El Tesoro de Gastón: Novela - 1

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COLECCIÓN ELZEVIR ILUSTRADA
VOLUMEN SEXTO

El Tesoro de Gastón


Colección Elzevir Ilustrada

VOLÚMENES PUBLICADOS
I.--M. HERNÁNDEZ VILLAESCUSA.--_Oro oculto_, novela.
II.--VITAL AZA.--_Bagatelas_, poesías.
III.--ALFONSO PÉREZ NIEVA.--_Ágata_, novela.
IV.--NILO MARÍA FABRA.--_Presente y futuro._ Nuevos cuentos.
V.--FEDERICO URRECHA.--_Agua pasada._ (Cuentos, bocetos y semblanzas).
VI.--EMILIA PARDO BAZÁN.--_El Tesoro de Gastón_, novela.

EN PRENSA
M. MORERA Y GALICIA.--_Poesías_, con un prólogo de Antonio de Valbuena.
ENRIQUE R. DE SAAVEDRA, DUQUE DE RIVAS.--_Cuadros de la fantasía y de
la vida real._

EN PREPARACIÓN
JUAN GUALBERTO LÓPEZ VALDEMORO, CONDE DE LAS NAVAS.--_El Procurador
Yerbabuena_, novela.
ANTONIO DE VALBUENA.--_Santificar las fiestas_, cuentos.
CARLOS FRONTAURA.--_El cura, el maestro y el alcalde._
MIGUEL RAMOS CARRIÓN.--_Zarzamora_, novela.

Y OTROS DE
ALTAMIRA (RAFAEL).
AZA (VITAL).
BECERRO DE BENGOA (RICARDO).
LINIERS (SANTIAGO).
MARINA (JUAN).
OLLER (NARCISO).
PÉREZ ZÚÑIGA (JUAN).
THEBUSSEM (DR.)
VALERA (JUAN), ETC., ETC.


_Emilia Pardo Bazán_

El
Tesoro de Gastón
_Novela_
Ilustraciones de
JOSE PASSOS

Con licencia del Ordinario
[Ilustración]
BARCELONA
JUAN GILI, LIBRERO
223, CORTES, 223
MDCCCXCVII


ES PROPIEDAD


[Ilustración]


