Historia de la literatura y del arte dramático en España, tomo V - 09

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composiciones de esta clase, siendo la dicción de los suyos muy urbana y
culta. La colección de estos entremeses, con algunas loas, bailables y
otras composiciones jocosas análogas, ha sido ya mencionada por nosotros
en el tomo II, página 294.
Más famoso por su personalidad y por la expansión de sus sentimientos en
poesías líricas, que por escribir algunas comedias, fué D. JUAN DE
TARSIS Y PERALTA, CONDE DE VILLAMEDIANA. Este caballero, elegante y de
talento, perteneciente á una de las familias más nobles de España,
superintendente de Correos del reino, fué también uno de los astros más
brillantes de la corte de Felipe IV. Hiciéronse muy populares las
canciones amorosas que le inspiró su carácter, sensible y muy apasionado
de las damas. Por su desgracia, puso también los ojos en la Reina, y la
celebró en sus poesías con nombre fingido; pero aludiendo á ella
manifiestamente. No contento con esto, presentóse en un torneo con un
traje lleno de reales, y llevando escrita en su escudo esta divisa: «Mis
amores son reales.» El Rey no podía dejar impune su osadía. El Conde,
poco después de aquel torneo, fué asesinado de noche en la calle y en su
carruaje, y fué general la sospecha de que Felipe IV había sido
instigador de ese crimen. No se sabe con exactitud la fecha de la muerte
del Conde; pero hubo de ocurrir después del año de 1630. La primera
edición de sus _Obras poéticas_, muchas veces reimpresa, apareció en
Madrid en 1629, en vida del autor, y en el mismo lugar otra posterior y
más completa. En la última están incluídas también sus obras dramáticas.
JUAN DE ZAVALETA, cronista de Felipe IV, que se quedó ciego en 1654,
además de algunas obras en prosa (_Obras en prosa_: Madrid, 1667, en
4.º), compuso también muchas comedias, ya solo, ya en unión con otros.
El que desee conocer los títulos de las más célebres, puede consultar el
catálogo de las grandes colecciones de comedias españolas que sirve de
apéndice á este tomo. Lo mismo decimos respecto á los demás poetas
dramáticos de que tratamos ahora.
Román Montero de Espinosa, capitán de tropas españolas en Flandes, en
1656 en Lombardía, nombrado en 1660 caballero de la Orden de Alcántara.
Ambrosio de Arce, ó con su nombre completo Ambrosio de los Reyes Arce,
muerto en 1661 en lo mejor de sus años.
Gabriel Bocangel y Unzueta, natural de Madrid, bibliotecario del infante
D. Fernando de Austria, que falleció en 1658.
Juan Vélez de Guevara, hijo de Luis Vélez de Guevara, mencionado ya en
el tomo anterior, nacido en 1611, muerto en 1675, primero al servicio
del duque de Veragua, después oidor de la Audiencia de Sevilla, siguió
la misma carrera de su padre, pero con menor éxito. Publicó diversas
comedias, y además un tomo de entremeses: Madrid, 1664.
De Antonio Manuel del Campo hay, entre otros, un drama alegórico
singular, titulado _El vencimiento de Turno_, en el cual Eneas
personifica á Jesucristo, Turno al demonio y Lavinia al alma. Hay otra
comedia, muy superior á ésta, del mismo autor, _Los desdichados
dichosos_, en la cual, con el arte profundo de Calderón, y á la manera
de éste, se dramatiza la leyenda de la fundación del monasterio de
Montserrat, que se refiere en el libro antiguo popular: _Historia de
Nuestra Señora de Montserrat y condes de Barcelona, con los sucesos de
la infanta Ritilda y el ermitaño Fr. Juan Guarín_.
Cristóbal de Morales escribió una segunda parte de la comedia anterior
con el título de _La estrella de Montserrat_, conservándose también
diversas comedias suyas, principalmente religiosas.
Jacinto Cordero, llamado generalmente _el Alférez_, que según parece
escribía ya para el teatro á principio de este período, por cuya razón
debió acaso ser nombrado en el tomo anterior. Un volumen de comedias
suyas hubo de publicarse en Valencia. La única que conocemos, _El hijo
de las batallas_, adolece de poco gusto, aunque demuestra que su
imaginación era grande, aunque extraviada[45].
