La Montálvez - 07

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día para restaurar un poco las fuerzas de su trastornada máquina,
puestas en los límites de la extenuación con los recientes sustos y el
anterior ajetreo de su larga peregrinación, sintió de pronto tales
espasmos, convulsiones y desfallecimientos, que pensó que su vida
terminaba en aquel trance, y lo mismo pensaron su atribulada hija y las
gentes que con ella acudieron a socorrerla. Por consiguiente, nuevos
apresuramientos, nueva irrupción de doctores, nuevas consultas y nueva
serie de larguísimas horas de angustias y sobresaltos para la pobre
joven, que, en aquella apuradísima situación en que se veía, se juró a
sí propia emprender la vuelta a Madrid por el camino más corto, tan
luego como los enfermos se hallaran en condiciones de ponerse en viaje,
si Dios no había decretado que le hicieran al otro mundo sin salir de la
cama.
Pero también se resolvió en el mejor de los sentidos la crisis alarmante
de la marquesa; sólo que, al paso que el restablecimiento de su marido
llevaba trazas de ser completo y sin dejar el menor rastro de la
enfermedad vencida, el de ella caminaba paso a paso, y mal seguros, con
muchos tropezones y algunas caídas. Al fin, llovía sobre mojado, y en
cada nuevo embate de la enfermedad se llevaba ésta mayor tajada entre
las uñas.
Durante la convalecencia de los dos enfermos, Leticia y Verónica, como
si quisieran resarcirse de los afanes y tristezas que habían sufrido
juntas como dos hermanas, mejor que como dos amigas, hablaron mucho, de
muchísimas cosas: de todo menos del príncipe ruso y de su duelo con el
subsecretario de Gobernación, y de Pepe Guzmán, que no asomaba por
ningún sendero a cumplir la palabra empeñada con Verónica. Entre tanto,
el tal subsecretario, el general y el periodista español, no se
apartaban un punto del marqués, que ya _estaba en voz_ nuevamente y
comenzaba a hacer pinitos parlamentarios. Estaba muy satisfecho del
interés que se habían tomado por su salud el canciller de acá, el
embajador de allá, un ministro del kedive de Egipto y cien eminencias
más que veraneaban por allí. Esto le confortaba y le reconstituía.
Y hablando, hablando Leticia y su amiga, sacó la primera a relucir a don
Mauricio _el Solemne_.
--Poco antes de llegar tú--dijo a Verónica--, se presentó aquí de
improviso; se encontró con nosotros al día siguiente; y como si le
hubiera contrariado el encuentro, aquella misma tarde salió para París.
--¿Solo?--preguntó sonriendo Verónica.
--Solo--respondió sonriendo también su amiga--. Porque por más que se
afirmó entre los maldicientes lo contrario, yo creo que nada tenía que
ver con él una dama muy aparatosa, de cierto pelaje, que le siguió muy
de cerca al marcharse, lo mismo que le había seguido al llegar.
--¿Alta y rubia?--volvió a preguntar Verónica, recordando quizás las
señas de la de Interlacken.
--Morena y baja--respondió Leticia.
--¡Qué voracidad de hombre!--pensó la otra sin pedir ni dar más
explicaciones.
Con los equipajes hechos, los convalecientes medio embanastados; en fin,
casi con el pie en el estribo ya para volver a Madrid los tres
expedicionarios de nuestra historia, dijo Leticia a su amiga al
despedirse de ella:
--Sé que el banquero don Mauricio bebe los vientos por ti... ¿No te
gusta que te lo diga?... Lo siento, y perdona; pero escucha. Es un
_tipo_, bien a la vista está; pero tiene prendas que no puede ni debe
desconocer una mujer como tú. Por tanto, como buena amiga y porque te
quiero mucho, te aconsejo que si pide tu mano, no se la niegues.
--Gracias--respondió la aconsejada, pagando con un beso en cada mejilla
de la consejera otros dos que ésta le había estampado en las suyas, con
las últimas palabras del consejo, como si hubiera querido pintárselas
allí para que no las olvidara.
