El Tesoro de Gastón: Novela - 5

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Gastón esperaba un chillido, una protesta, una ojeada de cólera al
niño. Quedó chasqueado. Lo que hizo Antonia, al darse cuenta de la
sorpresa, fué reir espontáneamente...
--No nos pidamos perdones, señor de Landrey,--dijo sin
alterarse,--porque sería cuento de nunca acabar. Por mi parte está
usted perdonado. Miguelito, mira, hijo mío, ya sabes que á las visitas
se las lleva á la sala.
--¡Á éste no!--declaró Miguel.--Éste no es visita, que es mi amigo... y
le llevo á ver las cabras...
--¡Sí, las cabras y mamá!...--añadió Antonia plácidamente.--Espéreme
usted en la sala... ó en el jardín... ¡Hasta dentro de un instante!
Gastón obedeció de mala gana. La viuda, encendida, con el pañuelo
picaresco y el traje de mecánica, le había parecido de perlas;
mejor cien veces que en la torre. Por su gusto reemplazaría á la
moza de pala, ayudando á revolver la ropa en el tonel. No hubo más
remedio que dejarse llevar otra vez por Miguelito, y admirar los
brincos de dos chivitas blancas, prisioneras en el traspatio, al pie
del hórreo,--porque no dejaban cosa á vida en la huerta ni en el
jardín.--Al cabo dieron fondo en una sala baja, á la cual se accedía
por el zaguán, y donde muebles modernos y antiguos, cuadros viejos y
grabados ingleses, un soberbio piano de cola, producían un conjunto
familiar, de tonos íntimos y artísticos á la vez. En los jarrones
había flores frescas, y en el centro de la sala un acuario de salón,
de reducidas dimensiones, muy bien cuidado, estaba lleno de pececillos
y curiosos moluscos y zoófitos, que Miguelito enseñó con orgullo á su
amigo.
[Ilustración]
--Yo he de ser marino, como mi abuelito,--declaró la criatura,--y ya
sé lo que hay en el fondo del mar... Estos pescaditos venían en la
red, ¿sabes? y mamá y yo vamos á ver cómo la sacan... y recogemos lo
más bonito. ¡Nos divertimos tanto! Mira, mira, ese es el erizo... Qué
espinas, ¿eh? No se le puede poner la mano... Oye, ese bicho se llama
caballo de mar... ¡Qué raro! Fíjate en la concha _vieira_... ésa la
trae Santiago Apóstol en la esclavina...
Entretenido con la charla del chico, no dejaba Gastón de aguardar con
impaciencia á Antonia, que tardó bien poco en presentarse, sin pañuelo
ni delantal y de mangas largas, pero en traje no menos sencillo y
campestre que el otro. Excusóse Gastón lamentando haber presenciado é
interrumpido su faena, y ella respondió con llaneza y sinceridad:
--No tiene nada de molesto que le vean á uno enfaenado. Crea usted que,
por otra parte, si yo pudiese prescindir de trabajar, tal vez me dejase
tentar de la pereza; pero Miguel y yo viviríamos muy mal. No soy rica
y me gustan las cosas refinadas, de limpieza y de cuidado: ¿qué voy
á hacer, sino presenciar ó ejecutar en persona? Aquí dejan á la ropa,
al lavarla, un color moreno poco simpático: con mis químicas logro que
salga muy blanca. La costumbre y no la virtud me va aficionando ya á
estos trajines, ó por lo menos, no se me hacen cuesta arriba como al
principio. No hay mejor que tomar con buen ánimo las labores y las
obligaciones; se hace uno amigo de ellas.
--Necesitaría algunas lecciones de usted para aprender esa filosofía,
que bien la necesito,--dijo Gastón.
--Esa filosofía, como usted la llama,--respondió Antonia
festivamente,--tiene uno que enseñársela á sí mismo...
--¿No existe maestra?--preguntó con intención el señorito de Landrey.
--Sí, señor; conozco una maestra de eso...--murmuró Antonia, cuyo
movible rostro cambió de expresión y se nubló.--Una maestra muy dura...
¡La desgracia!...
--Entonces ya puedo yo ser discípulo,--declaró Gastón, con asomos de
melancolía.