De Juan Bautista Villegas existe, entre otras, una titulada _El sol á
media noche y las estrellas á medio día_, atribuída por Pellicer, no se
sabe cómo, al otro Villegas más antiguo mencionado en el _Viaje
entretenido_, de Agustín de Rojas. Su argumento está sacado de los
Evangelios: comienza con la Anunciación y termina con la Adoración de
los Reyes.
Entre los dramas que escribió Antonio Martínez, ya solo, ya en compañía
de otros poetas, merece indicación especial _El arca de Noé_, porque
demuestra la osadía inaudita con que dramatizaban los españoles los
asuntos más rebeldes, tratándose en ésta nada menos que de la historia
completa del pecado original. En ella escribió también.
Pedro Rosete Niño, otro fecundo poeta dramático.
El licenciado Cosme Gómez Tejada de los Reyes compuso un número
considerable de autos, especialmente al Nacimiento. Parte de los mismos
existen impresos en un tomo que lleva el título de _Noche-Buena, autos
al Nacimiento del Hijo de Dios_: Madrid, 1661.
De Cristóbal de Rosas, cuyo nombre se escribe también á veces Rojas, se
conserva, entre otros escritos, una dramatización de la novela de _Romeo
y Julia_, la tercera en número después de las de Lope de Vega y
Francisco de Rojas.
Antonio Enríquez Gómez. La primera comedia que este poeta escribió fué
_Engañar para reinar_[46], en la cual, de mediano mérito, se ofrece á un
rey de Hungría, cuyo cuñado usurpa su trono, y que, por medio de
disfraces y de engaños de toda especie, recupera de nuevo el trono. Para
lograr su fin, no vacila en ejecutar las acciones más vergonzosas, como,
por ejemplo, prometer á una señora casarse con ella estando ya casado
con otra en secreto, y todo esto para demostrar que para reinar es
lícito engañar. Muy superior es _La prudente Abigail_, del mismo poeta,
dramatización de la historia, contada en el Antiguo Testamento, de
David y Abigail: la escena primera contiene la entrevista de Saúl y de
David en la cueva (I, Samuel, 24, 4), y la última el casamiento de David
y de Abigail (I, Samuel, 25, 42). Merece indicación particular la forma
métrica usada por Enríquez Gómez, que es generalmente la de las endechas
ó troqueos de tres pies con asonancias[47].
Pedro Francisco Lanini Sagredo, autor de muchas comedias, sobre todo
históricas y religiosas. No puedo decir si este poeta es el mismo que
Pedro Francisco Lanini Valencia, cuyo nombre aparece en las colecciones.
Juan Coello Arias, hermano de Antonio Coello, caballero de la Orden de
Santiago.
Jerónimo de Villaizán, bautizado en 1604, jurisconsulto y abogado en
Madrid.
Bartolomé de Anciso ó Enciso, que no se debe confundir con el Diego
Jiménez de Enciso, mencionado en el tomo III, pág. 367.
De Juan Cabeza Aragonés se conserva una primera parte de comedias:
Zaragoza, 1662.
De Francisco Bernardo de Quirós, cuyas comedias no son raras en las
colecciones generales, hay algunos dramas en las _Obras de D. F. B. de
Quirós, alguacil propietario de la casa y corte de S. M._: Madrid, 1656.
Entre los escritos de Francisco de la Torre, se distingue, por su
singular carácter fantástico, la comedia titulada _La confesión con el
demonio_. La protagonista es una infanticida, que ha cometido este
horrible delito por instigación del demonio, y es arrastrada después por
él en el abismo.
