La Montálvez - 09

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»--Te recomiendo mucho que le trates como a cosa mía; pero no abuses.
»¡Qué presentes tengo hasta las pequeñeces de aquella noche!
»Pepe Guzmán me salió al encuentro con la misma serenidad y aparente
indiferencia que si no hubiera entre nosotros _lance_ alguno pendiente.
¡Y a mí me temblaba la mano al sentir el contacto de la suya! Hubiera
jurado en aquel instante que me daba miedo su compañía. Tal era mi
ofuscación, que ya comenzaba a darme un poco en qué pensar; y no es
extraño enteramente: al fin y al cabo, aquel _lance_ era el único
_aceptado_ por mí en todos los días de mi vida.
* * * * *
»¿Cómo empezó la escena? Hay que advertir que, con los preliminares
orillados ya, quedaba en ella muy poco asunto que ventilar: digo mal,
quedaban pocos trámites que seguir, porque el asunto, entero y
verdadero, estaba contenido en lo que faltaba por esclarecer.
Traduciéndole al lenguaje llano de la verdad, sin metafísicas ni
sentimentalismos; considerándole fría y prosaicamente _desde afuera_, se
trataba de que Pepe Guzmán me declarara que todos los elementos que él
creía necesitar para que se fundieran los convenidos hielos de sus
desilusiones, se reunían en mí, y de declararle yo, a mi vez, que en él
se hallaban las prendas que me obligarían a renunciar a mi propósito,
tan bien seguido hasta entonces, de no tomar en serio los galanteos.
Todo ello, expuesto así tan desnudo, resulta cursi, y hasta el detenerme
yo a declarar que lo es, pues por sabido debiera callarse; pero de algún
modo ha de saberse que otros toques, más cursis aún para referidos, como
lo de las condiciones que necesitaba él en una mujer para salir de su
escondite, y lo de las prendas de que había de estar adornado un hombre
para que yo me decidiera a quererle, etc., etc., ya se habían dado en el
cuadro con toda la premeditación y hasta el ensañamiento y la alevosía
que caben en un galán muy listo y escarmentado, y en una dama no tonta y
menos dispuesta a perder el tiempo en juegos insulsos.
»Y a tal extremo llevo yo estos mis temores a lo cursi, que aun contando
con que cualquiera que estos _Apuntes_ les tendrá su alma en su almario
y sabrá dar a las cosas la necesaria luz y el apetecido temple, renuncio
a reproducir el diálogo literalmente, tal como lo conservo en la
memoria. Precisamente comenzó la escena por ahí; es decir, por
manifestarme Pepe Guzmán su convencimiento de que el lenguaje, como
expresión de afectos íntimos y delicados, que tienen su principal
incentivo en el fulgor de una mirada o en el contacto sutil de dos
epidermis, estaba todavía sin hacer; tanto, que, en su concepto, hablar
de lo que íbamos a hablar nosotros con los términos usuales del
diccionario vulgar, era como empeñarse en tejer hilillos del rocío con
palitroques sin pulir. Me pareció algo extremada la comparación, pero
también muy al caso; y por lo que en ella me correspondía, se la
agradecí de todo corazón. Por de pronto, nos dieron motivo estas y otras
sutilezas semejantes para entrar en materia por caminos poco trillados
por el vulgo de los que platican de amores; y este nuevo encanto tuvo
para mí aquella escena memorable.
»Pero ¡qué diestro era el maldito en esta clase de empeños!, y yo, a
pesar de mi fama de insensible y de mi reputación de traviesa, ¡cómo me
dejaba conducir por donde él quería llevarme! Al principio su misma
frescura me desalentaba algún tanto, porque llegué a temer que en aquel
combate _a muerte_ no hubiera más ardimientos que los míos, y que
terminara por ir a clavarme yo, como una tonta, en la punta de su
espada; pero bien luego observé que me engañaba, cuando vi reflejada en
sus ojos, en su voz, en cada uno de sus ademanes, la elocuencia
fascinadora del lenguaje que no se habla ni se escribe, pero que se deja
leer y penetrar hasta lo más hondo de su sentido. Jamás había visto a
Pepe Guzmán así, ni, por consiguiente, tenido ocasión de estimar la
fuerza arrolladora que cabía en este nuevo aspecto de su trato conmigo.