I
La llegada

Cuando se bajó en la estación del Norte, harto molido, á pesar de haber
pasado la noche en _wagon-lit_, Gastón de Landrey llamó á un mozo,
como pudiera hacer el más burgués de los viajeros, y le confió su
maleta de mano, su estuche, sus mantas y el talón de su equipaje. ¡Qué
remedio, si de esta vez no traía ayuda de cámara! Otra mortificación
no pequeña fué el tener que subirse á un coche de punto, dándole las
señas: Ferraz, 20... Siempre, al volver de París, le había esperado,
reluciente de limpieza, la fina berlinilla propia, en la cual se
recostaba sin hablar palabra, porque ya sabía el cochero que á tal hora
el señorito sólo á casa podía ir, para lavarse, desayunarse y acostarse
hasta las seis de la tarde lo menos...
En fin, ¡qué remedio! Hay que tomar el tiempo como viene, y el tiempo
venía para Gastón muy calamitoso. Mientras el simón, con desapacible
retemblido de vidrios, daba la breve carrera, Gastón pensaba en mil
cosas nada gratas ni alegres. El cansancio físico luchaba con la
zozobra y la preocupación, mitigándolas. Sólo después de refugiado
en su linda _garçonnière_; sólo después de hacer chorrear sobre las
espaldas la enorme esponja siria, de mudarse la ropa interior y de
sorber el par de huevos pasados y la taza de té ruso que le presentó
Telma, su única sirviente actual, excelente mujer que le había conocido
tamaño; sólo en el momento, generalmente tan sabroso, de estirarse
entre blancas sábanas después de un largo viaje, decidióse Gastón á
mirar cara á cara el presente y el porvenir.
Agitóse en la cama y se volvió impaciente, porque divisaba un horizonte
oscuro, cerrado, gris como un día de lluvia. Arruinado, lo estaba; pero
apenas podía comprender la causa del desastre. Que había gastado mucho,
era cierto; que desde la muerte de su madre llevaba vida bulliciosa,
descuidada y espléndida, tampoco cabía negarlo. Sin embargo, echando
cuentas, (tarea á que no solía dedicarse Gastón), no se justificaba,
por lo derrochado hasta entonces, tan completa ruina. El caudal de
la casa de Landrey, casi doblado por la sabia economía y la firme
administración de aquella madre incomparable, daba tela para mucho más.
¡Seis años! ¡Disolverse en seis años, como la sal en el agua, un caudal
que rentaba de quince á diez y siete mil duros!
Acudían á la memoria de Gastón, claras y terminantes, las palabras de
su madre, pronunciadas en una conferencia que se verificó cosa de dos
meses antes de la desgracia.
--Tonín,--había dicho cariñosamente la dama,--yo estoy bastante
enfermucha; no te asustes, no te aflijas, querido, que todos hemos de
morir algún día, y lo que importa es que sea muy á bien con Dios; lo
demás... ¡ya se irá arreglando! Siento dejarte huérfano en minoría,
pero pronto llegarás á la mayor edad, y así que dispongas de lo
tuyo, acuérdate de dos cosas, hijo... Que ni hay poco que no baste
ni mucho que no se gaste, y... que no debemos ser ricos... sólo...
¡para hacer nuestro capricho, olvidándonos de los pobres y del alma!
Quedan aumentadas las rentas... gracias á que no he fiado á nadie lo
que pude hacer yo misma... ¡y eso que soy una mujer, una ignorantona,
una infeliz! Tú, que eres hombre, y que recibes doblado el capital,
puedes acrecentarlo, sin prescindir de... ¡de que hay deberes, para un
caballero sobre todo!... ¡y de que la fortuna se nos da en depósito, á
fin de que la administremos honradamente!... ¿Verdad, Tonín, que vas á
pensar en esto que te he dicho... así... así que no estemos... juntos?
Dame un beso... ¡Ay!... ¡Cuidado, que por ahí anda la pupa!
Y Gastón, de pronto, sintió como los ojos se le humedecían, acordándose
de que el ¡ay! de su madre había delatado, por primera vez, la horrible
enfermedad cuidadosamente oculta, el zaratán en el seno.
Poco después la operaban, y no tardaba en sucumbir á una hemorragia
violenta... y Gastón veía á su madre tan pálida, tendida en el
abierto ataúd, y recordaba días de llanto, de no poder acostumbrarse
á la orfandad, á la soledad absoluta... Después, con la movilidad
de los años juveniles, venía el consuelo, y con la mayor edad, el
gozo de verse dueño de sus acciones y de su hacienda, ¡libre, mozo,
opulento! Dando una vuelta repentina en la cama, lo mismo que si el
colchón tuviese abrojos, Gastón volvía á rumiar la sorpresa de haber
despabilado tan pronto la herencia de sus mayores.
