El Tesoro de Gastón: Novela - 7

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Poco más de un mes estuvo en Madrid Gastón, y la tarde en que regresó,
al ver á Telma que había salido á esperarle, la abrazó con tanto
cariño, que la vieja sirviente se deshizo en llanto. El señorito venía
muy diferente: ¡qué formal, qué aplomado, qué hombre!
Al otro día de la llegada, Gastón empezó á dar órdenes para arreglar
las habitaciones del castillo y reparar lo que era más urgente que se
reparase. Los muebles de comodidad, las ropas, el ajuar todo, llegarían
en breve por el ferrocarril: Gastón levantaba su apeadero de Madrid
y se traía el mobiliario: además había adquirido muchas cosas, no de
lujo, pero necesarias. Albañiles y carpinteros empezaron á arreglar
los techos y pisos del Pazo y de la capilla, cerrada desde tiempo
inmemorial, en cuyo magnífico retablo barroco anidaban las palomas y
las golondrinas, y en cuyo púlpito se guarecía una tribu de ratones.
Corrió una semana, y como Gastón no hubiese bajado á la Puebla, ni
dado señales de existir para la familia de don Cipriano, Florita, que
se engalanaba todos los días inútilmente, tuvo un ataque de nervios
y un soponcio, y el Alcalde, caballero en su yegua, subió lleno de
inquietud la calzada pedregosa. Recibióle Gastón con afabilidad,
celebró que se le hubiese ocurrido venir, y le obsequió con vino y
bizcochos; después se encerraron los dos en el aposento que el señorito
de Landrey empezaba á utilizar para despacho, instalando en él estantes
con libros y papeles y una mesa ministro. La encerrona duró más de dos
horas, y al cabo de ellas salió Lourido en un estado digno de lástima:
desemblantado, mortecino de ojos, gacho de orejas, hasta temblón de
manos; y Telma, que corrió á ordenar que le trajesen la yegua á la
puerta del Pazo y le tuviesen el estribo, notó que dos ó tres veces
volvía la cabeza el Alcalde y miraba atrás crispando los puños, como el
que quiere comerse con la vista y el deseo á algo ó á alguien...
[Ilustración]
Dos días después--era domingo--Miguelito, que se entretenía en botar
al agua una lucida escuadrilla de barcos de papel en el pilón de la
fuente, sintió que unas manos se le apoyaban sobre los ojos, y una voz
le decía:
--¿Quién soy?
--¡Gastón, Gastón!--chilló el niño desprendiéndose y volando hacia la
casa.--¡Mamá! ¡Está aquí Gastón!
Antonia Rojas tardó poco en aparecer: Gastón la saludó con efusiva
alegría, y la miró á la cara fija, larga y tiernamente, encontrándola
desmejorada y delgada, como persona que ha sufrido.
--¿Ha estado usted enferma?--preguntó afanosamente el señorito de
Landrey, dirigiéndose al sitio donde acostumbraban charlar, á los
asientos cerca de la fuente.
--Enferma, no...--respondió débilmente Antonia, que sin embargo hablaba
con voz quebrantada y tenía apagada la claridad de sus hermosos ojos y
el antes vivo carmín de su encendida boca.--Es un poco de debilidad,
ó yo qué sé... En resumen, nada. Vamos á ver, hábleme usted de sus
asuntos... Vuelve usted de Madrid... Supongo que ha arreglado algo...
No habrá perdido el tiempo...
--¡Antonia, Antonia!--respondió Gastón que parecía enajenado.--Sí, lo
he perdido... He perdido todo el tiempo que transcurrió entre este
día y aquel en que usted me desterró de su casa... He perdido todo el
tiempo que no pasé cerca de usted..., pero he de enmendarme ¡vive el
cielo! y ahora será preciso que usted me permita estar á su lado...
por... por largos años... ¿Quiere usted?
La palidez de Antonia se convirtió en un rubor vivísimo; cayó sobre sus
ojos garzos la cortina sedosa de sus párpados, y sólo la agitación de
su seno respondió á la apasionada pregunta del señorito de Landrey.
Rehaciéndose al fin, pudo articular no sin mucha confusión y vergüenza:
--No entiendo... ¿De qué se trata? ¡No creo que pague mi amistad con
una ofensa ni con una chanza de mal gusto!