Halleme, pues, desprevenida e indefensa en aquel inesperado trance de
prueba; perdí mi poca serenidad, y pareciéndome que el castillo no se
desmoronaba tan aprisa como lo querían mis desatinadas impaciencias, yo
misma puse mis manos en él, y me atreví a arrancar sus sillares, uno a
uno, hasta dejarle arrasado. El trabajo fue rudo, pero la conquista más
señalada. Los recios muros, que parecían inexpugnables, estaban
convertidos en escombros, el hielo proverbial se había fundido.
»El conquistado paladín, al verme dueña y señora de su última trinchera,
reclamó el derecho de tomar el desquite en la que me restaba de las
mías, y reconocísele yo de buena gana. Comenzó el asalto; pero no
necesitó grandes esfuerzos, porque bien pronto me declaré rendida.
»Entonces...,¡oh!, entonces, si mintió en lo que me dijo, no hay verdad
que valga lo que aquellas mentiras. Si todo era una comedia, ¡qué bien
la representaba! Pero, fuéralo o no para él, para mí era una hermosa
realidad de la vida la parte que desempeñaba yo en la escena con todo mi
corazón.
»Y ¿a dónde íbamos los dos por la florida senda en que acabábamos de
encontramos como dos pastores de un idilio algo realista? Ni él me lo
había dicho, ni yo se lo había preguntado, ni, en honor de la verdad y
de la buena casta de mi ardoroso sentimiento, por no decir amor, se me
ocurrió semejante pregunta. En determinadas situaciones, nacidas de
circunstancias y precedentes como los que habían creado la nuestra, no
se discurre como en los trances ordinarios de la vida. Se aceptan a
ciegas para no retroceder... El paradero, Dios le sabe.
* * * * *
»Cuando hubo salido de nuestra casa el último de los tertulianos, me
llamó mi madre a su habitación. Estaba ya acostada gran rato hacía.
»--Siéntate--me dijo en cuanto me tuvo delante--, y cierra esa puerta,
porque tenemos que hablar despacio sobre cosas que no deben ser oídas.
»Extrañome la advertencia; pero cerré la puerta y me senté sin decir una
palabra.
»--¿Sabes--me preguntó en seguida--, cómo ha quedado nuestro caudal a la
muerte de tu padre?
«No lo sabía a punto fijo, aunque sospechaba que no debía de haber
quedado muy floreciente, y así se lo manifesté a mi madre.
»--Pues no te equivocas--añadió--, aunque es difícil que adivines hasta
qué punto llegan las mermas de lo que habla, y el desbarajuste de lo que
nos queda. Una semana ha necesitado Simón..., mejor dicho, he necesitado
yo, para que él me ponga al corriente de todas esas cosas en que estoy
obligada a entender desde que falta tu padre. ¡Qué despilfarros, hija
mía, y qué barullos!... Lo que Simón dice: «aquí no se ha tratado más
que de pedirle dinero; grandes sumas, cada vez más grandes, sin pararse
a considerar que no siempre lo hay disponible, y que cuando no lo hay
así, el adquirido de prisa cuesta muy caro; y de este modo se van
eslabonando unas trampas con otras... hasta que se llega al punto a que
se ha llegado en esta casa». No vayas a creerte, hija mía, por esto que
te digo, que estemos a pique de salir a pedir el pan que hemos de comer
mañana; pero lo cierto es que el estado de nuestra fortuna es,
relativamente, muy grave; que llegará a serlo mucho más si no se le pone
luego el remedio que necesita, y que hay que decidirse a ponérsele, sin
la menor tardanza.
»A mí se me ocurrían muchas cosas que decir a propósito de estas
juiciosas ideas de mi madre, que parecía no acordarse de que habían sido
sus enormes despilfarros la causa principal del desastre de que se
lamentaba. Pero seguí callando y oyendo, hasta ver en qué paraban sus
reflexiones y sus planes.
»--Simón--continuó diciendo--, no sé si es todo lo leal y sencillo que
parece, o si de nuestro río revuelto ha logrado sacar las buenas
ganancias que se le ven, y otras mayores que, según dicen, están
ocultas; por de pronto, me consta que a tu padre le daba buenos
consejos, y que él no quería tomarlos en consideración: tenía el pobre
bastante bambolla, y esto le perdía. En dándole dinero abundante para
satisfacerla, ya todo le era igual... Pero vamos al caso: sea Simón lo
que fuere y valiendo lo que vale como inteligente administrador, no
basta él para lo que hay que hacer aquí; porque ese milagro no ha de
hacerse sólo con inteligencia, sino también con buenos puntales y con
cierto interés... En una palabra, hija mía: en esta casa se necesita un
hombre, rico, muy rico, que reemplace, no a Simón, sino a tu padre, en
la dirección de ella... ¿Me comprendes bien?