Hubo un momento de silencio: el giro confidencial del diálogo
desagradaba sin duda á Antonia. Miguelito salvó la situación cogiendo
á su madre de la mano y empeñándose en que había de ver Gastón la casa
y el jardín en sus menores detalles. Antonia, sonriendo, declaró al
levantarse para cumplir el capricho del niño:
--Así como así, este _paseo del propietario_ es inevitable... El
trago, de una vez. No le perdonaremos á usted ni las lechugas ni las
zanahorias.
[Ilustración]
Recorrieron, en efecto, la casa, el jardín, el huerto y las
dependencias. Era la casa, irregular en su forma, muy cómoda y
desahogada interiormente, y por el aseo y el orden parecía uno de esos
primorosos _cottages_ de las inmediaciones de Londres, en los cuales
se vive á gusto, y cada hora del día acarrea un goce honesto y sano,
del cuerpo ó de la inteligencia. Las habitaciones revelaban en su
distribución un sentido especial de la realidad, de las necesidades que
imponen una vida solitaria y la educación de un niño: y Gastón vió con
interés el cuarto de estudio, sus mapas, sus libros de estampas, sus
cajas de geometría, sus cuadernos, todo sin manchas ni hojas rotas,
todo regularizado, como pudiera estarlo en un colegio bien entendido.
Nada faltaba en la mansión: ni la bibliotequita, bien surtida de libros
útiles y recreativos y de obras clásicas españolas; ni la despensa,
provista de conservas y dulces caseros; ni el frutero, donde todavía
amarilleaban las manzanas de la última cosecha: y Gastón, acordándose
de su desmantelado castillo, apreció mejor la gracia y la intimidad
modesta de la casa de Antonia. Del huerto se había sacado también todo
el partido imaginable: los cuadros de legumbres parecían canastillas
de flores, por lo bien cuidados y dispuestos; los árboles revelaban
una poda inteligente; y el establo, que albergaba dos vacas con sus
ternerillos, no se veía menos limpio ni barrido que la sala. Entre
las dependencias descubrió Gastón una diminuta lechería, forrada de
azulejos, digna de Holanda por lo exquisitamente pulcro de sus tazones,
jarros y tanques de metal: y como la elogiase calurosamente, Antonia se
paró y dijo con entusiasmo:
--¡Ah! Es que esta lechería me ayuda á vivir... ¡es una rentita que no
descuido yo ni un minuto! De diez á doce reales diarios limpios saco de
estas paredes... y en el campo doce reales levantan en peso... ¡No se
ría usted! ¡El señor de Landrey se ríe de esta aldeana!
--No me río... La envidio á usted, por el contrario. Pero ¿cómo diablos
saca usted eso de una lechería?
--Hago quesos, y los envío á Madrid... Sin sospechar que venían de
tan cerca de la casa de usted puede que los haya usted probado. No
me permiten,--y eso mortifica mi vanidad, lo confieso,--ponerles el
rótulo que me gustaría: «Quinta de Sadorio,» impreso con molde...
Quieren hacerlos pasar por el famoso _fromage suisse_, y lo logran;
y como ganan, porque yo se los vendo baratos, y no hay derechos de
aduanas, tengo clientela segura... No doy abasto á los pedidos, y
me parece que pronto tendré que ensanchar mi comercio, comprando un
pradito más...
De sorpresa en sorpresa iba Gastón. ¿Era aquella la mujer calificada
en la Puebla de _romántica_, y que se le había aparecido en traje de
excursionista en la torre de la Reina mora? ¿Había cálculo en tanto
aparato de laboriosidad y economía? ¿Es humanamente posible fingir
un género de vida y unas costumbres como las de Antonia Rojas? Sin
querer, las intenciones y propósitos de Gastón respecto á la viuda,
iban modificándose; si al pronto la tuvo por fácil presa, ahora, con el
naciente respeto, la juzgaba torre alta é inaccesible. Terminaron la
visita de la propiedad, y salieron á reposar á una terraza cerca del
estanque, donde encontraron servida ligera colación: té con leche,
hasta media docena de quesitos, y un plato de fresas: para otra fruta
era temprano: Antonia sirvió el té y preparó las _rôties_ untadas con
miel de abeja, que trascendía á flores de campo y romero; y como Gastón
se mostrase confuso y agradecido del obsequio, Miguel explicó que era
la misma merienda de todas las tardes...