--¿De qué se trata? ¡De que si antes me alejó usted por evitar que
nuestra amistad escandalizase á estas buenas gentes, hay un medio de
que mi presencia aquí, en vez de escandalizar, edifique! ¡De que todos
la comprendan, la aprueben y la envidien quizás!... Antonia, ¡cuánto
tiempo hace que sabe usted lo que ahora está oyendo!
La viuda, con poderoso esfuerzo, se serenaba completamente. Sin
necesidad de poner la mano sobre el corazón, había aquietado sus
latidos mediante uno de esos actos de voluntad, cuyo secreto poseen
las naturalezas enérgicas y resignadas á la vez. Su animosa y franca
sonrisa volvió á jugar en la boca expansiva y grande y en los ojos
garzos que se fijaron tranquilamente en los de Gastón, candentes de
entusiasmo y de brío juvenil. Y revelando en su voz calma y dignidad,
contestó despacio:
--Hace tiempo que sé que usted... ha visto en mí algo más... ó algo
menos que una amiga... y por eso le rogué que no menudease las visitas,
y, últimamente... es decir, mucho antes del viaje... que las suprimiese
por completo. Aun cuando usted no demostrase... tanta complacencia
en venir, le hubiese rogado lo mismo, por mil razones de prudencia.
Pero... después de que usted, á ruegos míos, se alejó de aquí... ¡han
sucedido muchas cosas!
--¿Á usted, Antonia?--interrogó Gastón con ansiedad.
--Á mí, no. Yo he seguido mi vida de siempre. Á usted...
--Es cierto,--declaró él tranquilizado.--Mi suerte ha cambiado por
completo de faz, y á usted lo debo, ¡Antonia del alma! Me creía pobre,
arruinado, hasta cargado con deudas mayores que mi haber... y gracias
á sus discretos consejos, á sus sabias lecciones, me encuentro dueño
de gran parte de ese caudal que juzgaba perdido, y lo que es mejor,
libre de trampas y ahogos, sin depender de nadie para nada. Esto sólo
ya sería deber á usted un beneficio inmenso... ¡Pues falta lo mejor,
el mayor bien que usted me ha dispensado! Yo era un hombre inútil,
un ocioso vividor, que si no tenía los instintos del vicio, había
adquirido los hábitos de disipación que conducen á él insensiblemente.
Usted me ha despertado, me ha iluminado y me ha hecho reflexionar sobre
mi propio destino. Me he visto y me he avergonzado de verme. Me he
comparado con usted y me he sonrojado de quererla valiendo tan poco. Me
he propuesto merecerla á usted cambiando de vida y de costumbres. Hoy
podría volver á mis antiguas mañas; con lo que he salvado del naufragio
tengo para reingresar en las filas de la vagancia elegante. En vez de
hacerlo, me vengo á Landrey á restaurar la vieja casa de mi familia,
no por vanidad, sino para conseguir, ayudado de usted, practicar el
consejo de mi madre, y ser solamente depositario de mi riqueza...
[Ilustración]
Escuchaba Antonia con la mirada brillante, los labios entreabiertos
como para beber el maná de aquellas deliciosas palabras: su expresión
era de felicidad profunda, incontrastable. Sin embargo, un pensamiento
que cruzó por sus ojos los oscureció repentinamente. Afirmando con
trabajo la voz que la emoción enronquecía, preguntó:
--¿Cómo ha salvado usted su hacienda? Deseo saberlo. ¿De qué medios se
ha valido usted para poner á Lourido suave como un guante?
Algo confuso, Gastón se preparó á entonar el _mea culpa_.
--Antonia, voy á ser con usted enteramente leal... porque ya la
considero á usted como á mi propia conciencia... Cuando la pedí su
parecer y usted me trazó con tanto acierto mi línea de conducta, al
pronto me sentí un poco chafado... sí, chafado, es la verdad... viendo
que una mujer me daba tal lección... Puede ser que este mal sentimiento
no durase un minuto, si usted no me ordena, á renglón seguido, que
no aportase por aquí... Esta orden, ¡cuyas razones comprendo! hirió
mi amor propio: yo creía que usted debía sentir algo por mí, aunque
sólo fuese una amistad tierna... y tanta entereza y tanta frialdad me
irritaron... En fin, salí de aquí contrariado y con ganas de hacer á
usted sufrir en su vanidad de mujer... para averiguar si me quería un
poco... ¡Ya ve si hay en mí fondo de tontería y de malos instintos!...