La afición general, ó más bien dicho epidémica, de esta época, de
escribir para el teatro, impulsó á algunos hombres de talento, famosos
en otros géneros literarios, á ensayarse también en éste. Así, D. Juan
de Jáuregui, (muerto en 1650), justamente estimado como pintor, poeta
lírico y traductor de _El Aminta_, escribió muchas comedias, que no
recibieron ningún aplauso, y que, según parece, jamás se imprimieron;
cuando una de ellas se representaba, ó más bien se silbaba en Madrid,
uno de los espectadores exclamó: «Si Jáurregui quiere que gusten sus
comedias, es preciso que las pinte.» Lo mismo hizo también el
aristocrático poeta y príncipe Francisco de Borja y Esquilache, virrey
del Perú y caballero del Toisón de oro (muerto en 1658), que escribió un
drama para solemnizar una gran fiesta de la corte; así también el
portugués Francisco Manuel Mello (nacido en Lisboa en 1611, y muerto en
la misma ciudad en 1666), autor muy fecundo, que escribió muchos
tratados filosóficos, históricos y morales, y compuso varias comedias
españolas, imitándolo también Luis de Ulloa, poeta muy famoso de la
corte de Felipe IV, que se presentó también en la palestra dramática, en
la cual todos los hombres de talento de aquella época se creyeron
obligados á hacer sus pruebas.
Entre los dramáticos del tiempo de Carlos II, ha de incluirse también á
D. Fernando de Valenzuela, ese sagaz aventurero tan favorecido por la
Reina madre, Doña María Ana de Austria. La condesa d'Aulnoy, en la
traducción antigua alemana de su obra[48], dice de él lo siguiente:
«Este favorito compuso en su honor diversas comedias, que se
representaron, acudiendo todos á verlas con empeño; y, á la verdad,
ningún medio como éste para granjearse las simpatías de los españoles,
aficionados más que ningún otro pueblo á este espectáculo, y dispuestos
á gastarse su dinero en pagar un buen asiento á costa del hambre de su
pobre mujer y de sus hijos.»
También tenemos que hablar aquí de poetisas dramáticas, especialmente de
la andaluza Ana Caro, y de la mejicana Juana Inés de la Cruz, llamadas
ambas por sus admiradores las décimas musas. Consérvase de la primera
una dramatización del romance caballeresco del conde Partinuplés,
revelando una imaginación poco común. La segunda, monja de un convento
de Méjico, escribió una serie de loas alegóricas, y un auto sacramental,
titulado _El divino Narciso_[49]. Convenimos con Bouterwek, que lo
menciona, en que es bello y novelesco; pero no estamos de acuerdo con su
aserto de que aventaja á las obras de la misma clase de Lope de Vega,
ni de que esa atrevida personificación de ideas católicas religiosas en
mitos griegos no había sido conocida en España, porque bajo este aspecto
no supera en nada á otras innumerables obras de la misma índole. Los
nombres de los poetas dramáticos restantes, de la época de Felipe IV y
Carlos II, más conocidos, son los siguientes:
Sebastián de Villaviciosa.
Francisco de Avellaneda.
Fernando de Avila.
Carlos de Arellano.
Juan de Ayala.
Manuel Freire de Andrade.
García Aznar Vélez.
Francisco González de Bustos.
Andrés de Baeza.
José de Bolea.
Salvador de la Cueva.
Antonio de la Cueva.
Juan de la Calle.
Francisco Jiménez de Cisneros.
Miguel González de Cunedo.
Jerónimo de Cifuentes.
Ambrosio de Cuenca y Argüello.
Juan Hurtado Cisneros.
Antonio Cardona.
Diego Calleja.
Jerónimo Cruz.
Gabriel del Corral.
Bartolomé Cortés.
Pedro Correa.
Francisco Cañizares.
Antonio de Castro.
Juan Delgado.
Diego la Dueña.
Pedro Destenoz y Lodosa.
Diego Enríquez.
Rodrigo Enríquez.
Andrés Gil Enríquez.
D. Antonio Francisco.
Diego Gutiérrez.
Licenciado Manuel González.
Francisco Salado Garcés.
Luis de Guzmán.
Juan de Orozco.
Jacinto Hurtado.
Francisco de Llanos y Valdés.
Maestro León y Calleja.
Gaspar Lozano Montesinos.
Manuel Morchón.
Jerónimo Malo de Molina.
Juan Maldonado.
Dr. Francisco de Malaspina.
Jacinto Hurtado de Mendoza.
Jacinto Alonso Maluendas.
Blas de Mesa.
Felipe de Milán y Aragón.
Román Montero.
Antonio de Nanclares.
D. Tomás Ossorio.
Sebastián de Olivares.
Luis de Oviedo.
Alonso de Osuna.