--No, hijo mío,--advirtió su madre,--los quesos son un extraordinario,
para que este señor los pruebe. Lo otro sí: es un lujo que nos damos el
de tomar un té inglés de primera: me lo envían unos amigos que tengo,
cónsules en Plymouth. Lo demás... caserito. La leche, de mis vacas; la
miel, de mis abejas; las fresas, de las platabandas que hay debajo de
los rosales... cuyas rosas se lucen en ese vasito de China...
--Señora,--murmuró Gastón, saboreando con delicia la infusión
perfumada,--yo no soy adulador, pero crea usted que este té tan
elegante, este servicio tan delicado, me parece un sueño que me lo
ofrezcan á un cuarto de hora de Landrey. No he tomado en mi vida
ninguno que tan bien me supiese...
--Era de suponer que diría usted eso,--respondió maliciosamente la
viuda.
--Qué, ¿no lo cree usted? Pues no acostumbro hacer madrigales al té,
señora... Lo que más me admira es que tenga usted estos servidores
óptimos... é invisibles, porque nos lo hemos encontrado todo aquí como
traído por mano de las hadas.
--¡Dios mío! ¡Qué bueno es usted! Tengo los mismos servidores que
todo el mundo... Dos muchachas, á quienes he ido enseñando lo más
elemental... Pero hago que, cuando estoy sola, me sirvan con los
mismos requisitos que si estuviese alguien de fuera (lo cual aquí no
suele suceder), y por eso, sin que me haya escabullido para mandarlo,
usted ve una servilleta planchada y unas cucharas que relucen... ¡Gran
misterio! Lo que no me explico es que nadie proceda de otro modo;
es más cómodo así... ¡Soy muy comodona; no vaya usted á suponer lo
contrario!
Gastón se sentía, sin comprender por qué, feliz. Sabíale á gloria la
refacción, y el aire perfumado de esencias de flor que bañaba sus
sienes, le refrescaba el espíritu. Hubiese querido prolongar aquella
visita una semana; tan bien se hallaba en el jardín de Antonia. La
conversación, desviándose ya de los temas de la vida práctica, rodó
sobre mil asuntos diversos: se habló de viajes, de música y hasta de
arquitectura, á propósito de Landrey. Antonia ensalzaba el castillo
propiamente dicho, el que era posterior á la torre de la Reina mora, y
no comprendía que Gastón hubiese permitido tocar, en ausencia suya, á
tan hermosas y sólidas piedras.
[Ilustración]
--Estaban firmes, más firmes que las del Pazo, que es muy
posterior,--exclamó.--Han hurgado allí por todas partes, y sin que se
explique la razón. ¿Cómo ha dado usted licencia?
--No la he dado realmente, señora... Esa es una historia de que
hablaremos,--contestó Gastón, confirmado en sus sospechas por estas
preguntas de Antonia.--Pero deseo que un día visite usted conmigo á
Landrey y veamos esos trabajos.
Cuando salió Gastón de Sadorio, la luna brillaba en el firmamento, y
en su corazón lucía un rayito de sol alegre y dulce. Las madreselvas,
desde los zarzales, le enviaban aromas penetrantes y deliciosos; el
aire era tibio, el camino poético y silencioso, y la última caricia de
Miguel calentaba aún las mejillas del señorito. Al llegar á Landrey, no
pudo menos de preguntarse á sí propio con sorpresa:
--¿Estaré enamorado? ¿Ó son efectos del lugar, la hora, las
circunstancias?... ¡Lo cierto es que no cabe pasar tarde más bonita que
ésta!
[Ilustración]


X
La consejera

Aunque la discreción ponga coto á ciertos impulsos, extraño sería que
no triunfasen de ella en un mozo como Gastón, poco acostumbrado á la
disciplina moral,--que muchas veces consiste en vivir á contrapelo
del gusto.--Cautivado por Antonia Rojas, Gastón deseaba verla á cada
instante, y la misma levadura de respeto y de admiración involuntaria
que se mezclaba á otros sentimientos menos ordenados y pacíficos, le
inducía á creer que no era peligrosa la frecuencia del trato con la
viuda, ni las reiteradas visitas á Sadorio. Fué primero cada tres
días, después cada dos, por último, diariamente. Antonia no le
esperaba: jamás la encontró ni vagando por el jardín, ni tocando el
piano, ni sentada lánguidamente en un cenador, ni cortando flores con
la larga tijera que para este oficio llevaba pendiente de la cintura.
