La Montálvez - 03

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senatoriales; y con harto sentimiento mío, no recibí los alientos de su
aplauso en aquella mi primera salida a correr las aventuras por las
encrucijadas del gran mundo.
»Recuerdo también la impresión que recibí al hollar por primera vez, y
con pie inseguro, la espesa alfombra del salón de la fiesta. Fue aquello
como una oleada de luz esplendorosa, de rumores confusos, de miradas
punzantes, de sonrisas burlonas, de colores fantásticos y de aromas
narcóticos, que se desplomó de pronto sobre mí agobiándome el espíritu y
deslumbrándome los ojos. Aprensiones de mi inexperta fantasía, que
exageraba enormemente el relieve de mi figura y el espacio y el término
que ocupaba en aquel cuadro.
»Pasó todo como el amago de un vértigo, por obra de un esfuerzo de mi
voluntad y del auxilio discreto y oportuno de Leticia y de Sagrario.
Logré hacerme a la fiereza del león, y atrevime en seguida a afrontar
los lances del peligro.
»Para esta empresa contaba con un arma, en cuyo manejo era yo muy
diestra, sin que nadie me le hubiera enseñado: el falso rubor de novicia
en aquel pomposo ceremonial mundano. Nada como ese recurso para ver sin
ser vista y ponerse en situación de aceptar lo cómodo y agradable, y
desechar lo molesto, sin pecar de imprudente en lo primero, ni de torpe
o de vana en lo segundo. Me salió bien la cuenta. Al amparo de la
ficción, detrás de mi broquel de niña candorosa, mis malicias de mujer
precoz escudriñaban todo el campo de batalla y conocían hasta las
intenciones del enemigo, sin que el tiroteo de su obligado tributo de
lisonjas y de galanterías me causara el más leve daño con las que de
ellas eran necias o impertinentes.
»La exención absoluta del pesado deber de tomar en cuenta sandeces y
majaderías, no tiene precio en casos tales, con la doble ventaja de que,
a título de niña inexperta y ruborosa, la más trivial ocurrencia suena
en sus labios a ingenioso concepto, y toda claridad, por amarga y cruda
que resulte, queda triunfante y sin réplica.
»Y muy poco más conservo en la memoria de los lances y sucesos de esta
aventura, cuyo único mérito para formar capítulo aparte, consiste en
haber sido muy deseada, y la primera entre las de mi vida mundana; muy
poco más, y eso en tropel confuso; verbigracia: la peste de los salones
de entonces, y de ahora, y de siempre; esas criaturas sin sal ni
pimienta, insípidas e incoloras, y, estaba por decir, sin sexo ni edad,
estúpidamente esclavas de los preceptos de la moda en el vestir, en el
moverse y en el hablar; más que niños y mucho menos que hombres, con la
insubstancialidad y la ignorancia de los unos, y los atrevimientos y los
peores vicios de los otros; ridículos y feos, asaltándome sin tregua ni
respiro, devorando con ojos estrellados los repliegues de mi escote, y
exponiendo, como mérito sobresaliente para aspirar a mi conquista, el
arrastre de las _rr_ de sus impertinencias y el hablar a tropezones la
lengua de Castilla, sólo porque sabían que yo me había educado en
Francia; las obligadas galanterías de los buenos mozos, por lo común,
más nutridas de malas intenciones que de agudezas; los enrevesados
conceptos de los galanes presumidos y cortos de genio; las protectoras
sonrisas y las _paternales_ franquezas de los personajes maduros, a
quienes la edad y la fama autorizan para todo, hasta para ser
descomedidos y groseros; los cumplidos extremosos, las ponderaciones de
rúbrica y las forzadas protestas de cariño de viejas retocadas, de
madres envidiosas y de jovenzuelas casquivanas como yo; el vértigo de la
danza casi incesante, en brazos de unos y de otros; los sueños
voluptuosos, o la tortura insufrible, según los casos; más tarde, la
agonía de la curiosidad, y la vista y el oído cansados por saberse de
memoria las figuras, los colores y el rumor del cuadro, cuya luz se va
velando por la evaporación del concurso y el polvillo tenue de suelos,
galas y afeites, y cuya atmósfera espesa, tibia y saturada de perfumes,
repugna a los pulmones y al estómago; después, el quebrantamiento del
cuerpo, escozor en los ojos, mucho peso en los párpados, cierto deseo de
bostezar... y, al cabo, la vuelta a casa, arrebujada en pieles y casi
tiritando en el fondo del carruaje; los elegantes arreos de la fiesta,
lacios y marchitos, arrojados con desdén en los sillones del dormitorio;
y, por último, el meterme en la cama con la impresión de un escalofrío;
el cerrar los ojos y el sentir en el cerebro las caras, los colores, los
sonidos, las alfombras, los espejos, las bujías, los lacayos, toda la
casa, toda la fiesta hecha un revoltijo, una pelota, aporreándome los
oídos y las sienes: la memoria embrollada, el corazón entumecido, la
inteligencia embotada para todo discurso; y persiguiéndome y asediándome
entre tan cerrada obscuridad, la extraña persuasión, clara como la luz
del día, de que nadie me había puesto aquella noche tantos defectos ni
me había rebajado tanto en la escala de las elegantes, de las discretas
y de las hermosas, como mi amiga Sagrario.