»Creí comprender algo, que no me molestaba ciertamente, porque no estaba
reñido con el recuerdo que llenaba mi memoria e informaba entonces todos
mis pensamientos; pero, por si me equivocaba, respondí a mi madre que
no. Pareció algo contrariada con la respuesta, y añadió:
»--Es necesario que te persuadas de que todo esto que te digo y lo que
aún he de decirte, y los cuidados que me preocupan, no tienen más objeto
que tu bien. Si de mí sola se tratara, muy distinto sería mi modo de
pensar... Es tan poco lo que me resta de vida, que, por escasos que sean
mis caudales, ha de sobrarme lo más de ellos... porque tengo el
convencimiento, hija mía, de que he de vivir muy poco tiempo, ¡muy
poco!, mucho menos de lo que tú te figuras..., y por lo mismo, me afano
tanto hoy; porque si me muriera yo dejando las cosas en el estado en que
se hallan, seria muy desdichado tu porvenir. El legado de tu abuelo no
alcanza a cubrir tus necesidades en el pie en que estás educada y has
vivido hasta aquí; y en cuanto a lo restante de nuestros bienes, tan
embrollado hoy, ¿cómo estaría mañana en manos de una mujer sin
experiencia y sin amparo? Porque tú, muerta yo, te quedarás sola...,
enteramente sola; y esto, aun con mucho dinero y grandes rentas, es muy
triste... En una palabra, hija mía, y para cansarte menos, ese hombre
que se necesita aquí, inteligente y rico, no ha de ser un administrador,
ni un asociado como otro cualquiera, sino tu marido. ¿Me entiendes
ahora?
«Era lo mismo que yo había sospechado antes; y como no salía con ello de
mis dudas, dije a mi madre que continuara explicándose, si es que tenía
más que advertirme, como me lo iba temiendo yo; y añadió entonces:
»--Tengo ese hombre inteligente y rico que tanta falta te hace.
»Desde luego aposté en mis adentros a que no era el único que yo
aceptaría, y hasta supuse quién podría ser el que me proponía mi madre.
»--No hace aún dos horas que me ha pedido tu mano--continuó aquélla,
viendo que yo nada decía.
»Don Mauricio--apunté sin temor de equivocarme.
»El mismo--repuso mi madre.
»No me dio algo allí, porque, después de mi entrevista con el
pretendiente, ya no podía admirarme nada que fuera de la especie de lo
que le había oído a él; pero en la acogida que habían merecido a mi
madre sus pretensiones, no dejaba de haber motivo para sorprenderme, y
así se lo manifesté a ella.
»--Contaba con eso--me replicó--, porque desde luego supuse que sería
una ofuscación suya lo de los grandes alientos que, según me dijo, le
habías dado en tu respuesta; pero también contaba y cuento con tu buen
juicio, con tu serenidad... y con el aprecio que has de hacer, por lo
mismo, del consejo de tu madre, que no puede desear para ti sino lo
mejor...
»Aquí comencé yo a tomar la cosa por lo serio, y se entabló una porfía,
muy tenaz por mi parte; la cual atajó mi madre diciéndome con desusada
dulzura:
»--Todo eso será verdad, y más que me cuentes; pero ¿y qué? ¿Serías la
primera mujer joven y hermosa, y aun noble y rica, casada con un Creso
feo... y hasta vicioso... y hasta ridículo, si quieres? De esto se ve
todos los días, porque hay muchos motivos y grandes razones para que se
vea... Quiero concederte todavía más: quiero suponer que tuvieras el
corazón interesado por un joven hermoso, discreto, noble..., en fin, lo
contrario enteramente de don Mauricio; y no quiero suponerlo, sino
creerlo, porque así es la verdad, o yo no tengo ojos en la cara;
supongo, pues, digo mal, creo que tienes el corazón interesado por un
hombre así..., por Pepe Guzmán, en una palabra... Pues mejor que mejor
para mis planes, y para tus conveniencias por consiguiente.