Marco Antonio Ortiz.
D. Francisco Polo.
Dr. Martín Pegión y Queralt.
Tomás Manuel de la Paz.
José de Rivera.
Jusepe Rojo.
José Ruiz.
El maestre Roa.
Maestro Fr. Diego de Rivera.
Bernardino Rodríguez.
Felipe Sicardo.
Bartolomé de Salazar y Luna.
Vicente Suárez.
Fernando de la Torre.
Gonzalo de Ulloa y Sandoval.
Manuel de Vargas.
Francisco de Victoria.
Francisco de Villegas.
Melchor de Valdés Valdivieso.
Fernando de Vera y Mendoza.
FRANCISCO BANCES CANDAMO (nacido en Sabugo, en Asturias, en 1662, muerto
en 1709), cierra no indignamente la serie de poetas del período más
floreciente del teatro español, tratando de él ahora, aunque el período
en que escribió es propiamente el que sigue, más por la clase de sus
obras, que guardando exactitud cronológica. Sus dramas, en efecto,
aunque no se distinguen por sus grandes y originales bellezas, reflejan,
sin embargo, con brillo las de Calderón, demostrando lo que puede hacer
un poeta de facultades medianas, cuando con amor y abnegación se
consagra al estudio de algún célebre modelo. Casi todas las comedias de
Candamo[50] tienen mérito indudable y merecían ser examinadas despacio,
si lo consintiesen los límites que nos hemos trazado. Mencionaremos, no
obstante, dos de ellas, empezando por la mejor, á nuestro juicio, que se
titula _Por su rey y por su dama_, cuyo argumento es un suceso célebre
del reinado de Felipe II, ó la toma de Amiens. Candamo finge que el
bravo Portocarrero está enamorado de la hija del primer magistrado civil
de Amiens, y esta pasión lo excita á la conquista de una plaza fuerte de
esta importancia. Para probar, pues, á su amada que nada hay imposible
para el amor, ejecuta una serie de hazañas, cada una más atrevida, más
temeraria y más novelesca que la otra. En la serie de escenas, á que da
origen este motivo dramático, se aumenta más y más el interés,
predominando en toda la obra una inspiración y un ardor guerrero que la
llena, dulcificándolo por otra parte su tono de finísima galantería,
para producir ambos móviles una impresión total gratísima. _El duelo
contra su dama_, aunque menos digno de alabanza en su conjunto, no
carece, sin embargo, de bellezas aisladas. Una dama amazona se hace
jurar por su amante, de cuya fidelidad tiene algunas quejas, que no la
descubrirá si toma un disfraz que la necesidad le impone. Encamínase
después, vestida de príncipe, á la corte de su rival, y desafía á su
amante. Éste se encuentra entonces en la embarazosa situación de
combatir contra su amada, de portarse como un cobarde si no lo hace, ó
de faltar á su juramento. Siendo él quien ha de elegir las armas, adopta
el medio de acudir á la palestra sin escudo ni armadura y con el pecho
descubierto. Desarma con esta estratagema á la vengativa beldad, y al
mismo tiempo el amante, cuya tibieza provenía de creerla poco cariñosa,
convencido por los hechos de la falsedad de sus recelos, se casa al fin
con ella. Entre los dramas de Bances Candamo, el que obtuvo más duradero
y general aplauso, fué el titulado _El esclavo en grillos de oro_. La
fábula de esta composición, tan agradable como elegante, puede
compendiarse en breves palabras. Camilo, romano prudente y deslumbrado
por los principios abstractos de los filósofos, descontento del gobierno
de Trajano, trama una conspiración contra él. El Emperador descubre ese
plan traidor; convoca al Senado, y le presenta el criminal para que lo
juzgue; pero ¿cuánta no es la sorpresa de la muchedumbre que acude al
juicio cuando, en lugar de ser condenado á muerte como todos esperaban,
es nombrado por Trajano colega suyo del imperio? El sabio y humano
Emperador cree que éste es el mejor medio de castigar justamente al
conspirador. Camilo se ve obligado, en virtud de su nuevo cargo, á
consagrar toda su atención al régimen del Estado y á renunciar á todos
los placeres de que disfrutan los particulares: todos sus actos son
objeto de continuas censuras, y al cabo conoce que sus hombros son
demasiado débiles para soportar tan inmensa carga, por cuyo motivo
suplica á Trajano que lo liberte de ella. El Emperador, satisfecho de la
humillación de su enemigo, acaba al fin por perdonarlo.