VI

El goce libre y frecuente de estas fiestas y otras semejantes, me enseñó
bien pronto que, o no había en el mundo naturalezas de acero para salir
sin mella de los combates más rudos, o a mí me había tocado en suerte
una de las mejor templadas. Efectivamente: era yo, a pesar de mis pocos
años, mucho más serena y menos impresionable entre la baraúnda del
comercio galante, de lo que me había imaginado antes de conocer de cerca
esas cosas. Aunque no era incombustible por completo, tenía todas las
posibles ventajas para jugar con el fuego sin consumirse estúpidamente
en él. De lo cual me alegré sobremanera, porque no es la vida de las
mujeres «de mundo» tira tan larga, que no importe, ir cediendo a cada
paso jirones de ella.»
Mientras se fue dando cuenta de este hallazgo, ocurrieron en su familia
muy señalados acontecimientos. El primero fue la muerte de su hermano.
El tema de los caprichos de esta infeliz criatura había llegado a lo
inverosímil, como su existencia entre el enjambre de enfermedades que la
consumían. Antojáronsele cerezas frescas en el mes de Diciembre, y no
cabiendo en lo humano adquirirlas así a ningún precio, ni
falsificarlas, como se había hecho con tantas otras cosas falsificables
en idénticos casos, creció con el obstáculo la fuerza de su empeño,
llegó la corajina al paroxismo; y aquel hilillo tenue de vida, a tan
duras penas conservado, se quebró de pronto como el de una tela de
araña, sin un sonido ni una vibración.
Este suceso, como si se contara con él, ya que no fuera deseado, no
arrancó una lágrima siquiera en la familia. Produjo cierta tristeza que
parecía nacida del corazón, por lo que toca al marqués y a su mujer. En
cuanto a la hija, la dio demasiado en qué pensar la nueva jerarquía en
que volvía a colocarla la muerte de su hermano. Por decreto de ella,
dejaba de ser simple y desdeñada segundona, y recobraba sus
prerrogativas de primogénita y única heredera de los títulos y bienes de
la casa, condición de gran monta para ella, desde que sabía, por propia
observación, lo que vale y lo que cuesta la vida doméstica y social de
las mujeres de su alcurnia. No era de temer ya la sorpresa de un nuevo
varón que de la noche a la mañana volviera a despojarla de sus
recobradas preeminencias; pero es indudable que las hubiera dado mayor
importancia, y por muy distinto motivo que entonces, si el suceso que se
las restituía hubiera ocurrido en aquellos tiempos en que las
inexplicables injusticias de su madre la tenían relegada a los últimos
rincones de la casa. Miseriucas del corazón humano.
Por lo demás, ocurrió lo de costumbre en tales ocasiones: varios días de
duelo, más o menos cordial; visitas de _íntimos_ a todas horas del día y
de la noche; cumplimientos falsos de amigos cumplimenteros; tertulias
reducidísimas y taciturnas, los primeros días, que fueron poco a poco
animándose y creciendo; un luto reducido al _mínimum_ de lo que permiten
las cláusulas de lo regulado para tales ocasiones; transformación
radical del gabinete mortuorio, por renovación de muebles y decorado,
etcétera, etc... y a las tres semanas, desaparición completa de toda
huella material del breve y doloroso tránsito de aquel desdichado ser
por las asperezas de la vida, y absoluto olvido de su nombre en las
conversaciones y en la memoria de los vivos.