Siempre la sorprendió ó dirigiendo la preparación de unos apetitosos
calamares en conserva, ó poniendo en madurero la cosecha de tomates
tempranos, ó haciendo que trasquilasen el melonar, ó desnatando leche,
ó cortando blusas para Miguelito: ocupaciones nada sentimentales, y
que no autorizaban ningún poético desmán. Ocurrió con aquellas visitas
un fenómeno, aflictivo para el ya prendado Gastón: y fué que en las
primeras, Antonia le recibió expansiva y afable; en las segundas,
reservada y cortés; y cuando las menudeó, empezó á mostrarse seca, fría
y hasta incivil, pues le dejaba solo con Miguelito las horas muertas,
y se marchaba á sus quehaceres. El niño, en cambio, estaba cada día
más afectuoso con su amigo, y le abrumaba á caricias, á preguntas
y atenciones, allá á su inocente estilo. No sabiendo Gastón qué
discurrir para complacer á su único partidario en la casa, ideó buscar
un caballito pequeño, barato y manso, que compró en la Puebla, y que
trajo á Sadorio, con objeto de dar lecciones de equitación á Miguel.
La idea produjo embriaguez de dicha en la criatura; pero Antonia,
terminada la primera lección, llamó á Gastón á la sala, y en frases
bien escogidas para no herirle, y firmes bastante para reprimirle, le
dijo claramente que sus visitas continuas no eran convenientes, ni
admisibles sus regalos. Y como él mostrase gran pesadumbre, Antonia
dulcificó la voz y añadió:
--Usted debe comprender que, en esta soledad, es muy grata la compañía;
usted debe comprender que yo ni soy insociable, ni tengo tantas
distracciones que me estorbe la que usted me proporciona con su amable
trato. Pero no le hago á usted tan poco perspicaz que no se dé cuenta
del efecto que sus visitas diarias han de causar en el público.
--¿Hay aquí público, Antonia?--preguntó Gastón con ironía.
--Lo hay en todas partes. Éste es reducido y de gente sencilla, pero
por lo mismo se les debe buen ejemplo, hasta en las apariencias; sobre
todo, cuando la realidad es honrada y clara, y sólo honrada y clara
puede ser. ¡Sí, amigo Landrey! Yo quiero que me estimen de veras mis
criaditas, la Colasa y la Minga... entre otras razones, ¡porque he de
vivir con ellas muchos años!
Á su pesar rió Gastón el gracejo de la señora, y doblando la cabeza,
murmuró:
--Antonia, yo deseo de todas veras obedecer á usted... y ya se sabe
que la obedeceré... pero óigame usted, puesto que tengo la suerte de
que me hable usted con esta franqueza tan noble... que prefiero á
la seriedad de ayer. La conozco á usted de hace un instante, puede
decirse, y me he acostumbrado á su amistad de usted tan pronto y de
una manera tan extraña, que la necesito lo mismo que se necesita el
aire para respirar. No frunza usted el ceñito: mire que no la estoy
cortejando; ¡le juro que no se trata de eso! Es que me encuentro en
circunstancias especialísimas de mi vida, en los momentos penosos en
que es preciso que alguien nos atienda y nos dé un buen consejo; es
que me hallo completamente solo, aisladísimo, desorientado, y que,
probablemente, voy á cometer mil desatinos si me falta una persona
buena, que vea mejor que yo cuestiones de que penden mi fortuna y
mi porvenir. La casualidad me ha puesto en contacto con usted, que
casualmente es también el único ser humano capaz de inspirarme una
confianza absoluta, incondicional; porque tiene usted un juicio y un
carácter...
--Bien, al caso,--interrumpió Antonia atajando la alabanza.--Si se
trata de prestarle á usted servicio... es diferente... Aquí estoy.
--Pues acepte usted por algún tiempo el papel de confidente y consejera
mía.
--Aceptado,--declaró la viuda sin vacilar.--Yo seré su confidente y
consejera. Eso no implica que usted venga aquí á menudo. Vendrá usted
una vez por semana... ó menos, si no es preciso.
--Me resigno,--suspiró Gastón.--Vendré los sábados, como los
empleados... ó los domingos... como el lavandero.