¡También Leticia! ¿Era aquello una burla o una pesadilla? El mismo
consejo que Sagrario, menos en lo referente a Pepe Guzmán. ¿Por qué esta
omisión? ¿Fue por ignorancia o por malicia? ¡Ah!, ¡de qué buena gana la
hubiera hecho ella entonces, y aun antes de entonces, por curiosidad, se
entiende, nada más que por curiosidad, una pregunta! «Vamos, Leticia,
con toda franqueza..., como si te confesaras conmigo, ¿hasta qué punto
llegaron tus _amistades_ con _él_?...» Porque era mucho lo que, de algún
tiempo a aquella parte, la mortificaba esta sencilla _curiosidad_.


XIII

La marquesa llegó a Madrid hecha una lástima; pero el marqués, como si
nada le hubiera pasado. Algo claudicaba del lado derecho, reparándole
bien, y se le torcía la boca al sonreírse, y un tanto desmemoriado se
encontraba en lo tocante a fechas y nombres propios; pero este levísimo
rastro de su pasado accidente se borraría muy pronto, como se habían ido
borrando otras huellas, harto más hondas, del propio mal.
De muy distinto modo lo veía su hija, que, aun sin lo advertido por los
doctores de Spá, tenía en su buen entendimiento la luz necesaria para no
engañarse; y con esto, y con la evidencia de que el estado de su madre
era gravísimo, también; con las tristes deducciones que le resultaban de
estas innegables premisas; la relativa soledad en que se encontraba en
Madrid, a donde los apuntados sucesos la habían obligado a volver antes
de lo calculado, y, por consiguiente, hallándose todavía rodando fuera
de la patria todos los amigos de «su mundo»; la negrura de los espacios
a que la condujeron sus cavilaciones pertinaces, y, ¿por qué negarlo?,
hasta la ausencia del único hombre de fuste que en aquel caso pudiera
ser para ella un prudente consejero, y cuanto en este hilo de su
discurso fue ensartando la mano de Satanás, porque otra más honrada no
podía complacerse en hacer un rosario tan largo y de tan fríos
desalientos, llegó a apoderarse de la infeliz una verdadera melancolía;
siendo muy de notar que antes se le aumentaba que se le disminuía con
los cálculos risueños y los propósitos mundanos, que eran los temas
exclusivos de la conversación de los convalecientes con ella. La cual
tiene abnegación bastante para declarar sin rebozo en este pasaje de sus
_Apuntes_, que intervenía muy poco o nada su corazón de hija en la
manifestación de aquel fenómeno. No la impresionaban las ilusiones de
sus padres por el contraste que formaban con su certeza de que era muy
breve el espacio que las separaba de la sepultura de los ilusos, puesto
que no era el dolor de perderlos lo que sentía en sus temores de
quedarse huérfana a la hora menos pensada. El fenómeno era producto de
un trastorno nervioso, de un estado histérico, sometido al influjo de un
orden de sentimientos muy distintos: los enumerados ya, y un recelo
pavoroso de lo desconocido. Su afecto de hija no profundizaba más que lo
que da de sí el hábito de vivir en comunidad, no muy íntima, con otras
personas. Muy poco y bien triste le parece esto a ella misma; pero
tranquiliza su conciencia con la cuerda reflexión de que lo extraño
hubiera sido lo contrario, con una educación como la que había recibido
y unos ejemplos como los que le habían dado en su propia casa.
Veamos qué cálculos y propósitos eran los que preocupaban a los
marqueses en los momentos en que todo el tiempo de que disponían debiera
parecerles corto para liquidar sus largas cuentas con Dios. Los de la
marquesa se enderezaban a dar a sus salones, en el próximo invierno, el
último barniz de que carecían para brillar entre los más esplendorosos
de la corte: quería construir un elegante teatro doméstico, en el cual
las damas y los galanes más distinguidos de la aristocracia
representasen lo selecto del repertorio... francés, en lengua francesa
por de contado. Esto era el colmo, por entonces, y aun creo que lo es
por ahora, del rumbo y de la distinción de los salones del _buen tono_
madrileño. El intento, si se realizaba, costaría un sentido; pero ¿qué
tenía que ver ella con ese prosaico y vulgar detalle? ¿No era rica? ¿No
daban sus caudales para todo? ¿No era el intento noble y, amén de noble,
impuesto por la ley inexorable... «de las cosas»? Pues habría teatro
doméstico, y lindo y elegante, como el mejor de su especie; y para
lograrlo así y lo más pronto posible, conferenciaba a menudo con el
mismo arquitecto que le había trazado y dirigido las obras de su casa, y
con su hija para la formación, digámoslo así, de la _troupe_
aristocrática que había de _debutar_ en él, a más tardar en la próxima
noche de Año Nuevo. Y bien sabido se tenían Verónica y su padre que los
intentos de la marquesa no podían traducirse en broma jamás. Siempre
fueron órdenes sus lacónicas frases, y leyes inapelables sus deseos.