Me propuse que usted rabiase... y al mismo tiempo... ¡que me tuviese
por listo y por mozo de muchas camándulas! ¿No se ríe usted? Pues lo
cuento para que se ría, no para que se contriste...
--No me puedo reir,--murmuró Antonia.
--Bastante castigo me impone usted con eso... Abreviando: me metí
en casa de Lourido mañana y tarde, y mientras el padre empezaba á
desenredar las trapisondas de allá, y me imponía de cómo era fácil
salir de la trampa en que había caído, la hija... se figuró... se
persuadió de que...
--¡De que usted se casaba con ella!--prorrumpió Antonia como á su pesar
y no acertando á reprimirse.--Y lo pensó todo el país, y se dió por
hecha la boda...
--¡Antonia,--afirmó Gastón seriamente,--mi falta no es tan grande
como usted supone!... Ahora conozco que no procedí con entera
caballerosidad, y que no todos los medios son buenos para empleados;
indudablemente, si Lourido no se imaginase que yo pretendía á su hija,
no se tomaría el interés extraordinario que se tomó en arreglar mis
asuntos...
--Esté usted cierto de ello. Usted tuvo la triste habilidad de engañar
á ese bribón y también á su hija, á una mujer... Ahí está un consejo
que yo no le había dado.
--¡Es usted severa y cruel!... Antonia, puede usted creerme bajo
palabra de honor; no he dicho jamás á Flora una palabra ni de amores,
ni de casamiento. Lisonjas, bromas, piropos, tonterías, acompañarla,
sí; otra cosa, no ciertamente. Esa familia, desde el punto y hora en
que me vió y supo mi ruina, que para ellos era todavía prosperidad,
soñó que me casase con Flora, y su obcecación se explica; todo lo
convirtieron en substancia.--Reconociendo que estaba en deuda con don
Cipriano de las enseñanzas que me dió y de la labor fina que hizo para
romper la telaraña de Uñasín, le he firmado en un barbecho sus cuentas,
que en menor escala eran dignas de las del otro, ¡una gazapera! y en el
acto de firmarlas, como he enajenado fincas y tengo dinero disponible,
le he pagado duro sobre duro los seis mil que se lleva de _bóbilis_...
Además, pienso enviar á Concha un relicario y á Flora un bonito
brazalete... ¡que no es el de esponsales, porque ese... ese, aquí lo
tengo! y le pido á usted que sea buena y lo acepte en seguida ¡en
prueba de que me perdona!
Con un movimiento gracioso, Antonia rechazó el delgado aro de oro en
que se engastaba una gruesa perla, y contestó tratando de disimular lo
vivo de sus sentimientos:
--Gastón, no hay resolución impremeditada que no se llore después...
Deme usted tiempo de reflexionar, y de reflexionar á solas,
consultándome á mí misma... Algún castigo merece la travesura de usted
con Flora... Le impongo ocho días de extrañamiento. Vuelva usted el
domingo que viene...
[Ilustración]
--¡Qué barbaridad!--gritó Gastón.--¡Ocho días! Antonia, no voy á tener
paciencia... ¿Por qué me sujeta usted á tal cuarentena, si se ha
conmovido usted al verme entrar en el jardín? ¡Se ha conmovido usted!
¡Lo he visto! Y nada; como es usted una cabeza de hierro, no valdrá que
yo pida misericordia...
--No valdría,--respondió Antonia dulcemente.--Es preciso que conozca
usted bien mis defectos, y se convenza de mi testarudez. Así no irá
engañado.
--Pero me voy á aburrir mucho,--declaró Gastón.
--La gente sensata y laboriosa no se aburre jamás,--dijo sonriendo ella.
--Pues á lo menos,--imploró Gastón viendo al niño que se acercaba dando
vueltas á una cuerda que hacía restallar como un látigo,--hágame usted
un favor muy grande... Envíeme mañana á Miguelito á pasar conmigo el
día... Le prometo á usted que no le mimaré ni le levantaré de cascos...
Le daré de comer cosas sanas... Cuidaré mucho de que no se rompa la
cabeza en los escombros... ¿me promete enviármele?
--Bien, irá Miguelito... No me le vuelva loco...--exclamó festivamente
la madre.