[Ilustración]
--He dicho que tal vez menos...--repitió Antonia
risueña.--Probablemente le señalaré á usted un turno quincenal. En fin,
eso dependerá de la consulta que usted quiere dirigirme. No sé de qué
índole será... Para que vea usted que empiezo complaciéndole: mañana se
viene usted á comer aquí, y, de sobremesa, me comunica esas historias
de que, según afirma, penden su porvenir y su fortuna. Yo necesitaré,
de seguro, reflexionar, porque á fuer de gallega tengo el trasacuerdo
mejor que el acuerdo. Así es que, después de la confidencia, no
vuelve usted... en diez días. Pero antes de que me honre usted con su
confianza, á mi vez tengo yo el deber de enterarle á usted bien de
quién soy, porque usted me conoce de poco acá, y las referencias que
haya podido oir de mí quizás no brillen por la más rigurosa exactitud.
--Tiene usted sus partidarios y sus detractores, Antonia; y entre los
primeros se cuenta una cojita muy simpática, hija de mi mayordomo
Lourido.
--¡Pobre Concha!--murmuró afectuosamente Antonia.--¡Criatura más
angelical! La resignación con que sufre,--porque está enfermísima,--le
ganará un lugar señalado allí donde muchos soberbios y poderosos
quisieran conseguirlo...
Y, pensativa, la viuda apartó la mirada del rostro de Gastón.
--Espero su historia de usted, Antonia, para que se aumente mi
afecto,--indicó el señor de Landrey, respetuosamente.
--¿Quién sabe? Tengo de qué acusarme, como va usted á ver...--Soy
ferrolana, y mi padre, don Federico de Rojas, era marino. Lo mucho
que había viajado, y su talento natural, hicieron de él, si no un
sabio, por lo menos un hombre instruidísimo. Por muerte de mi madre
reconcentró en mí todo su cariño, y me enseñó ciertas cosas que no
suelen aprender las muchachas, por ejemplo, botánica é historia
natural; de ahí salió mi afición á recoger esos bichos raros que ve
usted en el acuario, y lo mucho que me divierten mi huerto y mi jardín,
y mis correrías por la montaña para formar herbarios... Un armario
grande he llenado de cartones--Tenía yo diez y ocho años cuando en un
baile á bordo me conoció y me pretendió don Luis Sarmiento, que era
joven, rico, muy bien nacido; que reunía, en fin, las condiciones que
sueñan los padres para los novios de sus hijas. No hubo oposición; me
casé, y al año nació Miguelito. Mi esposo era, además de todo lo que he
dicho, una persona excelente: caballero, pundonoroso y de muy alegre
humor: sólo que sus padres no se habían cuidado de enseñarle la vida
real. Había gastado ya mucho de soltero, y por complacerme y recrearme,
se lanzó á mayores dispendios después de casado: me llevó á viajar
por toda Europa, con un lujo que ahora conozco que era insensato; me
compró joyas y trajes; montamos trenes, y vivimos en Madrid anchamente,
protegiendo artistas y adquiriendo lienzos y esculturas, como si
nuestra renta fuese quince ó veinte veces más pingüe de lo que en
realidad era. Aquí debo yo acusarme de mis yerros: en vez de contener
á mi esposo, gozaba como una loca de aquellos esplendores y placeres,
porque tengo un instinto de fausto y de arte que no parezco sino una
Cleopatra... ¡y para llegar á hacer la lejía con mis propias manos ha
sido menester que la adversidad me haya zorregado con unas disciplinas
muy recias! Pronto pasó lo que tenía que pasar: mi marido se vió
ahogado de deudas, de hipotecas y de réditos usurarios; llegó un día en
que no pudo cumplir ni pagar á nadie, y entonces...--Aquí los garzos y
rientes ojos de Antonia se vidriaron de lágrimas,--entonces... cometió
un atentado...
--Me lo han dicho,--se apresuró á interrumpir Gastón, viendo el
trabajo que le costaba á Antonia tocar aquel punto.
--¡Ojalá,--prosiguió ella,--me hubiese dicho la verdad de nuestra
posición! El mismo cariño que me tenía le obligó á callar... No se
sintió con valor para confesarme que nos encontrábamos arruinados
y que nuestro hijo sería pobre. Si Dios le inspirase tal rasgo
de sinceridad,--por eso no negaré jamás á nadie el consuelo de
una confidencia,--yo, con todo mi cariño, le hubiese confortado,
persuadiéndole de la verdad: ¡de que aún podíamos vivir... tan felices!