En el alivio andaban de su luto, harto aliviado desde el primer día,
cuando el abuelo, que en virtud de su avanzada edad y de sus incurables
padecimientos, había consentido en cambiar su soledad por la compañía de
sus hijos, llamando a la nieta a su gabinete una mañana, la dijo con voz
entrecortada y sepulcral:
--Me muero, sin remedio, antes del mediodía. Adviértelo en tu casa del
modo menos estrepitoso que puedas, y hazme el favor de mandar que venga
un cura para confesarme... y por si no tengo tiempo para advertírtelo
después..., escúchame ahora unos instantes... A pesar de las sangrías
espantosas hechas a mi bolsillo por tu madre, todavía os dejo una gran
fortuna, como veréis por el testamento cerrado, cuya copia hallaréis en
mi pupitre. Convencido de que tan pronto como echen la zarpa a ese
caudal, la insensatez de tu padre y la loca vanidad de tu madre han de
despilfarrarlo en cuatro días, he procurado dejar a salvo, en beneficio
tuyo, cuanto la absurda ley vigente me permite... Pero si he de decirte
lo que siento, no fío de tu cordura mucho más que de la de tus padres.
La única ventaja que les sacas es que tienes mejor entendimiento que
ellos. Lo que llevas visto de ese mundo que tanto os seduce, te habrá
enseñado a conocer lo que vale el dinero para andar por él triunfando, y
lo que importa a los mundanos no arruinarse. Esto es lo que quiero que
no olvides y encomiendo a tu buen entendimiento, para que hagas, por
egoísmo siquiera, lo que no me atrevo a esperar de tu virtud... Porque,
hija mía, yo te quiero mucho, muchísimo, mucho más de lo que puedes
imaginarte; pero con todo lo que te quiero, en lo tocante a pompas y
chapucerías mundanas, ya te lo he dicho, no fío gran cosa de la veta que
sacas, ni del aire que llevas por el camino que sigues... Perdona la
franqueza, que a ella me obligan el amor que te tengo y el trance en que
me hallo... Y ahora, un beso... ¡el último, hija mía! ¡Y que Dios haga
el milagro de infundir con él, en lo más hondo de tu corazón, los
sentimientos que llenan el mío en este instante!
Jamás habían vertido los ojos de la joven lágrimas tan cordiales ni tan
copiosas como las que entonces corrieron a lo largo de sus mejillas, ni
su pecho se había sentido agitado por tan hondas impresiones como las
que la dominaban mientras el amoroso anciano estampaba en su frente,
inclinada hasta tocar su boca, un beso trémulo, convulsivo, frío como la
losa de un sepulcro.
Y todo sucedió como él lo había dispuesto y vaticinado: se confesé a las
once, comulgó a las once y media, y se murió antes de las doce.
¡Cuánto lloró Verónica aquel día, y al siguiente, y con qué fervor rezó
por el alma del muerto, y con qué sinceridad prometió a su memoria
grabar en el corazón sus últimas advertencias, y ajustar a ellas todos
los actos de su vida!
Tardó mucho en acostumbrarse a contemplar con ojos enjutos y corazón
tranquilo, la soledad y el silencio de aquel gabinete en que tantas
caricias y tan repetidos testimonios de entrañable amor había recibido
del doliente octogenario. De todo lo cual se deduce que quería de veras
a su abuelo.
La marquesa, cuyos males la impedían entregarse por entero a los rigores
de la pesadumbre que le correspondía por la muerte de su padre, se
asombraba de las lágrimas y de las tristezas de su hija, y la conjuraba,
en frase dura y seca casi siempre, a que se volviera a lo suyo,
«dejándose de gazmoñerías sentimentales, que ya chocaban a las gentes».
--¡Dichosa ella!--solía decir el marqués, interviniendo en el caso
algunas veces, mientras se paseaba por el gabinete, con las manos en los
bolsillos, las cejas y los labios contraídos, la cabeza humillada y los
ojos chispeantes, derramando la mirada, que quería ser triste, por los
dibujos de la alfombra--. ¡Dichosa ella, que está en la edad de las
grandes impresiones, y puede llorar para desahogo del corazón oprimido!