Digamos ahora, para terminar, algunas breves frases acerca del número
casi infinito de comedias de escritores anónimos, que corresponden á la
época de Calderón, y que, en parte, se han conservado hasta nosotros.
Entre estas _Comedias de un ingenio_, no hay muchas que puedan
calificarse de obras magistrales; pero brillan en ellas aislados
relámpagos poéticos, como era de esperar del empuje simultáneo de tantas
fuerzas de esa índole, dando así testimonio del espíritu general
poético, que reinaba entonces en España. No podemos penetrar en el
examen especial de estas composiciones, habiendo dejado intactas
centenares de comedias originales de autores famosos.
Hemos recorrido, ya deteniéndonos más largo tiempo, ya desflorándolos
ligeramente, los dominios casi inmensos de la dramática española durante
su edad de oro. ¡Ojalá que hayamos logrado ofrecer al lector una imagen
viva de esta región, hasta aquí estimada en mucho menos de lo que vale,
y fijar su atención en la abundante mies que la llena, y en sus campos
poéticos, que nos brindan con tan variados placeres! Al cabo ahora de la
época, que forma la parte más importante de nuestro objeto, nos será
lícito, sin duda, echar una ojeada retrospectiva al terreno ya andado.
Por espacio de un siglo, esto es, desde la aparición de Lope de Vega
hasta los primeros coetáneos é inmediatos sucesores de Calderón,
poseyeron los españoles un drama popular propio, que les presentaba,
bajo las imágenes brillantes y mágicas de la poesía, todos los momentos
más perspicuos de su existencia nacional, de la vida de su espíritu y
del mundo real. Este drama había brotado de las raíces de la poesía
popular, elevándose como continuación de la misma: transformóse en árbol
gigantesco; extendió sus ramas por todo el imperio de las
manifestaciones sensibles hasta llegar al punto culminante de lo
maravilloso, y cobijó bajo sus ramas innumerables á tres generaciones,
que se solazaron á su sombra. A modo de espejo prismático, recogió todos
esos rayos diseminados, todos esos colores infinitos, creados por la
poesía, para conservarlos en imágenes y en palabras. Bebiendo sólo en la
fuente de la tradición y de la historia nacional, convirtió en presente
el tiempo pasado, tan activo y tan rico en formas, ofreciéndonos los
héroes de otras épocas con la más viva realidad, y las tradiciones
semi-míticas de los tiempos casi primitivos como hechos é historia de
siglos posteriores, ya mejor conocidos; infundió nueva y animada vida á
las bellas tradiciones de los combates y aventuras caballerescas de amor
y traición, de galantería y rendimiento y de enemistades y de odios; por
medio de imágenes, de caracteres férreos é incontrastables, de crímenes
y de virtudes extraordinarios y hasta monstruosos, que se despeñaban
desde la cima del poder y de la grandeza, conmovía y levantaba el ánimo
de los espectadores, poniendo ante sus ojos esa continua alternativa de
felicidad y de desdicha, patrimonio temeroso é inevitable del destino de
los hombres sobre la tierra.
Los españoles hubieron de exigir de los poetas dramáticos inspiración
poética muy superior á la de los cantores de romances, porque aquéllos
habían de evocar á los héroes de la epopeya de las tinieblas de lo
pasado, y conciliar el tono lleno y firme de la poesía épica con los más
dulces sonidos de la lírica, y ofrecerlos á su vista inmediatamente,
revestidos en su conjunto de formas poéticas más perfectas. Pero era
preciso también representar la vida de lo presente bajo todas sus
relaciones y en su variedad infinita, de suerte que el drama, bajo
imágenes brillantes de rico colorido y exornadas con el encanto de la
poesía, comprendiese también á la realidad, pero despojándola de todas
sus apariencias casuales é insignificantes, y asumiendo sólo los
elementos que la depuraban y realzaban; otras veces, siguiendo el mismo
sistema, desde el círculo estrecho del tiempo y del lugar que lo
rodeaba, había de lanzarse en países y épocas lejanos para apropiarse
las tradiciones é historias de todos los pueblos, ó en los inmensos y
maravillosos dominios de la fantasía para darles un nombre, y fijar de
algún modo sus vanas y gratas creaciones; ó traspasar los límites de lo
finito, abrir las puertas del cielo y del infierno, evocar los ángeles y
santos, y hasta á la bienaventurada Reina del Cielo, y los espíritus
sombríos del abismo, y mostraba las luchas de la humanidad con los
poderes infernales, pero bajo la guarda y la égida del Espíritu Santo.
