierta a la hermosa y elegante
dama, cuyos donaires y gracejo le tenían cautivo; mientras, la Esfinge
la miraba de reojo y a hurtadillas, por no tener a mano lanzón de mayor
fuerza para pasarla de parte a parte. La marquesa se enteraba de todo y
se deleitaba grandemente con ello. Sin dar tiempo a que don Santiago
apuntara las corteses rectificaciones que ya la sagaz interlocutora le
había leído entre los labios, continuó así, tras una breve pausa:
--Por si llegara ese caso, repito, de un momento a otro, deseo y
necesito saber, señor don Santiago, qué condiciones impone usted para un
anticipo a las personas de reconocida responsabilidad, como yo;
responsabilidad, se entiende, en inmuebles, como ustedes dicen también,
y de cuya existencia, libre y desempeñada, se puede certificar cuando
sea necesario.
Lanzó entonces la Esfinge una mirada de acero a su marido (que ya
contaba con ella), como diciéndole: «Mucho ojo con esta víbora»; y
respondió el buen hombre, después de prepararse mucho con algún
carraspeo y tres cambios de postura en el sillón:
--Mire usted, señora marquesa: en primer lugar, yo no soy un
prestamista... por oficio, ¿me entiende usted?... Corriente. Tengo un
piquillo suelto que dedico a descuentos lícitos, quiero decir, sin
explotar ahogos ni conflictos de nadie..., servicio por servicio, ni más
ni menos. Que ocurre entretanto algo de lo que usted desea: me entero de
la calidad del apuro; resulta honrado, puedo sacar de él a la persona; y
a la buena de Dios y como entre caballeros, «toma lo que apeteces, y
venga el resguardo», con las cláusulas que se establezcan y por un
interés que no pasará del seis aunque me ahorquen. Que llega el
vencimiento y no hay con qué recoger el testimonio de la deuda. ¿Hay
razones que lo justifiquen? ¿El apuro es honrado también? Pues, señor,
no he de llevar al pobre hombre a la cárcel, ni le he de malvender la
hacienda para cobrarme. O hay buena fe, o no la hay. ¿La hay? Se da una
prórroga de dos, de tres meses... o más, si se necesita. El hombre
respira, y yo no me ahogo; él se beneficia, y yo no me perjudico. ¿No
fuera pecado mortal obrar de otro modo? Pues, señor, lo que yo digo: si
el dinero no ha de servir más que para irle amontonando, o para sacar la
entraña a mi vecino, vaya a la porra ese metal, que nunca debe ser
metralla para nadie. ¿Se va usted enterando, señora marquesa?
Aquí era la marquesa la cautivada, porque cautiva la tenía la noblota
ingenuidad del hombrecillo. Juraría entonces que aquella era la primera
vez que veía de cerca un corazón de oro. ¡Y en qué cuerpo le hallaba, y
de qué retórica se servía!
--¡Siga usted, siga usted!--le dijo la marquesa radiente de curiosidad,
y bien sabe Dios que sin pizca de interés por lo que personalmente le
alcanzaba en el desusado prospecto de aquel singularísimo _prestamista_.
--En segundo lugar--continuó don Santiago--, yo no puedo establecer esas
condiciones generales por que usted me pregunta, porque, como ya he
tenido el honor de manifestarla, el capital que dedico a las operaciones
de préstamos es de poca importancia, al paso que son incalculables las
atenciones que necesitaría cubrir si no las limitara al tenor de los
casos. De modo que según sea lo que se solicita y quien lo solicita, así
lo doy o lo niego; y si lo doy, con arreglo a las bases que se
establecen entonces de común acuerdo, y según las circunstancias, pero
del seis no se pasa nunca, como también he tenido el honor de indicar
antes; y esta es la única condición que puede estipularse de antemano.