Haríamos lo que hice después: vender todo, desprendernos de todo,
cumplir con los acreedores, y retirarnos aquí en paz. La desgracia
le ofuscó y le hizo olvidar que era cristiano, jefe de una familia,
padre de un hijo á quien debía el ejemplo de la resignación y de la
fortaleza... Nada me dijo; no se fió de mí, me cerró su corazón... no
me miró como amiga... ¿Y sabe usted por qué? Por culpa mía: porque él
no podía ver en mí más que á una muchachuela sin seso, aturdida con las
galas, las diversiones y los goces del mundo y de la riqueza... ¡Ya ve
usted cómo no me falta de qué acusarme!
[Ilustración]
Suspiró hondamente la viuda; y recobrándose y secándose los ojos con el
pañuelo, prosiguió:
--Un solo consuelo tuve, y si no es por él, creo que aquella
catástrofe, en vez de costarme la salud por algunos años, me cuesta en
el acto la vida.
--¿Su hijo de usted?--dijo echándose á adivinar Gastón.
--Eso no es consuelo, eso es _yo misma_,--respondió Antonia.--No;
el consuelo ¡y bien grande! fué que mi esposo vivió aún tres horas
después del atentado... y no perdió el conocimiento... y tanto le
rogué, y tanto le besé la cara y las manos en esas tres horas... que se
arrepintió... se confesó... ¡y murió absuelto!
El silencio que siguió á estas palabras tuvo algo de magnético:
parecióle á Gastón que acababa de descubrir el alma de Antonia,--fuerte,
porque era creyente.--Sus ojos, iluminados de fervoroso entusiasmo,
hicieron bajar al suelo los de la dama.
--Después,--dijo precipitadamente, á fin de cortar aquella corriente
súbita,--me ví envuelta en mil dificultades para desenredar la
pequeñísima hacienda que le quedaba á mi hijo. Vendí mis alhajas, mis
encajes, hasta mis vestidos y abrigos de pieles y terciopelo; vendí
los coches, los cuadros, los barros, los tapices y los muebles, y por
supuesto, la plata y las vajillas; cuanto era de lujo se vendió, creo
que malbaratado, pero en tales naufragios siempre sucede así: hay que
darle su parte de botín al mar. Yo recordaba que esta casa de Sadorio
había sido reparada y aumentada por orden de mi marido, que tenía
cariño á las paredes que le habían visto nacer: y aquí me refugié y
aquí vivo desde entonces, aprovechando la baratura del país y los
recursos de economía doméstica que proporcionan el huerto y los prados.
Miguel se cría robusto, y yo disfruto comodidades que tal vez no poseía
en mis épocas de derroche. ¿Lo duda usted? En Madrid no teníamos
bosques, ni extensos jardines, ni flores frescas á toda hora, ni el
pescado del mar á la sartén... Sepa usted que hasta economizo... ¡Vaya!
Junto unos ahorrillos para cuando Miguel tenga que ir á seguir carrera
y yo me vea precisada á acompañarle; lo cual haré para que no se
desaliente ó se corrompa... Ese día que tendré que dejar á Sadorio...
me parece que lo sentiré mucho. Me he acostumbrado á esta libertad y á
esta calma... Fácilmente sacaríamos de aquí una moraleja por el estilo
de las máximas que escribía Miguelito en sus primeras planas, después
de los palotes: «Amando el deber lo convertimos en placer.» Ya sabe
usted mi vulgar historia...
[Ilustración]


XI
El consejo

Profundamente impresionado salió de Sadorio aquella tarde Gastón; y
con ser pocas las horas que faltaban para volver á ver á Antonia,
parecieron muchas á su impaciencia. Antes de lo que creía, sin embargo,
logró la vista de su amiga. Era domingo, y como Gastón bajase á la
Puebla á misa mayor, allí estaba arrodillada la viuda, pero ni volvió
la cabeza: asistía al santo sacrificio con una compostura no afectada,
y á su lado, Miguel--¡extraña novedad!--también permanecía quieto y
atento, hecho un santito,--aunque con un azogue tal en las piernas,
que al acabarse la misa y salir al atrio, pegó más de una docena de
saltos: parecía haberse vuelto loco.