Esto, en buena salud; ¡qué no sucedería cuando las molestias de la
enfermedad la obligaban a ser más antojadiza y exigente?
En cuanto a los planes de su marido, casi está por demás advertir que no
salían del trillado campo de sus anhelos senatoriales. Cierto que le
constaba con toda evidencia que su senaduría era una de las de la
hornada que de un momento a otro lanzaría el Gobierno a los estantes de
la _Gaceta_; y sobre este importante preliminar, por tantos años
perseguido, nada tenía ya que temer; pero no se trataba de eso, sino de
algo que debía seguir inmediatamente al acontecimiento, como el
estampido a la expansión de la pólvora inflamada en un arma de fuego.
¿Cómo le celebraría él, cuándo y en dónde? ¿A qué y con quiénes le
obligaba esa distinción, que no por ser justa y merecida y aun algo
tardía, dejaba de haber sido piedra de toque de muchas y buenas
amistades... y de asombrosos temples de paciencia?
Esto le preocupaba, y a este tema se redujeron sus conversaciones
familiares por muchos días. Al fin resolvió, sin que nadie se le
opusiera, que daría un banquete _de circunstancias_ en su propia casa,
tan pronto como los ausentes personajes volvieran a Madrid y entrara en
sus ordinarios quicios la vida política y social de la corte; y que en
ese banquete pronunciaría él un discurso, en el cual «quedara bien
definida su significación al lado del Gobierno de Su Majestad», y puesta
bien de relieve, con la autoridad de su ejemplo y la elocuencia de su
palabra, «la necesidad de robustecer el prestigio de los poderes
públicos con el concurso de todas las fuerzas vivas de todos los hombres
independientes y desapasionados del país, tan trabajado y maltrecho por
obra de todo linaje de mezquinas intrigas y de pasiones bastardas».
Tal había de ser el tema de su _acto político_; y en desenvolverle,
pulirle y entonarle debidamente, creyendo como artículo de fe que había
de tener «inmenso alcance y altísima resonancia», se pasaba el buen
marqués las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio,
como el otro loco (y perdone su ilustre y bien acreditada fama la
comparación) con los libros de caballerías.
Es de advertir, asimismo, que el banquete, no sólo había de celebrarse
en su propia casa, sino también disponerse y servirse con elementos y
accesorios de la casa misma; condición sabiamente acordada por el
marqués, que, contando con que no faltarían los obligados sahumerios de
la prensa al _menú_ y al aparato de la mesa, no quería ceder a un
fondista, aunque se llamara Lhardy, ni ese rayo de esplendor que
también cabía en el nimbo de su cabeza casi augusta.
Ello es que pasando días y semanas; estando perjeñado el discurso y a
medio digerir; puestos en ejecución los planes de la marquesa y los
planos de su arquitecto, y por los suelos algunos tabiques de la casa;
en Madrid casi todos los encopetados _touristas_ veraniegos; cada hombre
político en su sitio; Verónica no tan aburrida ni nerviosa como a su
llegada; Pepe Guzmán bien perdonado de su falta, en virtud de razones
bien expuestas y mejor recibidas; la marquesa incapacitada de moverse de
un sillón en cuanto la sacaban, con trabajos, de su lecho, y el marqués
con su credencial de senador entre las manos, llegó el mes de octubre, y
con él la ebullición de la vida madrileña, quiero decir, la de la gente
de dinero y lustre en los campos colindantes de los placeres y de la
política; y llegando el mes de octubre, que era el que esperaba el
marqués con grandes ansias, dio por bien digerido su discurso, y
consagró todo el muy escaso que le quedaba sano a disponer el programa
de la fiesta.