--¡Si no es posible humanamente!--calculaba.--¡Si no me cabe en la
cabeza! Vamos á ver; yo no soy un vicioso; no he jugado sino por
entretenimiento; no he tenido de esos entusiasmos por mujeres pagadas,
en que se consumen millones sin sentir. ¿Qué hice, en resumidas
cuentas? Vivir con anchura; pasarme largas temporadas en el extranjero,
sobre todo en el delicioso París; comer y fumar regaladamente;
divertirme como joven que soy; pagar sin regatear buenos cocheros y
caballos de pura raza, cuentas de sastre y de tapicero, de joyero y
de camisero, de hotel, de _restaurant_... Todo ello, aunque se cobre
por las setenas, no absorbería ni la tercera parte de mi caudal... oh,
eso que no me lo nieguen. ¡Aunque me lo prediquen frailes descalzos!
Me sucede lo que á la persona que ha dejado en un cajón una suma de
dinero, no sabe cuánto, pero volviendo á abrir el cajón nota que hace
menos bulto, y dice: «Gatuperio...»
Aquí Gastón suspiró, abrazó la almohada buscando frescura para las
mejillas, y pensó entrever, como filtrado por las cerradas maderas de
las ventanas, un rayito de luz.
--El caso es que yo fuí bien prudente. De imprevisor nadie podrá
tacharme. ¿Á quién mejor había de confiar mis negocios, y la gestión y
administración de mis bienes, que á don Jerónimo Uñasín? Un viejo tan
experto, con tal fama de seriedad y honradez en los negocios; y además,
de una condición encantadora; nunca le pedía yo con urgencia dinero,
que á vuelta de correo no me lo girase sin objeción alguna... En lo que
no tiene disculpa don Jerónimo, es en no haberme avisado de que mis
gastos eran excesivos; de que á ese paso me quedaba como el gallo de
Morón...
Al hacer reflexión tan sensata, por primera vez el incauto mozo sintió
algo que podría llamarse la mordedura de la sospecha y el aguijón del
reconcomio. Evocó el recuerdo de la cara de don Jerónimo y se le figuró
advertir en ella rasgos del tipo hebreo, la nariz aguileña, de presa,
la boca voraz, los ojos cautelosos y ávidos... Las palabras de su madre
resonaron de nuevo en su corazón olvidadizo: «No he fiado á nadie lo
que pude hacer yo misma...»
[Ilustración]
Al cabo se durmió. Á las seis, obedeciendo órdenes, Telma vino á
despertarle de un sueño agitado, lleno de pesadillas; arreglóse á
escape, y á las siete menos cuarto conferenciaba con don Jerónimo. Más
de una hora duró la entrevista, de la cual salió Gastón con la sangre
encendida de cólera y el espíritu impregnado de amargura. La venda
se había roto súbitamente y Gastón veía,--¡á buena hora!--que aquel
tunante de apoderado general era el verdadero autor de su ruina.
Á preguntas, reconvenciones y quejas, sólo había respondido don
Jerónimo con hipócrita y melosa sonrisilla, que provocaba á chafarle de
una puñada los morros.
--¿Qué quería usted que hiciese?--silbaba el culebrón.--¿Pues no
estaba usted pidiendo fondos y fondos á cada instante? ¿Pues no era
usted mayor de edad, dueño de sus acciones y sabedor de á cuánto
ascendían sus rentas? Usted, desde París, libranza va y libranza viene,
y Jerónimo Uñasín teniendo que dejarle á usted bien, y que buscar y
desenterrar las cantidades aunque fuese en el profundo infierno...
¡Bien me agradece usted los apuros que he pasado, las sofoquinas,
las vergüenzas, sí, señor! ¡que vergüenza y muy grande es, á mis
años, andar solicitando á prestamistas y aguantando feos! Todo lo he
hecho, por ser usted hijo de los señores de Landrey, que tanto me
apreciaban... Ahora conozco que me pasé de tonto, que debí cerrarme á
la banda y contestarle á usted cuando me pedía monises: «otro talla,
señor mío...»
--Pero usted bien veía que yo me quedaba pobre,--exclamaba Gastón con
indignación apenas reprimida,--y debiera usted, como persona de más
experiencia, aconsejarme, llamarme la atención, advertirme... Yo le dí
á usted poder ilimitado... Yo tenía depositada mi confianza en usted.
--¡Sí, sí, advertir! ¡Bonito recibimiento me esperaba! Ya sé yo lo que
son jóvenes contrariados en sus antojos... Y además, don Gastoncito,
¿quién me decía á mí que al echar así la casa por la ventana, no
preparaba usted una gran boda? Hay en París señoritas de la colonia
americana, que apalean el oro... ¡Es preciso respetar muchísimo,
muchísimo la libertad de cada uno! y lamentaría toda mi vida que por mí
fuese usted á perder la colocación brillante que se merece...
--Téngame Dios de su mano,--pensó Gastón al escuchar esta nueva