Por lo demás, y si sólo se mirara el beneficio material, a sacar el
redaño al prójimo, crea usted, señora marquesa, que no habría tenaza
mejor que el oficio de prestamista sin entrañas. Me he convencido de
ello con la experiencia de estas vecindades suyas. ¡Es un espanto lo que
sabría usted si contaran estas cuatro paredes la mitad de lo que han
visto y oído! Porque aquí se han llorado lástimas de todos los colores,
y se han descubierto fregados que tumban de espaldas. ¡Y siempre por el
lujo, por el juego y por todos los vicios más abominables! ¡Qué agonías
tan congojosas y tan complicadas, y qué pasar por todo las infelices
gentes, si yo hubiera sido capaz de aceptarlo por el ansia de recoger
onzas de oro mañana, sembrando ochavos morunos de presente! Porque eso
hace la usura con los desdichados que se ahogan en apuros. De algunos de
ellos me he condolido; y por evitar que otros los robaran, casi me he
dejado robar yo a ojos vistas. Pero a los más les he enviado enhoramala,
porque no merecían caer en manos de un hombre de bien. Y ¡qué porte el
suyo! ¡Qué caballeros tan de punta en blanco!... ¡Y qué señoronas de
primer lustre! Y saldrán a la calle con un palmo de hocico y
atropellando a la gente menuda, cuando ellos merecían un grillete, y
ellas la Galera de Alcalá... Yo sé todas estas cosas al pormenor, porque
la misma resistencia mía a servirlos los forzaba a exponer sus miserias
sin disfraces, para moverme mejor. ¡A buena parte venían!
En la marquesa se notaban, durante esta parte del relato del buen Núñez,
las mismas señales de curiosidad que durante la anterior, pero no tantas
de complacencia; y quizás tenía algún parentesco con las causas de esta
diferencia, el motivo que la obligó a interrumpir al relatante, aunque
muy afable y risueña, en la siguiente forma:
--De manera que si no me precede a mí la recomendación de nuestro amigo
el señor Guzmán, Dios sabe a qué presidio destina usted mis
pretensiones, después de oír lo que con tanta franqueza le he declarado
hace un instante.
Atarugose un poco don Santiago con la observación de la marquesa, y miró
hacia su mujer, la cual le socorrió con una ojeada que quería
significar: «¡Ahí le duele a la bribona!... ¡Duro en ella!» Por fortuna,
no era tan áspero de veta el uno como la otra, y esto libró allí a la
elegante dama de que la pusieran entre los dos para pelar. Lejos de
ello, don Santiago, temiendo haberse corrido demasiado allá en sus
palabras, y reparando por primera vez en que había, aunque remota,
alguna semejanza entre los casos maldecidos por él y el caso de la
marquesa, se apresuró a responder:
--Nada hay en el relato de usted, mi distinguida y respetable señora,
que merezca esa pena tan dura. Gastar en ocasiones un poco más de lo que
se puede, no es una virtud, ciertamente; pero tampoco un horror de esos
horrores de que yo hablaba. Las cosas en su punto. Conviene distinguir,
y es de justicia que se distinga. La recomendación del señor de Guzmán
nos ha abreviado el camino, sin duda alguna; pero le aseguro a usted que
sin ella hubiéramos llegado también al punto a donde desea llegar la
señora marquesa, y le aguarda para recibir sus órdenes este su inútil
servidor.
--Acepto de todo corazón la excusa, señor Núñez--respondió la dama con
una sonrisa que confirmaba la sinceridad de lo que decía--, hasta como
modelo de excusas corteses y delicadas...
La Esfinge cortó aquí los cumplidos con el espadón de su palabra de
hierro, y lanzó a su marido otra ojeada con la que le pedía estrecha
cuenta de aquellas sus debilidades. La marquesa se dio por entendida con
un movimiento de cabeza dirigido a la mujer, tan lleno de donaire como
de mala intención, y dijo, volviéndose hacia don Santiago, que estaba en
ascuas con las genialidades de aquélla:
--¿Me permite usted que concretemos un poco más el punto de mis
pretensiones para que nos entendamos mejor?
--Repito a la señora marquesa que estoy enteramente a sus órdenes.
--Figúrese usted que yo necesitara dentro de ocho días..., mañana...,
hoy mismo, una cantidad determinada...
--¿Cuánto? Porque, como he tenido el honor de advertir hace un momento a
la señora marquesa...
--Por lo mismo que no lo he olvidado, iba a fijar la cantidad cuanto
usted me ha interrumpido. Pongámosla en números redondos: tres mil
duros.
--Puedo con ellos, y los tendría usted.
--¿Garantías?
--La firma de la señora marquesa, y nada más, con el plazo que desee y
el interés que ella marque, si le parece mucho el seis por ciento.
--¿Y si me viera yo precisada, más adelante, a acudir a usted con
idéntico motivo que hoy?
--En ese caso, señora marquesa, sucedería, sobre poco más o menos, lo
mismo que está sucediendo ahora.
--¿Y si continuaran mis visitas a esta casa por no cesar los motivos?