[Ilustración]


XIV
Miguelito

Loco ya, pero de contento, llegó el niño á Landrey á cosa de las
once, acompañado de Colasa, encargada también de recogerle antes del
anochecer, y á quien Gastón hizo extensivo el convite, encomendando
á Telma que la obsequiase cumplidamente. Á medio día se sirvió el
almuerzo, y Miguelito, estimulado por la caminata y la novedad, lo
encontró todo de ángeles; fué preciso que Gastón le contuviese, para
que el festín no parase en cólico. Después de comer recorrieron las
habitaciones del Pazo y las ruinas del castillo, sin olvidar la
vetusta torre en que se conocieron, y donde Gastón, en un arranque de
sensibilidad, besó al niño subiéndole en brazos; mas como las tardes de
verano son largas, y Gastón deseaba que su convidado no se aburriese un
minuto, preguntóle:
--¿Qué quieres hacer ahora? ¿Quieres pasear? ¿Quieres que volvamos á
casa, á ver las estampas del álbum?
--Quería,--declaró misteriosamente Miguel,--buscar el nido de la
comadreja. Sé dónde está, y mamá no me deja volver allí, porque las
piedras resbalan mucho.
--¿Es junto al río?
--En el mismo río... Tú no tienes miedo, ¿eh?
--No, mi vida... ¿Y tú, yendo conmigo, tampoco lo tendrás?
--¡Buena gana! Sin tí no lo tengo... ¡figúrate los dos! Mira, llevemos
palos... las piedras resbalan,--repitió Miguel, que en realidad sentía
una especie de terror atractivo al pensar en el resbaladero.
Preparáronse á la expedición, y Gastón guardó en el bolsillo pastas y
un vaso, para merendar y refrigerarse á orillas del río. Echaron á
andar con buen ánimo, pero ni uno ni otro sabían el camino, y al primer
chicuelo aldeano que encontraron le comprometieron á que sirviese de
guía para llevarles al sitio, llamado, según informes de Miguel, _o
Paso da cova_,--el Paso de la cueva.--El muchacho, que se dedicaba á
apacentar unas mansas vaquitas, se ofreció á ponerles en dirección del
río, volviéndose después, por no separarse del ganado. Orientóles en
efecto, y Gastón comprendió que ya no necesitaba más, pues la bajada
al río no ofrecía dificultad seria, y una vez en la orilla, todo se
reducía á seguir derecho, hasta llegar al resbaladero famoso.
No era difícil la bajada al río, en el sentido de que se veía por donde
realizarla; mas lo empinado y agrio del monte hacía el sendero casi
impracticable: equivalía á despeñarse cabeza abajo, y la seca rama
de los pinos, llamada en el país _espinallo_, aumentaba el riesgo,
haciendo resbaladiza la estrecha vereda, buena sólo para las cabras,
si allí las hubiese, que no las hay. Miguelito reía á carcajadas,
agarrándose á Gastón que le sostenía cuidadosamente; y la risa se
convirtió en convulsión cuando el señorito de Landrey, en uno de los
sitios más peliagudos, cayó de espaldas, sentado, y se levantó todo
cubierto de _espinallo_, sacudiéndose y exagerando la queja, para que
el chico exagerase la alegría...
Cuando llegaron á la margen del río, no por eso fué la empresa menos
ardua. Al contrario: por allí no había camino practicable, ni estrecho
ni ancho, ni malo ni bueno, y era preciso saltar por cima de agudos
pedruscos, ó abrirse paso difícilmente entre carrascas y aliagas
que picaban las piernas. En algunos sitios, lo tajado de la orilla
y la estrechez del lugar en donde con gran trabajo se podía sentar
la planta, ocasionaban verdadero peligro, y Gastón, temeroso de una
desgracia, tomaba á Miguelito en brazos y le obligaba, á pesar de
su resistencia, á dejarse conducir fuera del atolladero. El chico
protestaba, jurando que por allí había pasado él con su madre, los dos
á pie, y «divinamente.» Llegaron á un sitio tan propio para romperse
las vértebras, que Gastón sentía impulsos de desandar lo andado y
enviar enhoramala la expedición y el _Paso da cova_, donde, después de
todo, no habría más que unas lajas resbaladizas como si de jabón las
untasen; pero el chico era tan resuelto defensor de que se terminase
la hazaña gloriosamente, y Gastón se sentía ya tan padrazo, que no
hubo remedio sino salvar, medio á gatas, el sitio empecatado, del cual
salieron con las manos arañadas y sangrientas. Al verse fuera del
apuro, Gastón, respirando, miró alrededor, é hizo un movimiento de
sorpresa, notando algo como involuntario y oscuro estremecimiento de
todo su ser.