insolencia, y conociendo que se le subía á la cabeza la ira, y las
manos se le crispaban ansiosas de abofetear al judío.
Al fin, con violento esfuerzo sobre sí mismo, revolviendo
trabajosamente la lengua en la boca seca y llena de hiel, pronunció:
--Bien, cortemos discusiones, que á nada conducen; al grano... ¿Me
queda algo, lo preciso para comer?
Vaciló un instante don Jerónimo, y afectó un golpe de tos, ruidosa y
como asmática, antes de responder, fingiendo fatiga:
--Mire usted, lo que es eso... hasta que... ¡bruum! hasta que... yo...
reconozca... y liquide... ¡bruum!... los créditos... y se proceda... á
la venta de... de las fincas hipotecadas... es imposible decir si el...
¡bruum! pasivo... supera al activo... Acaso tengamos déficit... pero
¡bruum! ej... ej... no será muy grande...
--¿Es decir,--preguntó Gastón con temblor de labios,--que aún podrá
suceder que después de venderlo todo... deba dinero?
--Ej, ej... calculo que una futesa...
No quiso oir más Gastón. Tomando su sombrero, despidióse con una frase
bronca, y abandonó el nido del ave de rapiña á quien tarde veía el pico
y las garras. En el recibimiento, mientras recogía sombrero y bastón,
no pudo menos de fijarse, con penosa y estéril lucidez, en detalles que
le sorprendieron: un soberbio mueble de antesala tallado, un rico tapiz
antiguo, una alfombra nueva y densa como vellón de cordero, un retrato,
escuela de Pantoja, una lámpara de muy buen gusto. Parecía la entrada
de una casa señorial, y al acordarse de que antaño don Jerónimo se
honraba con alfombra de cordelillo y sillas de Vitoria, Gastón se trató
á sí mismo de majadero, no sin reprimirse para no emprenderla á palos
con los muebles y con el dueño en especial...
Volvió á su morada á pie, devorando la pesadumbre, queriendo
sobreponerse á ella, y sin conseguirlo. Telma, solícita, le había
preparado una comida de sus platos predilectos; pero no estaba la
Magdalena para tafetanes, ni Gastón para apreciar debidamente el mérito
del puré de alcachofas, los langostinos en pirámide y las costilletas
de cordero delicadamente rebozadas en salsa bechamela.
--Hija, es preciso que me vaya acostumbrando á las lentejas y al pan
seco,--respondió con un humorístico alarde cuando la vieja criada,
llevándose la fuente, preguntaba con inquietud, si era que ya «tenía
perdida la mano.»
Y la fiel servidora, antes de cruzar la puerta, clavó en su amo una
mirada perruna é inteligente, una mirada que se condolía...
Vestido el frac, después de comer, Gastón dedicó la noche á intentar
ver á dos ó tres personas de quienes esperaba consejo y auxilio.
Á ninguna encontró en casa, y sería caso raro que lo contrario
acaeciese en Madrid, donde la noche se consagra á círculos, teatros y
sociedades. Rendido, harto de dar tumbos en el alquilón, se recogió
á las doce y media. Una gran desolación, un pesimismo mortal le
agobiaban, poniéndole á dos dedos de la desesperación furiosa. Sin
duda que al siguiente día le sería fácil encontrar en casa, amables y
sonrientes, á sus noctámbulos amigos; pero ¿qué sacaría de ellos? Á
lo sumo... buenas palabras... ¡Ni Daroca, el bolsista; ni el flamante
marqués de Casa-Planell, el riquísimo banquero; ni Díaz Carpio, el
actual subsecretario de Hacienda; ni mucho menos el gomoso Carlitos
Lanzafuerte, iban á abrir la bolsa y ponerla á disposición del
_tronado_!... (Tan feo nombre se daba á sí propio Gastón).
[Ilustración]
Al dejar Telma sobre la mesa de noche la bebida usual, la copa de agua
azucarada con gotas de cognac y limón, mientras Gastón, inerte, yacía
en la meridiana, esperando á que se retirase la criada para empezar á
desnudarse, ésta dijo no sin cierta timidez, el recelo de los criados
que ven á sus amos muy tristes:
--Señorito... anteayer mandó á preguntar por usted la señora
Comendadora. ¿No sabe? Su tía, la del convento... Que si había vuelto
ya de Francia... y que deseaba verle... Que cuando viniese, por Dios no
dejase de ir, sin tardanza ninguna...
--¡Bien, bien!--contestó él impaciente.
Así que apagó la bujía y se tendió en la cama, la arcaica figura de
la Comendadora se alzó en la oscuridad. Abandonado de todos Gastón, un
instinto le impulsaba á buscar arrimo y consuelo, á desear comunicarse
con alguien que le compadeciese y le amase de veras. Y su tía abuela,
la Comendadora, era la única parienta cercana que tenía en el mundo.
[Ilustración]