--Ya sabe la señora marquesa que, sin la enfermedad que me impide salir
de aquí, la hubiera ahorrado yo la molestia de visitarme.
--Muchas gracias, señor Núñez; pero es igual para mi ejemplo que yo le
visite a usted, o que usted me visite a mí.
--Concedido.
--¿Y bien?
--En castellano claro y por derecho, señora marquesa, pues creo haber
penetrado la intención de usted al hacerme esas preguntas: yo no la he
de malvender a usted jamás sus propiedades: en primer lugar, porque no
la considero capaz de abusar de mi buena fe hasta el punto de
arrastrarme a aquel extremo, y después, porque, aunque lo fuera, tampoco
lo conseguiría.
--¿Por qué?
--Porque abusando, abusando... En fin, señora marquesa, ya he tenido el
honor de manifestar a usted hasta dónde me interesan las necesidades del
prójimo, y desde dónde comienzan a parecerme abominables, y cuál es mi
modo de proceder en cada uno de los casos.
--Pues bien, señor Núñez--dijo entonces la dama con inequívoca
lealtad--, he querido estirar el ejemplo hasta este límite, porque en
eso mismo con que otra dama, por un falso pundonor, se ofendería, hallo
yo un goce que jamás he saboreado.
--No me lo explico.
--Ni es fácil, porque entre ustedes, quiero decir, entre las gentes de
su condición de usted, lo que yo he encontrado aquí no es un hallazgo.
--Si usted se explicara más, señora marquesa...
--No hay para qué, señor don Santiago. Yo me entiendo bien, y esto sobra
para mí. Para usted, bástele la seguridad de que no he de encomendar a
la justicia el trabajo de liquidar las cuentas entre ambos. Podré ser
gastadora, pero no desagradecida.
La Esfinge la miró entonces con ojos de curiosidad. Parecía sentir
temores de hallar algo bueno en aquella mujer. De pronto la preguntó:
--¿Ha perdido usted algún hijo?
Como si estas palabras fueran un rayo que la marquesa hubiera visto
sobre la cabeza de Luz, contestó estremeciéndose toda:
--¡Ni Dios lo permita!
--Parece que duele ahí--repuso la Esfinge, bajando otra vez la mirada a
su calceta--, y sólo con el supuesto. ¿Cómo será el dolor cuando los
hijos se mueran de veras!
--¿Le ha sentido usted, a lo que veo?--se atrevió a decir la marquesa,
medio aturdida bajo el peso de aquel inesperado incidente promovido por
tan extraño ser.
--Nueve veces, señora--respondió tétrica, sepulcralmente, la Esfinge--;
nueve... ¡nueve mil puñaladas! Para las últimas, no había en el corazón
un sitio sin una herida ensangrentada.
Ya no le parecía a la marquesa tan fea ni tan extraña aquella mujer. La
carga de tales y de tantos dolores lo justificaba todo a sus ojos.
Volviolos de pronto a don Santiago, sin atreverse a hacer a ninguno de
los dos un a pregunta que se le escapaba de los labios; y como si la
hubiera leído allí, dijo el pobre hombre:
--Nos queda un hijo solo... Eso sí: vale, por bueno y por gallardo, los
nueve que le han precedido, por mucho que éstos valieran; pero por lo
mismo que es solo y vale tanto, ¡qué miedos tan horribles de perderle!
--O de que se _pierda_, ¿no es verdad?--añadió aquí la marquesa, con un
vigor de acento y de mirada que sorprendieron a la Esfinge misma.
--¿Cuántos tiene usted?--la preguntó ésta.
--También uno solo... Una hija.
--Pues no eche usted en olvido--continuó la mujer sombría--que el honor
de las hijas depende del buen ejemplo de las madres.
Don Santiago acudió rápidamente a suavizar el efecto que esta nueva
aspereza de su terrible mujer pudiera haber causado (y causádole había
muy hondo) en la marquesa, dando otro giro al diálogo.
--Pero aún es usted muy joven--expuso con la mejor de las intenciones y
el más desastroso de los éxitos.
--Después de haberse casi solemnizado un contrato entre los dos, no
debía usted ignorar que... soy viuda.
Esto tuvo que responder la dama, con iguales repugnancias que si
descubriera con ello toda la urdimbre de aquel tejido de enormidades que
se llamó su casamiento, con sus cenagosos y consiguientes antecedentes.