Hallábanse en un lugar donde, ensanchándose de pronto el álveo del
río, disminuye en profundidad y es vadeable, caso raro en los ríos de
Galicia. El agua clara y tranquila descubre el lecho de arena, y baña
suavemente un trozo de pradería natural, tendido á ambos lados del
escarpe del monte. Á la otra margen, Gastón veía el principio de un
sendero, no pendiente y agrio como el que habían seguido para bajar,
sino asaz cómodo y practicable, que se perdía entre los pinares de la
montaña. Pero lo que más impresionaba al señorito de Landrey, era
notar que, á sus espaldas, sobre una ladera escarpadísima, casi cortada
á pico, descollaba una torre que conoció: era la de la _Reina mora_.
Estaban debajo del vetusto torreón, tan á plomo con él, que una piedra
lanzada de las ventanas hubiese podido caerles sobre la cabeza; y sin
embargo, por aquel lado la torre era absolutamente inaccesible: querer
subir por el tajo á pico sería como intentar asirse á una lisa pared de
acero. Los que sitiasen á Landrey no era posible ni que intentasen el
asalto del torreón por donde cae al río.
¿Por qué se destacó en el espíritu de Gastón esta idea con extremada
lucidez? ¿Por qué la recibió como se recibe á un huésped que
afanosamente esperamos? Al pronto ni lo supo él mismo. Un aturdimiento
singular, especie de mareo del entendimiento, le dominaba; y como entre
sueños, al través del zumbido de la sangre agolpándose á sus sienes,
oía la voz del niño.
--Aquí es,--decía.--Qué bonito, ¿eh? Pero no hay resbaladero, ¿sabes?
porque hoy el río va más crecido y cubre las lajas... que son atroces
de lisas... Dijo mamá cuando estuvimos aquí, que esas lajas no las puso
Dios, sino que las colocó la gente para cruzar á pie enjuto, y que
deben de tener mil años, por lo gastadísimas que están... ¡Vén, anda!
que te enseñaré el _Paso da cova_ y el nidal de la comadreja...
[Ilustración]
No eran ya las sienes; era el corazón, era todo el cuerpo de Gastón
lo que se agitaba como saturado de azogue... La idea inicial había
sido llamada por las otras, que acudieron con la rapidez propia de
su inmaterialidad; y agrupándose como un haz de rayos lumínicos,
produjeron la claridad viva que en aquel instante deslumbraba y
enloquecía al señorito de Landrey... Las palabras del manuscrito de
don Martín rodaban por su cerebro á guisa de olas encrespadas: «Si
guiado por el Norte siguieres el camino de los antiguos en peligro de
muerte...» Allí, allí estaba «el camino de los antiguos;» por allí los
defensores de Landrey podían no sólo bajar á la corriente á surtirse
de agua, sino escapar, desvanecerse como el humo cuando les amenazasen
los sitiadores, cruzando el río por las lajas colocadas á mano, y
perdiéndose en el sendero del otro lado de la montaña cubierto de
robles y pinos... ¡La mina, la mina! ¡El tesoro!
--Vén, te enseñaré donde he visto esconderse la comadreja,--repetía el
niño, tirando de la mano á Gastón, que embobado se dejó arrastrar.
Orientóse Miguelito con ese acierto topográfico que distingue á los
niños, cuya retentiva fresca no pierde un detalle, y empezó á desviar
los brezos y los renuevos de roble que revestían la base del escarpe,
descubriendo un sitio en que sólo su mirada avizor podría adivinar
la boca de una cueva,--orificio angosto, cegado por desplomes de
tierra y piedras, entre las cuales surgía recia y lozana vegetación,
disimulando perfectamente la entrada y haciendo hasta dudoso que tal
abertura fuese otra cosa sino madriguera de los tejones y las _martas_,
abundantes en aquel país.--Pero Gastón no dudaba; era la boca de la
mina militar del castillo de Landrey, y la emoción le empapaba las
sienes en sudor helado y le hacía temblar las piernas...