»Aquí me asombré ya mucho más que antes. Conociolo mi madre, y continuó
así:
»--Te lo repito y te lo demuestro. Los hombres como Pepe Guzmán, no
sirven para lo que tiene que servir aquí tu marido; y aunque sirvieran,
no querrían, porque los ejemplares de esa casta... no se enamoran para
casarse.
»Me ofendió el dicho como debe ofender un bofetón.
»--Eres una novicia todavía--añadió mi madre al notarlo--, aunque te
juzgas y te juzgan los que no te conocen tanto como yo, llena de
malicias y de experiencia. Yo soy vieja ya, y tengo de todo eso mucho
más que tú para estas cosas del mundo. No se enamoran para casarse los
hombres como Pepe Guzmán; y te añado que aun cuando éste quisiera ser
contigo una excepción de la regla, tú no deberías consentirlo.
»--¿Por qué?--exclamé sin poderme contener.
»--Por... varias razones--respondió mi madre muy serena y bajando más la
voz--. Y vamos a tratar este punto con toda franqueza, porque en él se
encierra toda la cuestión. Por de pronto, los hombres de cierta
pasta..., como la de _ese_, son una calamidad para maridos de las
mujeres a quienes han amado solteras: la razón es que los hábitos
adquiridos en el mundo en que han vivido los hace incompatibles con lo
que se llama, muy fundadamente, «prosa de la vida conyugal». Comienzan
por desencantarse y por aburrirse, y acaban por desviarse... Es ley
infalible: la cabra tira al monte... Y lo que digo del hombre de esas
condiciones, es aplicable a la mujer... de las tuyas. ¿Amas a Pepe
Guzmán? Pues ten por seguro que dejarías de amarle si te casaras con él.
»--Pero, Señor--pensé aturdida al oír esto--, ¡también mi madre!...
Porque esta es la teoría de Sagrario... y la de Leticia, o yo no estoy
en mis cabales... ¿Es que hay algún mal espíritu encargado de conducirme
a donde yo no quiero ir?
»--¿Te asombras?--preguntome mi madre, conociendo lo que me pasaba--.
Acaso no me haya explicado bien; porque en mis intenciones no hay motivo
para ello. Si te hubiera puesto el ejemplo de tus dos amigas más
íntimas, y de tantas otras que conozco y que conoces lo mismo que yo; si
te hubiera dicho: «te conviene para marido el hombre que te he
propuesto, por lo mismo que es raro y tiene vicios y mala fama; o lo que
es igual, todo lo que necesita por pretexto una mujer de mundo para
lograr de casada, con _cierto derecho_, lo que no le es lícito a una
soltera»; si hubiera pretendido yo que aceptaras al banquero antipático
para sostén y pantalla de debilidades y caídas con los galanes de tu
gusto; si fueran estas mis intenciones al decirte lo que te he dicho,
tendrías razón para sorprenderte; pero se trata de cosa muy distinta y
más honrada. Don Mauricio es hombre _del día_; entiende sus
conveniencias, y por ello respetaría las tuyas..., porque tú no habías
de pretender nada que no fuera _usual y admitido_ entre las mujeres de
tu rango; y como no le amas ni puedes amarle, no hay que temer en ti los
desencantos ni las terribles consecuencias que éstos traen en los
matrimonios por amor. Por añadidura, serás libre y considerada, y
tendrás quien guarde y prospere tu hacienda, y te mantenga en la
abundancia que necesitas para vivir sin contrariedades ni privaciones.
Esto quiero para ti; esto puedo proporcionarte, y con esto te brindo...
¿A qué respetos falto, ni a quién ofendo con ello?
» ¡A qué respetos faltaba!..., ¡a quién ofendía con ello! ¡Y a mi se me
amontonaban en tropel las respuestas que estaban reclamando aquellas
preguntas inconcebibles en labios tales; corolarios artificiosos, o,
cuando menos, muy mal deducidos de unas teorías repugnantes a mi
naturaleza de mujer de honradas inclinaciones y a mis sentimientos de
enamorada! Y pude dominar mi indignación, por respeto a las intenciones
de mi madre, que no eran, que no podían ser las que cualquiera tendría
derecho a leer en la letra descarnada de sus precedentes advertencias,
encomios y recomendaciones; cualquiera menos yo, que conocía hasta qué
punto cegaban a aquella señora las pompas y vanidades del mundo, y con
qué facilidad transigía con los riesgos más graves, si la costumbre los
autorizaba y si sus planes de bambolla los pedían. «¡Dinero, dinero a
todo trance, y mundo esplendoroso en que lucirle! «Este venía a ser, en
substancia, el objeto, el fin, la aspiración única, y hasta la religión
de mi madre, y por eso, creyendo de buena fe que en ello trabajaba por
mi felicidad, al ofrecerme por marido a don Mauricio, intentaba, con
tan poca prudencia, desvanecer los escrúpulos que yo tuviera para
aceptarle.