Florita, que había avizorado á Gastón en la iglesia, enganchóle
á la salida, y mientras coqueteaba con él á su estilo lugareño,
desaparecieron Antonia y Miguel. Despepitábanse la esposa y la hija
del Alcalde:--¿Por qué no se quedaba Gastón á comer con ellos? ¿Dónde
se metía, que andaba tan oculto? ¿Qué tal substancia tenía la miel de
Sadorio? ¿Le habían picado las abejas, que estaba tan seriote?--Trabajo
le costó zafarse de aquellas obsequiosas interlocutoras, pretextando
ocupaciones muy urgentes, y no sin prometer que el lunes vendría.
--Así como así,--pensó,--Antonia, después del día de hoy, va á
desterrarme por una temporada...
Á paso apresurado, como el que sigue la estela de su deseo, tomó el
camino de Sadorio; y ya cerca de la quinta, comprendió que no debía
presentarse antes de la hora señalada, las dos, y entretuvo el tiempo
como pudo, entrando en casa de una labradora y pidiendo un vaso de
leche. Se lo sirvieron fresco y espumante, pues estaba la vaca en
el establo, por ser domingo y no haber quién la llevase de mañana al
pasto; y Gastón tiró de la lengua á la vejezuela que ordeñaba la vaca
y presentaba el cuenco rebosante,--averiguando con pueril alegría que
era una protegida de Antonia.--Aquel invierno, la vieja, «había estado
tan en los últimos,--eran sus palabras,--que ya tenía encima los Santos
Oleos, ¡así Dios me favorezca! y si no es por el caldito que todos los
días mandaban de Sadorio y los remedios que pagó la señorita en la
botica de la Puebla, no lo contaría...»--Con esta plática gustosa para
Gastón, fué acercándose el momento de presentarse en la quinta, y allá
corrió, dejando por el cuenco de la leche un duro en la mano sarmentosa
de la vejezuela parlanchina... que le hartó de bendiciones.
Recibiéronle, Antonia con cordialidad, Miguel con arrebatado cariño, y
se sentaron los tres á una mesa cuyo primor consistía en el decorado de
flores naturales y en el brillo de la loza y del cristal, y en que sólo
tentaban el apetito los manjares por su frescura y grata sencillez.
Las ostras de la Puebla, regadas con el limón cogido en el huerto; el
pastel de liebre cazada en los vecinos montes; la gallina cebada en el
corral casero; la densa conserva de membrillo, sabiamente fabricada por
Colasa, compusieron el banquete. El café salieron á tomarlo al ameno
sitio de costumbre; y como Miguelito, jugando con Otelo, se alejase á
ratos, Gastón aprovechó la ocasión propicia, y refirió á Antonia, muy
despacio, su historia entera. Nada omitió, ni las últimas advertencias
de su madre, ni la disipación de los primeros años, ni la ruina, ni
la doblez del maldito Uñasín, ni la revelación de doña Catalina de
Landrey, ni la conseja del tesoro, ni las recientes inquietudes y las
reclamaciones inicuas de don Cipriano Lourido... Antonia escuchaba
atentamente, y de vez en cuando, si no encontraba bastante clara la
narración, interrumpía con preguntas concretas, á que Gastón respondía
sinceramente, procurando no alterar los hechos ni la realidad de sus
sentimientos en lo más mínimo. La necesidad de expansión y de desahogo
que sentía le desataba la lengua y le movía á acusarse á sí propio,
pareciéndole como si viese su imagen moral reflejada en un límpido
espejo, y una fuerza superior le impulsase á describir minuciosamente
los defectos y tachas de aquella imagen. Al terminar, Antonia quedó un
rato callada: reflexionaba, y su rostro generalmente alegre tenía una
expresión de gravedad en armonía con las funciones de juez de un alma
que se disponía á ejercer.
--Antonia,--exclamó con ahinco Gastón, viéndola permanecer silenciosa
y meditabunda,--hable usted; no tenga reparo en calificarme según le
plazca, ni en echar por tierra mis ilusiones respecto al imaginario
tesoro. Á todo estoy preparado, y casi me hará usted un bien acabando
de extirparme esperanzas quiméricas. Tráteme usted, Antonia, al menos
hoy... como á un hermano. En cambio del sueño del tesoro me dará usted
otro sueño más bonito cien veces: soñaré que se interesa usted por mí:
ya ve si salgo ganando.
--¿No se enojará usted porque me exprese con franqueza?--preguntó la
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