Dejemos por cosa innecesaria la historia de este parto laborioso, y
pasemos de un salto, que el lector dará con gusto, por lo que le abrevia
el camino, a los linderos del comedor de nuestro personaje, desde donde
podemos contemplar, sin ser vistos, el cuadro resultante de tantas, tan
profundas y tan conmovedoras cavilaciones, con lo demás que se siguió
como fin y remate de la fiesta.
Como el banquete era político, aunque de otro modo le calificara el
marqués por pura modestia, no se dio asiento en él a las señoras.
Pasaban de cincuenta los comensales del otro sexo, rigorosamente
vestidos de sociedad, lo mismo que los criados que les servían los
manjares y los vinos, y figuraban entre los primeros las tres cuartas
partes de los ministros, incluso el presidente; los de ambos «cuerpos
colegisladores»; varios diputados de empuje, con grupito; la flor y nata
de los ancianos del senado; el Capitán general y el Gobernador civil de
Madrid..., y así sucesivamente; porque una cosa es que todos estos y
otros personajes estimaran al anfitrión en lo que verdaderamente valía,
y otra muy diferente los rumbosos festivales que sabía disponer en su
casa para prestigio de ella y regalo de sus amigos. Como de los más
estimados, inútil es advertir que no se quedaron sin cubierto aquella
noche ni Pepe Guzmán ni el banquero don Mauricio.
Al tratar la prensa periódica al día siguiente de este suceso, grandes
cosas dijo de la magnificencia del cuadro, tal como aparecía en conjunto
a la vista del recién llegado observador, y grandes despilfarros de
incienso dedicó al buen gusto y a la riqueza de la ilustre familia; pero
preciso es confesar que por aquella vez, si los «órganos de la opinión
pública» pecaron de entrometidos y de aduladores, en manera alguna de
inexactos, como no fuera por quedarse cortos en sus reseñas y
ponderaciones. Fue aquel, en efecto, un alarde felicísimo de saber hacer
esas cosas por todo lo alto. Era el comedor lo que se llama «un ascua de
oro»; expresiva metáfora en que cabe cuanto el lector pueda imaginarse
en profusión de luces sobre lámparas y candelabros de ricos y variados
metales, vajillas estupendas, cristalería de inverosímil nitidez y
ligereza, vasos de porcelanas valiosísimas cargados de raras flores; en
fin, lo mejor entre lo más caro del profuso acopio de que se dio cuenta
en otro lugar de este relato, y lo adquirido después a peso de oro,
destacándose sobre fondos obscuros, salpicados de brillantes toques
metálicos, e interrumpidos en cada puerta por los desmayados paños de
las pesadas y ricas colgaduras.
Bien poseído estaba el marqués de la suntuosidad del aparato escénico,
así como de la intachable corrección con que iban sirviéndose a sus
comensales los prodigios de su cocinero y los tesoros de su bodega; y
por estarlo tanto, andaba más atento a inquirir si ese mismo sentimiento
se traslucía en los gestos de sus comensales o en las palabras sueltas
del incesante rumor que henchía la estancia, que a responder
atinadamente a las frases con que algún colateral, creyendo acertar
mejor así, intentaba llevar su atención al asunto ocasional del
banquete.
Desde muy temprano había sentido él síntomas premonitorios de estas
emociones. Inusitadas desconfianzas en su servidumbre, recelos
injustificables hasta de la habilidad de su envidiado cocinero, le
traían sin punto de reposo de un lado para otro y de acá para allá;
mortificaba a su familia con consultas impertinentes y con advertencias
pueriles, y aturdía a su ayuda de cámara pidiéndole prendas de vestir
que tenía a la vista o entre las manos. Jamás había incurrido en estas
vulgaridades de tendero rico el señor marqués, ni su familia le había
visto tan polilla ni tan desmañado. A ratos se encerraba en su despacho
y ensayaba a toda voz desde el sillón de su mesa, con la salvadera en la
mano, los párrafos culminantes de su discurso. Le salía tal cual; pero
le costaba mucho trabajo estamparle bien en la memoria. A la hora de
vestirse, la emoción crecía, la memoria se le embrollaba más, y los
nervios, vibrantes y desconcertados, no le permitían ejecutar obra
alguna con acierto, ni cortar lo más sencillo por donde señalaba. Pero
¿qué había de sucederle con el trajín de tantas horas y las
preocupaciones de tantos días, que le habían puesto la cabeza como una
zambomba en ejercicio?