[Ilustración]
Calló: no era posible confiar tal secreto á Miguelito. Cuando, ya
anochecido, habiendo regresado los dos á Landrey, lo entregó á Colasa
que se proponía, viéndole muerto de sueño y de cansancio, llevarle
á cuestas hasta Sadorio, Gastón, al despedirse del chico, le dió un
abrazo largo, largo, vehemente, y entre dientes murmuró, al estrecharle:
--¡Criatura, que Dios te bendiga!
Aquella noche no durmió Gastón; literalmente no concilió el sueño
cinco minutos; y sin embargo, una especie de fiebre le causó raras
alucinaciones. Cerrando los ojos se representó á la Comendadora con
sus hábitos y á don Martín, con su casaca y su calzón corto, que
armados de antorchas le alumbraban por las vueltas y recovecos de
medroso subterráneo... Al amanecer, ya estaba pidiendo á Telma un
ligero desayuno, provisión de fiambres y las herramientas de los
albañiles, que éstos solían dejar en un cesto de esparto, por no
llevarlas y traerlas todos los días; además se surtió de una azada,
una pala y de un «guadaño» para segar la maleza. Encargó á Telma el
sigilo y que diese á los albañiles dinero en pago de sus herramientas,
que supondrían perdidas, y con paso ágil, bajó como la víspera, sin
que esta vez las asperezas y escabrosidades del sendero le pareciesen
tantas; ó por decir toda la verdad, sin que su enajenamiento le diese
lugar á reparar en ellas. Descendía como desciende la piedra, por su
propio impulso y sin percibir los obstáculos que la podrían detener. En
media hora recorrió el trayecto que el día anterior les había costado á
Miguelito y á él, adoptando mil precauciones, cerca de una.--Al verse
ante la boca de la cueva, detúvose y reflexionó.
¿Á dónde podía conducir la mina? Sin duda á las fundaciones de la
torre, en que Gastón, «guiado por el Norte,» esperaba encontrar el
tesoro. Mas Gastón recordaba que debajo de la torre había realizado un
registro inútil, hallando una especie de mazmorra subterránea, en que
ni las paredes sonaban á hueco, ni se veían rastros de comunicación,
puerta, escalera, ni argolla alguna. ¿Iría la mina á perderse en el
seno de la montaña? ¿Sería mina siquiera?
Con una especie de rabia, con fuerzas que centuplicaba la ardiente
curiosidad, Gastón puso manos á la obra. Empezó por cortar y raer la
maleza, descubriendo el orificio de la cueva; y después, con ayuda de
la pala, desobstruyéndolo de la tierra que se hacinaba ante él. De vez
en cuando miraba en derredor, por si le observaba alguien. El sitio
estaba completamente solitario.
Temía el señorito de Landrey encontrar piedras que sus fuerzas no
alcanzasen á remover, y vió con júbilo que era tierra endurecida,
mezclada al grijo del lecho del río, lo único que dificultaba á un
hombre la entrada en la gruta. Esta convicción le animó, y pronto
consiguió despejar la boca, y descubrir un conducto que, en vez
de bajar, subía en ángulo. Encendiendo su linterna, y aferrando la
piqueta, Gastón ascendió por el conducto; sus rodillas tropezaban en
las desigualdades de la mina--ya no podía dudar que lo era--y una
alimaña pasó rozando con sus piernas, en fuga loca, sin que pudiese
distinguir si era el bicho algún tejón ó sólo una gruesa rata. Notó
luego que se ensanchaba la mina y mostrábase cada vez más suave su
declive, y no avanzó sino examinando las paredes, que nada ofrecían de
particular: parecían de barro, y las impregnaba una humedad ligera. No
había ni rastro de esa vegetación fungosa que algunas cuevas poseen:
y á medida que Gastón adelantaba, el ambiente se hacía más seco. Como
quince minutos habría caminado Gastón, cuando de pronto la cueva cesó:
una pared de arcilla la terminaba.
Si la tal pared se hubiese desplomado sobre él, no sentiría impresión
más fuerte y abrumadora. Quedóse de hielo, abierta la boca, dilatados
los ojos. Al fin, procurando rehacerse, paseó la linterna por la pared
de alto á bajo. Su corazón saltó impetuoso; el barro, resquebrajado á
trechos, cubría un muro de piedra.