II
La Comendadora

Como no le dejasen dormir sus melancólicos pensamientos, Gastón se
levantó temprano, se vistió con diligencia, y subiendo democráticamente
al tranvía, se dejó llevar hasta muy cerca del convento de las
Comendadoras, que se eleva sombrío, dominado por su vasta iglesia, en
una calle de las más solitarias del antiguo Madrid. Las Comendadoras
no tienen reja. Mano á mano, á guisa de seglares damas--y bien nobles
que lo son--reciben á sus visitas en un locutorio bajo, amplio,
esterado, encalado, cuyas paredes adornan cuadros religiosos anegados
en betún, y que amueblaban canapés de paja con respaldo de lira, y
braseros claveteados--un salón de principios del siglo.--Paseando
febrilmente esperó Gastón á su tía. La portera le había dicho que
doña Catalina--así se llamaba la Comendadora--estaba en el coro, y
que tardaría cosa de unos veinte minutos. «No traigo prisa, gracias,»
contestó el mozo: pero, solo ya, medía el locutorio con rápidas
pisadas. Desde que se había levantado y salido á la calle, batallaba
con la idea de que todo lo de su ruina era un mal sueño. ¡Una casa
tan vieja, tan sólida como la casa de Landrey, venirse á tierra por
artimañas de un usurero maldito! No; no podía ser que él, Gastón de
Landrey, con sus propias manos acostumbradas á calzar guantes, con su
propia cabeza hecha á las esencias y á los lavatorios del peluquero,
tuviese que trabajar y discurrir como el resto de los mortales, á fin
de ganarse el pan de cada día... La vida iba á continuar, rauda y
disipada; la única vida posible, la _vida_ en el sentido parisiense del
vocablo.
Al pensar esto, una oleada de esperanza inundó á Gastón, esperanza
venida no sabía de dónde, tal vez de la tranquilidad del locutorio, del
aristocrático silencio del convento, donde debían de ser inmutables
todas las cosas.
Cuando se hallaba más engolfado en sus sueños, abrióse la puerta
lateral, gruesa hoja de encina, y apareció en el hueco, inmóvil y muda,
la Comendadora, la misma doña Catalina de Landrey y Castro, con las
tocas negras, el blanco escapulario, y en el pecho la roja heráldica
cruz. Adelantándose vivamente, Gastón corrió á abrazar á su tía, á
sostenerla, á traerla en vilo hasta la silla baja, situada cerca de la
reja que daba á la calle, el sitio donde solían conversar otras veces;
pero la anciana murmuró suplicante:
--¡Al jardín... al jardín... allí hace sol... allí no tendremos frío!
No sentía Gastón ni pizca de frío en el locutorio: entrado el mes de
Mayo, la temperatura era suave y radiante la mañana. No obstante,
asintió sonriendo y quiso coger á la anciana por el talle.
--No, voy delante,--exclamó ella.
Lentamente, deslizándose como una sombra, precedió á Gastón por dos
ó tres pasillos y antesalas, hasta llegar á una carcomida puerta
cuyo picaporte alzó. Al pisar el umbral del jardín, Gastón se paró
deslumbrado.
No era el jardín muy grande: servía de patio al convento, y en su
centro, por todo adorno, tenía un pozo con brocal, el humilde pozo de
Castilla. Cuatro cuarterones simétricos, recortados en forma circular
á fin de dejar sitio al pozo y holgura para sacar agua, formaban el
sencillo trazado del jardín monástico. Sólo que estos arriates, con
exclusión absoluta de toda otra flor ó planta, estaban materialmente
tapizados de pies de azucena floridos. Era una espesura de azucenas.
Y bajo la sábana de oro que el sol tendía generosamente, la nívea
blancura de las flores, su apretada abundancia, su esbeltez, su
elegante forma casta y mística, halagaban los ojos y embriagaban
dulcemente el corazón. Era un jardín mariano, cultivado únicamente por
amor á la Virgen, para poder cubrir su altar de ramilletes simbólicos,
en el gracioso culto llamado de las flores de Mayo; ó más bien era
otro altar que brotaba de la tierra seca y desnuda, por virtud del
riego continuo de unas manos piadosas, enamoradas de María.
[Ilustración]
En un ángulo del jardín daba todavía la sombra, y sobre un banco de
ladrillo se sentó la Comendadora pausadamente, convidando á su sobrino
á que la imitase. La claridad que bañaba el jardín caía sobre el
rostro de doña Catalina, patentizando la labor de los años; estrago