¡Cosa rara!: fueron menores sus desconciertos y más llevaderas sus
impresiones, en las proximidades del momento crítico, del instante que
más le deslumbraba a él cuando le consideraba desde lejos; y en cuanto
se sentó a la mesa del festín, era ya dueño absoluto de sus nervios, de
su memoria y de toda su ordinaria y olímpica serenidad. Algo de esto
pasa con todo linaje de peligros: parecen más imponentes cuando se
piensa en ellos, que cuando se arrostran. El hecho es que el señor
marqués, aunque muy débil de fuerzas físicas, entró en la batalla con
ánimo sereno y marcial talante.
Ya hemos visto cómo se iba portando en ella. Pero faltaba el lance, el
episodio decisivo. También llegó, al sonar el primer taponazo del
Champagne. El presidente del Consejo de ministros, que ocupaba el
asiento frontero al del anfitrión, se puso de pie y con una copa en la
diestra, rebosando de espuma. Comenzaban los brindis.
Aquí fue donde la naturaleza deleznable del marqués sintió ciertas
sacudidas eléctricas que le produjeron inevitables alucinaciones y
desfallecimientos. Eran de esperarse. ¿Qué cosas le diría aquel
«prócer, gigante de la palabra y de la política?» No fueron grandes ni
muchas, ciertamente: cuatro frases de cajón enderezadas a ensalzar los
merecimientos (que no enumeré) del ilustre anfitrión, para el cargo con
que el Gobierno, por un acto de estricta justicia, le había
recompensado; otras tantas de felicitación al Gobierno mismo por este
rasgo de cordura y de integridad de principios y una ligera alusión a la
robusta vitalidad del Gabinete, indignamente presidido por el
preopinante, merced a «su política salvadora» y, «ante todo y sobre
todo, a la ilimitada confianza con que correspondía a sus sacrificios y
desvelos la Corona».
Sin cesar la indispensable salva de aplausos, se alzó el ministro de la
Gobernación. Dijo casi lo mismo que su presidente, pero con más sal y
pimienta. De ésta dedicó la mayor parte a las impaciencias del partido
que se juzgaba heredero inmediato del Poder. Era harto incisivo y mordaz
Su Excelencia; y por eso sus flagelantes alusiones al enemigo mortal
fueron recibidas con coros de carcajadas y con tempestades de aplausos.
Creyó el Capitán general que era él a quien le tocaba remachar el clavo
con que el ministro de la Gobernación había fijado en la picota de sus
ironías al insidioso partido «que no reparaba en medios para lograr sus
impopulares fines», y se levantó casi airado, y, sin casi, marcial y
decidido, a declarar (olvidándose completamente del motivo fundamental
del banquete y de la presencia del rumboso obsequiante) que, mientras a
su autoridad estuviera encomendada la conservación del orden público en
su distrito, ¡ay del insensato que alzara en él siquiera un dedo para
alterarle! ¡Ay del temerario que se echara a la calle «con bastardos
planes» y los manifestara con una sola palabra, con un gesto siquiera!
Lo cual obligó al ministro de la Guerra después de consagrar cuatro
piropos de cortesía al estupefacto anfitrión, a «fijar el alcance de las
patrióticas declaraciones, del Capitán general, añadiendo, por su parte,
que con un ejército tan leal y disciplinado como el invencible ejército
español, particularmente desde que estaba bajo su cuidado y vigilancia,
nada tenían que temer los poderes públicos, aun cuando hubiera partidos
(que no los había dentro de la legalidad) «capaces de pensar en locas
aventuras».