--¡Bestia de mí!--exclamó el sencillo burgalés, dándose con las dos
manos en la frente--. ¡Pues no me había olvidado?... Perdone usted,
señora marquesa, esta distracción, que, bien mirada, no es de extrañar.
En oyendo hablar de hijos, ya está todo en mi cabeza patas arriba.
«¡Viuda y con ese pelaje y la vida que trae!...», dijo en sus adentros
la Esfinge (que no había caído tampoco en lo olvidado por su marido, y
no estaba tan obligada como él a recordarlo), y enviando el dicho a la
marquesa en una mirada fulminante.
La marquesa había perdido el tino ya. No salía de un bochorno sin verse
presa de otro mayor. Pensaba haber dado de improviso en la charca de sus
pesadillas, y que aquel empecatado matrimonio se deleitaba en
zambullirla en lo más hediondo de ella. Y era de admirar que el caso,
con tanto como le dolía, no la indignaba contra nadie. ¿Por qué echar la
culpa a quien no la tenía? La culpa estaba en ella, en ella sola, y el
peso de esa culpa era lo que la turbaba y remordía. En aquel instante
hubiera trocado su belleza, su juventud, sus galas y los encantos de su
mundo, por la fealdad y la tristeza y la soledad de la Esfinge, si con
todo esto le daba también el sosiego de su conciencia. Porque era una
triste gracia que una señorona como ella lo pudiera todo, menos hablar
de cosas tan triviales delante de un matrimonio de drogueros, sin
caérsele la cara de vergüenza.
Por salir cuanto antes de esta mortificación, se levantó rápidamente de
su asiento, y dijo con aire de querer echar el asunto hacia otra parte:
--Es harto triste esta materia, que a ustedes les trae muy amargos
recuerdos y a mí muy negros temores. Dejémoslo aquí, si les parece; y
pues que no me sobra el tiempo tampoco, tenga el señor don Santiago la
bondad de decirme en qué quedamos de nuestro negocio.
--Pues en lo dicho, señora marquesa, si usted no dispone otras bases más
a su gusto.
--Yo acepto cuantas usted estime por buenas y equitativas.
--Pues el día en que usted necesite el dinero, me pasa una esquelita por
persona de su confianza, diciendo cuánto y por qué tiempo; le envío yo
la suma en efectivo con el documento para que tenga usted la bondad de
firmarle; me le devuelve después... y santas pascuas. No necesita usted
incomodarse.
--Es usted un hombre incomparable, señor don Santiago; y yo nunca pagaré
bastante a nuestro amigo el señor Guzmán el favor de habérmele dado a
conocer.
--No haga la señora marquesa, a fuerza de elogios, que tenga yo que
echarlos a mala parte. Estoy acostumbrado a mucho menos.
--Pues no le dan a usted lo que merece; y le juro que no le digo más que
lo que siento. Deme ahora su mano por despedida... Gracias. Y perdone si
se la oprimo tan de veras, porque nunca se ha creído tan honrada la de
esta su buena amiga.
En seguida, y mientras quedaba el droguero como fascinado, con los ojos
muy abiertos y la mano en el aire, volviose hacia la Esfinge; la hizo
una elegante reverencia; y, sin acabar de enderezar el talle, salió por
donde había entrado, acompañada de unos cuantos campanillazos que se
oyeron, en virtud de otros tantos tirones que dio a un cordón la Esfinge
desde su asiento, para que abrieran la puerta de la escalera; de un sin
fin de excusas del complaciente Núñez, y de estas pocas palabras entre
dientes, con que la droguera contestó al saludo.
--...serrrvir a usted.
En cuanto se quedaron solos don Santiago y su mujer, se levantó ésta y
abrió las vidrieras del balcón.
--¿Qué haces, alma de Dios?--preguntola el pobre hombre, a quien
asustaban entonces los aires colados.
--Purificar esto. ¿No hueles la peste?
--Tienes grandes virtudes, Ramona--la dijo su marido cubriendo la
rodilla enferma con el faldón del gabán--; pero en ciertas debilidades,
eres incorregible... y tremenda.
VI
* * * * *
Resabios de mis buenos tiempos de doncella pudorosa; algo que queda
todavía en el fondo, entre las cenizas. Pues no pensaba yo que fuera
tanto como para brotar al primer choque. Y ello es poco, pero molesto
cuando aparece. Ya se irá apagando también..., porque señales de lo
contrario no deben de ser. ¡A buen tiempo!... Sin embargo, no me
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