no diremos, porque en medio de su carácter de vetustez, bajo el
severo contorno de la toca, aquel rostro tenía aún líneas de belleza
pasada, vestigios de algo que debió de ser escultural. Parecían las
majestuosas facciones modeladas en esa cera amarillenta, resquebrajada,
de los cirios viejos y muy secos; la boca no era más que una línea
pálida, dilatada por una sonrisa misteriosa; las cejas y las pestañas,
encanecidas, sombreaban de un modo fatídico los ojos, donde persistía
una vida extraordinaria, una especie de magnetismo. Los clavaba en
Gastón con tal fuerza, con insistencia tal, que el mozo por un instante
creyó á la Comendadora enterada de su ruina, y calculó para sí, algo
impaciente:
--Menudo sermón me espera. Agarrarse.
Recordaba Gastón que, cuando de niño solía venir al convento, le daba
mucha lástima su tía la Comendadora. ¡Siempre metida entre aquellas
cuatro paredes, siempre arrebujada en aquellos austeros paños!
Después, ya hombre y capaz de entender, había sabido la historia de
doña Catalina, y la lástima creció. Doña Catalina era hija de don
Martín de Landrey, uno de los nobles que en la lucha entre españoles
y franceses por la independencia, inficionados de volterianismo y de
lo que llamaban entonces _ideas nuevas_, abrazaron el partido del
invasor. Es de advertir que los Landrey descendían en línea recta de un
caballero bretón venido con Beltrán Duguesclín ó Claquín á favorecer á
don Enrique de Trastamara, que casó con española, que no quiso volver
á Bretaña cuando la vió incorporada á la corona francesa, y á quien el
fratricida estimó y colmó de _mercedes_, otorgándole bienes y feudos
en la tierra gallega, tan semejante á la vieja Armórica, señalada
por su fidelidad á don Pedro, y en la cual le convenía al bastardo
arraigar á sus partidarios. En cierto modo, don Martín de Landrey
obedecía al atavismo cuando se afrancesaba; mas no lo creyeron así sus
deudos ni menos doña Catalina, que era entonces una criatura, pero que
se daba cuenta de todo. Débil y enfermiza ya, pudo tanto en ella el
disgusto de ver á su padre, en quien adoraba, señalado con el dedo y
despreciado y maltratado cuando por fin salió de España el intruso,
que contrajo un raro padecimiento nervioso, convulsiones seguidas
de profundos síncopes. Su hermano,--el abuelo de Gastón,--ardiente
patriota y español acérrimo, había reñido con don Martín por diferencia
de opiniones, y vivía en Madrid, en casa de un tío suyo, el marqués
de Lanzafuerte, algo favorito de Fernando VII; y Catalina se encerró
con su padre, en el desmantelado castillo de Landrey, por huir de la
malevolencia y la antipatía que en Compostela, lo mismo que en la
corte, despertaba el afrancesado.
[Ilustración]
Vivieron allí padre é hija largos años en hosca soledad, ella siempre
enferma, él también achacoso, y cada día más misantrópico y saturado
de hiel, y cuando vino la última hora de don Martín, la hija sufrió el
horrible dolor de ver morir al padre como un réprobo, rechazando con
mil pretextos toda clase de auxilios espirituales, y ya, por último,
amenazando con coger las pistolas que tenía á la cabecera ¡y hacer un
ejemplo si un cura pasaba el umbral!--Así que hubo cerrado los ojos
al infeliz, doña Catalina, en vez de caer al suelo presa de uno de
sus accesos acostumbrados, se mostró casi impasible; veló el cadáver,
atendió al entierro, encargó misas, muchas misas, y se estuvo cerca de
un mes encerrada en las habitaciones del difunto, registrando cómodas
y armarios, poniendo en orden documentos y papeles. Una noche, los
labriegos y pescadores de la costa donde se asienta el castillo de
Landrey, vieron con sorpresa un gran resplandor rojo, y si al pronto
creyeron que había incendio, no tardaron en comprender que era una
descomunal hoguera encendida en mitad del patio de honor. Delante
de la hoguera estaba doña Catalina de pie, mandando la maniobra, y
dos criados traían en cestos libros y manuscritos, despedazaban los
volúmenes y los arrojaban á la hoguera, atizando y cebando su llama
con provisión de leña y ramaje seco, para que devorase pronto aquel
fárrago.--Gastón había oído referir á su madre que allí se abrasaron