Pero estaba allí el general Ponce de Lerma, conde de Peñas Pardas, y no
podía dejar sin réplica las declaraciones del ministro, aunque con las
salvedades a que le obligaban el motivo y la ocasión del _acto_ de Su
Excelencia. Bien estaba el intento de mantener el orden a todo trance, y
mucho mejor la confianza manifestada en la lealtad «jamás desmentida»
del ejército, base y garantía de la paz y del sosiego públicos, no
obstante el eterno trabajo empleado para corromperle por los que
intentan hacer de él instrumento de sus «bastardas y descomedidas
ambiciones»; pero había que tener en cuenta, ¡muy en cuenta!, que, en
determinadas ocasiones, un celo excesivo, imprudente, sólo conducía a
exacerbar las impaciencias y a despertar propósitos aún dormidos. En
fin, que no bastaban las buenas intenciones si no iban acompañadas de
una gran prudencia, de un juicio bien reposado y, sobre todo, de la más
completa idoneidad para el alto cargo que se desempeñaba. En cuanto a
que el ejército nunca hubiera estado mejor organizado ni regido que en
aquella ocasión, «lo negaba en absoluto»...
Aquí terció el presidente del Consejo para encauzar, con el prestigio de
su investidura y la habilidad de su palabra experta, el asunto de las
peroraciones, algo desbordado por los irreflexivos entusiasmos de los
unos y por los descomedimientos apuntados, síntomas de otros más graves,
del implacable enemigo de todos los ministros de la Guerra. Lo que allí
se dijera había de trascender muy lejos, que para eso había periodistas
a la mesa; y era de necesidad, por tanto, que las palabras salieran
pesadas y medidas de la boca de los oradores.
Pero aunque la intervención del presidente fue cortés y comedida, el
general no quiso añadir una frase más, en bien ni en mal, a las que
había pronunciado, y se sentó de pronto con los bigotes erizados y
enseñando los dientes, como un mastín después de haber llevado una
paliza.
Borraron la impresión de este incidente los atildados e insubstanciales
brindis que le siguieron de los presidentes de ambas Cámaras. Los dos
graves señores, ajustándose estrictamente al carácter y al motivo
palmario de la fiesta, consagraron lo principal de sus discursos a mayor
honra y gloria del festejante, y lo accesorio, vago e incoloro, a la
política. Esto acabó de fijar el camino indicado por el presidente del
Consejo para los discursos de los comensales.
Siguiéronle rigurosamente los pocos estómagos agradecidos que hablaron
después, hombres de corta talla política y de escasa significación
literaria; y ya se daba por terminada la serie, preparándose griegos y
troyanos a escuchar con la boca abierta la última, la más solemne de las
palabras, la que estaba obligado y dispuesto a pronunciar el héroe de la
fiesta, en cuyo aspecto se reflejaban harto claramente las hondas
impresiones que le combatían el espíritu en aquel trance de prueba,
cuando se levantó don Mauricio Ibáñez. Llevaba su correspondiente bomba
bien cargada, y estaba decidido a lanzarla en medio del concurso, con el
mismo derecho que el más obligado de los concurrentes: que fuera la
última de todas, corriente, y ya eso se lo había aconsejado su modestia;
pero dejar de lanzarla, ¿qué se diría de él? Representaba allí el
dinero, es decir, la fuerza de las fuerzas y la _energía_ de «las
_energías_ del país», y su voz, expresión sincera de su adhesión
incondicional al Gobierno, y de su amistad intensísima e imperecedera a
la familia del «prócer generoso» que le escuchaba, debía resonar también
en aquellos ámbitos. Así lo pensaba el banquero, aunque lo dijo de otro
modo con una copa en la diestra, y la zurda en la patilla de este lado.
Estuvo menos infeliz que de costumbre en el «meerooodeo» de recursos
oratorios para llenar su cometido. Sólo dos veces sacó a plaza a los
meeroodeadoores, y no llegaron a tres las en que necesitó agarrarse a su
muletilla para terminar un período. En el sahumerio a «la familia del
prócer», se elevó hasta lo épico; tanto, que no acertaba a bajarse. Pero
bajó, aunque maltrecho y desvanecido; y sentose, con aplauso de todos
los circunstantes.