Llora, llora, hija mía; que con las lágrimas se honra a los muertos y se
cumple con las leyes de Dios y de la Naturaleza. ¡Ay de nosotros, que,
sintiendo tanto como tú, no podemos llorar!
Y en esto miraba con el rabillo del ojo a su mujer, que le respondía con
un gesto de aire colado.
La herencia fue pingüe de veras. Cortijos en Andalucía, dehesas en
Extremadura, casas en Madrid, papel del Estado, acciones del Banco de
España..., de todo había mucho y bueno, libre y desempeñado.
Un día se hizo el recuento, y resultó que las rentas de este caudal
pasaban de cuarenta mil duros. Con ellos, y lo que quedaba de los bienes
del marqués y de la dote de la marquesa, se podía calcular la renta en
un millón de reales. Verónica había sido mejorada en tercio y quinto, y
esta mejora estaba asegurada, entre el cuerpo de bienes, con cuantas
ligaduras eran de apetecer, según la sabia y cariñosa previsión de su
abuelo.
Muy pocas horas después de hecho este cálculo, fue cuando a la marquesa
se le ocurrió caer en la cuenta de que con la muerte de su padre y de su
hijo, aquella casa que habitaba tanto tiempo hacía, en la calle de
Hortaleza, le parecía un cementerio sombrío: veía a las «queridas
prendas» de su corazón, doloridas y agonizando, en cada rincón, en cada
mueble y a cada instante; su espíritu, tan combatido por los males del
cuerpo y por las tristezas del alma, no estaba para grandes pruebas, y
le era indispensable «salir de allí... a cualquiera parte».
El marqués, que «estaba en todo», como él decía, asintió inmediatamente
al reparo de su mujer; y como comprendía muy bien «la situación de las
cosas», añadió que era de urgente necesidad tomar otra casa de mejores
horizontes, de más luz, de más aire, más capaz y más alegre. Debía
pensarse hasta en un _hotel_ en Recoletos o la Castellana; pero sólo
pensarse por entonces. Entre tanto...
Entre tanto, se alquiló un vastísimo principal en la calle de Alcalá,
por la miseria de tres mil duros al año; y como no era cosa de ir a
habitarle tal como lo habían dejado los últimos inquilinos, ni de
trasladar a él los muebles de la calle de Hortaleza, tan llenos de
tristes recuerdos, y tan pasados de moda los más de ellos, hubo
necesidad de hacer obra en la nueva casa y de encargar el necesario y
conveniente ajuar para ella. En lo tocante a la obra, una vez acordada,
o hacerla útil, o no hacerla. Cada inquilino tiene sus necesidades y sus
gustos, y los de la marquesa eran distintos en todo, por las trazas, de
los de las gentes que habían precedido a su familia en la casa de la
calle de Alcalá. En la cual había muchos gabinetes con un solo salón; y
precisamente necesitaba ella, por razón de aire y de holgura, tan
indispensables para su salud, muchos salones y pocos gabinetes, comedor
amplísimo y vestíbulos desahogados. A este fin, no quedó un tabique en
pie; se encargó el plano de la nueva obra a un arquitecto; y como en el
piso había tela en que cortar, todo se hizo al gusto de la marquesa, que
halló en estos entretenimientos ocasión de invertir las largas e
insípidas horas que traen consigo la esclavitud y la tristeza de un luto
rigoroso, como el que la familia vestía entonces.
Aplaudían los amigos de la casa el gusto y la esplendidez de la
marquesa, a quien atribuían exclusivamente la dirección de todo aquello,
mientras la interrogaban con un gesto, por no atreverse a ser más
explícitos con la lengua, al recorrer una verdadera serie de salones
fastuosamente decorados. Respondía ella con otro gesto que, cuando
menos, significaba que había comprendido la pregunta; y algo parecido le
ocurría a su marido con los _hombres políticos_, que casi le formaban un
cortejo diariamente desde lo de la herencia, y poco más o menos le
sucedía a la hija con sus amigas; sólo que éstas eran más claras en el
preguntar, y ella menos encogida en el responder, por lo mismo que
estaba bien persuadida del destino de aquellos despilfarros, desde que
su madre apuntó en la calle de Hortaleza la necesidad de vivir en casa
de mayor calibre.