[Ilustración]
Dejó la linterna en el suelo y atacó el muro, con la piqueta, mostrando
un vigor digno de un demoledor profesional. Era el muro recio, pero no
como de sillería, ni siquiera de cantos muy gruesos; á pocas embestidas
comenzó á desmoronarse, y metiendo por el hueco la linterna, Gastón
vió una especie de sala redonda, parecidísima á la que conocía, y esto
le hizo temblar. ¿Si estaría echando abajo una pared para encentrarse,
burlado y desesperado, al pie de la torre de la Reina mora, en el
sitio donde ya le constaba que no existía rastro de tesoro? Tal idea
le hizo desmayar, y se sentó sobre los escombros. Recordó entonces
que tenía en el bolsillo carne fiambre y un frasco de vino generoso;
reparó sus fuerzas con bocado y trago, y sin más, arremetió otra
vez contra el muro. Cayeron los escombros; fué la abertura capaz de
dejar poso al cuerpo de Gastón, y se enjaretó por ella con esfuerzo,
saltando linterna en mano dentro de una mazmorra circular, toda
revestida de piedra, sin escalera ni acceso á ninguna parte... ¡No
era la ya conocida! ¡Era otra, situada, de fijo, bajo las fundaciones
de la torre! En el techo, enorme argolla emporlonada en una losa; en
el suelo, nada, la tierra; y en la pared ¡cielo santo! una especie de
hornacina tapiada con cal... El escondrijo.


XV
El tesoro

Antes de atacar con la piqueta la hornacina, Gastón echó mano al frasco
y volvió á beber un trago copioso. Creía tener brasas en la garganta
y en el pecho, y se sentía desfallecer. La embriaguez del triunfo
presentido le abrumaba; no era la codicia, no era la sed de riquezas lo
que le causaba tal vértigo; era el misterio romancesco y la dramática
historia del tesoro, cuyo valor acaso no equivaldría á lo que la
imaginación fantaseaba.
[Ilustración]
La piqueta retumbó al fin embistiendo contra la pared. Sus sordos
golpes fueron arrancando el yeso ennegrecido, la dura mezcla que
trababa los pedruscos de la mampostería. Á cada fragmento que se
derrumbaba, crecía el anhelo de Gastón. Abierto un boquete, apareció un
hueco, y en él algo confuso... bultos informes; la luz, introducida,
descubrió que eran, no cofrecillos de sándalo con herrajes de pulido
acero, ni arquillas de cedro incrustadas de nácar, según correspondía
á las joyas de la Reina mora, sino buenamente panzudas ollas de barro
vidriado, de las que en el país se venden á dos reales... Si había
allí riquezas, no las soterró ninguna beldad musulmana, que las hubiese
recibido en dádiva ó prenda de amor de algún emir granadí; don Martín
de Landrey, el de aciaga memoria, al escoger tal sitio para ocultar
su dinero y evitar que pasase á manos odiadas, había cedido sin duda
á la sugestión de la leyenda, y tal vez al curiosear los subterráneos
buscando las perlas de Golconda y el oro del Darro de la sultana,
concibió la idea de resguardar allí por poco tiempo el caudal destinado
á la hija amada y predilecta,--á la piadosa Antígona que consolaba su
ceguera moral.
Con golpes convulsivos Gastón ensanchó el boquete; cayó de súbito un
gran trozo, y parecieron descubiertas las enormes ollas. Eran hasta
seis, y pesaban más que plomo. Llenas hasta el borde, cuatro de ellas
estaban hidrópicas de onzas, de esas hermosas peluconas de Carlos III
y Carlos IV, que ya se tienen por rareza en los tiempos actuales.
Dos contenían artísticas joyas de diamantes y brillantes montadas en
plata,--collares, tembleques, piochas, broches, arracadas, hebillas,
diademas, peinetas, ramos, y hasta un pájaro de esa mezclada pedrería
llamada ensaladilla por los joyeros, en que se combinan los rubíes
pálidos, los topacios, las esmeraldas claras y la lluvia de las _bellas
rosas_, ó diamantitos menudos como chispas de luz. La envoltura de
barro grosero de una de las ollas encerraba,--como el cuerpo humano,
deleznable, el alma inmortal,--una colección de ricos sartales de
perlas, y dos abanicos del finísimo gusto María Antonieta, de varillaje
de oro incrustado de camafeos.
Al pronto, le dió vueltas la cabeza á Gastón; temía que las ollas se
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