Y llegó el instante que esperaba el marqués, buen rato hacía, con
nerviosa ansiedad. Notaba sin extrañeza el pobre hombre que se le
reproducían los fenómenos internos que había sentido por la mañana, con
el concurso de otros que le eran enteramente desconocidos; y digo sin
extrañeza, porque todo aquel revoltijo de sensaciones y de desconciertos
le parecía poco, como obra de la extraordinaria situación en que se
hallaba colocado. Contaba con algo por el estilo al disponer el programa
del festín, y aun en los comienzos de éste anduvieron bastante ajustados
a la palpable realidad sus cálculos de tantos días; pero el vuelo
inesperado que tomaron las peroraciones de tantos y tan ilustres
comensales; aquel mezclarse los panegíricos de sus virtudes cívicas y
políticas, de sus altísimos merecimientos personales, con las cuestiones
más candentes de la actual gobernación del Estado, en boca de los
hombres que tenían en sus manos los destinos de la patria; aquel cielo
de esplendores y de gloria; aquella radiante apoteosis a que se le
elevaba de pronto y por tales gentes; todo aquello, que levantaba cien
codos por encima de sus cálculos, aunque no de sus «nobles ambiciones»,
era más que suficiente para dar al traste con la serenidad de un
estoico, cuanto más con la de un hombre como él, tan trabajado por «los
acontecimientos» y hasta por los achaques y los años. Pero en una
naturaleza como la suya, estas impresiones, estos desconciertos, no
acusaban un estado patológico de los que minan y destruyen, sino un
aspecto del espíritu, de los que nutren y vivifican.
Así discurría el «honorable marqués», en el momento de levantarse para
«ejecutar el _acto_», que le estaba encomendado, no sólo por su propia
iniciativa, sino por la situación en que le habían puesto los discursos
de los demás; y sino así precisamente, porque le bullían las ideas en el
cerebro con marcada incoherencia, con la intención de discurrir de la
misma manera, cuando menos. Notó al incorporarse que le flaqueaban las
piernas y que su mano torpe sostenía mal la copa que maquinalmente había
empuñado; lo cual no era de extrañar tampoco, porque, con el calor de la
sala, sentía la cabeza atolondrada y el pecho muy oprimido. Rehízose en
virtud de un gran esfuerzo de la voluntad, y logró colocarse en actitud
conveniente, y hasta dar a su persona el aire ceremonioso y teatral que
le era propio en idénticas situaciones; pero al decir la primera
palabra, notó con espanto que se le había olvidado por entero su
discurso, lo mismo que si se le hubieran borrado con una esponja en la
memoria. ¡Cosa más rara aún!: no encontró estampado en ella más recuerdo
que el de la huida del banquero de Interlacken, con la rubia que le
seguía de cerca; y de ese asunto iba a hablar, y de él hubiera hablado
inmediatamente, por una perversión instantánea de su juicio, como si esa
fuera la única idea que quedara en el mundo y para ventilarla se hubiera
congregado tanta gente en su casa, a no hallar en la lengua insuperables
dificultades de expresión.
Esta novedad le causó tal alarma, que produjo en todo su organismo un
gran sacudimiento, despertósele con él, por un instante, la
inteligencia; vio a su luz la extensión y gravedad del apuro, y
crecieron con ello sus congojas. Observó que aumentaba la angustia de su
pecho, como si se le oprimieran verdugos con ligaduras de acero; que
«allá dentro» se formaba algo, como burbuja enorme, que se transformaba
en oleada de sudor frío, que intentaba subir, y subía; y pasar por el
istmo de la garganta, forcejeando allí para conseguirlo, porque no
cabía..., y pasaba también, pero sin cesar de pasar; que subía otro
tramo, y al llegar a los oídos silbaba y hervía y aporreaba; y que
subiendo, subiendo, se precipitaba con el estruendo y la fuerza de un
desbordado torrente, en las profundidades del cráneo...
Entonces, los que contemplaban al marqués, esperando sus primeras
palabras, viéronle inclinar la cabeza hacia atrás, soltar la copa que
empuñaba su mano trémula, y, exhalando un alarido salvaje, desplomarse
en el suelo, sobre el cual rebotó su colodrillo pelado y reluciente, sin
que nadie hubiera podido recibirle entre sus brazos, porque entre los
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