Todos los sentimientos, desde los más exageradamente nobles y más
tiernos, hasta las pasiones más violentas y el odio más implacable, supo
pintarlo con los rasgos más persuasivos; todos los caracteres y todos
los tipos humanos con la verdad más deslumbradora, trazando de este modo
la personificación completa de las manifestaciones más notables de la
vida. Comprendiendo en su círculo la existencia con todos sus
movimientos é impulsos, con la riqueza infinita de sus fenómenos, el
conjunto de los resortes de lo presente, y de todo lo pasado
inconmensurable, y á la vez teniendo ante sí lo eterno, y penetrando en
lo porvenir, fué el drama español de carácter universal, no exclusivo de
ésta ó aquella clase, ni de la de los eruditos ó llamados sabios, ni
tampoco del populacho, sino abarcando en su conjunto á la nación entera;
y de aquí que simpatizase tanto con el carácter, con las creencias, con
las opiniones, con la imaginación, con las costumbres y el gusto
nacional, puesto que siendo un producto de todos estos elementos, los
creó y reformó luego á su manera. Así decía con razón D. Agustín Durán,
que el antiguo drama era para los españoles patriotas lo que la Biblia
para los hebreos, lo que la _Iliada_ y la _Odisea_ para los griegos,
esto es, un archivo de toda la ciencia histórica, política, moral y
religiosa de la nación; un reloj que indicaba sus varias vicisitudes, su
renombre y sus desdichas. Era el centro de unión de todos los tonos y
gradaciones posibles de la poesía; confundíanse en él la tragedia, el
drama, la comedia novelesca y la de la clase media, y hasta la farsa más
grosera, puesto que todas las clases y estados de la sociedad, desde el
más alto al más bajo, figuraban en él, sin que esta circunstancia
perjudicara ni debilitara en lo más mínimo á las diversas partes de su
conjunto.
Una serie de siglos había echado los cimientos de este drama en el
terreno primitivo de toda poesía, esto es, en la vida y en el espíritu
del pueblo; y sobre estos cimientos levantó después Lope de Vega,
ayudado por una pléyada de vigorosos compañeros, un edificio bien
trazado de partes íntimas, estrechamente enlazadas, y al abrigo de todos
los peligros exteriores. Siguióle luego otra generación, que observó en
sus trabajos el plan primitivo, y elevó sobre la antigua construcción
otra nueva, alzándose osada hasta llegar al cielo, amontonando cúpulas
sobre cúpulas. Si bien fué Madrid la primera y principal residencia del
arte dramático, por concentrarse en él todo el poder y todo el brillo de
la nación, también se erigieron en todas partes escuelas dramáticas
análogas, que extendían más, con rapidez maravillosa, las excitaciones
recibidas de la capital, y transformaban las creaciones del gran poeta
en bienes comunes á la nación entera. Desde las costas de Andalucía
hasta las vertientes de los Pirineos; desde las riberas de Cataluña,
bañadas por el Mediterráneo, hasta el Océano occidental, asistían los
españoles al teatro, celebrándolo con su inteligencia perspicaz y
magnánimo corazón, porque veían en él á sí mismos con perfección más
ideal y más vivamente personificados, y porque, revestidas de imágenes
atrevidas, admiraban las hazañas de sus antepasados y los sucesos más
notables de su historia, y porque la realidad presente, como un
espléndido panorama, se desenvolvía ante ellos en toda su inmensa
extensión. No se cansaban nunca de tributar el homenaje de su
agradecimiento á los poetas, que ya les ofrecían las poderosas
creaciones de su imaginación, ya deleitaban su espíritu con gratos
ensueños, ya los llevaban á las regiones etéreas en alas de su devoción,
ya, por último, se solazaban con ellos con chistes y agudezas. Los
aplausos, que se dispensaban á las obras dramáticas eran, por necesidad,
muy diversos de los de nuestros días, y más generales y cordiales; no
provenían de distintas clases sociales, ni de las más elevadas, ni de
las más bajas del estado, de los críticos ni de la ignorante
muchedumbre, sino que el pueblo entero unánime las honraba y las
aplaudía; entre los autores y los espectadores había una íntima y
alternada correspondencia, que estimulaba á los primeros y elevaba á los
segundos; un fuego vital, más libre y más enérgico, que excitaba y
promovía todo progreso saludable, y que anulaba toda tendencia
defectuosa, daba calor incesante á todo el arte dramático, alcanzando de
esta suerte el teatro su carácter más sublime, esto es, el de ser una
institución nacional, maestro y modelo del pueblo, copia y á la vez tipo
más perfecto del espíritu nacional.