»Respondí, pues, lo menos que pude; pero aun así, estuve dura con ella.
»Continuó la entrevista un buen rato todavía, hasta que me dijo:
»--No puedo más, hija mía. El hablar me fatiga mucho, como ves, y las
molestias y los dolores se me agravan. Estoy hecha una ruina..., vivo de
milagro, no hay que darle vueltas... Dejémoslo aquí por hoy; y ahora,
recógete... y medita; pero con serenidad, con todo tu discernimiento.
Pésalo y mídelo todo bien... y ya verás cómo, al fin y al cabo, vamos a
estar de acuerdo.
»¡Qué horas las de aquella noche, Dios mío! ¡Y yo que, muy pocas antes,
esperaba encontrar en ellas los más regalados sueños de mi vida!
»¡Que pesara..., que midiera!... Y ¿en qué otra cosa que en pesar y en
medir lo que mi madre quería, podía yo emplear aquellos siglos de
tinieblas en la tortura de mi lecho?
»No es para descrita, por su complicación y colorido de pesadilla, mi
batalla mental; pero merece apuntarse el hecho de que cuando las
primeras claridades del alba vinieron a orientarme en el antro y a
desvanecer las últimas visiones de mi enardecida fantasía, sobre el
montón de ruinas a que en ella habían quedado reducidos los abigarrados
ejércitos de fantasmas, comencé yo a levantar los cimientos de otro plan
que pensaba poner en obra muy en breve.
»¡Que Dios le libre a un hombre de bien de que se ponga en tela de
juicio su derecho a la camisa que lleve puesta; porque con eso solo,
está en muy grave apuro de perderla!


XVI

Se sorprendió mucho mi madre cuando entré en su habitación a saludarla.
Contaba con hallarme en el temple en que me había despedido de ella la
noche antes, y me veía tranquila y sosegada, como si nada me hubiera
pasado.
»--¿Has dormido bien?--me preguntó.
»--Muy bien--respondí tan ufana como si fuera verdad.
»--Luego no has meditado...
»--Ha sobrado tiempo para todo.
»--¡Yo he pasado muy mala noche!
»--Y debía ser cierto, porque parecía un cadáver; pero, así y todo, dudo
que su noche fuera más mala que la mía. Díjela que lo sentía en el alma,
y me preguntó, sonriendo a la fuerza:
»--Y ¿qué has resuelto?
»--Esperar.
»--¿A qué?
»--A lo que resulte del plan que yo también he formado.
»--¡Has formado un plan?
»--¡Yo lo creo! Y ¿por qué no había de formarle?
»--Efectivamente:¿por qué no habías de formarle? Y ¿va a ser obra larga?
»--Pienso que sea muy breve.
»--Más valdrá así.
»Muy poco más que esto hablamos entonces. Antes de almorzar, envié, bajo
sobre cerrado, una tarjeta a Pepe Guzmán, con el ruego de que no faltara
por la noche a mi casa. Este trámite era del programa formado por mí. Un
detalle que recuerdo bien: al escribir en la tarjeta lo poco que
necesitaba, anduve tanteando fórmulas hasta encontrar una en que no se
diera tratamiento alguno a mi _amigo_. ¡Y de qué buena gana le hubiera
tuteado! Pero la noche antes había quedado nuestra _amistad_ en el punto
en que el _tú_, aunque se impone ya, todavía asoma con mucha timidez a
los labios.
»Durante el día me hizo mi madre muchas insinuaciones acerca de la
naturaleza de mis planes; raterías que se caían de inocente, para
tirarme de la lengua. ¡A buena parte venía!