Al fin se terminaron las obras y el luto; invadieron la nueva casa
mueblistas y tapiceros; llenáronse suelos, paredes y techos de ricas
alfombras, de espejos colosales, de cuadros y tapices valiosísimos, de
arañas estupendas y de muebles caprichosos; llovieron esculturas y
monigotes por todos los rincones y tableros de mesas y veladores;
atestáronse de primorosas y artísticas vajillas los aparadores del
comedor, que era un bosque de roble tallado y un bazar de porcelanas,
bronces y cristalería, tapizado de cuero cordobés; no quedó cortinón de
vestíbulo ni de puerta de tránsito sin su correspondiente escudo
nobiliario; y cuando ya estuvo todo en su punto y sazón, y la
servidumbre arreglada a las exigencias del nuevo domicilio, y cada
criado en su puesto y convenientemente vestido, y la cocina humeando,
con su _jefe_ bien enmandilado y mejor retribuido, con su traílla de
marmitones y ayudantes, en un lujoso landó, arrastrado por dos briosos
alazanes ingleses, y conducido por un cochero colosal, envuelto el
cuerpo en un océano de paño gris, y media cara y los hombros en otro mar
de pieles erizadas, guantes por el estilo y alto sombrero con cucarda
por coronamiento de esta silueta de oso polar, llevando a su izquierda,
como su reflejo en más reducidas proporciones, el correspondiente
lacayo, se trasladó la familia al flamante albergue, dejando en el otro
lo poco que quedaba de los ya casi borrados recuerdos que habían sido la
disculpa de la mudanza, y hasta el polvo de las suelas del calzado.
Todo este boato, con el apéndice de otro a su consonancia en cuadras y
cocheras, costó mucho más de cincuenta mil duros; y me consta que por no
haber tanto dinero disponible en casa, se vendieron papeles que lo
valían, prefiriendo el marqués sacar esta primera cucharada del ollón de
la herencia, a someterse a la tiranía de la usura, y sobre todo, al
bochorno de inaugurar con una deuda aquella nueva y esplendente fase de
su vida social.


VII

Y aconteció muy luego lo que a la vista estaba desde que la marquesa
apuntó la idea de dejar la casa, relativamente modesta, de la calle de
Hortaleza; y fue de este modo: el marqués insinuó _compromisos_ de
banquete a sus amigos políticos; la marquesa invocó _deberes_
ineludibles de responder a súplicas de sus amigas, dando a aquellos
hermosos salones su verdadero destino; es decir, estrenándolos con un
baile que, sin gran esfuerzo, haría raya entre las fiestas del «gran
mundo» madrileño, habidas y por haber; reforzó el primero sus razones de
preferencia, sin negar la gravedad de los compromisos de su mujer,
exponiendo deudas de gratitud con los personajes que, para entretener
sus apetitos senatoriales, acababan de ofrecerle un distrito vacante en
Ciudad Real, para diputado a Cortes; insistió la marquesa en su empeño a
favor del baile, sin negar el compromiso del banquete; replicó el
marqués, llevando la contraria, hasta con textos de Maquiavelo y de
Bismarck; y, por último, terció Verónica, que se hallaba presente en la
porfía, proponiendo que se diera una fiesta que tuviera de todo: una
recepción, por lo más alto, en la cual anduviera el rumbo del comedor al
nivel del brillo de los salones.
Y así se hizo quince días después.