las obras de bastantes franchutes de la cáscara amarga, y muchos
papelotes que probaban las íntimas conexiones de don Martín de Landrey
con la masonería española, su afiliación á la secta y el alto grado
que en ella poseía... La quemazón duró hasta el amanecer, y sólo al
blanquear la luz del alba las almenas de las torres se retiró doña
Catalina lentamente, después de cerciorarse, removiendo con un palo la
ya moribunda hoguera, de que allí sólo quedaban cenizas. Pocos días
después de este suceso, doña Catalina, dejándolo todo bien arreglado
y habiendo repartido entre los pobres labriegos cuantiosas limosnas
y perdonado, por cuenta de su legítima, deudas y atrasos de pagos de
rentas, salió hacia Madrid, donde la reclamaba su hermano don Felipe de
Landrey. Llevaba en su compañía doña Catalina á una niña de unos tres
años de edad, huérfana de madre, hija del mayordomo, que no era sino
Telma, la actual sirviente de Gastón.
En Madrid quisieron divertir y festejar á Catalina; además de su
hermano tenía dilatada parentela de primos y primas, porque una hermana
de su bisabuelo se había casado con el duque de Ambas Castillas, y otra
con el de Lanzafuerte, dejando ambos numerosa y masculina prole, que
se enlazó luego á otras familias de muy alta alcurnia. Catalina alegó
el riguroso luto para no concurrir á distracciones ni á saraos, y el
día en que se cumplió un año justo de la muerte de su padre, anunció
el decidido propósito de entrar en las Comendadoras. Era libre y dueña
de sus acciones, y nadie podía oponerse á su deseo, con tal resolución
manifestado. No obstante, don Felipe se opuso, y alegó el peligro de
la salud; con aquel terrible mal nervioso, aquellos desvanecimientos y
accesos convulsivos ¿era prudente, era ni siquiera cristiano encerrarse
en un convento? Doña Catalina respondió que la Iglesia había arreglado
las cosas tan bien, que existían conventos para todos los estados de
salud; que las Comendadoras no hacían vida penitente, sino recoleta
y regular, y que ella estaba segura de resistir bien la prueba. Y en
efecto, no sólo la resistió, sino que dentro del convento su organismo
débil y quebrantado se templó hasta adquirir el vigor del acero; el
equilibrio se estableció, la paz reinó en su antes combatido espíritu,
y poco á poco la cara triste y los nublados ojos de doña Catalina se
convirtieron en la hermosa faz y las serenas pupilas de la que todos
dieron en nombrar la monja guapa.
--Desde que tu tía Catalina pronunció los votos, revivió,--decíale á
Gastón su madre.--La pobre se conoce que había ofrecido este sacrificio
por los pecados de don Martín. Ella cumplió lo que tenía el deber de
cumplir, y nada aprovecha tanto al alma y al cuerpo.
Á pesar de la afirmación de su madre, Gastón recordaba que no había
cesado de compadecer á su tía Catalina, de considerarla una víctima
inmolada á preocupaciones, una vida tronchada en flor, una especie de
fantasma sentenciado á desaparecer del mundo. Para él, entregado al
desorden y tropelías de la voluntad, la regla en el vivir constituía
una esclavitud, y cualquier valla cruel tiranía. ¡No hay más, doña
Catalina le daba lástima! ¿Y por qué en aquel instante, á aquella hora
virginal de la pura y radiante mañanita, en aquel jardín monástico
todo paz, donde sólo se escuchaba el vuelo de algún abejorro, donde
las azucenas abrían tímidamente sus cálices de raso blanco y vertían
en silencio su pomo fragante, Gastón, en vez de compadecer á doña
Catalina, advertía que la envidiaba? Sí, no lo podía dudar; envidiaba
á la Comendadora, como envidia el marinero, desde su esquife que las
olas hacen crujir y van á tragarse pronto, al pobre ermitaño que bebe
de la apacible fuente antes de la oración... Era hermoso haber vivido
sin tacha; haber realizado lo que creemos bueno y justo; haber dado
testimonio de su fe ante los hombres, y haber llegado casi á los
noventa años con aquella sonrisa misteriosa, no la de la esfinge, sino
la de la santa que ya entrevé la bienaventuranza celeste...
--Aquí estaremos mejor,--pronunció con cascada voz la Comendadora,
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