»Como las horas se me hacían eternas en casa, salí en carruaje con una
de mis tías, mientras la otra se quedaba acompañando a mi madre, no sé
cuántas veces, a comprar cosas que no necesitaba y a visitar iglesias en
que ni rezaba ni leía. Y lo cierto es que mejor estaban mis negocios
para encomendados a Dios, que para otra cosa. Pero andaban, a la sazón,
mis pensamientos tan a flor de tierra, que no se me ocurrió elevar una
súplica al único juez que podía fallar _en justicia_ el pleito que me
desvelada.
»En estas idas y venidas, cuidaba mucho de no encontrarme con gentes
conocidas, o de fingir que no las había visto, si el encuentro era
inevitable. ¡Y cuántas de ellas vi! Parecía que el diablo se empeñaba en
ponérmelas delante y que se había encarnado en mi tía; porque, como si
no me acompañara para otra cosa, no cesaba de apuntármelas con el dedo,
ni de exclamar: «¡Mira Fulano!» «¡Mira Menganita!...» «Casa-Vieja te
saluda...» «Agur, Ramiro». ¡La hubiera arrojado por la ventanilla de muy
buena gana!
»Llegó la hora de comer, y comí tan poco como la víspera, porque aunque
los motivos eran diferentes, la mortificación de las impaciencias que me
desganaban era la misma un día que otro. También me encerré en mi
tocador en cuanto me levanté de la mesa: igual que el día antes; pero
esta vez no fue para estudiar en el espejo afeites ni aliños que me
embellecieran, sino para afirmarme en mis ya bien firmes propósitos,
dando un repaso mental a lo que me tocaba hacer y decir para
cumplimiento de la más delicada e interesante cláusula de mis planes.
»En fin, y viniendo a lo que importa, a la hora acostumbrada llegó Pepe
Guzmán a mi casa. Como no era noche de tertulia, había en ella muy poca
gente; y yo, sin pararme a considerar si faltaba o no a «las
conveniencias», y atenta sólo a lo que me interesaba, le conduje al
gabinete mismo en que el banquero «se me había declarado»; elegí un
sitio en él donde pudiéramos hablar sin servir de espectáculo a la gente
del saloncillo; senteme allí, y roguele a él, con una mirada y un
golpecito con la mano en el sillón inmediato, que se sentara también.
Sentose; clavó en los míos sus ojos, dulces y elocuentes, como si en
ellos quisiera mostrarme estampado todavía el idilio de la noche
anterior..., y me encontré sin ánimos para decir la primera palabra.
Todas las fuerzas con que contaba para llevar a cabo mis proyectos, me
habían faltado de repente. Sentí vibrar y conmoverse dentro de mi algo
que era como la luz y el estímulo de la vida, y mis flaquezas de mujer
hicieron una de las suyas, llenándome los ojos de lágrimas y el pecho de
sollozos, que a duras penas logré sofocar.
»Viéndome así Pepe Guzmán, tomó una de mis manos entre las suyas; y
envolviéndome en una mirada, que fue para mí lo que el rayo de sol para
un cuerpo aterido, díjome con expresión y acento de cariñosa ironía,
disimulo evidente de otras impresiones muy distintas:
»--Aquí pasa algo muy grave, por las señas de esas lágrimas después de
tu recado de esta mañana... Veamos lo que es...; se entiende, si me es
lícito saberlo.
»Rehíceme casi en el acto, por empeñarme en ello, antojándoseme que
tenía algo de ridícula aquella crisis histérica; volví a recobrar la
resolución perdida; y retirando mi mano de las de Guzmán, con el
pretexto de necesitarla para enjugarme los ojos, dueña ya de mi
serenidad, enterele de todo lo que ocurría..., de todo no, puesto que
omití lo del parecer de mi madre sobre los casamientos por amor.
»--Mientras hablaba, iba observando yo el efecto de mis palabras en el
atento escuchante.--También este trámite estaba apuntado en el
programa.--Ni un músculo se contrajo en todo su cuerpo, ni el menor
gesto alteró la expresión serena de su semblante. Como si se tratara de
una historia del otro mundo.
»La que yo le relataba, no podía tener en mis labios más que un objeto
solo: el de dársela a conocer como una desventura mía, necesitada del
dictamen sesudo y de los consuelos cariñosos y _desinteresados_ de «un
buen amigo». Mi derecho no alcanzaba a más..., ni siquiera a disminuir
un poco los motivos que yo tenía para sentir allá dentro, muy adentró,
el frío de aquella inalterable serenidad, por más que este detalle fuera
suceso previsto como _posible_ en mi programa.