No sin pena traspasaremos ahora los límites, allende los cuales comienza
la decadencia del drama español, porque con la aparición de esa
decadencia coincide la desaparición del espíritu nacional, que infundió
savia á esa institución, y el único que la hizo desenvolverse y
florecer. Aunque aceptemos la idea (el solo consuelo que se nos
presenta) de que el espíritu de una nación, después de despojarse de una
forma dada, se propone apropiarse otra más perfecta, siempre es
indudable que entre la cesación del primer estado y la llegada del
posterior, hay siempre un interregno de incertidumbre, de vacilaciones y
de letargo, en el cual no puede nunca el observador imparcial detenerse
satisfecho.
Así como en los tomos anteriores de esta obra hemos dado noticia de los
actores más famosos de cada período, así también las incluiremos aquí
ahora, en cuanto se refiere á la segunda mitad de la edad de oro del
teatro español. Y á fin de que el lector conozca á fondo la vida de los
actores españoles de ese tiempo, como si estuviera presente, extractamos
aquí un trabajo del año 1649, de autor desconocido, que abunda en rasgos
satíricos contra los cómicos coetáneos, y más particularmente contra
las actrices más famosas y sus frívolos adoradores[51]:
I.
Pero á Jano escuchad. _La que se aplica
Al Senado histrionio y es cantora,
O bien de castañuelas se salpica;
Si es como azogue todo bullidora,
Si ríe blando, si gracioso brinda,
Cuéntese en este mundo por señora:
No há menester del todo ser muy linda
Para reinar: bástele ser farsante:
¿Quién hay que á una farsante no se rinda?_
Esto el Bifronte Dios apenas canta,
Cuando Menguilla, una graciosa niña,
Que estaba dedicada para santa,
Dexado el saco y vuelta á la basquiña,
En un cómico rancho se acomoda,
Diciendo que esta gente la encariña.
Juntóse al punto allí la Maufla toda,
Y después de hecho un rigoroso examen,
Por digna la aclamaron de un Vaiboda.
Luego un gracioso, no de mal dictamen,
Sentado en un baúl la hizo esta arenga,
Esta arenga que puede ser vexamen:
Vuesa merced, señora Doña Menga,
Ya que ha dexado el mundo y sus verdores,
Como á Dios plugo, enhorabuena venga.
Si piensa que ha venido á coger flores,
Porque nos ve listados de oropeles,
Está metida en un serón de errores.
Que estas guitarras, arpas y rabeles,
Si para el pueblo son sonoras aves,
Para nosotros son fieras crueles;
Y no porque ignoremos ser suaves,
Sino porque mil veces repetidas
Vienen á sernos ya susurros graves.
Las vidas que traemos no son vidas,
Y esto verálo á la primer semana
En acostadas, cenas y comidas,
Y habrá de levantarse de mañana,
Si ha de dar á una resma de papeles
Tarea y ripio; ¡y quán de mala gana!
Pero todo esto es dar en los broqueles,
Porque hay cosas tan ásperas y duras,
Que no es bien que las sepan las noveles.
Y aunque al fin en nosotros no hay clausuras,
Como en otras modestas religiones,
No andará con todo eso á sus anchuras.
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