No es cosa averiguada enteramente si la fiesta causó en la _opinión
pública_ todo el efecto que la marquesa había soñado; pero no tiene duda
que concurrieron a su casa aquella noche muchas y muy distinguidas
gentes; que bailaron mucho y que devoraron mucho más; que hubo
hiperbólicas ponderaciones, en variedad de tonos y estilos, para la casa
y para sus moradores, por el buen gusto, por la riqueza, por lo de los
salones y por lo del comedor; que al día siguiente soltaron en los
papeles públicos los cronistas obligados de fiestas como aquélla, toda
la melaza de su trompetería de hojaldre, para declarar, _urbi et orbi_,
que los marqueses de Montálvez eran los más ricos, los más distinguidos,
los más amables marqueses de la cristiandad y sus islas adyacentes, y su
hija, la joven más bella, más _espiritual_ y más elegante que se había
visto ni se vería en los fastos de la humanidad distinguida, es decir,
del «buen tono»; en virtud de todo lo cual, aquel baile debía repetirse
para gloria de la casa, ejemplo de otras por el estilo, y recreo de la
encopetada sociedad madrileña; y finalmente, que se contaron por miles
los duros que costó aquel elegante jolgorio, y que el marqués tuvo
necesidad de meter, por segunda vez, la cuchara en la olla grande para
pagarlos, por los consabidos temores a la usura y las propias
repugnancias a las deudas.
El cual marqués llamó a capítulo de familia para reflexionar, para
discutir, para resolver (todos estos términos usó) acerca de aquel
cariñoso vocerío de los papeles, y sobre más de otros tantos memoriales
enderezados al mismo fin, que en la intimidad de la conversación le
_elevaban_ en los pasillos del Congreso, en los corredores del teatro y
en las encrucijadas del Retiro, las eminencias de la política, los
Cresos de la banca y las lumbreras de la literatura, con quienes él se
codeaba a cada instante; a la cual lista añadió su mujer inmediatamente
otra tan larga, más o menos auténtica, de solicitantes de la flor y nata
del mundo elegante; lista que reforzó la hija con un imaginario, pero
verosímil, catálogo de pretensiones idénticas, arrancadas del ancho
círculo de sus amigas y aduladores.
Ciertamente que (en opinión del marqués, el cual, con olímpica
solemnidad, hizo un detenido resumen de estas circunstancias) el éxito
excepcional de la reciente fiesta, las condiciones singulares de la
casa, la respetabilidad de los timbres de familia, más brillantes y
esplendorosos desde la herencia del «inolvidable anciano»; su (del
preopinante) cada día más señalada significación en el agitado campo de
la política española; la evidente y poderosa necesidad de aliviar los
dolores físicos de la marquesa con esparcimientos racionales, a la vez
que enérgicos, del espíritu; la edad de su hija, sus prendas personales,
sus conveniencias de hoy, su porvenir... todo, todo, absolutamente todo,
justificaba el persistente clamoreo, se imponía al criterio vulgar de
las gentes precavidas y juiciosas, y exigía de ellos un «generoso
esfuerzo, por encima de toda reflexión egoísta, de todo razonamiento
matemático».
La marquesa y su hija fueron del parecer del marqués, y hasta se
creyeron conmovidas con los períodos más elocuentes de su discurso;
razón por la que se decretaron las instancias «como se pedía...» y un
poquito más, en cortés y debida correspondencia. ¡Ni más ni menos que si
el marqués y la marquesa creyeran que en aquel acto cedían sorprendidos
por la fuerza de las circunstancias, y no al aceptado y bien consentido
imperio de sus nativas vanidades! ¡Como si su hija, tan opuesta por
temperamento a todo linaje de fingimientos y disimulos, no supiera que
antes de insinuarse la pretensión en las pocas personas que la
manifestaron, ya tenía, cada uno de los tres, resuelto el caso en la
mente!
Hubo, pues, andando los días, y no muchos, un baile en la casa, tan
brillante y tan celebrado como el anterior; pero no a título de «otro
baile más», sino como el primero de una larga y ostentosa serie de
ellos. Y colocado ya el asunto en esta pendiente, y rodando las cosas
por su propio peso, un día, a fin de entretener mejor los largos
intervalos entre fiesta y fiesta, los amables y agradecidos marqueses de
Montálvez hicieron saber a sus _íntimos_ que todos los jueves _se
quedaban en casa_.
Y se quedaron en ella todos los jueves, conforme a lo prometido.