»Después que se enteré de todo, me preguntó, sin abandonar su expresión
de irónica afabilidad:
»--Y ¿por qué te has apresurado tanto a informarme de ello?
»--Porque es caso de urgencia--respondí--, y necesito un consejo.
»--¿Precisamente el mío?
»--Precisamente el tuyo (¡con qué gusto usaba ya este pronombre!); pero
el tuyo sólo, entiéndase.
»--¿Por pura curiosidad?
»--Para seguirle al pie de la letra..., a ojos cerrados, sea cual fuere.
Lo he jurado así.
»--¡Pobrecilla, y con qué decisión me lo dice!
»--Como todo cuanto te he dicho y prometido.
»--Mira que si me arguyes de ese modo, vas a hacerme perder la cordura
que necesito para que el consejo sea digno de quien me le pide.
»--Pues venga pronto el consejo..., porque no respondo de mí.
»Omito, en obsequio a la brevedad, la _ortografía_ que usábamos mi
interlocutor y yo para este lenguaje hablado. De la intención de lo
escrito aquí en determinados pasajes, se desprende con harta facilidad.
»Vuelta a _enjuiciarse_ la escena, continuó de este modo Guzmán:
»--Según me has dicho, es grande el empeño de la marquesa...
»--Hasta el entusiasmo.
»--Y tú, por tu parte, sin contar con extraños auxiliares, ¿no has
hallado en la repugnancia que la idea de ese casamiento pueda
producirte, fuerza de convencimiento y resolución bastantes para
resistir?
»--Repugnancia y convencimiento, y fuerza y decisión para resistir tuve,
y todo lo empleé inútilmente.
»--No lo entiendo, tratándose de en carácter como el tuyo.
»--Pues con todo eso y algo más, que no es de este momento y me llega
muy al alma, me di a cavilar anoche..., ¡qué horas aquéllas, Virgen
santa!..., y cavilando sin cesar, y pensando y midiendo, como quería mi
madre..., ¡que Dios te libre, de la tentación de pensar _demasiado_,
cuando necesites decidirte pronto y a tu gusto! Yo ya no sé a qué
atenerme sobre ciertas cosas; qué se entiende por bueno ni qué por malo;
si el error está en mi modo de ver, o en la manera de conducirse los
demás; si soy yo la mala cuando pienso que obro bien, o si son ellos los
buenos cuando me parecen una canalla; cuál es lo noble ni cuál es lo
vil. Decídelo tú, que ves mejor en esas confusiones que a mi me ofuscan;
y lo que decidas, eso haré. Ya sabes que lo he jurado.
--Aplaudo esos alientos--me dijo Guzmán entonces, sonriendo, pero no tan
impávido como aparentaba--, porque, o yo me equivoco mucho, o has de
necesitarlos muy pronto. Y vamos ahora al consejo. Un enamorado de estos
de la turba multa, digámoslo así, de _pensamientos levantados y
cristianos procederes_, al oír a su dama llorar cuitas como las que tú
me has confiado, y al pedirle ella el consejo que tú me has pedido,
tocaría el cielo con las manos; la negaría hasta el derecho de dudar en
tal conflicto, porque entre la exigencia del _tirano_ y los mandatos del
amor, nunca vacilan los que bien aman, y acabaría la escena por
decidirse _ella_ a arrostrar el hambre, las mazmorras y aun la muerte,
antes que consentir en _ser de otro_, y por jurarla _él_, viéndola tan
firme y tan constante, que con los dientes sabría arrancar los clavos
mismos de las puertas que la encerraran. Pero en nuestro mundo, hija
mía, pasan las cosas de muy distinto modo que en el mundo de aquellos
inocentes: hay otros móviles y otros fines, otras luces y otros
horizontes; y tú y yo, si bien nos miramos, en nada nos parecemos a los
enamorados de mi ejemplo... En virtud de lo cual (que yo te explanaré,
si lo deseas), y en vista de lo que arrojan los autos de tu pleito, es
mi parecer, hijo de mi larga observación en ese linaje de conflictos, y
muy principalmente del interés que tengo en tu felicidad, tan eslabonada
con la mía, que te avengas a los deseos de tu madre y aceptes la rica
mano que te ofrece don Mauricio.
»¡Esto si que no estaba previsto en mi programa! Que Guzmán no me
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