A los bailes concurría _todo Madrid_, lo más cogolludo y rechispeante de
la aristocracia, de la banca, de la política, de las artes y de las
letras. Aquellos salones deslumbrantes de luz, saturados de perfumes,
henchidos de bellezas cargadas de lujo y de pasiones; el incesante
crujir de las telas; el ondular de las colas, arrastradas sobre los
aterciopelados tapices; el rumor de las conversaciones, el centelleo de
las joyas, los suaves acordes de la invisible orquesta, y el flujo y
reflujo de la muchedumbre, verdadero mar de colores y sonidos derramado
por aquellos ámbitos esplendentes, ora en impetuoso torbellino agitado
por los huracanes de la danza, ora en sosegado vaivén durante los
intermedios; toda aquella magnificencia, en suma, toda aquella
pomposidad babilónica, ejercía sobre el espíritu cierta impresión de
borrachera, que disculpaba, en lo humano, el éxtasis en que el marqués
admiraba el espectáculo, la pasión con que la marquesa _hacía los
honores_ de él, y la voluptuosidad con que la hija se dejaba mecer sobre
el oleaje de aquella tempestad de deleites.
Después de bailar se cenaba; y las concupiscencias de Lúculo emulaban el
fausto de Nabucodonosor.
La concurrencia de los jueves se componía de un poco de todo lo de las
grandes fiestas, y no se admitían presentados; «amigos de confianza» que
_hacían_ política y administración y ejército, y hasta el amor, y
discreteaban, según las edades, los caracteres y los sexos; algo de
tresillo, mucha murmuración al calor de la chimenea, música a ratos,
alguna vez lecturas, y, en ocasiones, baile. Por conclusión, té con
pastas.
Muchos de estos amigos comían en la casa cada lunes y cada sábado,
porque también figuraba este renglón en el programa de los usos
elegantes y distinguidos de la familia.
Sumando con ellos las _recíprocas_ a que ésta tenía notorio derecho, y
no se le escatimaban ciertamente; su turno en _el Real_; su _día de
moda_ en _el Español_ y en otros teatros más; las indispensables
exhibiciones en carruaje abierto; las tareas _distinguidamente_ devotas
y benéficas de la marquesa, que a la sazón era presidenta y directora de
no sé cuántas congregaciones cristianas, particularmente la de las
_Madres ejemplares_, fundada por ella, y la de _Doncellas humildes y
temerosas de Dios_, a la que pertenecía la hija, y por eso concurría a
sus asambleas cada miércoles y comulgaba dos veces cada mes en las
Calatravas; y, por último, sus excursiones veraniegas por todo lo más
distinguido y más caro de las regiones europeas a estos esparcimientos
destinadas por la moda, ¿qué extraño es que no le quedara una sola hora,
un solo minuto para vivir _en familia_, para mirar _por dentro_ las
prosaicas mecánicas de la vida normal, para traer a las mientes las
cuerdas advertencias del olvidado abuelo..., para contemplar, siquiera,
desde el punto de la pendiente rápida en que se hallaba, el necesario e
inevitable paradero, término fatal y merecido remate de tan locos
despilfarros?
Y lo peor era que el principal y mal forjado pretexto de ellos, cada día
los desacreditaba más; porque las dolencias de la marquesa parecían
crecer a medida que eran mayores y más caras las distracciones con que
las combatía. Pensaba la infeliz que, devorando sus quejidos y tapando
con sonrisas forzadas la expresión de sus tristezas, y con drogas y
menjurjes el color de la agonía y las arrugas de los años y de las
zarpadas de la enfermedad, ni ésta avanzaba ni las gentes la velan; sin
caer, o mejor dicho, no queriendo caer en la cuenta de que aquellos
esfuerzos del ánimo, con aquel vivir sin sosiego, eran a sus males lo
que el combustible a la hoguera: cebo que los alimentaba y los
embravecía. Porque la vanidad, el demonio de las mujeres «de mundo», la
poseía de pies a cabeza; y por eso, solamente era devota y benéfica en
cuanto sus actos pudieran lucir en honra y gloria de sus humos de
aristócrata acaudalada, y se dejaba arrastrar sin resistirse hacia las
fauces del monstruo que la fascinaba, como el borracho contumaz hacia el
lento suplicio de la taberna.
Mejores frutos pensaba haber sacado el marqués de la vida aparatosa que
traía; porque, al cabo, ya que no la senaduría, que tanto le halagaba,
había logrado la limosna de un asiento ministerial en los escaños del
Congreso; y, sin embargo, cotejando el valor de su conquista, reducido,
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